miércoles, 29 de diciembre de 2010

EL PORVENIR Y LA NADA

El porvenir y la nada
1. Vivimos, pensamos, obramos, he aquí lo positivo: moriremos, esto no es menos cierto.
Pero dejando la Tierra, ¿a dónde vamos? ¿Qué es de nosotros? ¿Estaremos mejor o peor? ¿Seremos
o no seremos? Ser o no ser: tal es la alternativa, es para siempre o para nunca jamás, es todo o nada, viviremos eternamente o todo se habrá concluido para siempre. Bien merece la pena pensar en ello. Todo hombre siente el deseo de vivir, de gozar, de querer, de ser feliz. Decid a uno que sepa que va a morir que vivirá todavía, que su hora no ha llegado, decidle sobre todo que será más feliz
de lo que ha sido, y su corazón palpitará de alegría. ¿Pero por qué estas aspiraciones de dicha, si un soplo puede desvanecerlas?
¿Acaso existe algo más aflictivo que el pensamiento de la absoluta destrucción? Puros
afectos, inteligencia, progreso, saber laboriosamente adquirido, todo esto sería perdido, aniquilado. ¿Qué necesidad habría de esforzarse en ser mejor, reprimirse para refrenar sus pasiones, fatigarse en adornar su inteligencia, si no debe uno recoger de todo fruto alguno, sobre todo con el pensamiento de que mañana quizá no nos sirva ya para nada? Si así sucediese, el destino del hombre sería cien veces peor que el del bruto, porque el bruto vive enteramente para el presente, para satisfacción de sus apetitos materiales, sin aspiración al porvenir. Una intuición íntima afirma que esto no es posible.
2. Con la creencia en la nada, el hombre concentra forzosamente todos sus pensamientos
sobre la vida presente, y no es posible, en efecto, preocuparse lógicamente de un porvenir en el cual no se cree. Esa preocupación exclusiva del presente que conduce naturalmente a pensar en sí mismo ante todo es, pues, el más poderoso estimulante del egoísmo, y el incrédulo es consecuente consigo mismo cuando deduce esta conclusión: “Gocemos mientras estamos aquí, gocemos lo más posible, puesto que con nosotros todo concluye. Gocemos aprisa, porque ignoramos cuánto durará esto.” Y este otro argumento, mucho más grave para la sociedad: “Gocemos a pesar de todo, cada uno para sí. La dicha aquí es del más listo.” Si el respeto humano detiene a algunos, ¿qué freno tendrán aquellos que nada temen? Dicen que la justicia humana sólo alcanza a los torpes, por esto discurren cuanto pueden para eludirla. Si hay una doctrina malsana y antisocial, seguramente es la del nihilismo, porque rompe los verdaderos lazos de la solidaridad y de la fraternidad, fundamentos de las relaciones sociales.
3. Supongamos que, por una circunstancia cualquiera, todo un pueblo adquiere la certeza de
que dentro de ocho días, de un mes, de un año si se quiere, habrá desaparecido, que ni un solo
individuo sobrevivirá, y que no quedará ni huella del mismo después de la muerte. ¿Qué hará
durante este tiempo? ¿Trabajará para su mejoramiento e instrucción? ¿Se sujetará al trabajo para
vivir? ¿Respetará los derechos, lo intereses y la vida de sus semejantes? ¿Se someterá a las leyes, a
una autoridad, cualquiera que sea, incluso la más legítima: la autoridad paternal? ¿Se obligará a
algún deber? Seguramente que no. Pues bien, lo que no sucede en masa, la doctrina del nihilismo lo realiza cada día aisladamente. Si las consecuencias no son tan desastrosas como lo pudieran ser, es primeramente porque la mayor parte de los incrédulos tienen más fanfarronería que verdadera incredulidad, más duda que convicción, porque tienen miedo del que manifiesta al anonadamiento. El título de espíritu fuerte, lisonjea su amor propio. Además, los incrédulos absolutos están en ínfima minoría, sufren, a pesar suyo, el ascendiente de la opinión contraria, y son contenidos por una fuerza material. Pero si la incredulidad absoluta fuese un día la opinión de la mayoría, la sociedad quedaría disuelta. A esto tiende la propaganda de la idea del nihilismo.
1. Un joven de dieciocho años padecía de una enfermedad de corazón declarada incurable. La ciencia había dicho: puede morir tanto dentro de ocho días, como dentro de dos años, pero no pasará de ahí. Lo supo el joven, y al momento abandonó los estudios y se entregó a todos los excesos. Cuando se le decía lo peligroso que era en su situación esa vida desordenada, contestaba: “¡Qué me importa, puesto que sólo he de vivir dos años!
¿A qué cansar mi imaginación? Yo disfruto de lo que me resta y quiero divertirme hasta el fin.”
He aquí la consecuencia lógica del nihilismo. Si este joven hubiese sido espiritista, habría sostenido: “La muerte sólo destruirá mi cuerpo, que dejaré como un vestido viejo, pero mi espíritu vivirá siempre. Yo seré en la vida futura lo que habré procurado ser en ésta. Nada de cuanto pueda adquirir en cualidades morales e intelectuales será perdido, y redundará en provecho de mi adelanto. Todos los defectos de que me despoje son un paso más hacia la felicidad. Mi dicha o mi desgracia venideras dependen de la utilidad o inutilidad de mi existencia presente. Me interesa mucho aprovechar el poco tiempo que me queda, y evitar cuanto pueda debilitar mis fuerzas.”
De estas dos doctrinas, ¿cuál es la preferible?
Cualesquiera que sean las consecuencias, si el nihilismo fuese una verdad habría que
aceptarlo. Y no serían ni sistemas contrarios, ni el temor del mal que resultaría, los que podrían
impedir que lo fuese. No hay, pues, que hacerse ilusiones. El escepticismo, la duda, la indiferencia, aumentan cada día, a pesar de los esfuerzos de la religión. Si la religión es impotente contra la
incredulidad es porque le falta algo para combatirla, de manera que si permaneciese inactiva en un tiempo dado, sería infaliblemente vencida. Lo que le falta en este siglo de positivismo, en el que se quiere comprender antes que creer, es la sanción de esas doctrinas por hechos positivos, asícomo la concordancia de ciertas doctrinas con los datos positivos de la ciencia. Si ésta dice blanco y los
hechos dicen negro, hay que optar entre la evidencia o la fe ciega.
4. En tal situación, el Espiritismo viene a oponer un dique a la invasión de la incredulidad,
no sólo con el raciocinio, no sólo con la perspectiva de los peligros que trae consigo, sino más bien
con hechos materiales, haciendo palpables al tacto y a la vista el alma y la vida futura.
Cada uno es libre, sin duda alguna, en su creencia, de creer algo o de no creer nada. Pero
aquellos que quieren hacer prevalecer en la mente de las masas, de la juventud sobre todo, la
negación del porvenir apoyándose en la autoridad de su saber y del ascendiente de su posición,
siembran en la sociedad gérmenes de turbación y de disolución, y contraen una grave
responsabilidad.
5. Hay otra doctrina que asegura no ser materialista, porque admite la existencia de un
principio inteligente fuera de la materia: es la de la absorción en el todo universal. Según esta
doctrina, cada individuo se apropia desde su nacimiento una partícula de este principio, que
constituye su alma, y le da la vida, la inteligencia y el sentimiento. A la muerte, ese alma
vuelve al centro común y se pierde en el infinito, como una gota de agua en el océano.
Esta doctrina, sin duda alguna, es preferible al materialismo puro, puesto que admite algo, y
el otro no admite nada. Pero las consecuencias son exactamente las mismas. Que el hombre sea
sumido en la nada o en un depósito común, es igual para él. Si en el primer caso está destruido, en
el segundo pierde su individualidad, esto es, como si no existiera. Las relaciones sociales quedan
destruidas, lo esencial para él es la conservación de su yo. Sin esto, ¿qué importa ser o no ser? El
porvenir para él es siempre nulo, y la vida presente es lo único que le preocupa e interesa. Desde el
punto de vista de sus consecuencias morales, esta doctrina es tan mal sana, tan desconsoladora, tan excitante del egoísmo como el materialismo puro.
6. Se puede, además, formular la objeción siguiente contra esa doctrina: todas las gotas de
agua procedentes del océano se asemejan y tienen propiedades idénticas, como las partes de un
mismo todo. ¿Por qué las almas, si proceden de ese gran océano de la inteligencia universal, se
asemejan tan poco? ¿Por qué el genio al lado de la estupidez? ¿Las virtudes más sublimes al lado de los vicios más vergonzosos? ¿La bondad, la dulzura, la mansedumbre, al lado de la maldad, de la crueldad y la barbarie? ¿Cómo difieren tanto unas de otras partes de un todo homogéneo? Se dirá. Acaso, que es la educación la que las modifica. Pero entonces, ¿de dónde proceden las cualidades innatas, las inteligencias precoces, los instintos buenos y malos, independientes de toda educación y muy a menudo poco en armonía con los ámbitos en que se desarrollan?
La educación, sin duda alguna, modifica las cualidades intelectuales y morales del alma.
Pero aquí surge otra dificultad. ¿Quién da al alma la educación para hacerla progresar? Otras almas que, siendo de un mismo origen, no deben estar más adelantadas. Por otra parte, el alma, volviendo al Todo Universal de donde salió, después de haber progresado durante la vida, lleva allí un elemento más perfecto, de lo que se deduce que ese todo, con el tiempo, debe encontrarse
profundamente modificado y mejorado. ¿Cuál es la causa de que incesantemente salgan almas
ignorantes y perversas?
7. En esa doctrina, el manantial universal de inteligencia que provea las almas humanas es
independiente de Dios. No es precisamente el panteísmo. El panteísmo, propiamente dicho, difiere porque considera el principio universal de vida y el de inteligencia como constituyendo la
Divinidad. Dios es a la vez espíritu y materia. Todos los seres, todos los cuerpos de la Naturaleza
componen la Divinidad, de la que son moléculas y elementos constitutivos. Dios es el conjunto de
todas las inteligencias reunidas. Cada individuo, siendo una parte del todo, es Dios mismo, ningún
ser superior e independiente manda al conjunto. El Universo es una inmensa república sin jefe o,
más bien, en ella cada uno es jefe con un poder absoluto.
8.A este sistema se pueden oponer numerosas objeciones, de las cuales las principales son:
No pudiéndose comprender la Divinidad sin perfecciones infinitas, uno se pregunta: ¿Cómo un todo perfecto puede componerse de partes tan imperfectas y que tienen necesidad de progresar? Estando cada parte sometida a la ley del progreso, resulta que el mismo Dios debe progresar. Si progresa sin cesar, debió ser en el principio muy imperfecto. ¿Cómo un ser imperfecto, compuesto de voluntades e ideas tan divergentes, pudo concebir leyes tan armoniosas de tan admirable unidad, sabiduría y previsión como las que rigen el Universo? Si todas las almas son porciones de la Divinidad, todas han contribuido a formar las leyes de la Naturaleza. ¿A qué se debe que estén murmurando sin cesar contra esas leyes que ellas hicieron? Una teoría no puede ser aceptada como verdadera más que con la condición de satisfacer la razón y dar cuenta de todos los hechos que abraza. Si solamente un hecho viene a desmentirla, es porque no está en lo verdadero en absoluto.
9. Desde el punto de vista moral, las consecuencias son también ilógicas. Por de pronto es
para las almas, como en el sistema precedente, la absorción en un todo y la pérdida de la
individualidad. Si se admite, según la opinión de algunos panteístas, que conservan su
individualidad, Dios no tiene ya una voluntad única, es un compuesto de millones de voluntades
divergentes. Siendo, pues, cada alma parte integrante de la Divinidad, ninguna es dominada por
una potencia superior. No asume, por consiguiente, ninguna responsabilidad por sus actos buenos o malos, ni tiene interés alguno en hacer el bien, y puede hacer el mal impunemente, puesto que es
señora soberana.
10. Además de que estos sistemas no satisfacen ni a la razón ni a las aspiraciones del
hombre, se tropieza, como vemos, con dificultades insuperables, porque no pueden resolver todas
las dudas que de hecho suscitan. El hombre tiene, pues, tres alternativas: la nada, la absorción, o
la individualidad del alma antes y después de la muerte. La lógica nos conduce inevitablemente a
esta última creencia. Es también la que ha sido el fundamento de todas las religiones desde que el
mundo existe. Si la lógica nos conduce a la individualidad del alma, nos trae también esta otra
consecuencia: que la suerte de cada alma debe depender de sus cualidades personales, porque sería irracional admitir que el alma rezagada del salvaje y la del hombre perverso estuviesen al nivel de las del sabio y del hombre de bien. Según la justicia, las almas deben tener la responsabilidad de sus actos. Pero para que sean responsables, es menester que sean libres de escoger entre el bien y el mal. Sin el libre albedrío hay fatalidad, y con la fatalidad no cabe la responsabilidad.
11. Todas las religiones han admitido igualmente el principio de la suerte feliz o desgraciada
de las almas después de la muerte, es decir, de las penas y de los goces futuros que se resumen en la doctrina del cielo y del infierno, que se encuentra en todas partes. Pero en lo que difieren
esencialmente es en la naturaleza de esas penas y de esos goces y, sobre todo, en las circunstancias
que pueden merecer las unas y los otros. De aquí puntos de fe contradictorios que han hecho surgir diferentes cultos, y los deberes particulares impuestos por cada uno de ellos para adorar a Dios, y
por este medio ganar el cielo y evitar el infierno.
12. Todas las religiones han debido, en su origen, estar en proporción o relación con el
grado de adelanto moral e intelectual de los hombres. Éstos, todavía demasiado materiales para
comprender el mérito de las cuestiones puramente espirituales, han hecho consistir la mayor parte
de los deberes religiosos en el cumplimiento de formas exteriores. Durante cierto tiempo, esas
formas bastaron a su razón. Más tarde, haciéndose la luz en su inteligencia, sienten el vacío que
dejan las formas tras de sí, y si la religión no llena este vacío, la abandonan y se vuelven filósofos.
13. Si la religión, apropiada en un principio a los conocimientos limitados de los hombres,
hubiese seguido siempre el movimiento progresivo del espíritu humano, no habría incrédulos,
porque está en la del hombre la necesidad de creer, y creerá si se le da un alimento espiritual en
armonía con sus necesidades intelectuales.
El hombre quiere saber de dónde viene y a dónde va. Si se le señala un fin que no
corresponda ni a sus aspiraciones ni a la idea que se forma de Dios, ni a los datos positivos que le
suministre la ciencia; si además se le imponen para alcanzarlo condiciones cuya utilidad no admite su razón, todo lo rechaza. El materialismo y el panteísmo le parecen aún más racionales, porque en ellos se discute y se raciocina. Es un raciocinio falso, es verdad, pero prefiere razonar en falso a
dejar de razonar. Pero que se le presente un porvenir con condiciones lógicas, digno en todo de la
grandeza, de la justicia y de la infinita bondad de Dios, y abandonará el materialismo y el
panteísmo, cuyo vacío siente en su fuero interno, y que admitió únicamente por no saber nada
mejor. El Espiritismo da algo mejor, y por eso es acogido tan fervorosamente por todos aquellos a
quienes atormenta la punzante incertidumbre de la duda, y que no encuentran ni en las creencias ni en las filosofías vulgares lo que buscan. Tiene a su favor la lógica del raciocinio y la sanción de los hechos, y por esto se le ha combatido inútilmente.
14. El hombre tiene instintivamente la creencia en el porvenir. Pero no teniendo hasta hoy
ninguna base cierta para definirlo, su imaginación ha forjado sistemas que han traído la diversidad de creencias. No siendo la doctrina espiritista sobre el porvenir una obra de imaginación más o menos ingeniosamente expresada, y sí el resultado de la observación de hechos materiales que se desarrollan hoy a nuestra vista, reunirá, como lo hace ya actualmente, las opiniones divergentes o flotantes, y traerá poco a poco y por la fuerza natural de las cosas la unidad de creencias sobre este punto, creencia que no tendrá por base una hipótesis, sino una certeza. La unificación hecha en lo relativo a la suerte de las almas será el primer punto de contacto entre los diferentes cultos, un paso inmenso hacia la tolerancia religiosa primero, y más tarde hacia la fusión.
Sacado del libro el cielo y el infierno o justicia divina según el espiritismo de Allan Kardec

viernes, 3 de diciembre de 2010

IRIS MEMORIAS DE UN ESPIRITU

En la noche de los tiempos, en una época muy lejana, y en uno de los
pueblos más florecientes de la tierra, donde las artes desplegaban sus creaciones
maravillosas, donde el comercio enriquecía a fecundas comarcas, donde la
industria producía telas preciosísimas y objetos bellísimos, donde una civilización
exuberante de vida y de riqueza llevaba el bienestar y la abundancia lo mismo a los
palacios que a las casas humildes, bajo un cielo de luz y de colores, donde todo
hablaba a los sentidos, donde el alma sentía la influencia del arte y del amor, allí,
bajo un pabellón de verde follaje y de rosas hermosísimas, di mis primeros pasos en
la senda de mi vida terrena, pues si bien ya contaba mi espíritu muchas
encarnaciones terrenales, en ninguna de ellas había hecho nada de notable, ni en la
sublimidad de la virtud, ni en la abyección del vicio; mi alma dormida, ¡por qué no fue
mi sueño eterno!... ¡Ay!, porque ningún espíritu duerme eternamente, porque todo
se muere, porque todo se agita, porque todo evoluciona; porque la evolución es la
ley de la vida universal, desde el átomo, hasta el mundo más voluminoso, todo gira
dentro de su órbita de rotación, y mi espíritu no podía eximirse de cumplir la ley; lo
que pudo evitar fue su caída, porque nadie nos empuja, ni nos impulsa a caer;
cuando el espíritu no quiere, no cae, cuando se deja llevar de la corriente y escucha
sin rechazar los malos consejos, es porque siente simpatía, porque le atrae lo malo,
lo pernicioso, lo abyecto, lo miserable. Se dice, que sin el conocimiento del mal no
se puede apreciare! bien, que es necesario caer, para conocer el goce divino de la
ascensión; todo eso son palabras para disfrazar la verdad, porque si es preciso caer
para sentir el deseo de subir a los cielos, bastará una caída, pero aquellos que caen
y se encuentran bien en el fondo del abismo, y en lugar de mirar hacia arriba, miran
hacia abajo, y en vez de atraerles la luz, les atrae la sombra, y descienden buscando
más horrores, y hieren y matan y siguen descendiendo como a mí me sucedió, es
porque el espíritu en uso de su libertad, hace mal uso de su libre albedrío como lo
hice yo. ¡Cuántos siglos he perdido...! ¡cuántos...! Es verdad que el tiempo no tiene
fin, porque el tiempo es el símbolo de Dios. Desaparecen los pueblos, se hunden las
ciudades más populosas, los monumentos que levantan las civilizaciones caen bajo
la pesadumbre de los siglos, las convulsiones de la tierra sumergen en el fondo de
los mares montañas gigantescas, islas preparadas ya por la naturaleza para ofrecer
albergue a tribus nómadas; se abren negros abismos y en ellos se precipitan torres,
murallas, centenares y centenares de casas con sus habitantes, donde ayer
frondosos bosques ofrecían su tienda hospitalaria, hoy sólo se encuentran rocas
diseminadas y agua salobre, pero sobre todas las desolaciones, sobre todos los
hundimientos, sobre todas las catástrofes, hay el sol con sus rayos vivificantes, la
noche con su sombra, la luna con su plateada luz, la aurora con sus esperanzas
luminosas, el crepúsculo vespertino con sus sombríos presentimientos, la vida en fin,
vida sin término, vida infinita, esa es la vida de los espíritus, esa vida es la mía,
pero... ¡que amarga!... ¡cuántos recuerdos... y ninguno bueno! quiero huir de mí
misma y es imposible, ¡cómo desprenderme de mi historia, si mi historia es mi vida!
Yo soy aquella que nació "bajo un pabellón de verde follaje y de rosas
hermosísimas", en una de las ciudades más florecientes de la tierra, "donde las
artes desplegaban sus creaciones maravillosas, donde el comercio enriquecía a
fecundas comarcas, bajo un cielo de luz y de colores, donde todo hablaba a los
sentidos, donde al alma sentía la influencia del arte y del amor", allí di mis primeros
pasos en la senda del crimen, en la senda de la más horrible traición. ¡Parece
mentira que mi espíritu no sintiera aquella influencia divina de tantos y tantos genios
como florecían en torno mío!, donde una generación de espíritus adelantadísimos le
daban vida a las piedras rivalizaban con sus cantos con las aves cuyas melodías
contaban historias de amor, hombres eminentes anunciaban una época de
redención, y hablaban en las academias, en las plazas públicas, en todas partes
donde las multitudes detenían sus pasos. Se vivía la vida del arte, del estudio, del
invento, todo lo que me rodeaba era grande, sublime, ¡maravilloso!... vivía en la luz...
en la plena luz que difundían los artistas, los poetas, los sabios, los hombres
admirables, cuyas obras habían de servir de base a otras civilizaciones. Yo asistí al
despertar de un pueblo, que despertó para el bien, para el adelanto, para la más
grandiosa de las civilizaciones que registran los fastos de la historia, pero mi alma
se despertó en sentido contrario. ¿Por qué? no puedo explicármelo, y esta
impotencia de mi razón, a veces me desespera, deseo hablar mucho, mucho,
quisiera encontrar muchos médiums a quienes comunicar mis pesares, ¡son
tantos!... ¡me reconozco tan culpable! yo tuve a mi alcance la felicidad, sí la dicha
suprema, porque fui amada por el más noble, por el más grande, por el sabio más
eminente que ha encarnado en la tierra. Como he dicho antes, nací en una de las
ciudades más hermosas de ese mundo, rodeada de espíritus adelantadísimos, y
aunque con ninguno me unían los lazos de la carne, llegaba hasta mi el efluvio de
sus ideas, eran astros cuyo valor vivificante reanimaba al pueblo en masa, y a esa
masa pertenecía yo; mis padres, honrados hijos del trabajo, me vieron crecer
admirando como todos mi espléndida hermosura, me llamaban Iris, y mi madre
decía que yo era el iris de la mañana. Muchos artistas le habían pedido a mi padre
que me dejasen servir de modelo para crear sus diosas y trasladarlas al lienzo y al
mármol, pero mi padre nunca quiso acceder a sus artísticas pretensiones. ¿Por qué
se negó a dejarme en los brazos de la luz, y accedió complacido a entregarme al
gran sacerdote de la religión que, en aquel pueblo de artistas, quería imponer su
voluntad? ¡No lo sé!, pero es lo cierto, que al cumplir yo quince inviernos, se
celebraron grandes fiestas en mi ciudad natal, para celebrar la victoria que habían
obtenido los bravos combatientes que, meses antes, habían ido a conquistar un
pedazo de tierra habitado por héroes; entre los artísticos festejos, se organizó una
procesión de las cuatro estaciones; el otoño, el invierno, la primavera y el verano,
las simbolizaban tres gallardos mancebos, vestidos con la mayor propiedad y la
primavera la represente yo; el gran sacerdote le pidió a mi padre su cooperación, y
el autor de mis días, gozoso y satisfecho, me llevó al templo, donde las sacerdotisas
me abrazaron diciendo: -¡Que hermosa eres...!
Cubrieron mi cuerpo con una amplia y larga túnica de una tela preciosísima
que llevaba mi nombre, porque se llamaba Iris, y efectivamente era un tejido
maravilloso que tenía todos los colores del arco luminoso; mi cabellera, que era
abundantísima, me cubrió con su manto y en mis ondulantes rizos sembraron rosas
hermosísimas; en mi diestra colocaron una copa de oro con piedras preciosas,
llenas de rosas de embriagador perfume, aquella copa simbolizaba la vida, y mi
cuerpo engalanado la primavera: más de doscientas jóvenes vestidas de blanco, y
coronadas de flores me rodeaban, y yo entre todas ellas, era, ¡la más hermosa!, la
más hermosa de cuerpo, ¿por qué no lo fui de alma?
Se puso en marcha la procesión y una inmensa muchedumbre invadió las
calles y las plazas para ver las cuatro estaciones, un murmullo de admiración plaza donde los artistas, los poetas y los sabios, ocupaban estrados lujosísimos, en
medio de todos aquellos príncipes del talento, destacaba un hombre de edad
llegaba hasta mi, todos decían: ¡es Iris!, ¡qué hermosa es!... Llegamos a una gran

mediana, vestido sencillamente, su noble figura atraía todas las miradas, era el rey
de la ciencia, el sabio de los sabios, el profeta, el enviado, el precursor, el astrónomo,
el hombre que poseía todos los conocimientos humanos, el mentor de aquella
juventud adelantadísima, el fundador de una escuela filosófica, que amenazaba
derribar los templos de la idolatría; era Antulio, el casto Antulio, que sin pronunciar
votos, ni vivir ascéticamente en ningún desierto, estaba tan consagrado a sus
estudios y a sus observaciones astronómicas, que ninguna mujer, ninguna, había
hecho latir su corazón; la ciencia era su amada, su inseparable compañera, para
ella habían sido las mejores horas de su juventud y los primeros días de su segunda
edad; a las mujeres y a los niños los compadecía, diciendo que vivían sin vivir,
porque todo el tiempo que se están en la tierra sin relacionarse con la ciencia, se
vive a semejanza del bruto. La pureza de sus costumbres, su dulzura y su sencillez
le habían captado la simpatía de todas las clases sociales, sólo una le odiaba, la
casta sacerdotal; los sacerdotes juraron perderle, juraron hacerle caer de su
pedestal, y yo fui la elegida para llevar a cabo tan inicua obra; por eso me
engalanaron, por eso me escogieron entre todas las jóvenes de la ciudad, porque yo
era la más hermosa, por eso al llegar ante el estrado que ocupaban los artistas, los
sabios y los poetas, recibí orden de detenerme, más aún, me dirigí a Antulio y le
alargué la copa de la vida para que se dignara coger una rosa; el sabio, al ver mi
ademán, se acercó a mí, y quedó deslumbrado; escogieron los sacerdotes la hora
más oportuna para mi presentación, los últimos rayos del sol poniente daban más
belleza a mi traje simbólico, mi rostro iluminado con los resplandores de la juventud
y de la vanidad satisfecha, tenía todas las seducciones. Antulio, aunque sabio, ¡era
hombre!, y al verme, lanzó un grito de admiración, diciendo: -¡Qué hermosa eres!...
¿Cómo te llamas? -Iris.-Nombre merecido; porque eres, por tu espléndida
hermosura, iris de la vida;-y volviéndose a sus discípulos, exclamó:-Hijos míos,
acercaos, admirad a esa mujer, que es la obra más perfecta del escultor universa l;
en sus ojos está la promesa divina de todos los placeres, su cuerpo reúne todas las
perfecciones. Dios, al moldear esta figura, hizo la estatua de la belleza humana, es
una maravilla del arte divino, admirad conmigo esta obra de Dios, ¡obra única!, hija
de la luz, yo me postro ante ti, porque la hermosura, la corrección de tus formas, me
dice que existe Dios; porque sólo Dios pudo crearte tan hermosa.
Las palabras de Antulio fueron escuchadas con religioso silencio; yo no
sabía lo que me pasaba, ignoraba entonces el papel que yo representaba,
únicamente mi vanidad quedó satisfecha, porque Antulio era venerado como un
Dios, y al verle ante mi, se despertó la niña, sonrió la mujer y creyó que era justo el
homenaje del sabio ante su belleza.
El primer paso estaba dado, ya no volvía a casa de mis padres; las
sacerdotisas y el gran sacerdote se encargaron de mi educación. Antulio en tanto,
me busco por todas partes y al no encontrarme se entristeció; ya los libros no
tuvieron para él tantos atractivos, ya las estrellas no atrajeron por completo su
atención, ya las ciencias exactas no las encontró tan exactas, faltaba la unidad entre
tantos guarismos, había un hueco que no lo llenaba ninguna cantidad, a veces
escribía mi nombre, sonriendo con amargura, así se pasó más de un año. Una
mañana, cuando estaba dando lección a sus numerosos discípulos, me presenté en
su academia acompañada de mi padre, el cual le pidió que terminara mi educación,
pues demostraba disposición para los estudios superiores. Antulio, como si viera un
abismo abierto a sus pies, como si escuchara una voz que le dijera: sálvate, se
quedo algunos momentos mirando a mi padre sin darle contestación, pero al fijar
sus ojos en mi, yo que estaba muy bien aleccionada, le miré de un modo que el
hombre, antes que sabio, fue hombre, y cogiendo mi diestra, me dijo con voz
temblorosa: si es tu alma tan hermosa como tu cuerpo, a no creer yo que Dios es
único, diría que tú eres una fracción de su ser.
Desde aquel día, Antulio se encargó en instruirme y yo de perderle; fue un
trabajo muy laborioso el mío, porque como Antulio era tan sabio y conocía tan a
fondo a la humanidad, a veces me miraba y decía :-En la tierra, la perfección no
existe, tú eres hermosísima, llevas en tus ojos las promesas de todos los placeres,
hay en tu boca el néctar de la vida: tu voz es acariciadora, tus hombros, tu cuello, tu
talle, tus manos tus pies, todo es perfecto; los escultores, al mirar la
imperfección humana? donde el arte, rompen sus estatuas porque las encuentran deformes, los pintores rasgan sus lienzos, porque
sus ninfas y sus diosas son figuras vulgares y groseras comparadas contigo, tienes
inteligencia suficiente para ser la primera entre mis discípulos, ¿dónde escondes la Yo me sonreía y le acariciaba con la mayor ternura, y lenta mente, sin que él
conociera el abismo en que caía, fui apoderándome de su voluntad, hasta hacerle
completamente mío; halagándome muchísimo al ver aquel grande hombre rendido
a mis plantas, motándome de su sabiduría, que sabía leer en las estrellas y nosabía
deletrear en mi corazón. Le hice mi juguete, quise que conspirara y conspiró, quise
que ambicionara y ambicionó; sin embargo, a lo mejor me miraba con profunda
tristeza y me decía:-¿Por qué te habré conocido? yo era feliz antes de conocerte, la
ciencia llenaba mi vida, hoy... ¡ya no la llena! necesito de ti, ¡de ti! ¡de tu hermosura!
tú eres la vida, pero ¡ay! también eres el dolor, porque me empujas, porque me
precipitas y me arrojas en una senda que no es la mía. Yo no quiero honores, yo no
quiero riquezas, me basta con el producto de mi trabajo. ¿Por qué no te contentas
con mi medianía? ¡Seríamos tan felices!... Mas yo aconsejada por el gran sacerdote
y satisfecha al mismo tiempo mi vanidad de hacer de aquel sabio mi juguete, no
perdoné medio alguno para perderle.
El gran sacerdote y sus secuaces prepararon hábilmente una emboscada, y
Antulio, el sabio astrónomo, el enviado, el fundador de la primera escuela filosófica
del mundo, el adorador del Dios único, fue acusado de traidor a su patria, apareció
como el jefe de una terrible conspiración, se probó que tenía hecho pacto sacrílego
con los genios del mal, se le acusó de perversión de menores, y cuando se le hizo
comparecer ante el tribunal que debía condenarle a muerte, yo me presenté para
dirigirle las más terribles acusaciones.
Al verme Antulio, el dolor y el asombro se pintó en su semblante, y al
escuchar mis calumniosas acusaciones se sonrió con amargura, diciendo:-Aunque
tarde, ya sé donde escondes la imperfección humana, lo que no puedo comprender
es como a un cuerpo tan hermoso puede estar unida un alma tan perversa. ¡Oh
ciencia! ¡qué poco enseñas! ¡Oh sabiduría! ¡qué poco vales!... Y volviéndose a sus
jueces les dijo:-No os canséis en acusarme, ya sé que en mí no queréis matar al
hombre, queréis matar la idea filosófica que en mi se anida y que ha formado
escuela; pensáis que muerto el jefe, mis adeptos, mis discípulos, sentirán miedo y
para no morir como su maestro, enmudecerán, se diseminarán para no encontrarse
y caer en la tentación de propagar mis ideales; todo esto esperáis y esperáis
fundadamente, mas no por esto será vuestra la victoria, porque yo no muero, no;
destruiréis mi cuerpo, me daréis a beber el tósigo que helara mi sangre y petrificará
mi corazón, mi carne, mis huesos los reduciréis a polvo, pero mi alma, mi espíritu es
inmortal, ese volverá a su centro de acción y desde allí ordenará su nuevo plan de
batalla y volverá a la tierra para decir y probar que no hay más que un solo Dios, que
el espíritu vive eternamente, habitando, según su progreso, en los mundos que
contemplamos durante las horas de la noche. Abreviad la acusación, dictad la
sentencia, no perdáis tiempo, aprovechadlo en algo más útil que en condenar a un
inocente.
Después mirándome dulcemente me dijo con ternura:
-Y tú, ¡pobre Iris! ve a ocultar tu oprobio donde nadie te conozca, prepárate
a sufrir y a seguir mis huellas. Yo seré tu cielo y su infierno a la vez. Yo te he amado
sobre todas las cosas de la tierra, yo te he brindado un hogar tranquilo y una vida
honrada, yo he querido que tu alma fuera tan hermosa como tu cuerpo,
instruyéndote, elevándote, acercándote a Dios por medio de la ciencia. Y no cejo en
mi propósito, cuando vuelvas a mí, seré para ti lo que ya he sido, te amaré y te
acercaré a Dios por medio del amor y de la ciencia; pero antes que yo reanude mis
tareas cerca de ti, pasarán muchos siglos, tienes que llorar mucho, tienes que ir
juntando, átomo tras átomo, el mundo de felicidad que hoy tu infamia ha destruido.
¡Pobre Iris!... ¡tan hermosa! ¡tan amada! dueña de un corazón que sólo por ti latía...
¡infeliz!... ¡cuánto te compadezco!... porque, antes de recobrar lo que hoy pierdes...
¡cuántas espinas herirán tu corazón! Adiós iris, ¡te perdono! te perdono porque te
amo, y como siempre te amaré, siempre resonará en tus oídos la última palabra que
pronunciaré al dejar la tierra. ¡Te perdono!
Los jueces estaban emocionados, pero era necesario matar a Antulio,
porque sin él, podría dominar más tiempo y el sabio llegó al martirio tranquilo y
sonriente; rodeado de sus discípulos apuró la copa del veneno que debía privarle la
vida, y al caer la última gota sobre sus labios dijo a su discípulo más querido:-Ve y
dile a Iris, ¡que la perdono!
El gran sacerdote inmediatamente me hizo acompañar muy lejos de la
población, porque con el entierro de Antulio, se promovió una verdadera revolución,
pero varios de sus discípulos fueron presos y los otros, como predijo su maestro, se
ocultaron y a los pocos días, quedó el orden restablecido y la casta sacerdotal
quedó tranquila, dueña del campo para mucho tiempo.
A mi me llevaron lejos, muy lejos del teatro de mi infamia, me dejaron lo
indispensable para que no sintiera la angustia del hambre, prohibiéndome terminantemente
que dejara aquel triste lugar. Aunque tarde, conocí entonces mi torpeza y
mi infamia. Yo creía que el gran sacerdote, satisfecho de mi proceder, seguiría
protegiéndome, haciéndome brillar en la sociedad, mas no fue así, me apartó de su
lado como si yo llevara en mi el germen de la peste o la influencia maligna, y sola,
completamente sola, porque mis padres habían muerto, me encontré en la ciudad
donde me desterraron; y aunque nadie sabía mi historia, los habitantes de aquel
lugar me miraban con desconfianza, con recelo, con prevención; todos convenían
en que yo era muy hermosa, pero que parecía que llevaba una sombra conmigo; y
no se engañaban, no; llevaba la sombra de mi remordimiento, porque, cada día que
pasaba, veía más claro mi crimen; recordando al sabio Antulio, tan bueno, tan dulce,
tan sencillo, tan amante, tan confiado, comparaba su sencillez con mi astucia, su
lealtad con mi traición; recordaba sus lecciones, cuando mirando al cielo en las
templadas noches del estío, me hablaba de Dios, de los mundos habitados por otras
humanidades más perfectas, del porvenir sin limites que tenemos las almas
progresando eternamente. ¡Cuánto echaba de menos aquellos ratos, aquellas
instrucciones!, aquella sociedad selecta de los discípulos del sabio, aquel enjambre
de artistas y poetas que zumbaba en tomo mío diciéndome todos ¡qué hermosa
eres...! bien dice el maestro, eres ¡la obra única! ¡no hay más que tú, eres el
prototipo de la belleza humana!
¡Qué cambio! ¡que transición tan violenta! aquella vida tan monótona se me
hacía insoportable, irresistible, y huyendo de la soledad, me uní a un hombre que no
le amaba primero por no estar sola, segundo por satisfacer mi vanidad; mi esposo
se unió a mi seducido por mi hermosura, aunque soldado rudo no pudo resistir a la
seducción de mis encantos, le atrajo la hembra, el instinto brutal, la necesitad
imperiosa que sienten todos los seres irracionales y los que parecen racionales a
unirse los dos sexos; él buscó mi cuerpo, yo busqué... lo que no encontré. Tuve dos
hijos y los recibí con alegría, porque eran hijos de aquel hombre que mientras más lo
trataba más antipático se me hacía; pensaba en Antulio y me desesperaba,
recordaba sus últimas frases, cuando me dijo:-¡Pobre Iris! ve a ocultar tu oprobio
donde nadie te conozca, prepárate a sufrir y a seguir mis huellas. Yo seré tu cielo y
tu infierno a la vez. Yo te he amado sobre todas las cosas de la tierra, yo te he
brindado un hogar tranquilo y una vida honrada, yo he querido que tu alma fuera tan
hermosa como tu cuerpo, instruyéndote, elevándote, acercándote a Dios por medio
de la ciencia. Y no cejo en mi propósito, cuando vuelvas a mi, seré parati lo que ya
he sido, te amaré y te acercaré a Dios por medio del amor y de la ciencia; pero antes
que yo reanude mis tareas cerca de ti, pasarán muchos siglos, tienes que llorar
mucho, tienes que ir juntando átomo tras átomo, el mundo de felicidad que hoy tu
infamia ha destruido. ¡Pobre Iris! ¡tan hermosa! ¡tan amada!...dueña de un corazón
que sólo por ti latía... ¡infeliz! ¡cuánto te compadezco!... porque antes de recobrar lo
que hoy pierdes... ¡cuántas espinas herirán tu corazón!
Antulio fue profeta, porque espinas innumerables herían todo mi ser, y como
mis instintos eran tan malos, como no me contentaba con las caricias de mis hijos,
como quería separarme del hombre que sólo quería mi cuerpo, puse en juego mis
seducciones, mis encantos, y otros hombres me brindaron su amor, y mi esposo no
tuvo más remedio que batirse con su rival, el que lo dejó muerto en el acto.
Al quedar viuda respiré, pero mis hijos vengaron la muerte de su padre,
especialmente el mayor, que enterado de todo, me dijo: ¡Pobre mujer! me
avergüenzo de que seas mi madre, y si no muero pronto, me haré matar en el
campo de batalla, porque no quiero sufrir tal afrenta. Y se alistó con los guerrilleros,
muriendo en la primera acción en que tomó parte.
El más pequeño fue más clemente, no me dirigió ningún reproche, pero sus
miradas me atravesaban el corazón, revelaban una compasión ¡tan inmensa!...
enfermó gravemente y en los últimos momentos, al verme llorar, me dijo: ¡Pobre
mujer! ¡llora! ¡llora!... sé quién eres y motivos sobrados tienes para llorar; la maldición
va contigo, todo lo que se pone en contacto con tu ser, muere. Murió el sabio
Antulio, murió mi hermano, y muero yo... ¡Pobre mujer!... ¡cuánto daño te haces!...
¡Detente en tu camino, párate y reflexiona! ¡Pobre madre mía! ¡yo te perdono!...
Al oír sus últimas frases me levanté queriendo huir de mi misma, pero mi
hijo me detuvo y expiró; entonces me pareció ver junto al cadáver una sombra, y
escuché una voz lejana que repetía: -¡Te perdono!... ¡te perdono!
Tantas y tan violentas emociones abatieron mi organismo; una horrible
enfermedad me tuvo postrada mucho tiempo en el lecho del dolor, cuando pude
levantarme parecía un esqueleto; completamente decrépita, no precisamente por
los años, sino por la lucha de mis pasiones. Un incendio espantoso había destruido
la finca cuyo producto me servía para mi sustento, quedé reducida a la miseria, y
tuve que pedir de puerta en puerta una limosna por piedad.
En tan triste estado viví mucho tiempo, y durante las noches veía en mis
sueños a Antulio, que me hablaba y me decía:-¡Aprende mujer! ¡aprende! mira a
dónde te ha conducido tu infamia. ¿Dónde está tu belleza? ¿dónde están tus
encantos? ¿dónde tus seducciones? ¿dónde tus atractivos? reflexiona, lo que eres
y lo que has sido; la dicha que has destruido y el remordimiento que te has creado;
no olvides la lección que en esa existencia recibes. ¡Ay de ti si la olvidas! mujer,
vuelve a mí tus ojos, porque yo soy tu puerto, yo soy el que te daré mañana el agua
de la vida, porque te he amado, porque te amaré eternamente, por eso te digo y te
diré siempre, Iris de un día que aún no ha brillado! ¡Yo te perdono!
En uno de esos sueños dejé la Tierra, y para tormento de mi espíritu asistí a
mi entierro, y vi dos cuadros a la vez; por un camino solitario, en las últimas horas de
un día de primavera, iban cuatro hombres del pueblo vestidos pobremente: sobre
sus hombros descansaban unas tablas mal unidas, dentro de aquella caja tosca iba
un cadáver medio desnudo; aquel cuerpo sin vida ¡era el mío! llegaron ante su
barranco, que servía de fosa común y allí me arrojaron pronunciando una blasfemia,
lamentando el tiempo que habían empleado en el camino llevando una carga tan
despreciable.
El otro cuadro que se presentó ante mis ojos, ¡qué distinto era! Una gran
plaza rodeada de pórticos y estatuas, estrados lujosísimos ocupados por magnates,
por mujeres hermosas, en el más anchuroso de todos ellos, se agrupaban los
artistas de más renombre, los poetas y los sabios, entre ellos se destacaba un
hombre de edad mediana vestido sencillamente; su noble figura atraía todas las
miradas, era el rey de la ciencia, el sabio de los sabios, el profeta, el enviado, el
precursor; el hombre que poseía todos los conocimientos humanos, el fundador de
una escuela filosófica que amenazaba derribar los altares de los dioses, y
derrumbarlos templos de la idolatría; la plaza estaba invadida por centenares de
jóvenes vestidas de blanco, coronadas con rosas, entre ellas se veía, en primer
término, a una mujer hermosísima que simbolizaba la primavera, cubría su cuerpo
una amplia y larga túnica de una tela preciosísima, era un tejido maravilloso que
tenía todos los colores del iris; aquella mujer, privilegiada por su hermosura, tenía
una espléndida cabellera que se asemejaba a su vestido, pues según se la miraba
cambiaba el color; sus ondulantes rizos sostenían rosas hermosísimas y en su
diestra llevaba una copa de oro llena de flores que simbolizaba la copa de la vida,
aquella mujer se detuvo ante el sabio de los sabios, que al verla lanzó un grito de
admiración, diciendo: ¡qué hermosa eres...!
¡Aquella mujer era yo...! ¡eres Iris! Iris antes de su caída y junto a ella, veía
su cadáver medio desnudo, un esqueleto repugnante y mal oliente.
¡Que contraste, Dios mío! ¡qué contraste...! Iris antes de su caída era el
símbolo de la belleza, y de la juventud; su cuerpo exhalaba el más delicioso perfume;
su traje parecía hecho por las hadas; rosas hermosísimas adornaban sus blondos
cabellos, en su diestra sostenía una copa del más rico y codiciado metal,
embellecida por piedras preciosas y aromáticas flores; jamás la primavera ha sido
representada por una alegoría más encantadora, ni la vejez y el crimen han estado
mejor simbolizados, que por mi cadáver que parecía una momia, pareciendo hasta
imposible que aquellos restos negruzcos y apestosos, hubiesen asombrado a las
gentes por serla obra única del escultor universal.
No sé cuanto tiempo estuve contemplando mis envolturas terrenas; sólo sé
que así como atrae el abismo, me atraían aquellas dos figuras: la una palpitante,
llena de juventud y de vida, la otra inerte, repulsiva; miraba a la vez la aurora de un
día espléndido, y la sombra de una noche de horror, que quería huir de mis restos
putrefactos, mas no me era posible; quería coger una flor de la copa que sostenía en
su diestra la primavera, y al tocarla, se desprendían sus hojas que se convertían en
impalpable ceniza; mi angustia fue en aumento, hasta que una mano poderosa me
levantó, y una voz melancólica murmuró en mi oído:-"Tienes que ir juntando, átomo
tras átomo, el mundo de felicidad que tu infamia ha destruido, ¡infeliz!, ¡cuánto te
compadezco! Adiós, Iris, te perdono, te perdono porque te amo, te amaré siempre, y
siempre resonarán en tus oídos mis frases de amor".
¡Aquella infamia era obra mía!, yo había gozado en tan inicua acción,
porque si una voz maldita me decía:-¡hiere!-yo estudiaba con placer el modo de
herir mejor. La sabiduría de Antulio me hacía reír, el hacerle juguete de mis
caprichos, satisfacía mi vanidad, y decía: el triunfo de la materia sobre el espíritu es
un hecho; mi hermosura puede más que todos los volúmenes de los sabios; la
seducción de una mujer hermosa vence a todos los filósofos, y parodiando las
palabras que muchas veces repetía Antulio, exclamaba poseída de un júbilo
maligno: ¡Oh, ciencia!, ¡qué poco enseñas! ¡Oh, sabiduría!, ¡qué poco vales!, mi
voluntad es superior a todas vuestras enseñanzas.
¡Qué horrible fué mi despertar en el espacio!, a mi mayor enemigo no le
daría semejante tormento; veía claro, muy claro, no se me ocultaban las funestas la ignorancia, por mí se había apagado antes de tiempo, había producido más daño
en el mundo de las ideas, que cien y cien conquistadores arrasando ciudades y

consecuencias de mi crimen, veía a muchos discípulos de Antulio, que, dominados
por el miedo, se había estacionado, muchas antorchas que iluminaban el abismo de
quemando bosques frondosos; mi pasado era horrible, mi porvenir... mi porvenir ¡el
caos!
De vez en cuando veía en lontananza un foco luminoso en medio
destacábase la figura de Antulio que me decía con la mayor dulzura: No tiembles, no
te amedrentes, si tuviste energía y voluntad bastante para precipitarte en el abismo,
¿crees que te faltará para desandar lo andado? No, la tierra te espera, vuelve a
cruzar sus valles, asciende por sus montañas, créate nuevas familias, ama a tus
hijos, honra a los que te den su nombre, el infinito es tuyo, puedes amar, puedes
progresar, puedes arrojar la túnica de tu degradación, y cubrirte con el manto de la
ciencia y la sublimidad: ¿qué es un momento de extravío ante la inmensidad de lo
desconocido? sígueme, te espero, te espero porque te amo, y porque te amo te
perdono!
¡Cuánto bien me hacían las palabras de Antulio...! un sueño reparador (no
encuentro otra frase), me devolvía mis gastadas fuerzas, la esperanza me sonreía,
y llena de nobles deseos, me decía a mi misma:-Volveré a la tierra y seré ¡muy
buena...! ¿lo fui...? Por hoy no puedo continuar, necesito coordinar mis recuerdos...
¡cuántos siglos perdidos...! pero... ante el infinito, ¿qué son los siglos? menos que
átomos; me queda la eternidad. Sin la eternidad Dios no hubiera amado a sus hijos;
y Dios... ¡es amor!
estraido del libro Te perdono de Amalia Domingo Soler......