lunes, 18 de junio de 2012

SER HUMANO

Leer el libro "Ser medico y Ser humano," es una satisfacción haberlo tenido entre mis manos y ver las cosas que se pueden hacer para los demás con amor y caridad,  deseo tenerlo en mi blog, y pasmar estas palabras
Ser médico es ser socio
Es  estar al lado y no por encima
Es  auxiliar con amor y no con prepotencia.
Es estar consciente de la curación, es atributo del enfermo y no del terapeuta.
Es ser solidario, pero por encima de todo ser humano..
Uno de los recuerdos más primitivos que tengo sobre la muerte me transporta a la infancia.
Debía ser domingo, estaban todos en casa, mi padre, mi madre, mi hermana y, si no me engaño, una de mis tías también.
Mi padre me llamó para ir a la panadería a comprar pan para el almuerzo, pero yo lo encontré extraño, esta era una tarea que generalmente la hacía él solo. El ambiente en casa estaba muy cargado desde que mi abuelo enfermó. Así, más tarde percibí que mi padre lo que quería era hablar conmigo.
No era la primera vez que lo hacíamos. Siempre que había algún problema, o incluso tomar una decisión que me incumbiera, mi padre hacía lo posible para que quedáramos a solas para conversar, lo que me dio mucha seguridad, principalmente en los momentos de cambio, al mismo tiempo que me hacía sentir “importante”, con poder de participación en las decisiones de la familia.
Eran tan sólo tres manzanas hasta la panadería, hacía  cierta angustia, sabía que él tenía algo grave para contarme:
- Hijo, tu sabes que operaron a tu abuelo…sol y mi padre tenía un aire serio. Recuerdo que aquello me trajo
- Lo se, papá.
- El ya está en casa, pero su caso es muy grave.
Mi abuelo materno era un agregado de la familia; en los aniversarios, Navidad, Año Nuevo, Pascua, o cualquier otra fiesta, se reunían todos a su alrededor; eran 11 hijos e hijas, casi todos casados, generando cerca de 25 nietos (en la época). La verdad, es que con todo eso, tuve pocas oportunidades de estrechar mi relación con él, pienso que por el hecho de existir siempre mucha gente a su alrededor, nunca estuvimos solos.
Mi padre continuó:
- Tiene cáncer, le quitaron el estómago, pero no le dieron mucho tiempo de vida. La enfermedad ya se es extendió por todo su cuerpo.
La sensación fue muy ruin, a fin de cuentas, era mi primer contacto más próximo con la muerte. Pero, lo que realmente me preocupó en aquel momento fueron los sentimientos de mi madre, ya que posibles cambios en la vida de ella es lo que provocarían las repercusiones más graves de aquel acontecimiento en mi vida.
- Papá, ¿Qué crees que ocurrirá ahora? ¿y mamá?
- El se morirá, hijo, y debemos estar al lado de tu madre. Ella nos necesitará mucho, pasará mucho tiempo con tu abuelo de ahora en adelante, y nosotros tenemos que apoyarla, ayudándola en el hogar.
Regresamos a casa en silencio; venía pensando en como la ausencia de mi abuelo cambiaría las cosas, las fiestas en que todos se reunían, los domingos, cuando yo encontraba a mis primos y primas para aquella algarabía tradicional; pensaba mucho en mi madre, pues sabía de la fuerte unión que había entre ellos.
Me acuerdo poco de los meses que siguieron, pero tengo muy fuerte en mi memoria la última vez que lo vi, en una visita que le hicimos poco antes de su muerte.
Estaba sentado en una poltrona en la sala, con una manta cubriéndole el cuello y las piernas, muy delgado. Sus brazos eran muy finos, miraba su cara, pero ya tenía dificultades en identificarlo como “mi abuelo”, debido al estado profundo de falta de nutrición y a la ictericia muy pronunciada. Sus ojos, tan amarillos y profundos, parecían haber sido pintados en un cuadro con los colores equivocados. La ventana de la sala estaba abierta y tenía mucha luz, realzando su rostro cadavérico.
Yo no solté, ni por un minuto, la mano de mi madre, no me acuerdo si pude besarlo, sentía miedo; y, a los ocho años, no conseguía distinguir bien cual era el motivo, si era de mi abuelo, que ya no se le parecía en nada, o si de la enfermedad, que lo estaba transformando y que se lo llevaría para siempre.
No fui al velatorio ni al entierro; yo y mi hermana nos quedamos en casa de la hermana de mi padre, donde, al final de la tarde vino nuestra madre, con los ojos muy hinchados de llorar, y también vino mi padre, que nos llevó a casa.
En verdad, esta fue la primera vez que viví la muerte, que percibí la pérdida y la ausencia. Nuestras fiestas en familia dejaron de ser como antes, la alegría de la casa llena de gente, muchos primos, tíos y tías, todo se fue con él, los domingos quedaron vacíos por mucho tiempo, nuestro programa tradicional ya no existía, dejando muchos recuerdos y añoranzas.
Toda mi familia es católica, tanto por parte de padre como de madre; clases de catecismo, primera comunión. Siempre tuve dentro de mi al convicción de la existencia de Dios, sin embargo, sobre la muerte, me parecía un tanto confuso:
¿Cielo o infierno?
¿Cómo podría saber hacia donde fue mi abuelo?
¿Hacia donde iría si me ocurriera algo a mí?
¿Qué debería hacer para no pasar toda la eternidad dentro de un caldero hirviendo, con una figura roja con cuernos pinchándome con un tridente?
Eso es para dar miedo a cualquiera, principalmente en un niño.
Por otro lado, si Dios era un Ser bueno y generoso, ¿cómo podría condenar a los pecadores, que también eran sus hijos, permitiendo que fuesen hacia ese tal infierno para toda la eternidad? Siempre creí que estaba faltando algo, que todo aquello era muy incoherente.
Pasaron muchos años, yo ya era académico y cursaba cuarto año de medicina. En esa época, hacía prácticas en un hospital de Atibada, ciudad próxima de Bragança Paulista, donde yo vivía y frecuentaba la facultad.
Hacíamos guardias de 24 horas, generalmente en los fines de semana o fiestas, acompañando a los médicos urgencias y maternidad, ejecutando tareas propias de los neófitos y procedimientos más simples, como curas y suturas. Teníamos, encima, la oportunidad de realizar partos, bajo la tutela de los obstetras, o, sino, auxiliar de en las cirugías, entre otras cosas. Era cansado, pero muy gratificante, pues teníamos una oportunidad valiosa de seguir la rutina de la profesión, aprender con los orientadores y adquirir experiencia profesional.
En una de esas guardias, fui despertado en medio de la noche pro una de las monjas – se trataba de una Santa Casa – que me pidió para constatar un óbito. Me levanté y me dirigí a la enfermería para la tarea referida, inédita para mí hasta entonces.
Cuando llegué allí, traté de leer el historial  y me puse al tanto del caso: era una paciente muy mayor, con varias manifestaciones degenerativas y sin posibilidades de mejora, dado su avanzado grado de senilidad. La enfermera me informó que ya hacía algunos días que los médicos y familiares esperaban el desenlace del caso.
Al entrar en la habitación, saludé, tímidamente a una mujer que tal vez fuese su hija. Ella estaba absorta y mal percibió mi entrada. Miraba fijamente hacia aquel cuerpo totalmente inmóvil, pálido, aparentemente sin vida. Sus ojos, llenos de lágrimas, completaban la expresión de profunda tristeza.
Me aproximé e intenté sentir el pulso de la paciente, sin éxito, pero, con el auxilio del estetoscopio, noté que todavía había débiles latidos cardiacos.
Me quedé ahí quieto, no se decir durante cuanto tiempo, tal vez algunos minutos, en silencio, acompañado por aquella mujer que parecía resignada y miraba en silencio, probablemente perdida en sus recuerdos, despidiéndose de la paciente y de todo lo que vivieron juntas. Estáticos y pensativos, observábamos el extraño fenómeno: lo que era una persona, con tantas características y peculiaridades, que había realizado tantas cosas, buenas y malas, ahora, delante de nuestros ojos, se transformaba en un “cuerpo”. Algo estaba substrayéndose, descaracterizando a aquella persona, transformando a “alguien” en “algo”.
Después de este lapso de tiempo, volví a auscultar su pecho y no pude oír nada. Sus ojos quietos y sin brillo permanecían parcialmente abiertos y su piel lívida no dejaba dudas: ella ya no estaba más allí.
Apenas miré hacia la mujer que había testimoniado junto conmigo aquel extraño momento. No nos dijimos nada uno al otro, hice una discreta señal con la cabeza y salí de la habitación para relatar en el historial la hora del óbito.
No fui capaz de decir una sola palabra durante todo el episodio, ni un simple: “Mis pésames”. Nada.
Por primera vez, había presenciado el momento exacto de la muerte de alguien, medio perdido delante de la experiencia, sin saber bien lo que aquello había provocado dentro de mí.
Yo diría que no estaba preparado para tal situación, no sólo por mi juventud e inexperiencia, sino también porque la muerte es asunto “prohibido” en nuestra sociedad, muy poco o nada discutido en el curso médico por su lado emocional, y mucho menos aún por el lado espiritual. Tal vez por eso yo había procurado olvidar todo lo que presencié.
Algunos minutos después, así que me volví a acostar, nuevamente entró la monja en la habitación, alertando:
- Doctor, llegó una paciente en periodo expulsivo  en maternidad.
3 Ficha médica con los datos referentes al paciente.
4 Periodo en que el parto ya está en curso, o sea, el niño está siendo expulsado del útero.
Bajé corriendo y, al llegar a la sala de parto, vi que la enfermera ponía a la paciente en posición. Era su tercer parto normal y la cabecita del niño ya aparecía en el canal de parto. Rápidamente me preparé, mientras llegaba el obstetra de guardia, que me permitió hacer mi primer parto.
Todo fue muy bien, a pesar de la enorme ansiedad que yo sentía y que me hacía temblar y sudar bastante. El niño nació saludable y perfecto, los parientes conmemoraron la llegada del nuevo miembro de la familia, y la madre demostró gratitud por haberle ayudado en el parto.
Que extraña profesión y al mismo tiempo maravillosa esta que escogí: experimento la muerte, implacable y misteriosa, y pocos minutos después la vida, no menos misteriosa, pero emocionante y resplandeciente. El miedo de haber hecho un parto y recibido los agradecimientos de quien yo quería agradecer. Al final, la parturienta también me estaba enseñando, estaba permitiendo que, de alguna forma, yo compartiese con ella aquel momento mágico y feliz de su vida.
Hoy, acordándome de ese día, me arriesgo a decir que fui agraciado con aquel nacimiento, que hizo amortiguar el trauma de la experiencia de muerte que yo acababa de sufrir, mostrándome uno de los muchos contrastes de la vida, que la hacen tan preciosa y bella.
Pienso en las muchas situaciones que experimenté durante mi vida profesional, en tantas emergencias y tragedias que presencié, en las decisiones más difíciles que tomé, en los generosos y competentes colegas con quien trabajé y aprendí, y percibo claramente lo protegido que estuve, tutelado, conducido. Delante de esta constatación, sólo me resta agradecer sinceramente, en mis oraciones, a esta fuerza superior, que incluso sin yo percibirlo, siempre estuvo a mi lado, haciéndome instrumento de auxilio a conducirme, en los momentos de dolor, a las personas que atendí.
SER HUMANO
Los últimos años de formación médica son fundamentales, bajo varios aspectos: el estudiante de medicina va hacia el llamado “Internado”, donde pasa a vivir la rutina diaria de las enfermerías, urgencias y unidades de cura intensiva; hace ambulatorios de las diversas especialidades y, consecuentemente, contextualiza todo el contenido teórico las diversas especialidades y, consecuentemente, contextualiza todo el contenido teórico que acumuló en los primeros cuatro años del curso.
Es en esa fase, también, que él empieza a desarrollar la relación médico-paciente, o sea, empieza a vivenciar esas experiencias. Me acuerdo de que, cuando pasé por esa fase de mi aprendizaje, me sentía muchas veces totalmente perdido delante del paciente y de la familia, pues frecuentemente éramos nosotros, los estudiantes, que dábamos las informaciones de los enfermos a sus familiares.
Lo más importante, tal vez, es que en esa fase empezamos a definir de forma más clara, nuestra “postura profesional”, pues, al sernos designadas “camas”, pasamos a ser responsables por uno o más enfermos, conviviendo diariamente con ellos, examinándolos, cogiendo exámenes, siguiendo sus operaciones, cuando son necesarias, y algunas veces su muerte. Aún no decidimos nada, somos observados y controlados constantemente en nuestras actividades con el enfermo, sea por los médicos residentes o por los profesores, pero no estamos acompañados emocionalmente, no discutimos la forma de cómo debemos comportarnos. Entonces, generalmente, observamos a los más viejos, generalmente un profesor al que admiramos, y pasamos a repetir aquel modelo de comportamiento.
Desde mi tiempo de académico, y por el que vivencié como profesor del curso médico, la postura más común es la siguiente:
“Sea competente y atento, pero no se mezcle con el paciente”.
Así, “si el paciente estuviera angustiado con algún problema familiar, no se envuelva, llame a la asistente social, si le dice que está angustiado, prescriba un antidepresivo y llame a la psicóloga, y así en adelante”. No quiero decir que tales profesionales no son necesarios o que no deben intervenir para auxiliar al paciente; estoy intentando mostrar que nosotros, médicos, generalmente no escuchamos lo que muchas veces puede ser un simple desahogo de alguien necesitando un “amigo”.
¿Amigo?
¿Un paciente amigo?
No, los pacientes son enfermos y/o números (no se mezcle); el señor Pedro, de la cama 25, se transforma en la hernia del 25; doña María de la cama 30 es tan sólo el cáncer gástrico de la 30; en nuestro lenguaje diario, decimos:
- ¿Qué tenemos en la cama 2?
A lo que el residente responde:
- Tenemos un cáncer de esófago.
Cambiamos al enfermo por la enfermedad de tal forma que el enfermo pasa a “incomodar” cuando se expone su “humanidad”, sus debilidades, sus complejidades.
Usamos el pensamiento Cartesiano, de forma equivocada, “descuartizando” al paciente, que se transforma en un órgano o en un número:
- ¿Qué hiciste hoy?
- ¡Hice dos hernias y dos vesículas!
¿Estaría eso bien? ¿Estamos siguiendo el mejor camino?
¿Debe el médico apartarse de su paciente con el argumento de que no puede envolverse emocionalmente, para que ello no interfiera en sus decisiones técnicas?
¿Ser “frío” para no errar en el juicio? ¿Es eso?
Antes de responder a estas preguntas, pensemos un poco y coloquémonos en el lugar de Juan, acostado en la cama 25, o en el de doña María, echada en la cama 30, enfermos, con miedo, debilitados delante de una situación atemorizante, siendo tratados con mucha cordialidad y también impersonalidad.
Pues yo les digo con toda la sinceridad que, si fuese yo, me gustaría de tener conmigo; en esa hora, un amigo, alguien que no tuviese miedo de “envolverse” conmigo y con mis problemas, en verdad, un “compañero” para ayudarme a “salir de esa”.
¿Por qué será que es casi un sacrilegio, ¿el médico debe tener voluntad de llorar cuando se le muere un paciente?
¿Por qué es considerado una vergüenza preocuparse con la vida de los “clientes”?
Cuando estaba en el sexto año de la facultad, durante mi estada en la Clínica Quirúrgica, tenía una amiga y colega de internado, Alice, que cuidaba de un paciente grave. Ella era muy atenta, se preocupaba por él y conversaba todos los días con la hija, que nunca dejaba de visitarlo.
Una mañana, la enfermera nos llamó corriendo. Estábamos discutiendo un caso clínico en la sala de los médicos y, rápidamente, todos se dirigieron a la enfermería para verificar la emergencia. Era el paciente de Alice que estaba en parada cardiaca; el atendimiento fue rápido, sin embargo él no reaccionó.
Nos quedamos allí, todos los internos, atónitos, observando las maniobras y el esfuerzo de nuestros profesores para cambiar ese cuadro, lo que no ocurrió.
Durante todo el tiempo, Alice estuvo quieta, con los ojos salidos, como si estuviese presenciando su propia muerte, y, al final de todo, se resignó, diciendo que quería dar la noticia a la hija del paciente, ya que había creado un vínculo con ella.
Pues bien, ya estaba cercana la hora de la visita y, siendo así, no tardó mucho en llegar la hija de la paciente. Alice la esperaba en la entrada de la enfermería y, al verla salir del ascensor, no se contuvo y fue hasta ella, llorando, para abrazarla. Lo que se vio fue algo que yo nunca hubiera imaginado, pues la hija del paciente se puso a consolar a mi amiga, diciendo que todo estaba bien, que el estaba muy mal y que ya todos esperaban su muerte. Agradecía mucho a Alice la atención y cariño que tuvo con su padre.
Durante los siguientes días, Alice fue el blanco favorito de nuestros chistes e ironías, actitud que dejaba clara nuestra censura a la postura que ella había tomado, de “mezclarse” con su paciente. Me acuerdo bien de ello, porque yo era uno de los que más chistes y críticas le hacía.
Creo que esta historia ilustra muy bien el modelo de nuestra postura, llamada “ética” y “profesional” delante del paciente, que se convierte en un “cliente”, objeto de nuestra intervención profesional, dejando de lado todo lo que pueda referirse a sus particularidades de Ser Humano.
Mi opinión ya cambió mucho desde entonces. Fui aprendiendo poco a poco que el dolor de mis pacientes no pasa desapercibido, y que, a cada experiencia de dolor o pérdida que presencio, yo cambio también. Me gustaría decir que esto no es necesariamente malo, si nos permitimos vivir tales situaciones con coraje y discernimiento, pues ellas nos enseñarán a enfrentar nuestros propios fantasmas.
Es extraño decir esto, pero tal vez esta vivencia compartida del dolor sea una de las mayores ventajas que la profesión de médico puede ofrecer, por el brutal desarrollo personal que ella puede promover, si fuera administrada y orientada de forma positiva. Sin embargo, es temida y evitada (como si fuese posible evitarla), y puede llevar al agravamiento de nuestros núcleos sicóticos, despertando posturas y comportamientos tan distorsionados que llegan a antagonizar las actitudes esperadas de aquel profesional que debía trabajar para ayudar dar comodidad.
Delante del dolor y del sufrimiento, parece sólo haber dos caminos posibles: endurecer, y así apartarse al máximo del paciente, transformándolo en un dato estadístico, en una enfermedad, o en un número de cama o de historial; o descender del pedestal, asumir sus debilidades, igualarse al paciente como ser humano, para entonces acercarse a él, pudiendo convertirse en un médico y un socio, fortaleciendo y enriqueciendo la relación médico-paciente. En mi opinión, la segunda opción no es sólo posible sino deseable; mientras, tengo que admitir que no siempre es muy fácil seguirla.
Vivimos, hoy, un modelo de salud que se dirige hacia la “industrialización” del atendimiento; los pacientes, cada vez más, tienen dificultades en descubrir quien es su médico, principalmente en los hospitales públicos. Entretanto, se observa idéntico problema en los particulares, donde los médicos se agrupan en “servicios” o “equipos” despersonalizando el atendimiento.
Esa forma de trabajo acaba funcionando como un mecanismo de defensa del médico, ya que, hace algún tiempo, que está abierta la “temporada de caza al médico”, actualmente blanco frecuente de procesos judiciales, muchas veces injustos.
Los pacientes frecuentan ambulatorios, siendo que, a cada consulta encuentran un médico diferente, que depende de las anotaciones en el historial para dar seguimiento a su caso, como una colcha de retales. Se tiene la impresión de que el médico que atiende, siempre “entra en el coche en marcha”.
¿Cómo establecer un vínculo, en esas condiciones? Ni profesional, y mucho menos personal.
Me gustaría contar una experiencia que me mostró como, a veces, es imposible huir del envolvimiento con el paciente.
Su nombre era Gérson, y lo conocí cuando fui llamado a atenderlo en el hospital, debido a una hematemesis  Se trataba de un señor de 50 años. Estaba bastante abatido y asustado. A fin de cuentas, había vomitado mucha sangre, en dos ocasiones, y evidentemente sabía de la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Experimentaba la “sensación de muerte inminente”.
No voy a describir los procedimientos ni las medidas que tomamos, pero Gérson mejoró mucho y acabó teniendo el alta hospitalaria, parcialmente recuperado de la anemia, y con el diagnostico de cirrosis hepática de origen aún indeterminada.
A partir de ahí, pasó a frecuentar mi consultorio. Descubrimos que era portador de hepatitis C, además de tener una úlcera en el duodeno. Yo hacía el seguimiento médico junto con otros especialistas, que administraban el mejor tratamiento posible.
Todo esto duró más de siete años y muchos ingresos, siendo que, cada vez, su cuadro era más crítico.
Cuando alguien de su familia me telefoneaba, yo ya sabía lo que ocurriría: nos dirigimos a la UTI , ¡a cuidar de Gérson!.
Durante todo ese tiempo, participé de muchas situaciones que fueron mostrándome quien era aquel hombre, distinto y serio, de palabra mansa, muy gentil. Él había perdido a su esposa y madre de sus hijas, ya adultas. Gérson nunca superó la muerte de la compañera; cuando hablaba de ella, sus ojos quedaban llenos de agua y su voz tartamudeaba. Se acordaba del tiempo en que ella vivía como si aquel hubiese sido su único periodo de vida feliz. Después de lo ocurrido, tan sólo “llevaba” la vida, con cierto desánimo y desinterés.
Había encontrado una nueva compañera, Rute, siempre estaba a su lado, y a quien yo acostumbraba hacer mis recomendaciones, ya que ella, evidentemente se preocupaba mucho de él y le transmitía cariño y consideración. Sin embargo, Gérson se separó de Rute, creo incluso que tenían una relación desigual. El me parecía un poco apagado delante de ella, de la misma forma como están los adolescentes que van al médico con sus madres y que se mantienen quietos como si todavía no fuesen capaces de describir sus propios síntomas. Probablemente, él no mantenía por ella sentimientos de la misma naturaleza como los que ella tenía por él. Rute era una especie de figura materna, a quien él respetaba, pero no amaba.
Cuando ocurrió la separación, las cosas empeoraron mucho, ya que él empezó a ingerir alcohol con mucha frecuencia. Su situación financiera se deterioró, y todo eso lo desestabilizó bastante. Pensé, entonces, que Doña Rute era su “conciencia”, que le llamaba la atención e impedía que traspasara ciertos límites, ella parecía encarnar el personaje de la “cuidadora”, y no de “amante”.
Me acuerdo de una consulta en que nos quedamos casi un cuarto de hora hablando sobre los rumbos que estaba tomando en su vida, y él pareció bastante interesado en mi opinión, tanto fue así, que pidió que yo hablara con una de sus hijas para ayudarlo a enfrentar la enfermedad y las adversidades que la vida le estaba presentando. Él sabía que necesitaba ayuda, y la estaba pidiendo.
Cuando todo parecía haber mejorado, un nuevo drama cayó sobre él. Descubrió que había dejado embarazada a una mujer mucho más joven que él, y ahora no rehusaría de aceptar a la cría como su hija legítima, además de apoyar a la madre.
Cada vez que su vida se desorganizaba, Gérson iba a parar a la UTI, con cuadros cada vez más graves de hemorragia digestiva; la enfermedad hepática avanzaba sin piedad, y la ingestión alcohólica sólo hacia que empeorar su condición.
Delante de todo aquello, una vez vino a la consulta con su nueva esposa y la pequeña que había nacido hacía cerca de un año y medio. La niña pedía estar en brazos todo el rato. Desde el momento en que fui a examinarlo, hasta cuando él pudo cogerla en brazos nuevamente, la niña estuvo llorando, llamando – “Papá, papá” – sin parar.
Después de la consulta, pensé que había un cierto heroísmo en la actitud del padre, pues ya me había confesado que su gran pasión ahora era la primera esposa, y su vida, incluso por la gravedad de su enfermedad; sin embargo, él no desampararía a la niña, ni tampoco a la madre. Por lo que vi el día de la consulta, el amparo a que él se refería no era tan sólo financiero, pues demostró una atención y un cariño muy grande hacia las dos.
Su salud empeoraba mucho y empezó a ir acompañado a las consultas por una las hijas de su primer matrimonio, eventualmente con doña Rute (¡eso mismo!), que llegó a ir sola al consultorio para conversar sobre él. En una ocasión, me comentó confidencialmente que a pesar de ya no estar juntos, mantenían una amistad muy fuerte, y que, a veces, ella cuidaba de sus necesidades, incluso a petición de las hijas de él. Ciertamente, ella mantenía una postura maternal, un aspecto tan fuere en la relación de los dos que le permitió ayudarlo, incluso delante de la nueva familia que él “accidentalmente” constituyo.
A cierta altura de la conversación, pensamos en la posibilidad de un transplante hepático, y él decidió ir a San Paulo para vivir con una hermana, e intentar la forma de operarse.
Yo estaba de guardia en urgencias, cuando la enfermera me llamó, diciendo que había alguien que quería hablar conmigo. Cuando salí de la sala de los médicos, vi a Gérson en el pasillo. Noté que lo estaba pasando mal, pues sus ojos estaban enrojecidos, pero él se acercó y me dijo:
- Dr. Décio, vine a despedirme.
Pensé inmediatamente de que se trataba del viaje a San Paulo y le dije que no se preocupara, pues nos veríamos de nuevo en otras oportunidades, pero él no respondió
nada, tan sólo me miró fijamente y me abrazó. Gérson era un hombre bastante reservado, tímido, y aquella actitud me impresionó mucho, demostraba lo importante que era para él ese momento.
Me quedé sin saber lo que hacer, paralizado, incompetente para responder a aquella situación de fuerte contenido emocional, mi pecho parecía encogerse y enmudecí.
Después del abrazo, llorando, me dijo cuanto me agradecía por todas las veces que lo atendí, y por mi interés en escucharlo, por participar de sus dificultades. Me garantizó que yo había sido para el un confidente y un amigo, además de ser su médico de confianza.
La despedida era otra, luego percibí que él había ido al hospital aquel sábado por la noche, para agradecerme y para despedirse. El sabía que ya no nos íbamos a ver más, y yo estaba evidentemente emocionado, pero también totalmente limitado por el modelo ético-profesional que yo practicaba.
Era obvio que Gérson no era solamente un “cliente”, habían muchas más cosas a parte de un prestador de servicios y su cliente, ya que yo había participado de forma indirecta de hechos y acontecimientos cruciales en su vida, y eso no podía ignorarse ni por él ni por mi. ¿Por qué, entonces, no podía yo demostrar que yo también me sentía grato de haberlo conocido? ¿Por haber podido tratarlo, y por que el confió en mi durante tantos años?
Un mes después, recibí una llamada telefónica. Gérson había fallecido en un hospital de San Paulo, y todavía tuvo la bondad de pedir a su hermana que no dejase de llamarme para avisarme y agradecerme por todo…
Pues soy yo quien te agradezco Gérson, por las lecciones valiosas que me diste, por hacerme sentir realmente útil, incluso cuando no tenía ya recursos técnicos para atenderte; por haberme considerado tu amigo, incluso sin poder admitírtelo.
Después de esto, creo que pare de intentar “no envolverme”. Aprendí que, en mi profesión, es fundamental ver al paciente como un todo, no podemos ignorar sus aspectos emocionales y familiares. Con el tiempo, nos vamos metiendo en sus vidas, conociendo sus debilidades y sus virtudes. ¿Cómo no ser “amigo”? ¿Cómo mantenerse emocionalmente indiferente?
Hoy me enorgullezco en decir que tengo pacientes que me piden ver las fotos de mis hijos, que saben el día de mi cumpleaños y me traen un pastel al consultorio para conmemorarlo, que me llaman para decir que nació un nieto o que consiguieron tal empleo, pacientes que me hacen llorar cuando se van, no de tristeza o de frustración, sino de añoranza.
A fin de cuentas, ¿Cuál es la gracia de la vida sino emocionarse?
Gozar de los momentos de felicidad y aprovechar las lecciones presentes en los momentos de dolor son formas de crecer, evolucionar, aprender.
Aprendiendo, somos más capaces de percibir las cosas de la vida que nos alimentan, que nos hacen felices y harmonizados, espantan la depresión y nos llenan de optimismo, pues percibimos, incluso que sea por cortos periodos de tiempo, que nunca estamos solos.
GRADUACIÓN
El sexto año del curso médico fue realmente muy difícil: el estrés de estar formándome y entrando hacia el mercado de trabajo, el miedo de no aceptado en una residencia médica de calidad, la certeza de no estar listo para ser médico (en verdad, nunca estamos completamente preparados) ya eran motivos suficientes para que no durmiese bien por la noche y tuviera temblores casi constantes en las manos, lo que me dejaba muy preocupado, ya que mi gran sueño siempre fue ser cirujano.
Estaba teniendo muchas dificultades para administrar mis emociones, cuando fui hacia la planta de urgencias, en un gran hospital público, incrustado en medio de una barriada de San Paulo. Fueron 30 días, y siete de ellos los pasé en una unidad de emergencia (UE).
El esquema de trabajo era entrar a las 7 horas y salir a las 19 horas, todos los días. La unidad de emergencia era redonda, es decir, en el centro había un puesto donde estaban la enfermería y los médicos, rodeados por varios boxes con dos camas cada uno. Las ventanas, muy estrechas y altas, hacían pasar muy poca luz natural, por ello  las luces artificiales permanecían encendidas siempre. Yo entraba en la UE ten temprano que aún estaba oscuro y salía cuando anochecía. Si no hubiera sido a la hora de comer, no habríamos visto el sol durante nunca.
Puede creerse que es un horario inhumano, y yo creo que realmente lo era, pero no por eso describí todo. Total, tan sólo una semana no debería ser tan difícil, si no fuera por las experiencias de dolor, sufrimiento y muerte que vivimos de forma “intensiva” en esos siete fatídicos días. Niños y adultos morían continuamente, terribles dramas familiares, historias inimaginables, recibidos por un joven de 23 años, cansado e inseguro.
Vi morir a un mendigo de frío durante una madrugada de invierno y a un hombre llorando, desesperado, con su bebé al cuello, muerto de asfixia por el cuerpo del padre, durante la noche, ya que toda la familia dormía amontonada en la misma cama. Seguí un caso de una niña de siete años que recibió una bala perdida en su cráneo mientras jugaba con las hermanas frente su casa. La miseria humana parecía no tener fin.
Sobreviví, a “trancas y barrancas”, me volví irritable y agresivo, incluso con mis padres y con mi hermana; desestructurado emocionalmente, lloraba muchas veces durante la noche, sin saber bien porqué.
No siento pena de mi mismo, pues, cuando miro hacia atrás, no me reconozco en ese personaje. Tengo pena, si, de los jóvenes que aún hoy pasan por experiencias semejantes a la mía, absolutamente solos, sin ningún tipo de preparación o acompañamiento psicológico.
Para formar un buen médico, no es preciso ponerlo en un “triturador de carne” para “ver si aguanta”. No creo que sea saludable para el médico ni para la sociedad que utilizará sus servicios. Eso sólo forma parte de la descabellada idea de formar un médico-dios, omnipotente, que no teme nada, que no se abate con nada, el que sobrevive a todo.
Finalmente, llegó el día de mi graduación, una mezcla de alivio, victoria y miedo, que, en mi caso, ganó un temperamento bastante especial, ay que mi abuelo paterno murió en la noche que precedió a mi graduación.
Admiraba mucho a mi abuelo. Mi padre me acostumbraba a contar historias sobre aquel hombre, que pasó por tantas cosas en la vida, y que aún se mantenía trabajando, incluso a los 82 años de edad. Al contrario de mi abuelo materno, pasé muchas horas
junto a mi abuelo paterno. Me acuerdo, todavía hoy, de las veces en que mi primo y yo fuimos al zoológico en autobús, con él, de cómo nos divertíamos con sus pasatiempos. Mientras, lo que realmente marcó su muerte fue el hecho de que yo, siendo doctor, había sido el interlocutor entre el equipo médico y mi familia. Tenía libertad en la UTI y podía hablar con mi abuelo siempre que quisiera, lo que se si llegaba a ser un privilegio o una carga.
Aquel día, conversando con el médico de la UTI, las noticias parecían muy buenas, los exámenes de laboratorio esperanzadores. Fui hasta su cama, feliz con la noticia pero, al encontrarlo, tuve una impresión bien diferente. Me pareció más abatido, medio desanimado, hacía movimientos con la mano, llevándola hacia la boca, como si estuviese fumando, y, al verme, dijo:
- Hola Júnior, ¿estás aquí?
Respondí que si, le pregunté como se encontraba y el respondió:
- Quiero tomar una limonada ¿me traes una? Tu madre ya me trajo los cigarrillos.
Tenía alucinaciones. Aquello me asustó mucho, sin embargo quedé con él que así que recibiese el alta iríamos a tomar una limonada juntos.
Antes de salir, me llamó y me preguntó, en un claro momento de lucidez:
- ¿Cuándo es tu graduación?
- Mañana, abuelo.
- Está bien, descansa bastante.
Llegué a casa mal, y estando reunido con toda la familia en la sala, recibimos una llamada, pidiendo que nos dirigiésemos al hospital; aquel había sido el último día de vida de mi abuelo.
La graduación se transformó en una fiesta melancólica; salí del cementerio directo hacia el auditorio donde se hizo la ceremonia. Me sentía muy mal, triste, angustiado con todo lo que había acontecido. Casi desistí de la graduación, pero mi padre insistió, diciendo que mi abuelo se enfadaría si no íbamos.
¿Qué puedo decir sobre aquel tiempo de mi vida?
¿Qué decir de aquel año en que la muerte se mostró para mí tan próxima y con todas sus variedades de dolor y desespero?
Creo que lo que puedo decir es: “sobreviví”.
EL EJEMPLO
Hice muchas pruebas para la residencia médica en cirugía. Algunos de los resultados habían sido negativos y otros aún estaban por venir. Mientras, empecé mi trabajo en un gran hospital de San Paulo, donde ya había sido aprobado.
Después del tercer día de trabajo, ya no tenía dudas de que no era fácil quedarse allí, pues el hospital no era lo que yo esperaba y no había perspectivas de cambios. Siendo así, pedí mi renuncia al jefe del servicio y me fui a casa incluso antes de acabar la mañana.
Al cerrar la puerta de la calle, cabizbajo y temeroso de mi futuro profesional, fui recibido con euforia por mi madre, que anunciaba:
- Te están llamando para suplir una baja en Santos, tienes que ir hoy allí.
No es preciso contar el entusiasmo que me invadió en aquel momento. Cogí tan sólo lo esencial, lo puse todo en una mochila y, incluso sin almorzar, fui corriendo detrás de mi destino.
Llegué al hospital e, inmediatamente, fui avisado de que el jefe estaba pasando visita en la enfermería. Me tenía que presentar ante él.
No conocía absolutamente a nadie allí, mis sentimientos parecían un rompecabezas desmontado y con las piezas todas entremezcladas. Estaba asustado, inseguro, ansioso y, al mismo tiempo, feliz y orgulloso por haber conquistado un lugar en una residencia reconocida por el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) y unida a una facultad de medicina.
Al entrar en la espaciosa enfermería donde cabían seis camas muy bien distribuidas, vislumbré aquella escena “épica”, si me permiten decir una exageración, pues no eran menos de diez alumnos, más los residentes y dos asistentes, alrededor de un señor de blanco, sonriente y divertido, que enseñaba generosamente, al mismo tiempo en que distribuía esperanzas a aquellos que ocupaban las camas.
Fue mi primer contacto con aquel que sería mi referencia de comportamiento profesional, fenómeno que no ocurrió tan sólo conmigo, sino con centenares de otros residentes y alumnos que tuvieron la suerte no sólo de tenerlo como profesor, sino de percibir el brillo que emitía cuando estaba en la consulta, examinando u operando a algún paciente.
Toda esa importancia que le doy se fue reforzando con el pasar de los años, cuando, conviviendo con otros colegas y viendo la rutina de mi profesión, pude percibir cuánto nos enseñó. En aquel tiempo, nutríamos apenas un profundo respeto y admiración por su capacidad profesional. Un cierto grado de sorpresa nos invadía, en las varias ocasiones en que lo veíamos emocionarse y derramar lágrimas por algún paciente, sin ningún tipo de pudor, delante de todos sus alumnos. Esa era una de sus características más conocidas, la sensibilidad y el coraje de exponer sus sentimientos de forma sincera y espontánea, motivo, muchas veces, de críticas por parte de aquellos que defendían una postura austera e impersonal para el médico, para el cirujano y para el profesor libre-docente, tareas que él desempeñaba con extrema competencia y dedicación.
Varias veces pude presenciar su irritación, cuando desatendíamos algún factor social o emocional relativo al paciente, por creerlos irrelevantes. El parecía, o realmente era, un contrasentido para el patrón de los “grandes cirujanos” que yo conocía hasta entonces, siempre muy arrogantes y fríos, con un discurso muy bonito de “salvar vidas”, pero con la actitud contradictoria de ignorar al paciente como un todo, como un ser
complejo y compuesto por varias facetas, necesidades y posibilidades, como es, necesariamente, todo ser humano.
No fueron solamente los años de residencia médica. Tuve la suerte de acompañarlo, ya como su asistente, y después como mi orientador en la post-graduación, durante muchos años, siempre, y cada vez más, admirando la forma como mantenía la coherencia con sus ideales y su postura en relación al paciente y frente a los demás colegas.
No aprendí a tirar instrumentos quirúrgicos al suelo para demostrar irritación e imponer autoridad a través del miedo durante una operación, no aprendí a ser grosero con los profesionales que trabajan conmigo en los procedimientos que realizo; nunca necesité fingir que era infalible, procurando un responsable por mis dificultades. Aprendí, con naturalidad, que ser querido es más productivo que ser temido, además de estar más recompensado.
Si, hoy, consigo mantener un ambiente de bienestar y cordialidad en la sala de operaciones es porque siempre conviví con este clima en las salas dirigidas por él o por sus asistentes, que me enseñaron, y siguen enseñando hasta hoy, la medicina en la que yo creo. No hay perfección, no es el ideal, pero ya es infinitamente mejor que aquella de los egos inflados a un grado insoportable incluso para su propio dueño.
Un recuerdo muy fuerte que llevo de él es de un hecho que ocurrió cuando yo estaba en el segundo año de residencia. Pasábamos visita a los pacientes de la enfermería. Como de costumbre, el residente responsable de los enfermos describía el caso, mientras escuchábamos, atentos, para que, seguidamente, el profesor iniciase sus consideraciones sobre el asunto.
Mientras mi colega describía la historia clínica, pude observar que un enfermo de la habitación de enfrente, sentado en una silla al lado de la cama, estaba extremamente somnoliento, y su cabeza “pendía” de vez en cuando, de la misma forma que lo hacemos cuando nos dormimos durante una clase, viniéndome la sensación de que no estaba muy a gusto.
Como que yo estaba detrás de los alumnos, creyendo que nadie podría verme, atravesé el pasillo y fui a ayudar al paciente a echarse para terminar su siesta. Cuando me giré, para mi sorpresa, todos me estaban mirando, pues el profesor Amaury interrumpió la visita, pidiendo que todos asistieran a la escena, para, a continuación, elogiar mi actitud, diciendo que el verdadero médico se preocupa con el confort del paciente en cualquier nivel o situación, y que actitudes como aquella, infelizmente, eran muy raras.
Obviamente me sentí avergonzado con todo aquello, principalmente porque estaba distraído y no percibí que él había interrumpido la visita por mi culpa.

Siempre creí que aquella experiencia quedó muy marcada en mi memoria exactamente por el constreñimiento que experimenté, pero hoy ya pienso diferente, pues pienso que él aprovechó la ocasión para llamar la atención de sus alumnos sobre la importancia de dispensar atención y cariño a sus pacientes. Él estaba intentado despertar en nosotros la conciencia de que la verdadera medicina debe estar basada en el sentimiento de amor. Buscaba humanizar a aquellos “aprendices de dios” que éramos nosotros, y aún, como efecto colateral, me dio un bellísimo “refuerzo positivo”.
Después que la vergüenza de aquella hora pasó, lo que quedó dentro de mí fue un orgullo muy intenso de haber sido elogiado por el hombre que llamamos, hasta hoy, Maestro; no por sus muchos títulos académicos, sino por la connotación más noble que esta palabra tiene, o sea, aquel que conduce a sus alumnos al conocimiento, hombre superior y de mucho saber.
EL PUENTE
Era un señor visiblemente abatido, con cerca de 70 años. Parecía confiado, y tal vez yo supuse eso por estar sólo en la consulta.
El Sr. Antonio estaba preocupado, pues había perdido bastante peso, su ropa estaba cada vez más larga y no tenía apetito. Inicialmente, dejé que él lo fuera contando todo lo que creía importante y, después, hice algunas preguntas para orientarme sobre su historia. Establecimos rápidamente una conversación abierta y amigable, ya que el paciente era muy simpático y comunicativo.
Lo invité a echarse en la camilla, y, al examinar su abdomen, noté una masa palpable, que prácticamente confirmaba mi hipótesis inicial de cáncer gástrico.
En verdad, debí demostrar, en mi expresión, toda la preocupación que sentí en aquel momento. A fin de cuentas, obviamente, era un caso grave.
Acabado el examen físico, volvimos a sentarnos y el Sr. Antonio no perdió el tiempo:
- Y ahora, doctor, ¿Qué es lo que tengo?
Afirmo que esta es la peor hora de la relación médico-paciente, y, probablemente, la más importante. Estaba ante un paciente con un hipótesis diagnostico a confirmar por los exámenes complementarios, aunque habían pocas dudas sobre el hecho de que fuera un tumor maligno.
Era mi primer contacto con el, un desconocido para mi. Al mismo tiempo, yo necesitaba conquistar su confianza. Siempre supuse que la forma más acertada y rápida para alcanzar ese objetivo es ser totalmente honesto., pero honestidad no significa aspereza. Es necesario encontrar una forma “caritativa” de decir la verdad e, incluso así, podemos añadir a toda esa situación un intenso recelo de provocar pánico o de inestabilizar al paciente.
A pesar de haber una recomendación profesional de nunca esconder la verdad de nuestros pacientes, durante algún tiempo, tuve dudas sobre decir la verdad, en casos graves, pues creía que ella podía ser catastrófica para algunos pacientes. Hoy, pienso que la verdad nunca es catastrófica, al contrario de la mentira o del disimulo, pues el paciente que no está emocionalmente listo para la verdad no la oye, incluso que se le diga, o sea, que lo niega, señalando claramente la postura que el médico debe asumir a partir de entonces.
Ante ese complejo escenario, y de tantos aspectos a considerar, es muy importante percibir también nuestras propias dificultades. Me acuerdo bien de la época en que atendí al Sr. Antonio: sólo de pensar en hablar con un paciente que tenía “cáncer” ya me daba dolor de estómago. De esta forma, recorría, con frecuencia, al artificio de usar palabras técnicas, con el objetivo inconsciente de “hablar sin decir”, o sea, con la vana esperanza de sentirme tranquilo, como si la ardua tarea hubiese sido cumplida sin verdaderamente cumplirla, o sea, “comunicación virtual”.
En ese caso, usé este artificio.
- Bien, sr. Antonio, dependemos aún de algunos exámenes para confirmar su diagnóstico, pero usted tiene una masa abdominal y se debe tratar de un proceso neoplásico (1).
El Sr. Antonio, se me quedó mirando sin saber si yo le había dado una buena o mala noticia, y entonces disparó:
- ¿Es cáncer?
1 Nombre técnico usado para describir tumores o masas; proliferación anormal de las células de un tejido.
En ese momento, yo no tuve más salida, era la hora de optar entre ser sincero u ofrecer la mano para iniciar una lucha, juntos, para su restablecimiento, o continuar disimulando y fingiendo, sin contar la verdad de una forma directa y clara.
En este caso, existía un agravante: no había nadie más, tan sólo el Sr. Antonio y yo. Si hubiera estado ahí alguien de la familia, podría haber intentado “engañarlo” un poco más, y contar la verdad a la familia, es decir, intentar pasar la responsabilidad de la comunicación a alguien ciertamente preparado, y más cercano emocionalmente que yo, lo que sería una verdadera “traición” con aquel que estaba depositando sus esperanzas en mi.
Ante todo ello, respiré profundo y respondí:
- Bien, todo nos hace pensar que sea un cáncer de estómago, pero vamos a tener que hacer una endoscopia para confirmarlo.
El Sr. Antonio hizo una pausa, percibí sus ojos mareados, mientras yo aguardaba su reacción, casi sin respirar. Entonces, el dijo:
- Pues vamos allá, haga todo lo que sea necesario.
Nos saludamos, y, ahora, el apretón de manos fue más firme y lento que aquel que intercambiamos en el inicio de la consulta. Habíamos establecido un pacto el y yo, un pacto de verdad, de confianza. Tuve, entonces, la certeza de que había tomado la decisión más acertada, enfrentando mis miedos, y haciendo aquello que, en el fondo, encontraba más correcto; decir la verdad.
Pasaron pocos días y el Sr. Antonio regresó con el resultado de los exámenes, aún en solitario, manteniendo toda la simpatía y ánimo de la primera consulta, pero, claro, demostrando mucha ansiedad. Abrí el sobre, aún lacrado, y allá estaban confirmados nuestros mayores temores: era un adenocarcinoma  , alcanzando buena parte de su estómago.
- Como es, doctor, sea sincero. ¿Cuál es el resultado?
Nuevamente, yo estaba en aquella situación dolorosa de tener que dar una terrible noticia a una persona que, a esa altura, ya había establecido un vínculo conmigo, y un fuerte vínculo, pues se trataba de una situación extrema, de vida o muerte, un momento crucial para él y de profunda angustia para mi.
- Pues si, Sr. Antonio, infelizmente es aquello que temíamos.
Y, nuevamente, él me mostró que no era el momento de medias palabras:
- ¿Es, pues, cáncer?
- Si, cáncer de estómago.
- Y ahora, doctor, ¿Qué es lo que vamos hacer?
El “vamos hacer” que él usó fue una clara señal de que ya éramos un equipo, el y yo, con el objetivo de hacer algo para supera la enorme dificultad ante nosotros. ¿Sería posible?
Quedamos con él que intentaríamos una operación para quitar el tumor; le avisé de que las oportunidades de curarse eran pequeñas, pero que era un error intentar establecer tiempo de supervivencia, que él podría tener aún algunos años de vida, incluso con la enfermedad.
Me hizo muchas preguntas, quería saberlo todo, incluso los aspectos que yo no tenía como responder, sin embargo entablamos una conversación emocionada, que duró cerca de 30 minutos. Estábamos ante una situación muy difícil, y que, con certeza, en aquel momento, nos encontrábamos unidos por lazos invisibles que nos acogían y orientaban, incluso sin nosotros percibirlo.
2 Tipo de cáncer muy común en el estómago
Pedí los exámenes preoperatorios necesarios para la operación, y marcamos un tercer encuentro.
Pasada una semana, allá estaba él de nuevo, pero ahora con su hija. Entraron y se sentaron, el Sr. Antonio me la presentó y enseguida fue explicando:
- Doctor, me traje a mi hija para que lo conociera, aunque yo ya le he contado que tengo una úlcera en el estómago y que tendré que operarme, después, usted le pasa todos los detalles para que ella no quede preocupada.
Confieso que, al principio, quedé medio confuso, ¿será que el Sr. Antonio estaba en un proceso de negación? ¿Será que no estaba consiguiendo encarar aquella dura realidad tal como la había enfrentado en un inicio?
Marcamos la data de la operación y, así que cerré la consulta, él se levantó y, dirigiéndose a la hija, dijo:
- Te espero ahí fuera.
Ahora estaba bastante claro que no era una negación. Simplemente, que no conseguía, o no quería, hablar sobre su enfermedad con la hija, lo que era perfectamente comprensible, ya que yo mismo había sentido dificultad para decirle la verdad, incluso sin tener con él una relación tan profunda como la de padre e hija. Contaba conmigo para ese trabajo.
Cuando salió, pude constatar que la hija, realmente, no sabía nada, que él había sido muy sutil, cuando contó que estaba enfermo y que tenía que ser operado.
Ella lloró bastante con la noticia, pero dejé que ella misma diese el siguiente paso. Entonces de recompuso y me pidió orientación. Quería saber si debería afrontar el asunto con él o no. Pensé que era mejor que ella respetase la voluntad que él había expresado tan claramente al irse del consultorio para que yo conversase con ella, o sea, yo sería “el puente” entre ellos, por lo menos en aquel momento, hasta que él se sintiese listo para abordar el asunto con ella.
El día de la operación, me puse a su lado, como siempre procuro hacer, hasta que él estuviera anestesiado. Él estaba muy nervioso, pero, incluso así, me percibió bastante optimista y confiando. Decididamente, esta era una característica que sobresalía en el Sr. Antonio.
Sin embargo, ocurrió lo peor, pues el tumor era enorme y ya abarcaba estructuras que imposibilitaban cualquier intento de quitarlo. En verdad, los exámenes preoperatorios de ingreso ya apuntaban en esa dirección. Confieso que me sentí muy mal, derrotado, infeliz, inútil. Un sentimiento de decepción y fracaso me invadió, poniendo a prueba mi omnipotencia, tirando por tierra la ilusión que existe dentro de nosotros de que somos capaces de curar, de vencer a la muerte, como si ella fuese el bandido y nosotros los héroes. “Abrir y cerrar” es, tal vez, la peor experiencia para un cirujano, una confrontación directa con su inconmensurable limitación.
A cada punto doloroso de esa jornada, desde la primera consulta, la voluntad es de “huir”, porque vivimos la experiencia de la muerte, el dolor de la perdida por parte de los familiares, el miedo del paciente y, consecuentemente, incluso sin percibirlo, estamos viviendo nuestra propia muerte.
En ese punto, es muy común que el cirujano de por acabado su tratamiento, enviar al paciente hacia el oncólogo e intentar superar aquella “derrota” sin seguir la evolución de la enfermedad hasta su conclusión.
Al final de la operación, fui hasta los familiares y conté el resultado del procedimiento, esclareciendo que el paso siguiente sería el tratamiento oncológico, pero que el cuadro era bastante grave y, el pronóstico, negro.
Por la noche, fui a la habitación. El estaba aún abatido por la operación y había dos familiares junto a él. Cogí su mano y le sonreí, pero antes de que yo dijese algo, dijo:
- ¿Va todo bien, verdad, doctor?
Me acordé inmediatamente del “puente” y respondí:
- Todo bien. Ahora, debe descansar y, más tarde, hablamos.
Al día siguiente, cuando fui a pasar visita, pedí que todos se fueran de la habitación, y, entonces, volvimos a hablar con franqueza:
- ¿Qué doctor, como fue?
Le expliqué que no habíamos quitado el tumor, que la enfermedad estaba avanzada y que el oncólogo sería quien trazaría las directrices.
Entonces, él quiso saber:
- ¿Y cuánto tiempo tengo de vida?
En ese momento, no podemos dejarnos llevar por las estadísticas de los libros de medicina. Ellas son muy útiles cuando evaluamos poblaciones o grupos, pero nunca en los individuos, pues, si la media de sobrevivir es de tres meses, aquel numero pasa a ser una condena, mientras que muchas veces nos sorprendemos con pacientes que superan cualquier expectativa o que se van mucho antes de lo que esperábamos. Aprendí que no tenemos el poder de prever el futuro y debemos dejar bien claro tal hecho para nuestros pacientes y su familia.
La muerte está para todos y no tan sólo para los portadores de cáncer o de otra enfermedad incurable cualquiera. Me acuerdo de un paciente con cáncer de páncreas que acabó víctima de un infarto agudo de miocárdio cerca de dos años después de una operación paliativa en que tampoco fue posible quitar el tumor. No se si pude, pero intenté pasar esta perspectiva hacia mi paciente.
El alta no tardó, hice el seguimiento para el colega oncólogo, aún creo que no llegué a percibir que allí terminaba apenas una etapa del tratamiento, y se iniciaba otra en que, tal vez, mi participación fuese más valiosa de lo que había sido hasta entonces.
Una de las cosas que me llamó la atención en esta caso fue la reación del paciente en el seguimiento postoperatorio, pues a pesar de continuar muy cordial conmigo y de no faltar nunca a las consultas, su hija me contaba que le hablaba muy mal de mí, decía que yo no era un buen médico, ya que él no había mejorado nada con mi tratamiento. Afirmaba, siempre, que buscaría otro médico, demostrando irritación y rebeldía, pero, cuando ella le propuso concretamente una consulta con otro médico, le contestó diciendo que no valía la pena – “Todos los médicos son iguales, ninguno sirve”- decía. El estaba rabioso, necesitaba exteriorizarla de alguna forma, pero no quería dejar que eso contaminase nuestra relación.
Permití que mis contactos con el Sr. Antonio disminuyesen. Pasó a frecuentar mucho más el consultorio del oncólogo, abandonando el mío, tal vez por falta de estímulo por mi parte, tal vez por miedo de enfrentar a su muerte y a mi frustración.
En nuestro último encuentro, ya bastante débil y frágil, me pareció deprimido y triste, pero, incluso así, llegó a agradecerme, y ello sólo hizo aumentar mi sentimiento de “culpa”, tal vez reflejo de mi ilusión de omnipotencia que tanto aprendí en la facultad, tal vez, aún había mucho que hacer, intentar acercarlo a sus familiares para que ellos pudiesen elaborar el evento de la muerte juntos, pudiesen llorar y, finalmente, aceptar, con serenidad, aquel momento de despedida. El puente no podía quitarse sin antes aproximar los márgenes.
La muerte del Sr. Antonio no tardó, con todo, y no estaba cerca cuando ocurrió, había perdido la oportunidad de honrar nuestro pacto, no pude saber como reaccionó a todo y como estaba emocionalmente cuando llegó su hora, si ya había superado su fase
depresiva. No se si habló abiertamente con su hija, para poder despedirse. Espero que él me perdone por ello.  Más recientemente, me ocurrió un caso en que la figura del “puente” resurgió, pero esa vez fue de forma desvirtuada, pues eran los familiares que, en un esfuerzo desmedido de proteger a su ente querido, insistieron en interponerse en la relación médico-paciente.
Cuando pedí a la secretaria que la paciente entrase para la primera consulta, quien entró en el consultorio fueron sus dos hermanos y su hija, dejando a la paciente en la sala de espera; me pidieron que, en hipótesis alguna revelase a la paciente que tenía cáncer, pues ellos creían que ella “no soportaría” la noticia. En verdad, ese tipo de argumento es muy frecuente, pero, como constataremos en este caso, generalmente es la propia familia que no está soportando la noticia.
Encontré aquella actitud extremadamente inadecuada y les pregunté si ya tenían el diagnóstico. Eran personas con pocos recursos. La paciente había estado internada en un hospital público, y cuando les fue dado el diagnóstico, pidieron un “alta voluntaria” del hospital, o sea, alta sin el consentimiento de los médicos, como si, con ello, pudiesen “huir” de la enfermedad que se presentaba, como si, retirando la paciente del hospital, fuese posible dejar atrás el problema. Ciertamente una forma de negación, actitud que, en aquel momento, ellos insistían en mantener, de lo contrario no hubiesen actuado de tal forma.
Pensando ahora bajo la óptica de la paciente, yo pregunto: ¿Qué persona no desconfiaría de este comportamiento? O sea, ella es llevada a un nuevo médico, después de haber sido sacada por sus familiares de un hospital sin haber recibido tratamiento adecuado, y, así que llega al consultorio de este nuevo médico, ¿sus familiares entran para conversar con él, dejándola en la sala de espera?
¿No es esa una forma cruel de dar una mala noticia, actuando como si la paciente fuese una incapaz?
Actuando de esta forma, ¿no le queda claro a ella que le están intentando engañarla?
¿No es eso una forma de “traición”?
Dejé claro que tenía por norma no mentir a mis pacientes, y que si ella me preguntase le diría la verdad. Mi discurso no les agradó, sin embargo, yo creía que mi compromiso debería ser, en primer lugar, con la paciente.
Después de una rápida reunión familiar, decidieron dejar que yo la examinase.
Doña Cecilia entró sonriendo, a pesar de estar bastante debilitada; la invité a sentarse y rápidamente su hija empezó a contar toda la historia de la paciente. Así que ella terminó, pasé a preguntar a doña Cecilia, intentando, finalmente, establecer un contacto con ella, pues hasta entonces no había tenido esa oportunidad.
Traía una serie de exámenes y el diagnóstico ya estaba firmado como un tumor de páncreas. Inclusive se había empezado una operación.
Cuando terminé el examen físico y el análisis de los exámenes, la paciente me dijo:
- Sabe, doctor, yo tuve una vida muy buena, creo mucho en Dios, y no tengo miedo de la muerte, se que mi enfermedad es grave y me gustaría que usted fuera honesto conmigo.
Inmediatamente, miré hacia la hija y uno de los hermanos que estaban allí con sus ojos abiertos de par en par, como alertándome de que yo no tenía que decir nada. Entonces, miré a Doña Cecilia y dije:
- La señora está muy enferma, tiene un tumor en su páncreas y deberíamos intentar operarla.
Ella reaccionó como si ya lo supiera todo, y en verdad, lo sabía. Entonces, con una leve sonrisa en el rostro y una apariencia serena, respondió:
- Muy bien, doctor, si es así, me gustaría mucho que usted me operara.
El día de la operación, mientras esperábamos dentro del centro quirúrgico para ir a la sala de operaciones, me fui hacia ella, y conversamos. Me dijo que encontraba que la cirugía no resolvería su problema, y que ella sólo aceptaba operarse porque le gustó mi sinceridad y se sintió segura conmigo. Le dije que no se preocupara y procuré reforzar la garantía de una relación honesta y sincera.
Lo que siguió no fue muy diferente de lo que esperábamos, un daño avanzado y sin posibilidad de resección
Como que la operación fue rápida, dos días después Doña Cecilia recibía el alta de la enfermería, si no debido a la rutina del hospital (era un hospital público), no tuvimos oportunidad de conversar después de la operación. Sólo les pedí a ella y a su hija que fuesen a mi consultorio para el seguimiento postoperatorio. Planeé tener una conversación más cuidadosa y privada en esta oportunidad.
Pasaron dos semanas y doña Cecilia no apareció. Pedí a la secretaria intentase contactar telefónicamente, pero no dio resultado; me preguntaba qué es lo que estaría pasando.
Cerca de un mes después, fui sorprendido con la presencia de la hija en el consultorio. Lloraba mucho y me contó lo que pasó.
Sus tíos habían decidido que no debía hablar más con la paciente, ya que no había “respetado” la petición que me habían hecho de no decir la verdad. Volvieron, otra vez, al hospital, donde fueron orientados por la oncología para iniciar el tratamiento quimioterapeuta; sin embargo, después de la primera sesión, doña Cecilia no quiso continuar el tratamiento, pidió para verme y dijo que de ahí en adelante sólo trataría conmigo. Infelizmente, sus hermanos fueron inflexibles y ella entró en un cuadro depresivo, dejó de comer y su condición clínica empeoró rápidamente.
La paciente aún intentó hablar sobre su muerte con la hija, sin embargo, ésta insistió hasta el final diciendo que se pondría mejor, que todo aquello pasaría y que en breve saldría de la cama, regresando a una vida normal.
Doña Cecilia murió aislada por sus propios familiares, privada de la valiosa oportunidad de elaborar su paso al más allá, ya que no son todos los pacientes que alcanzan el estado de aceptación tan rápido como ella lo hizo. En verdad, fue tan rápido que sus familiares no pudieron acompañarla y permanecieron negando la enfermedad hasta el final.
Esta vez mi frustración fue enorme, no por no haber podido quitarle el tumor, sino por no haber podido servir de interlocutor para que ella enfrentase los días de crisis apoyada por alguien en quien confiaba.
En el momento en que el paciente sabe que va a morir en breve, y que se instala el ambiente de la muerte en la familia, el médico no sustituye a la familia (él nunca sustituye), pero tampoco puede ser sustituido. Creo que su presencia, incluso que, sea tan sólo para conversar, trae al paciente una comodidad más, trae la certeza de que alguien mira por él, y que si está bien preparado, puede hablar y oír cosas que serían imposibles de decir o escuchadas por alguien que esté muy próximo del paciente, alguien a quien él ame.
Doña Cecilia reforzó en mí aquello que el Sr. Antonio ya me había enseñado: basta la verdad y una postura correcta, para que se establezca la complicidad entre el médico y el paciente, visto que, cuando el médico es buscado por el paciente, éste ya  se predispone a ello, sólo falta la receptividad del terapeuta para que la relación se instale en la mayoría de los casos, incluso durante la indignación (etapa común al morir), y en todas las turbulencias, inherentes a la situación, y que pueden ocurrir en el decurso de la enfermedad.
En cuanto a los familiares, fue realmente una pena que yo no hubiera tenido la competencia para establecer con ellos esta misma relación de confianza, tal vez porque yo haya roto esa relación, sin pensar que, incluso habiendo consolidado mi empatía con Doña Cecilia, no pude usarla.
Como si fuese un consuelo, conversé largamente con la hija, intentando ayudarla, pues ella se sentía profundamente culpable por no haber escuchado a su corazón y no haberse enfrentado a los tíos, por no haber hablado con su madre de forma más abierta, aprovechando la oferta que ella le había hecho. Era como si ellas se hubiesen separado, sin una adecuada despedida, medio enfadadas.
Aprendí que, a pesar de mi compromiso es con el paciente, la familia también “muere” con él. Siendo así, debemos establecer un vínculo de confianza con ellos así como con el paciente.
En familias grandes, como es el caso de doña Cecilia, elegir una persona para que sea la referencia aún me parece una buena idea, ya que, cuando intentamos establecer varios contactos, percibimos que cada uno interpreta las mismas palabras de formas diferentes y eso puede llevar a desentendimientos y malestar. Siempre hay alguien más coherente y con “autoridad” en el ambiente familiar para servir como interlocutor “oficial”.
Podría decir que, en un proceso de muerte, existen tres lados a considerar y atender:
1. El paciente, foco central de los acontecimientos, es aquel que debe dictar el nivel del abordaje que el asunto tendrá en el decurso de la enfermedad.
2. La familia que, muchas veces, está más enferma que el propio enfermo, y que, por ello mismo, también merece toda la atención, pues una familia bien informada se convierte en un aliado poderoso del paciente y del médico.
3. El médico, de quien se espera competencia, buen sentido y sensibilidad para enfrentar la situación. Sin embargo, aún no recibimos, en las escuelas médicas, ningún tipo de orientación que nos posibilite desarrollar todas esas capacidades, o por lo menos que nos oriente para que podamos intentar llegar a ese resultado, pues el comportamiento desarrollado por el profesional, individualmente, es totalmente imprevisible, dependiendo mucho más de su formación moral y religiosa, de su herencia familiar, que de su formación médica. No obstante, yo mismo aún tengo dudas sobre si es posible ser diferente.
Cuando pienso en ese triángulo de dolor (que también debe ser un triángulo de amor), me perece que el distorsiones que observamos cotidianamente y que evidencian la falta lado sobre el cual más precisa ser meditado es el del médico, ay que si modificamos su formación profesional, imprimiendo un cuño humanístico y espiritual, determinaremos una disminución de las de preparación total para enfrentar la propia muerte y, consecuentemente, la falta de preparación para orientar la muerte del otro.
Infelizmente, el sr. Antonio y doña Cecilia no confirman la regla, pues, con frecuencia, vemos escapar oportunidades preciosas de realizar un tratamiento más eficaz y precoz debido a la inadecuación emocional del enfermo, o su dificultad en enfrentar la situación. Al percibir la gravedad de la enfermedad, buena parte de los pacientes pasa a intentar negar la enfermedad, a ignorar las orientaciones médicas o, entonces, a
peregrinar por todos los profesionales de los que tenga noticias, con la esperanza de encontrar aquel que le diga tan sólo lo que él quiere oír. Felices aquellos que, a pesar de la negación o rebeldía, se mantienen fieles al tratamiento, pues es común asistir una enfermedad, que podría ser controlada de forma eficiente, llevar al paciente a la muerte por falta de tratamiento.
Cierta vez acompañé a un paciente con cáncer de esófago, que, a partir del diagnóstico, insistió en decir que yo estaba equivocado y que él no tenía absolutamente nada. Se mudó hacia un sitio apartado de la ciudad, donde murió sin poder alimentarse, rehusando terminantemente a recibir cualquier tipo de tratamiento.
Es cierto que no hay como engañar a alguien que traiga una dolencia de ese tipo, pues, en aquel momento, ella ya forma parte de él y no pude ser ignorada. Mientras, no son todos los que consiguen convivir con ella y, tal vez para estos, la mejor opción es acortar la convivencia indigesta, por eso se apartan terminantemente del tratamiento, e incluso, de forma inconsciente, aceleran el proceso para librarse de todo lo antes posible.
Cuando el paciente no quiere, después de haber sido cuidadosamente orientado y cuando todas las posibilidades le fueron dichas de forma clara y comprensible, sólo nos resta respetar su libre albedrío, y este es uno más de los fuertes motivos por los cuales se hace necesario, siempre, decir la verdad.
extraido del libro Ser Médico y Ser humano 1ª parte....