lunes, 30 de diciembre de 2013

LA VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 4ª PARTE

EL MAESTRO SE OCUPA DE SU MESIANISMO
Hermanos míos, el título de hijo de Dios elevaba mi misión, purificando mi personalidad humana en el presente y aseguraba mi doctrina para el porvenir. Con este título de hijo de Dios, yo renunciaba a todos los honores, a todas las ambiciones de la Tierra y mi espíritu debía resultar victorioso en sus luchas con la naturaleza carnal. El título de hijo de Dios, habría de convertirse en un medio de prestigio para dominar a las masas, mientras podría después explicarlo oportunamente a los hombres más iluminados. Dicho prestigio me proporcionaría la posibilidad de llevar a cabo mi fundación y asegurarla. Me preocupaba sobre todo la posteridad, y su consentimiento parecía depender de la fe que yo llegara a inspirar, considerándose mi luz como un reflejo de la luz celeste. Con todo, la soledad suscitaba, a veces, dudas y temores en mi espíritu y yo me preguntaba entonces si consistiría realmente en todo ello el objetivo de mi vida. ¿Espíritus perversos me habrían tal vez empujado por un falso camino? ¿Sería fructífero el sacrificio de mi tranquilidad y mis alegrías humanas? ¿O mi poder de hijo de Dios se vendría miserablemente al suelo? ¡Indecisiones fatales, vosotras ponéis bien de manifiesto la debilidad del espíritu cuando se encuentra envuelto en la naturaleza corporal! Jerusalén me parecía lugar poco favorable para implantar mi doctrina. Pero antes de dejarla yo quería medir mis fuerzas e intentar mis medios de acción sobre la multitud; me presenté pues en el Templo rodeado de mis más fieles secuaces. Era costumbre que todo hombre de alguna fama, tomara ahí la palabra, cosa que yo había hecho muchas veces. Mas debo confesar que la elocuencia sagrada me era difícil y que en todos mis discursos, mi debilidad se hacía evidente por la lucha que se establecía entre mi naturaleza física y el deseo vehemente de manifestar mi pensamiento. Las miradas que se fijaban en mí muy de cerca y las interrupciones frecuentes eran suficientes para turbar mis sentidos y desviar mi memoria. Me veía entonces lanzado en cierto desorden de ideas y desarrollaba teorías ajenas al tema que primitivamente me había propuesto. Si bien vencí más tarde esta dificultad, es digno de notarse que la presión de la actualidad dominaba siempre en mí. Mas en ese día debía cuidarme mucho de las apariencias, del efecto que debía producir delante de personas dispuestas a hacerme daño y delante de otras prontas a creerme, a seguirme y a defenderme. Tomé como tema de mi conferencia el siguiente: «La Majestad Divina en permanente emanación con sus obras», y me constituí en el negador de la eterna venganza de mi Padre amado. El terror de la gente, que hasta entonces me había tenido por un extravagante, cuyas máximas no podían inspirar aprensiones, llegó al colmo. La mayor parte de los oyentes, pendía de mis labios cuando desarrollé la idea de la correlación de los espíritus de Dios en la habitación pasajera del hombre. Hablando respecto de mi filiación divina, con la ciencia de los honores de Dios hacia la criatura, vine a colocarme a la cabeza de los reformadores de todos los tiempos y como el precursor de un porvenir de paz y de luz. En esa filiación a favor de uno sólo, se encerraba en promesas para la humanidad entera, por cuanto si bien yo me hacía el honor de dicha filiación, añadía que todos los hombres adquirían el mismo honor. Después, llegando al último juicio, yo dije: «Dios vendrá sobre una nube acompañado por su hijo y dirá a los justos: Aproximaos a mí y dirá a los réprobos: Alejaos de mí, permaneced en el infierno hasta la purificación de vuestras vidas». Era la primera vez que alguien se atrevía a admitir la purificación en el infierno y la extrañeza de mis oyentes provocó repetidas objeciones, a las que yo contestaba desarrollando mis doctrinas. Mi presencia al lado de Dios fue interpretada como una explosión imaginativa, lo cual acepté. La predicación en ese tiempo, hermanos míos, no imponía esa atención muda y respetuosa como actualmente. La mala fe del orador se denunciaba por su indecisión al contestar a las objeciones de los oyentes, y la paciencia de estos en escuchar las demostraciones sabias y religiosas era una prueba del trabajo de sus espíritus que buscaban comprender los preceptos y la moral que resulta de ellos. La mayor parte de los hombres que estaban presentes a las manifestaciones de mi pensamiento en ese día, opinaron que era yo una persona muy excéntrica y que mis palabras encerraban al anuncio de una misión divina. Mas una minoría de mis oyentes interpretó mis propósitos como un atentado al culto que se debía a Dios, y clasificó de rebelión mi resolución de quebrantar las antiguas creencias. Salí del Templo aclamado por la muchedumbre, mas no se me ocultaron las miradas de odio y las amenazas de los que se habían declarado mis enemigos. Al volver a entrar fui aclamado frenéticamente, quedando en ese momento equilibrado por mis fieles, el poder de los sacerdotes. Creo que si mis perseguidores hubiesen demostrado entonces sus intenciones y hubiesen puesto en práctica la primera parte de su programa, mi personalidad se hubiera colocado enseguida a una altura inaccesible para los asaltos y para las falsas interpretaciones de los que querían oscurecer mi fama, ya sea intentando divinizar una criatura, ya sea combatiendo groseramente el doble sentido con la injuria, o sosteniendo la impiedad al negar el carácter divino de mi mensaje. Me separé de esa muchedumbre que tal vez me hubiera mareado, pero repito que si hubiera permanecido por más tiempo en Jerusalén, habría persistido el entusiasmo de mis aliados y la impotencia de mis enemigos. La misma forma de muerte habría terminado mi vida, en la misma época, pero ¡Cuántos trabajos se hubieran logrado, cuántos discípulos inteligentes reunidos, cuánta resonancia y qué resultados conseguidos! Hermanos míos, ¡pidamos a Dios el advenimiento de esa religión universal tan esperada, que hará resplandecer a Dios y a su providencia, a Dios y su amor! La naturaleza humana es viciosa porque el hombre nace de la lubricidad. Mas pasando por las pruebas de la carne, el hombre se desliga de esta naturaleza por la fuerza de su voluntad, y hallándose el sentimiento humano replegado bajo el sentimiento religioso, el espíritu adquiere el desarrollo que lo aproxima hacia la pura esencia de Dios. Trabajad en este desarrollo, hermanos míos, la sublime religión de Dios os lo recomienda. Yo soy el ángel de vida y digo: «La vida es eterna, los sufrimientos sólo duran pocos días; sufrid pues con coraje, la sublime religión de Dios os lo recomienda». Yo soy el espíritu de luz y digo: «La alegría inundará a los que habrán caminado en la luz». Hermanos míos, la sublime religión de Dios os ordena demostrar vuestra fe, aspirando el aire de la libertad de vuestra alma; adornad vuestro espíritu, buscando el sendero de la verdadera felicidad, humillad vuestro cuerpo, cansándolo con el ejercicio de la caridad, privándolo de los honores fastuosos y de los goces groseros, elevándolo por encima de los instintos de la naturaleza animal en lo que ésta tiene de más feroz y asqueroso. Pedid a la luz la verdad del porvenir por encima de las mentiras y locuras de la Tierra. Pedid y recibiréis, hermanos míos, por cuanto yo soy el espíritu de luz y os amo. ¡Purificad vuestra naturaleza carnal, oh vosotros que queréis entrar en relación con los espíritus puros; pedid la luz a la ciencia de Dios, oh vosotros que deseáis vivir y morir en la paz y en el amor! Me fui de Jerusalén a Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del lago Tiberiades y casi completamente habitada por pescadores, mercaderes y empleados de gobierno. Cafarnaúm me pareció totalmente adaptada para mis miras de proselitismo, que desde el primer momento hice de ella el centro de mi acción y de la esperanza de mi vida de apóstol. Los pescadores de Cafarnaúm me eran simpáticos por su alegría franca y honrada. Los mercaderes me parecían restos de pueblos diversos, arrojados ahí casi por un capricho de la suerte, y los oficiales del gobierno me producían el efecto de testigos, felizmente colocados ahí para la protección de un hombre, cuyos discursos no irían más allá de lo permitido por el Estado. La mediocre fortuna de los más ricos de Cafarnaúm, me aseguraba un tranquilo ascendiente tanto sobre las clases pobres como sobre las más favorecidas. Las costumbres sencillas y las limitadas ambiciones, favorecían el ensanchamiento del círculo de mis oyentes y mi poder como hijo de Dios, se establecería en los corazones de los fieles depositarios de mi palabra con mayor tenacidad que en ninguna otra parte. La benévola acogida que se me dispensó en Cafarnaúm tenía sus motivos en las recomendaciones de mis amigos de Jerusalén. Mis primeros protectores fueron aquí también mis primeros discípulos, y mis tareas fueron de lo más fácil en un principio. Hagamos por merecer, queridos hermanos, con esfuerzos elevados y con el tierno reconocimiento de nuestros corazones, que Dios nos allane los senderos que nos tiene abiertos delante de nuestro espíritu, para llevarlo al apogeo de la ciencia y de la prudencia, pero jamás digamos que la Providencia nos lleva; no afirmemos que nuestros pasos están señalados y que tal espíritu está guiado por tal espíritu. No, la Justicia de Dios es más grande y todos los hombres tienen derecho a su misericordia. ¿Qué género de alianza con los espíritus de Dios queréis hermanos míos, que engendre vuestras alegrías si vosotros no lo merecéis con el ardor y la perseverancia de vuestras resoluciones? ¿Qué manifestaciones podríais esperar de Dios si entre vosotros no reinara la concordia y la justicia? ¿De cuántos errores, en cambio, y de cuántas mentiras no seríais vosotros el juguete, si con vuestra vergonzosa vida facilitarais la alianza de vuestro espíritu, con los espíritus embusteros de la humanidad, muertos en la vergüenza? Desligaos del error, desligaos de los amores corrompidos y la verdad os descubrirá sus tesoros y el amor divino manifestará su calor a vuestra alma. Haced los preparativos de vuestra elevación, adornad la casa en que aguardáis al espíritu de Dios para que ella sea digna de él. Arrojad de lado las cosas malsanas y lavad las llagas dejadas por ellas para que el espíritu del Señor no se sienta rechazado y se aleje. Limpiad la cabeza, limpiad el corazón, limpiad el espíritu, limpiad la conciencia y facilitad la entrada en la habitación con tiernas llamadas, con firmes promesas y con ardientes deseos. ¡Ah, hermanos míos! ¡Cuánto se equivocan los que creen que el camino de los acontecimientos está sometido a la fatalidad y que dicha fatalidad, cuyos golpes retumban en el corazón del hombre, golpea ciegamente, proclamando a la criatura la ausencia de un Ser Inteligente! Una vez más: no. La justicia de Dios existe, y para todos, la fatalidad no es otra cosa que el castigo merecido. La fatalidad os respeta cuando os encontráis bajo la protección de un espíritu de Dios, mas esta protección no se adquiere sin sacrificios y los sacrificios son expiaciones. La supremacía del mando, la servidumbre, la riqueza, la esclavitud, son expiaciones. La virtud en los reyes es poco común, el coraje de los esclavos es poco común, el vigor del espíritu en los deprimidos es poco común, la liberalidad en los ricos es poco común. Mientras tanto todos se liberarían de la fatalidad mediante la virtud, el coraje, la energía del espíritu y la liberalidad. Todos progresarían en el sendero del propio mejoramiento si estuvieran convencidos de la justicia de Dios y de las promesas de vida eterna. La justicia de Dios a todos nos protege con el mismo apoyo y nos carga con igual fardo. Ella nos promete la misma recompensa y nos humilla del mismo modo, nos alumbra con la misma antorcha y nos abandona con el mismo rigor. No preludiemos nuestra decadencia intelectual con la aceleración de nuestros principios religiosos, alimentemos en cambio nuestro espíritu, con el cuadro colocado constantemente en la luz ante nosotros, de la infalibilidad de la Justicia Divina. Pidamos la protección de los espíritus de Dios, mas no nos imaginemos que ellos han de proteger a los unos más que a los otros sin la purificación del alma protegida. Yo me había alejado de mi objetivo al alejarme de Jerusalén, pero remedié en parte mi error estableciéndome en Cafarnaúm. Pero los espíritus de Dios no me habían guiado en estas circunstancias, por cuanto la parte intelectual de mi obra me pertenecía completamente. El objetivo de mi vida debía honrarme o llenarme de arrepentimiento, y los espíritus de Dios se apartarían de mí si mis alegrías humanas ofendieran su pureza. Espíritus de desorden me inspiraban penosas indecisiones, espíritus de tinieblas agitaban mi mente con dudas sobre mi destino, espíritus de orgullo hacían resplandecer ante mis ojos la pompa de las fiestas mundanas y el placer de los amores carnales. Perdido en medio de una turbación indecible, levantaba los ojos al cielo con mirada escudriñadora, y más firme después de la plegaria, luchaba con coraje. Bien lo saben los que dicen: «Jesús fue transportado sobre una montaña y el demonio le mostró los reinos de la Tierra para tentarlo». Hermanos míos, el demonio, figura alegórica del espíritu del mal, se encuentra dondequiera que haya espíritus encarnados en la materia, y yo me encontraba entregado a las olas de ese mar que se llama Vida Humana. La ley de perdición, la ley de conservación, los goces materiales, los goces espirituales, se disputan el espíritu del hombre y la victoria corona al espíritu que ha sabido luchar hasta su completa purificación. Yo reprimía los instintos de la naturaleza carnal, tomando fuerzas en el eterno principio del poder de la voluntad, pues la luz de mi espíritu sólo me iluminaba durante el reposo que sigue a la lucha, durante la calma que viene después de la tempestad. Debido a mi fuerza de voluntad yo era dueño de las pasiones funestas para el progreso del ser, y durante el descanso de mis fuerzas parecía que la memoria espiritual renaciera en mí; consideraba entonces la habitación temporaria del cuerpo como una estrecha cárcel para el espíritu y el aire de la libertad anímica entraba en mi pecho en celestes aspiraciones. La facilidad que yo tenía para descubrir las debilidades de los hombres, los colocaba bajo mi dependencia. Mis palabras adquirirían el alcance de revelaciones, cuando las llagas venían a quedar al descubierto, y la apariencia de predicciones, cuando la indignación desbordaba de mi pecho. Mis esfuerzos en el curar se dirigían también al cuerpo, cuyos sufrimientos me era dado apreciar por algunos estudios adquiridos al respecto. Por lo que respecta a mis medios de cura, consentí en admitir, hermanos míos, que su virtud era puramente humana, y dejad que mis milagros duerman en paz. Estos han arrojado sobre mí esa oscuridad de la que ahora vengo a librarme. El centurión de Cafarnaúm es un personaje tomado de entre los que me debieron la salud y la tranquilidad. A todo lo que se ha dicho referente a este hecho, yo le opongo un desmentido formal, por cuanto esas palabras no podían ser favorables a la creencia en mi divinidad, mientras que nadie en mi vida carnal me tomó por un Dios, porque las multitudes eran mantenidas por mí en la adoración de un solo Dios, Señor y dispensador de la vida, porque mi título de hijo de Dios no implicaba la transgresión del principio sobre el que descansa la personalidad divina, porque la eterna ley de los mundos coloca la muerte corporal en el abismo del olvido, mientras el pensamiento sigue al espíritu en el campo de la inmortalidad, porque la muerte es el término prescrito por la voluntad divina, que no puede desmentirse, porque la resurrección se debe entender tan sólo en el sentido de la liberación del espíritu; porque la resurrección del cuerpo sería un paso hacia atrás mientras el Espíritu camina siempre hacia adelante. La resurrección, hermanos míos, jamás tiene lugar; la muerte nunca devuelve su presa. La muerte, emblema de la petrificación, es el aniquilamiento de la forma material. El espíritu que ha abandonado dicha materia no se preocupa más de ella y sólo la vida que se abre delante de él lo cautiva y lo arrastra. Jesús no ha podido resucitar a nadie. Tampoco es Jesús quien curó con la imposición de sus manos y con sus palabras. Él oró, pidió la liberación de los enfermos y consoló a los pobres, hizo nacer alegrías en el corazón de los afligidos, y esperanzas en el alma de los pecadores. La tierna melancolía de sus conversaciones atraía a su derredor a los melancólicos y a veces su dulce alegría despejaba los más siniestros semblantes. Los pobres eran sus asiduos compañeros y las mujeres de mala vida corrían hacia él para buscar en sus palabras el olvido, la fuerza, la compasión y el alentamiento. El temerario ardimiento del justo no arrastró jamás a Jesús hacia el desprecio, y encima de la vergüenza, él tendía con premura el velo radiante de la purificación. Mi Padre decía: «conoce nuestra debilidad. Él nos espera y nos llama con cariñoso empeño. Corramos a arrojarnos en sus brazos y los más grandes delitos serán perdonados». «Mi padre es también el vuestro; mi habitación será igualmente la vuestra. Dejad pues a vuestros muertos y venid a habitar con los vivos». Con las palabras vuestros muertos yo quería indicar los excesos y los proyectos insensatos, las desilusiones y las manchas de la vida, los goces desordenados, los infortunios fatales para la prosperidad material y las malas influencias del amor, del odio, del remordimiento y del terror, del pecado y del temor del castigo. Las alegrías inocentes devolvían la sonrisa a mis labios y los niños eran siempre por mí bien recibidos. «DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN HACIA MÍ», decía, y tomaba sus manos entre las mías y los colmaba de caricias. Los odios y las discusiones se calmaban por la virtud de mi ascendiente. Todas las rivalidades desaparecían del círculo que yo había formado, y la tierna simpatía de las mujeres echaba sobre mi vida la sombra protectora de las madres, por los cuidados que eran inherentes a mi persona. Yo descansaba en una lancha pescadora durante la noche de las fatigas del día, escuchando las alegres conversaciones de mis amigos. Los deberes del apostolado, las enseñanzas del pastor, dejaban lugar, durante esas horas de reposo, a expansiones llenas de atractivos, de confidencias y de afectos. Los hijos me entretenían con las alegrías y tristezas propias de su edad, y los padres me interrogaban respecto a las aptitudes de cada uno y de la posición que les convenía. ¡Qué noches deliciosas nos proporcionaban el esplendor de la bóveda celeste, la transparencia del agua, el ansia de los corazones, la sencillez de las almas, las plegarias al Creador y la felicidad resplandeciente en medio de la mediocridad y del trabajo! Hermanos míos, yo bebo en estos momentos en mis recuerdos y quisiera reproduciros la emoción de mis fieles cuando, de pie sobre una tabla colocada al través de la lancha, yo les explicaba las grandes verdades del porvenir. Así se terminaba con los festejos luminosos del espíritu, las cálidas fiestas del corazón, y no dejaba a mis amigos sino rodeado y bendecido por ellos. Mi hospedaje era en la casa de Barjonne, padre de Cephas y de Simón, el primero llamado más tarde Pedro, el segundo llamado por los hombres Andrés; los tres eran pescadores. Las prerrogativas de Cephas tienen su origen en el cariño extraordinario que me demostró desde los primeros días. El carácter sombrío del hermano no dio lugar a la misma confidente expansión. Pocas caras me han quedado tan profundamente grabadas como la de Cephas. Veo aún la expresión de esa cara llena de franqueza y de cierta finura. Sus ojos eran azules y lanzaban relámpagos de inteligencia por encima de unos carrillos frescos y sonrosados y sus labios gruesos sonreían a menudo con el descuido ingenuo de un alegre hijo de la naturaleza. La cabeza de Cephas era grande, sus cabellos abundantes y de color dorado, anchas espaldas y elevada estatura. Sus movimientos, más bien lentos, anunciaban la reflexión. Aun en medio de los trabajos más activos, su fisonomía reflejaba con fidelidad las emociones del alma. Cuando pensé en atraerme su cariño, me detuvo con estas palabras: «Puesto que la oración es eficaz cuando sale de tus labios, Señor, ordena a los vientos que me sean favorables durante la noche. Llenad mis redes, y yo creeré en el poder de tu palabra». «La oración, le contesté, honra a quien la eleva; pronuncia tú mismo, amigo mío, la fórmula de tus deseos y Dios te oirá si esos deseos son la expresión de la sabiduría y de las necesidades de tu vida». Mi pobre Cephas no estaba acostumbrado a la elevación del corazón mediante la plegaria y hasta mi llegada poco se preocupaba de las cosas de la vida futura. La oración le fue dictada por mí y al día siguiente, a media mañana fui a informarme del resultado. Encontré a los pescadores muy ocupados, encontrándose ya en el séptimo mercado de pescados, tomados durante la noche. Se me festejó y Cephas se puso de rodillas diciendo: «¡Señor! ¡Señor! Tú eres seguramente aquel que Dios ha enviado para hacerme paciente en las adversidades y alegre en la abundancia». Levanté a Cephas y le dije: «Solamente Dios es grande, solamente Dios merece tus transportes de reconocimiento y de amor. Tan sólo Dios, fuerte y poderoso, distribuye la abundancia y las bendiciones entre los que dirigen sus oraciones». Me retiré dejando a los pescadores en libertad de entregarse a sus faenas. No faltó quien, exagerando el alcance de este hecho, favoreció la creencia en los milagros. La religión pura y sencilla de Jesús no existe más. Con rumbosidad delirante, honores tontos y frías reliquias, cayó esta religión al nivel de las más burdas fábulas. Las elevadas verdades enseñadas por Jesús, han sido sustituidas por fantasías, y los fanáticos partidarios de mi Divinidad han arrastrado mi nombre entre el lodo y la sangre, en los abominables espectáculos de la Inquisición y sobre los campos de batalla. ¡Pobres mártires! ¡Y vosotros, intrépidos luchadores de la razón, marchad a través de los mundos, corred en busca de la verdad eterna, ascended por encima de las sofocantes humanidades y derramad luz sobre ellas! Tus esfuerzos y tu patrocinio sirvieron para la emancipación de algunos hombres, ¡oh joven e intrépido atleta de las arenas de la inteligencia! Y tú en cambio… ¡Mueres pobre, cansado, deseoso de vivir aún, para dar término a la página empezada! La página empezada se terminará en otra parte y tú te verás libertado de este cuerpo de fango, alejado de estos estertores de muerte, desilusionado de las sombras, empujado hacia la luz infinita, saciado de amor y de libertad. Firme campeón de una nueva idea, tú vas a expiar tu delito… La muerte está ahí; la muerte en medio de una muchedumbre gritona y estúpida… Mas, te sostendrán los ángeles en tu hora suprema y ascenderás hacia la eterna luz. Desciende, hermano mío, los últimos peldaños de la vida humana, ellos te llevarán hacia el vestíbulo de la eternidad. La tumba abrirá para ti los esplendores del día y te serán reveladas las armonías del poder creador. La vejez de tu cuerpo es pesada, mas el alma joven está por salir de esa tumba y te será dada, hermano mío, la revelación sublime de lo que has presentido. Habla a tus hermanos, sé aún útil a la humanidad. Estudia, pide a Dios la llave que abre la mansión fastuosa de su pura luz, penetra hacia la bóveda de los esplendorosos astros y vuelve a la Tierra para darle la prueba de tus nuevos descubrimientos. A todos vosotros, hombres pensadores, y hombres de acción, a vosotros, amigos míos, os corresponde la admiración de los espíritus que os han precedido. A vosotros os corresponde la fuerza, el poder y la perseverancia en la palabra y en los pensamientos de regeneración. En la manifestación de la verdad, hermanos míos, hay que manifestarse en contra de los excesos de la indignación, hacia los que pueden empujarnos el recuerdo del pasado, y conviene mostrarse fuertes en presencia del presente para fundar el porvenir. Yo dirijo a todos palabras de perdón y de consuelo. Deponed las armas y amaos los unos a los otros. Un solo lazo existe para enlazar a la humanidad entera: él es el amor. No hay más que una puerta de salida de la degradación: el arrepentimiento, y si en la hora postrera el arrepentimiento hace inclinar la cabeza del culpable, la justicia de Dios, impregnada de su misericordia, se inclina sobre esa cabeza. La expiación de las culpas es inevitable, mas el arrepentimiento del pecador quita a la expiación su carácter ignominioso del castigo y la desesperación de la vergüenza. Hermanos míos, os doy la palabra de paz, os doy la promesa de vida y os bendigo.

viernes, 20 de diciembre de 2013

AYUDATE HOY

Sí, en las leyes de la reencarnación, casi todos nosotros, los hijos de la
Tierra, tenemos un pasado a rescatar, el presente a vivir y el futuro a construir.
Recordémonos, así, de que, en las concesiones de la Providencia Divina,
nuestro más precioso lugar de trabajo se llama "aquí" y nuestro mejor
tiempo se llama "ahora".
Detengámonos, por eso, en la importancia de las horas de hoy.
Ayer, perturbación.
Hoy, equilibrio.
Ayer, el poder desviado.
Hoy, la subalternidad edificante.
Ayer, la ostentación.
Hoy, el anonimato.
Ayer, la incomprensión.
Hoy, el entendimiento.
Ayer, el desperdicio.
Hoy, la parsimonia.
Ayer, la ociosidad.
Hoy, la diligencia.
Ayer, la sombra.
Hoy, la luz.
Ayer, el arrepentimiento.
Hoy, la construcción.
Ayer, la violencia.
Hoy, la armonía.
Ayer, el odio.
Hoy, el amor.
Nos dice la sabiduría de todos los tiempos - "Ayúdate que el Cielo te ayudará"
-, afirmativa sublime que nos permitimos parafrasear, acentuando
"Ayúdate hoy, que el Cielo te ayudará siempre".
André Luiz

martes, 10 de diciembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 3ª PARTE

APOSTOLADO DE JESÚS EN DAMASCO
Hermanos míos: Mi estancia en Jerusalén durante seis años consecutivos pone de manifiesto los preparativos de mi misión.
A los veintinueve años salí de Jerusalén para hacerme conocer en las
poblaciones circunvecinas. Mis primeras tentativas en Nazaret no fueron coronadas por un buen suceso. De ahí me dirigí a Damasco donde fui bien acogido. Me parecía necesaria una gran distancia de Jerusalén para desviar de mí la atención de los sacerdotes y de los agitadores de dicha ciudad. Los sacerdotes habían empezado ya a fijarse demasiado en mí; los segundos me conocían desde hacía mucho tiempo y yo tenía que evitar las persecuciones en esos momentos y abandonar toda participación en las turbulencias populares. En Damasco no tuve fastidios por parte de las autoridades gubernativas ni por parte de los elementos de discordia, que se infiltran a menudo en el seno de las masas, y tampoco por la indiferencia de mis oyentes. Felicitado y tenido por la
mayoría como un profeta, llevé ahí el recuerdo de un poco de bien esparcido en parte
con mis instrucciones generales y en parte con los consejos de aplicación personal
para las situaciones de mis consultantes. Abandoné esa ciudad a mitad del verano y
me dirigí hacia Tiro, otro centro de población.
Estudié antes que todo, la religión y las costumbres de los habitantes y pude
convencerme de que la religión pagana, profesada por el estado, hacía pocos devotos
verdaderos. Los hombres dedicados al comercio, no eran nada escrupulosos en
materia religiosa. Las mujeres, ignorantes y dominadas por el loco apego al cuerpo,
sumían su existencia en la triste y degradante esclavitud del lujo y de la degradación
moral. Los sacerdotes enseñaban la pluralidad de los dioses. Diversos sabios
predicaban sofismas, inculcando la existencia de una Divinidad superior que tenía
otras inferiores bajo su dependencia. Algunos discípulos de Pitágoras humillaban la
naturaleza humana en el porvenir condenándola a entrar en la envoltura de un animal
cualquiera. Algunos honraban a la Tierra como el único mundo y otros comprendían
la majestad del Universo poblado de mundos. Había quienes divagaban en el campo de las suposiciones y quienes enseñaban la moral basándola en la inmortalidad del alma, cuyo origen divino sostenían. Había hombres condenados fatalmente al embrutecimiento de la humanidad, haciendo predicciones y lanzando oráculos.
Había, en fin, hombres que adoraban al Sol como el rey de la naturaleza y el bienhechor de todo lo que existe.
Queriendo dar un desmentido a la mayor parte de estas creencias, tuve que limitarme en un principio, a la enseñanza de la adoración de un sólo Dios y del cumplimiento de los deberes fraternos. Mas, gracias a los protectores de que pude rodearme entre los interesados en sacudir el poder de los sacerdotes, pronto me encontré en muy buenas condiciones para enseñar la doctrina de la vida futura. Penetrado de la alta protección de Dios, mis palabras llevaban la fuerza de mi
convicción. Lejos de mi patria y pobre, era buscado por los hombres de buena voluntad, y
las mujeres, los niños y los viejos se disputaban el honor de servirme y de conversar
conmigo. Un día en que el calor había sido sofocante, me hallaba sentado, después de la
caída del Sol, delante de una casa en que había descansado. Densas nubes corrían
hacia el Oeste; se acercaba el huracán y la gente retardada pasaba apurándose para
llegar a sus casas. Como siempre, yo estaba rodeado de niños y de mujeres, y los
hombres, un poco más distantes esperaban que la lluvia, que caían ya algunas gotas,
me hiciera entrar en casa. La naturaleza en lucha con los elementos, presentó ante mi espíritu la siguiente observación:
«En todo se manifiesta la bondad de Dios y los hombres tendrán que comprender los deberes que les impone el título de Señores de la Tierra, que se dan aprovechando las lecciones que les proporciona el Señor del Universo».
«Penetraros, hermanos míos, de la tempestad que se levanta en vuestros corazones cuando las pasiones lo invaden, comparándole con los esfuerzos de la tempestad que  aquí se está preparando
los mismos fenómenos se ponen en  evidencia. La mano soberana de Dios es la dispensadora de los dones del aviso, así como el testimonio de los reproches».
«La tempestad muy pronto estallará. ¿Dónde están los pájaros del cielo y los
insectos de la tierra? Al cubierto de la tempestad, respecto a la cual la Divina
Providencia os ha prevenido».
«¡Ay de los imprudentes y de los orgullosos que han descuidado el aviso para
dormirse en la pereza y desafiar las leyes de la destrucción! Serán barridos lejos por
el soplo del huracán».
«La tempestad que surge en vuestros corazones, hermanos míos, se anuncia
con la necesidad de placeres ilícitos o degradantes para vuestros espíritus. ¿Dónde se
encuentran los hombres débiles o los hombres orgullosos después del desahogo de
sus pasiones? En el lugar maldito en que la tristeza del espíritu es una expiación de
sus locuras».
«La serenidad del cielo, hermanos míos, es la imagen de vuestras almas,
cuando se encuentran libres de las negras preocupaciones de la vida. El huracán
seguido de la dulce armonía de los elementos, es la del hombre vencedor de sus
pasiones»
«Hermanos míos, el huracán se estremece amenazador… ¡Pero bendigamos la
Divina Providencia! Los pájaros del cielo se encuentran al descubierto. Las pasiones
os solicitan, el huracán está cerca, la tempestad se prepara, mas vosotros estáis advertidos y saldréis victoriosos».
La voz de una jovencita contestó a mi voz: «Sé bendito tú, Jesús el profeta,
que demuestras la bondad de Dios y que derramas la dulzura y esperanza en nuestros corazones». La familiaridad de mis conversaciones permitía estas formas de admiración, al
mismo tiempo que favorecía a menudo, las preguntas que se me hacían con un fin
personal. Un instante después, el huracán se encontraba en todo su furor.
Me quedan recuerdos claros de mis emociones en medio de ese pueblo tan
diferente de los pueblos que visité después, y no hay ejemplo de los peligros que sólo
con habilidad evité ahí. En todas partes, el Mesías hijo de Dios, se anunciaba con palabras severas,
dirigiéndose a los ricos y poderosos; en todas partes el hijo de Dios, era insultado y
despreciado por los que él acusaba, pero ahí las precauciones y la paciencia de Jesús
le valieron el amor sin reticencias del pueblo y el apoyo de los grandes.
Toda la perspicacia de Jesús fue puesta en juego en esa ciudad famosa y de los
goces mundanos, en el centro de los placeres y del lujo más desenfrenado, en la parte
del mundo más ejercitada en las transacciones, los cambios, y demás minuciosos
detalles comerciales. Jamás Jesús desplegó tanta habilidad y se hizo de tantos amigos
como allí. Jamás el apóstol fue tan sentido como por esos paganos de Espíritu frívolo
y sumergidos en los hábitos de una existencia alegre y dulce.
El triste objetivo de Jesús, humanamente hablando, data tan sólo del día en
que abandonó los pueblos lejanos para dirigirse únicamente a la
poblaciones  hebreas siempre obstínadas en desmentirlo y calumniarlo. Pocos son los hombres que tienen el coraje de aceptar opiniones que choquen con las de los demás. La
mayoría de los hebreos creía que la autoridad del dogma descansaba sobre la autoridad de Dios y que predicar la majestad de Dios independientemente de las ataduras que le había proporcionado la ignorancia de los pueblos bárbaros, era
profanar el culto establecido, haciéndole experimentar modificaciones humanas, desaprobadas por Dios, autor del mismo culto. Después de la purificación de mi vida terrestre y del camino hecho en los honores espirituales, yo desciendo con alegría a la narración de esta vida cuando ya mis recuerdos se encuentran desembarazados de la ingratitud humana y participo en una forma más amplia de los males de la totalidad de los seres, cuando me reposo en la afección de algunos de ellos.
Alejemos pues hermanos míos, lo que me separa de los días que pasé en
medio de ese pueblo, alegremos aún el alma mía con la multitud que me rodeaba con
tan respetuosa ternura y no anticipemos los dolorosos acontecimientos que
empezaron a desarrollarse con mi salida de dicha ciudad.
En adelante me encontraréis en esa historia como apóstol, predicando el reino
de Dios, pastor que reúne su grey, maestro que catequiza a sus alumnos. En esa
ciudad en cambio yo era el amigo, el hermano, el profeta bendecido y consolador.
Tanto los ricos como los pobres, los ociosos como los trabajadores, venían hacia mí y me colmaban de amor. Quedémonos por un momento aún ahí, hermanos míos, y escuchad la dolorosa circunstancia de la muerte de una joven:
Yo no la he resucitado, pero hice brotar en el alma de los que lloraban, la fe en la resurrección y la esperanza de volverse a reunir. Consolé al padre y a la madre, haciéndoles comprender la locura de los que lloran por la vida humana frente a la suntuosidad de la vida espiritual. Inculqué en todos los que se encontraban presentes el pensamiento del significado de predilección por parte de Dios para con los espíritus que llama hacia sí en la infancia o en la adolescencia de esta penosa estación de nuestro destino. Mis amigos se demostraban ávidos de escuchar las demostraciones de la naturaleza humana y de la muerte, sobre todo de ésta, que dejaba en sus almas una impresión tan dolorosa que el demolerla rodeándola de una aureola de luz, era como arrojar una llama en medio de las más densas tinieblas y dar movimiento a un cadáver. Para las imaginaciones más ardientes y para los caracteres
movedizos, no conviene llamar la atención sobre un punto, sino cuando este punto toma proporciones enormes, debido a la actualidad de los acontecimientos. Elegía mis ejemplos en los hechos presentes y jamás mis discursos fueron preparados con anticipación para esos hombres, fáciles para conmoverse, pero difíciles para ser dominados con la atracción de una ciencia privada de la excitación de los sentidos. Al acercarse la muerte de esta muchacha, el padre vino a buscarme en medio
de la multitud y me arrastró hacia su casa. Ya el frío de la muerte invadía las extremidades y la naturaleza había abandonado toda lucha. La cara demacrada revelaba un mal profundo y los ojos no miraban… la vida se retiraba poco a poco. El silencio del cuarto mortuorio sólo era interrumpido por los gemidos, entre cuyo murmullo desolante se confundían los últimos suspiros de la jovencita. Me acerqué entonces a la muerta y pasándole la mano por la frente, la llamé tres veces con la voz
de un inspirado. En esta evocación no tomaba el menor lugar la idea de llamarle a la
vida. Los presentes no eran víctimas de una culpable maquinación, puesto que mis
actos no podían significar otra cosa a sus ojos sino esfuerzos para convencerlos de la
vida espiritual. Me di la vuelta enseguida hacia el padre con la alegría de un
Mensajero Divino: Tu hija no ha muerto, le dije. Ella os espera en la patria de los
espíritus y la tranquila esperanza de su alma irradia en el aspecto de esta cara cálida
aún por el contacto del alma. Ella ha experimentado en estos momentos el efecto de
las inexorables leyes de la naturaleza, mas la fuerza divina la ha reanimado y levanta
el velo que os ocultaba el horizonte para deciros:
«¡Oh padre mío, consuélate! La alegría me inunda, la luz me deslumbra, la
dulce paz me envuelve y Dios me sonríe».
«¡Padre mío! Los prados se adornan de flores, el esplendor del Sol las encorva
y marchita, pero el rocío las reanima y la noche les devuelve la frescura».
«¡Padre mío! Tu hija se marchitó por los soles de la Tierra, pero el rocío del Señor la transformó y la noche de la muerte te la devuelve brillante y fuerte».
«¡Padre mío! La misma alegría te será concedida si repites y practicas las enseñanzas de mi madre. Tú eres el pobre depositario de los días malos, yo en cambio soy la privilegiada del Señor, puesto que no merecía sufrir por más tiempo, siendo que la Providencia distribuye a cada uno las penas y las alegrías según sus méritos».
La infeliz madre estaba arrodillada en la parte más oscura del cuarto. Las personas de la familia la rodeaban y al aproximarme a ella se hicieron de lado. «¡Mujer, levántate!, le dije con autoridad. Tu hija está llena de vida y te llama.
No creas a estos sacerdotes que te hablan de separación y de esclavitud, de noches y de sombras. La luz se encuentra siempre dondequiera que esté la juventud pura y coronada de ternura filial».
«La libertad se encuentra en la muerte. Tu hija es libre, grande, feliz. Ella te seguirá de cerca en la vida para darte la fe y la esperanza. Dirá a tu corazón las palabras más apropiadas para darle calor, dará a conocer a tu alma la reunión y el dulce abrazo de las almas. Te hará conocer el verdadero Dios y caminarás guiado por la luz de la inmortalidad».
«Hombres que me escucháis, vosotros todos que deseáis la muerte en medio
de la adversidad y que olvidáis en medio de los placeres de los favores terrestres,
aproximaos a este cadáver, el espíritu que lo anima doblará su cabeza sobre las
vuestras y el consuelo, la fuerza y la esperanza descenderán hacia vosotros».
«Padre y madre, poned de manifiesto la felicidad de vuestra hija, elevando
preces al Dios de Jesús: Dios, Padre mío querido, manda a este padre y a esta madre
la prueba de tu poder y de tu amor».
Todas las miradas estaban fijas sobre la muerta, y la pobre madre se había
adelantado como para recibir una contestación de esos labios ya para siempre
cerrados… El último rayo de Sol que declinaba, se reflejaba sobre el lecho fúnebre y
las carnes descoloridas tomaban una apariencia de vida bajo ese rayo pasajero. El
rubio cabello ensortijado formaba un marco alrededor de la cara de la niña y el calor
de la atmósfera hacía parecer brillante y agitada esa cabellera en-rulada y húmeda
delante de la muerta. La penosa emoción de los presentes se había convertido en
éxtasis. Ellos pedían la vida real a la muerte aparente y la grandeza del espectáculo
calentaba sus imaginaciones desde ya tan febriles; mis palabras se convirtieron en
conductores de electricidad y el gentío que llenaba el aposento cayó de rodillas
gritando: ¡Milagro!
Habían visto a la muerta abrir los ojos y sonreírle a la madre. Le habían visto
agitarse los cabellos bajo el movimiento de la cabeza y la razón, sucumbiendo en su
lucha con la pasión de lo maravilloso. Esto agrandó mi personalidad en un momento,
con intensas manifestaciones de admiración.
El milagro de la resurrección momentánea de la joven quedó establecido con
la espontaneidad del entusiasmo, y el profeta, llevado en triunfo, creyó obedecer a
Dios no desmintiendo la fuente de sus próximos sucesos.
Pude desde ese día hablar con tanta autoridad, que los sacerdotes se resintieron al fin y tuve que decidirme a partir.
Empecemos a ocuparnos, hermanos míos, de la preparación de la primera
entrevista con Juan apodado El Solitario por sus contemporáneos y que los hombres
de la posteridad convirtieron en un bautizador. La apariencia de Juan era realmente
la de un bautizador, puesto que también me bautizó a mí en las aguas del Jordán,
según dicen los historiadores. Tengo que aclarar algunos hechos que han permanecido oscuros por el errorde los primeros corruptores de la verdad.
Juan, era hijo de Ana, hija de Zacarías y de Facega, hombre de la ciudad de
Jafa. Él era el «Gran Espíritu», el piadoso solitario, que era distinguido por el general
afecto, y los hombres tuvieron razón en hacer de él un Santo, porque esta palabra
resume para ellos toda la perfección. Predicaba el bautismo de la penitencia y la ablución de las almas en las aguas espirituales. Había llegado al ápice de la ciencia divina y sufría por la inferioridad de los hombres que lo rodeaban. No tenía nada de fanático y la severidad para consigo mismo lo pone a salvo de los reproches que podrían hacérsele por la severidad de sus discursos. La fe ardiente que lo devoraba, comunicaba a todas sus imágenes la apariencia de la realidad y permanecía aislado de los placeres del siglo, cuyas vergüenzas analizaba con pasión. La superabundancia
de la expresión, la hábil elección de las comparaciones, la fuerza de sus argumentos, colocaban a Juan a la cabeza de los oradores de entonces. Mas la desgraciada humanidad que lo rodeaba, lo llevaba a excesos de lenguaje, a terribles maldiciones, y fanatizaba cada vez más al hombre fuerte que comprendía la perfección del
sacrificio. Hombres del día, vosotros estáis deseosos de los honores de las masas, Juan lo estaba de los honores divinos. Vosotros ambicionáis las demostraciones efervescentes; oh, hombres afortunados y encargados por Dios para honrar las cualidades del espíritu y la virtud del corazón, él ambicionaba solamente las
demostraciones espirituales y el amor divino. Vosotros hacéis poco caso de la moralidad de los actos cuando la suntuosidad externa responde de vosotros ante los hombres; él despreciaba la opinión humana y no deseaba sino la aprobación divina.
Juan habitaba durante una parte del año en los sitios más agrestes y los pocos discípulos que lo acompañaban proveían sus necesidades. Frutas, raíces y leche componían el alimento de estos hombres y ropas de lana grosera los defendían de la humedad y de los rayos solares. Juan se dedicaba en la soledad a trabajos en comiables y los que lo seguían eran honrados con sus admirables conversaciones.
Él meditaba sobre la generosa ternura de las leyes de la naturaleza y deploraba la ceguera humana. Descendía de los ejercicios de apasionada devoción a la descripción de las alegrías temporales para los hombres sanos de espíritu y de corazón, y el cuadro de la felicidad doméstica era descrito por esos labios austeros con dulces palabras y delicadas imágenes. El piadoso cenobita coordinaba los
sentimientos humanos y gozaba con las evocaciones de su pensamiento, cuando se encontraba lejos de las masas.
El melodioso artista poetizaba entonces los sentimientos humanos y el amor divino le prestaba sus pinceles. Pero en el centro de las humanas pasiones, el fogoso atleta, el apóstol devoto de la causa de los principios religiosos, se mostraba irritado y desplegaba el esplendor de su genio para abatir el vicio y flagelar la impostura. En el desierto, Juan reposaba con Dios y se dejaba ver al hombre con sus íntimas
aspiraciones; en la ciudad él luchaba con el hombre y no tenía tiempo de conversar
con los espíritus de paz y mansedumbre. La principal virtud de Juan era la fuerza. Esta fuerza lo llevaba al desprecio de las grandezas y al olvido de los goces materiales. La fuerza lo guiaba en el estudio de los derechos de la criatura y en la meditación de los atributos de Dios. La fuerza le hacía considerar el abuso de los placer es como una locura y el sabio dominio sobre las pasiones, como una cosa sencilla. La fuerza se encontraba en él y la justicia salía de su alma. La elevada esperanza de las alegrías celestes, lo atraía hacia ideales contemplativos y la aspiración hacia lo infinito lo llenaba de deseos… Él no comprendía la debilidad y las atracciones mundanas. Hacía de la grandeza de Dios la delicia de su espíritu, y la Tierra le parecía un lugar de destierro en el que él tenía el cuidado de las almas.
«Otro vendrá después que yo, decía, que lanzará la maldición y la reprobación sobre vuestras cabezas; oh judíos endurecidos en el pecado, oh paganos feroces e
impuros, niños atacados de lepra antes de nacer… y vosotros, grandes de la Tierra
¡Temblad! La Justicia de Dios está próxima».
El fraude y las depravaciones de las costumbres, Juan los atacaba con frenesí,
y la marcha de los acontecimientos demostró, que él no respetaba a las cabezas
coronadas más que a los hombres de condición inferior.
La centella de su voz potente iba a buscar la indignidad en el palacio y
revelaba el delito fastuosamente rodeado. Las plagas de la ignorancia, las orgías de la
pobreza lo encontraban con una compasión agria, que se manifestaba con la
abundancia de la palabra y con la dureza de la expresión.
Juan pedía el bautismo de fuego de la penitencia y quería el estigma de la
expiación. Predicaba, es cierto, el consuelo de la fe, mas era inexorable con el
pecador que moría sin haber humillado sus últimos días en las cenizas de sus
pecados. Él permanecía una parte del año en la ciudad y la otra en el desierto. He
dado ya a conocer la diferencia de humor que se manifestaba por efecto de estos
cambios. Me queda que describir las abluciones y las inmersiones generales en el
Jordán. Los judíos elegían para dichas abluciones parciales y para las inmersiones
totales un río o un canal, y las leyes de la higiene se asociaban en ello con las de la
religión. El Jordán, en la estación de los calores, veía correr hacia sus riberas multitudes innumerables, y Juan bajaba de su desierto para hacer escuchar de esas gentes sus discursos graves y ungidos.
Su palabra tenía entonces ese carácter de dulzura que él adquiría siempre en la soledad, y su reputación aumentaba el apuro de las poblaciones circunvecinas por practicar las inmersiones del Jordán.
Juan recomendaba el deber de la penitencia y del cambio de conducta después de la observancia de la antigua costumbre, y establecía que la penitencia debía ser una renovación del bautismo.
A menudo les gritaba: «De vuestro lavaje corporal deducid vuestro lavaje espiritual y sumergid vuestras almas en el agua de la fuente sagrada. El cuerpo es infinitamente menos precioso que el espíritu y sin embargo, vosotros nada descuidáis para cuidarlo y embellecerlo, mientras abandonáis el espíritu en la inmundicia de las manchas del mal, de la perdición y de la muerte».
«De la pureza de vuestro corazón, de la blancura de vuestra alma, haced mayor caso y cerrad los oídos  los vanos honores del mundo».
«Resucitad vuestro espíritu mediante la purificación, al mismo tiempo que conserváis vuestro cuerpo sano y robusto con los cuidados higiénicos».
Juan hablará él mismo en el cuarto capítulo de este libro y describirá nuestra primera entrevista, que tuvo lugar en Bethabara.

jueves, 28 de noviembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 2ª PARTE

EL MAESTRO MANIFIESTA SU LIBERTAD DE CONCIENCIA
Desligado de mi sumisión habitual, por el testimonio que había dado de mi libertad de conciencia, me coloqué fuera de la ley del respeto filial y tomé la dirección de mis jóvenes hermanos y hermanas para llevarlos a la fe absoluta de la que yo me sentía penetrado. Les hablaba de las llamas divinas y mi celo no venía a menos a pesar de la poca atención que me prestaban, y del silencio desdeñoso de mi padre.
Así pasó un año. Cansado de mi poca inteligencia para todo lo referente al trabajo manual, mi padre consintió al fin en mandarme a Jerusalén. Se convino que yo estudiaría ahí durante algunos meses y que volviendo más razonable a Nazaret, mi padre tomaría de ello motivo para hacerme continuar mi educación en los años siguientes. Recibí esta noticia con entusiasmo. Mi madre lloró al abrazarme; ella se encontraba bajo la doble impresión de mi alegría y de nuestra primera separación.
Me encaminé con ella y pronto me encontré colocado en la casa de un carpintero que debía enseñarme el oficio de mi padre y concederme salidas bajo el patrocinio de José de Arimatea.
Empecé en la filosofía con ideas precisas sobre la inmortalidad del alma. Mis nociones de historia eran débiles y me costó mucho trabajo fijar mi espíritu en el circuito de las ciencias exactas.
La astronomía llamaba mi atención a causa de las espléndidas maravillas que desenvolvía bajo mis ojos, pero la contemplación de estas maravillas me alejaba de la curiosidad de las demostraciones, persuadido como estaba, de la insuficiencia de la teoría. Los romanos y los hebreos tenían apenas nociones de astronomía comparados con los egipcios; mas en los pueblos guerreros y en los conquistados, hace poco progreso la ciencia.
Practicaba la observancia de la ley mosaica con escrupulosa exactitud y las fantasías de mi imaginación se detenían en el dogma sagrado. Pero poco a poco fuertes tendencias hacia un espiritualismo más elevado, me hicieron desear las grandes manifestaciones del alma, en el vasto horizonte de las alianzas universales.
Devorado por un inmenso deseo de descubrimientos que embargaba todas mis facultades y de la penosa expectativa de lo desconocido, que atormentaba mis sueños y entristecía mis pensamientos de soledad, rogué, supliqué a José de Arimatea que me explicara los misterios de la Cábala, llamada también ciencia de los espíritus. Yo había oído hablar de esta ciencia como de un escollo para la inteligencia, y se me había asegurado que todos los que abiertamente se ocupaban de ella no se hacían objeto de piedad sino de desprecio.
Pero sabía también que muchos hombres de buena posición social, demostraban desprecio por la ciencia de los espíritus, solamente por respeto humano hacia la opinión general, opinión que se basaba sobre escrúpulos religiosos mantenidos vivos por los sacerdotes.
José recibió muy mal mi curiosidad. La Cábala, según él, servía tan sólo para producir la turbación, la inquietud, la semilla de la revuelta en los espíritus débiles.
¿Y cómo podría yo, tan joven, distinguir el buen grano de la cizaña, si la mayoría de los hombres se dejaban desviar del recto camino por una falsa estima de esta ciencia y por funestos consejos dados con ligereza y con malos propósitos?
Volví repetidas veces a la carga, hasta que vencido por mi insistencia, o iluminado tal vez por una repentina visión, José consintió en iniciarme en la ciencia de los espíritus.
«La Cábala, me dijo José, viene desde Moisés, y después de Moisés que mantenía relaciones con los espíritus, pero que daba aspecto teatral a estas relaciones, la Cábala sirvió siempre a los hombres de dotes eminentes para colocar en el seno de la humanidad las preciosas demostraciones recogidas en la afinidad de sus almas, con las almas errantes en el cielo de Dios».
«La Cábala viene desde Moisés, para nosotros que nada vemos más allá de Moisés, mas la Cábala debe ser tan antigua como el mundo. Ella es una expresión de la personalidad de Dios, que confiere sonoridad al espacio y acercamiento al infinito».
«Ella constituye una ley tan grande y honrosa para el espíritu, que éste la define como una aberración, cuando sus aptitudes no lo llevan a estudiarla, o que él recibe toda clase de sacudidas y de aflicciones si la estudia sin comprender su utilidad y su fin».
«Los hombres que hablan a Dios sin tener conciencia de Su majestad, no obtienen de la plegaria más que un fruto seco, que la imaginación les presenta como un fruto sabroso».
«Pero el amargor se hace pronto sentir y así se explica la sequedad del alma, el aislamiento del espíritu, la pobreza de la devoción».
«En la ciencia de las comunicaciones espirituales, el espíritu que se desvía del principio fundamental de esta ciencia, no obtiene nada de verdadero y de útil. Puede dirigirse a elevadas personalidades, pero le contestan inteligencias mediocres y camina como un ciego, retardándose cada vez más en las escabrosidades del camino».
«El principio fundamental de la ciencia cabalística, reside todo en la abnegación del espíritu y en la libertad de su pensamiento con respecto de todas las nociones religiosas adquiridas anteriormente en su estado de dependencia humana».
Prometí a José mucha prudencia y respeto en el estudio de esta religión, de la que mi alma y mi espíritu estaban enamorados, con el fanatismo de las grandes aspiraciones.
José me escuchaba con el presentimiento de mi predestinación a los honores de Dios (así me lo confesó después), tan grande fue el calor de mis palabras y tal fue la unción de mi gratitud. Dos días después de esta conversación, José me llevó a una reunión compuesta de hombres casi todos llegados a la edad madura. Eran cerca de unos treinta y no dieron muestras de sorpresa a nuestra llegada. Nos colocamos todos cerca del orador.
Las sesiones cabalistas se abrían con un discurso. En él se hacía, como exordio, la enumeración de los motivos que imponían la vigilancia para que no fueran admitidos en la asamblea más que neófitos de quienes pudieran responder los miembros más ancianos. Por lo tanto un miembro recién aceptado, no tenía el derecho de presentar un novicio. Se necesitaban muchos años de afiliación para llegar al patrocinio, mas éste patrocinio no levantaba nunca oposiciones.
Los jóvenes menores de veinticinco años quedaban excluidos, lo mismo que las mujeres; pero las excepciones, muchas veces repetidas, hacían ilusoria esta disposición reglamentaria.
Yo venía a encontrarme en el número de estas excepciones.
Muchos hombres llegaron años después que nosotros. Se hizo enseguida el silencio y se cerraron las puertas.
El orador dedujo los caracteres especiales de estas reuniones en medio de una población que debía temerse por su ignorancia y engañarla para trabajar por su libertad. Hizo enseguida resaltar los principios de conservación, como lo dije ya, y rindió homenaje a mi entrada en el santuario fraternal, dirigiéndome algunas palabras de cariñosas recomendaciones. Todo ello, menos lo que se refería a mí, se repetía en todas las sesiones y tomaba poco tiempo.
Tuvimos enseguida una bella argumentación respecto de la luz espiritual y de los medios para transformarla en mensajera activa de los deseos del Ser Supremo.
¡Ser Supremo! – Estas palabras hicieron inclinar todas las frentes y cuando dejó de oírse la voz elocuente, un estremecimiento magnético dio a conocer una adoración inefable. Algunas preguntas dieron lugar a contestaciones sabias y concienzudas. Se estudiaron páginas magníficas, se explicaron y desvanecieron contradicciones aparentes y dudas pasajeras. Algunas demostraciones profundas depositaron semillas preciosas en el espíritu de los novicios, y la intensidad del amor fraternal de todos los corazones, se manifestó con una larga invocación al Espíritu Divino.
Esta sesión dejó mi alma mayormente deseosa de las alegrías de Dios y mi espíritu en un profundo recogimiento para merecer estas alegrías.
No pronunciamos una sola palabra hasta mi domicilio.
Hasta mañana, me dijo José, separándose de mí.
Al otro día José me dirigió en mis primeros ensayos y se mostró satisfecho por los resultados. Mi regreso a Nazaret dio una tregua a las tareas de mi espíritu.
En el intervalo que empieza con mis quince años de edad, hasta la muerte de mi padre, permanecí la mayor parte de mi tiempo en Jerusalén.
Distinguido por su honradez y por haber mantenido a todos sus hijos en el recto camino del honor y de la sencillez, José murió rodeado de la estima general y del afecto de los suyos. Yo tenía, como dije al empezar este relato, veintitrés años cumplidos, y vuelvo a tomar el hilo de los detalles interrumpidos por la mirada dirigida sobre mis primeros años.
José de Arimatea me tomó como hijo suyo cuando, lejos de mi familia, fui a pedirle asilo y protección. Me ayudó para obtener el perdón de mi madre. Mi madre no solamente me perdonó sino que me dio permiso para seguir mis inclinaciones y una vida independiente.
A medida que la luz de lo alto penetraba mayormente en mi espíritu, él se veía invadido cada vez más por la aversión hacia las instituciones sociales dominantes.
Reconocía seguramente la depravación humana, pero consideraba también la desgraciada condición de los hombres y dirigía mi pensamiento hacia el porvenir, que soñaba confundiéndolos en la ternura del Padre de ellos y mío. Mi presencia en una asamblea de doctores fue acogida favorablemente y me coloqué desde entonces a la vista como orador sagrado. Apoyado por mis antiguos compañeros de
conspiración, pude dedicarme al estudio de los hombres que gobernaban y de los acontecimientos.
En mi casa de Jerusalén pensé en mis trabajos futuros y busqué el prestigio de las clases pobres, sublevándome en contra de los ricos, de los poderosos y de las leyes arbitrarias. Pero no era éste un trabajo partidista, una participación en los propósitos de rebelión de un pueblo, puesto que hacía a Dios el ofrecimiento de mi vida para salvar al género humano. El apasionamiento de mi corazón, me hacía olvidar las dificultades y a menudo, con la cara inundada de lágrimas, las manos tendidas hacia un objeto invisible, fui sorprendido en una posición que parecía crítica para mi razón. Mis amigos me humillaban con tales demostraciones y sarcasmos, y yo me retiraba a pedir perdón a Dios, de mis transportes, acusándome de orgullosos deseos.
Las poblaciones de la Judea representaban para mí el mundo, lo cual era motivo de diversión para los confidentes de mis delirios, y no los asombraba menos la reserva que yo me imponía ante sus burlas. La posteridad no se ha ocupado de la vida que llevé en Jerusalén; ella ignoró las fases de mi existencia y no se conmovió sino de mi predicación y de mi muerte. Pero dichas predicaciones hubieran debido comprenderse que habían sido meditadas, como también había sido prevista mi muerte como coronamiento de mis actos, mucho antes de que se me hubiera tachado de revolucionario y acusándome vehementemente de vanidoso por los mismos que me rodeaban. ¿Cómo podía haber yo aceptado mi misión y mi sacrificio, si no hubiera penetrado en el conocimiento de
las intimidades de las cosas?
Lo repito, pues, la luz de Dios penetraba en mí, me escondía las dificultades que se levantaban en el mundo humano y no me dejaba ver sino el fin, que era el de dirigir la Tierra por un camino de prosperidad y de amor. Elevando mi personalidad, pero atribuyendo a Dios esta elevación, deseando la popularidad, pero resuelto a emplearla exclusivamente en el bien de los demás, midiendo con una mirada llena de luz que me daba el estudio de las leyes de la época, el peligro de muerte que tenía que desafiar y los senderos espinosos que tendría que atravesar, yo había llegado al convencimiento profundo de la eficacia de mis medios.
Democrático por inclinación más que por raciocinios políticos, defensor del pobre con la sola idea de encaminarlo hacia la transfigurada imagen del porvenir y desdeñando los bienes temporales porque me parecían la destrucción de las facultades espirituales, ponía en práctica aún con las personas de mi intimidad, la observancia rigurosa de los preceptos, que tenía la intención de establecer como principios de una moral poderosa y absoluta.
Minaba los cimientos de las murallas de la carne, jurando ante Dios respetar el espíritu a expensas del cuerpo y de sacrificar las tendencias de la materia ante las delicadezas del alma y de permanecer dueño de mí mismo en medio de la violencia y de las pasiones carnales y de elevarme hacia las altas regiones, puro de todo amor humano y sensual; de huir de la compañía de la gente feliz en el ocio y de aproximarme a las relajaciones e infelicidades para convertirlas en arrepentimientos y esperanzas; de apagar en mí todo sentimiento de amor propio y de iluminar a los hombres en el amor de Dios; de añadir a la moral predicada por espíritus elegidos, la moral fraterna predicada por un oscuro hijo de artesano; de hermanar la práctica con la teoría, llevando una vida de pobreza y privaciones, de morir, en fin, libre de los lazos humanos y coronado por el amor divino.
«Con tu poderosa mano, oh Dios mío, has dirigido mis actos y mi voluntad, puesto que tu siervo no era más que un instrumento y la pureza honraba el espíritu del Mesías, antes de que este espíritu se encontrara unido con la Naturaleza humana en la personalidad de Jesús».
Hermanos míos, el Mesías había vivido como hombre sobre la Tierra y el hombre Nuevo había cedido su lugar al hombre penetrado de las grandezas celestes, cuando el espíritu se vio honrado por las miradas de Dios para ser mandado como enviado y mediador.
El Mesías había ya vivido sobre la Tierra porque los Mesías jamás van como mediadores en un mundo que no han habitado anteriormente.
La grandeza de la nueva luz, de la ley que he traído por inspiración divina, se encierra toda en nuestros sacrificios y en nuestro amor recíproco que nos eleva fraternalmente hacia la comunión universal y hacia la paz del Señor nuestro Padre.
Mi sacrificio fue de amor en su más intensa expresión, amor hacia los hombres inspirado por Dios y el amor de Dios que sostiene el espíritu en sus debilidades humanas.
Hermanos míos: la tristeza de Jesús en el huerto de los olivos y la agonía de Jesús sobre la cruz se vieron mezcladas de fuerza y de debilidad. Mas el amor del padre se inclinó sobre la tristeza de Jesús y él se levantó diciendo a sus apóstoles:
«MI HORA HA LLEGADO».
El sudor de sangre y las largas torturas habían disminuido el amor paterno; mas la ternura del Padre reanimó al moribundo corazón, y Jesús pronunció estas palabras:
«PERDÓNALES, PADRE MÍO, ELLOS NO SABEN LO QUE HACEN,HÁGASE TU VOLUNTAD. EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ALMA».
Os lo repito, hermanos míos, la pureza del Espíritu se encontraba en la naturaleza del Mesías, antes de que él se encontrara entre vosotros como Mesías. Os lo repito también, que las miras de Dios echan la semilla en un tiempo para que ella dé frutos en otro, y los Mesías no son más que instrumentos de la divina misericordia.
La palabra de Dios es eterna, ella dice: «Todos los hombres llegarán a ser sabios y fuertes por el amor del Padre».
La palabra de Dios es eterna, ella dice: «Amaos los unos a los otros y amaos sobre todas las cosas».
Ella dice: «El espíritu adelantado se avergüenza, en la materia, al tomar parte en las diversiones infantiles».
«Penetrado de la grandeza del porvenir, honra a éste y devora los obstáculos que se oponen a su libertad».
«Todas las humanidades son hermanas: todos los miembros de estas humanidades son hermanos y la Tierra no encierra más que cadáveres».
«La verdadera patria del espíritu se encuentra espléndidamente decorada por las bellezas divinas y por los claros horizontes del infinito».
Hermanos míos, Dios es vuestro Padre como lo es el mío; pero en la ciudad florida donde se encuentran y toman los Mesías el título de hijo de Dios, nos pertenece de derecho. Llamadme, pues, siempre hijo de Dios, y tenedme por un Mesías enviado a la Tierra para la felicidad de sus hermanos y gloria de su Padre.
Iluminaos con la luz que hago brillar ante vuestros ojos. Consolaos los unos a los otros, perdonad a vuestros enemigos y orad con un corazón nuevo, libre de toda mancha, de toda vergüenza, por este bautismo de la palabra de Dios que comunicó a vuestro Espíritu. El Mesías vuelve a ser mandado en vuestra ayuda, no lo desconozcáis y trabajad para participar de su gloria. Escuchad la palabra de Dios y ponedla en práctica. La divina misericordia os llama, descubrid la verdad con coraje y marchad a la conquista de la libertad mediante la ciencia.
Desechad la peligrosa apatía del alma para aspirar las deliciosas armonías del pensamiento divino, y tomad del libro que os dicto los principios de una vida nueva y pura. Haced el bien aún a vuestros enemigos y progresad con paso firme en el camino de la virtud y del verdadero honor. La virtud combate las malas inclinaciones y el honor verdadero sacrifica todas las prerrogativas del yo por la tranquilidad y felicidad del alma hermana.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 1ª PARTE

JESÚS HABLA DE SU NACIMIENTO Y DE SU FAMILIA
Hermanos míos, escuchad el relato de mi vida terrestre como Mesías:
Yo fui el mayor de siete hermanos.
Mi padre y mi madre vivían en una pequeña casa de Nazaret.
Mi padre era carpintero. Yo tenía veintitrés años cuando él murió.
Tuve que irme a Jerusalén algún tiempo después de la muerte de mi padre, allí, en contacto con hombres activos y turbulentos, me metí en asuntos públicos.
Los romanos gobernaban Jerusalén como todos los pueblos que habían sometido. Los impuestos se establecían sobre la fortuna, pero un hebreo pagaba más que un pagano.
Se daba el nombre de iniciados a los hombres de Estado, y el poder de estos hombres de Estado se manifestaba con depredaciones de todas clases.
Los descontentos me convencieron de que debía unirme a ellos hasta el punto que me olvidé de mi familia. Confié a extraños la tarea de arreglar los asuntos de mi padre, y sordo a los ruegos de mi madre, escuchando y pronunciando discursos propios para excitar las pasiones populares, yo me privé de todas las alegrías filiales y me sustraje a toda influencia de mis hermanos.
Mis correligionarios me inspiraban lástima; y esta lástima no tardó en cambiarse en deseo de corregir sus errores; me fui exaltando cada vez más y Dios me otorgó esa claridad suprema que da estabilidad a la fe, fuerza a la voluntad y alimento a las energías espirituales.
Mis visiones, si este nombre puede darse a la felicidad interna que me acompañaba, me alejaban de mis ocupaciones materiales para trazarme una vida de Apóstol y prepararme para la gloria del martirio. Respecto a los milagros que me atribuyeron, queridos hermanos, ni uno sólo es cierto; pero conviene meditar la sabiduría y la profundidad de la gracia de Dios.
Todos los destinos dotados con una misión, precisan ser alentados por Dios, y la pureza de los ángeles cubre con una sombra protectora la fragilidad del hombre.
El pensamiento de Dios echa la semilla en el presente, y esta semilla dará frutos en el porvenir. La solicitud del Padre sueña la felicidad de todos sus hijos, y el Mesías es mandado por el Padre, para sostener a sus hermanos en medio de los peligros presentes y futuros.
La razón reconoce un Dios que baja de las gradas de su potencia, para compadecer los males de sus criaturas, pero no podría admitir un Dios que favoreciera a los unos, olvidando a los otros, la razón debe negar los honores divinos cuando estos honores no se han establecido para el bien general y explicados por la justicia eterna, de que ya tenéis las descripciones.
La gracia tiene siempre, como pretexto, los designios del Ser Supremo sobre todos, y los Mesías no son más que instrumentos en las manos de Dios.
Dejemos pues los cuentos maravillosos, las despreciables historietas hechas alrededor de mi persona y honremos la luz que Dios permite que se haga en este día, mediante la sencilla expresión de mi individualidad y por medio del luminoso desarrollo de mi misión.
Mi nacimiento fue el fruto del matrimonio contraído entre José y  María. José era viudo y padre de cinco hijos cuando se casó con María. Estos hijos pasaron ante la posteridad como primos míos. María era hija de Joaquín y de Ana, del país de Jericó, y no tenía más que un hermano llamado Jaime, dos años menor que ella.
Nací en Betlén. Mi padre y mi madre habían hecho este viaje, sin duda, por asuntos particulares y por placer, con el objeto de reanudar relaciones comerciales o también para estrechar amistades; he ahí la verdadera historia.
Mis primeros años transcurrieron como los de todos los hijos de artesanos acomodados, y nada ofrecieron como indicio de la grandeza de mi futuro destino.
Yo era de carácter tímido y de inteligencia limitada, tímido como los niños educados con severidad y de limitadas facultades intelectuales, como todos aquellos cuyo desarrollo intelectual se descuida. Para mi familia era un ser inofensivo, huérfano, de cualidades de valer, de lo cual resaltaron las primeras contrariedades de mi existencia y también los primeros honores que tributé a Dios. Débil y pusilánime delante de mis padres, fuerte y animoso ante la gran figura de Dios, el niño desaparecía durante la plegaria para dejar su lugar al espíritu, ardoroso y dispuesto al sacrificio. Me dirigía a Dios con arrebatos de amor y reposaba en brazos de lo desconocido, de la doble fatiga impuesta a mi físico débil y a mi espíritu rebelde.
De la multiplicidad de mis prácticas de devoción resultaba una penosa confusión, que establecía, de más en más, el convencimiento de mi desnudez intelectual. Era costumbre de los habitantes de Nazaret y de las otras pequeñas ciudades de la Judea, de encaminarse hacia Jerusalén algunos días antes de la Pascua, que se celebraba en el mes de marzo. Los preparativos de toda clase que se hacían, daban fe
de la importancia que se atribuía a tal fiesta. Montones de géneros se vendían en dicha ocasión y se combinaban diversas compras para traer algo de la gran ciudad. En el año a que hemos llegado y que es el duodécimo de mi edad, tenía que participar yo también del viaje anual de mi familia, juntamente con el primogénito de mis hermanos consanguíneos. Partimos mi madre, mis hermanos y yo con una mujer llamada María; mi padre prometió alcanzarnos dos días después. Al llegar a Jerusalén mis impresiones fueron de alegría, y mi madre observó el feliz cambio que se había efectuado en mi semblante. Paramos en la casa de un amigo de mi padre. Mi hermano, tenía entonces veintidós años, él merece una mención especial. Mi padre había manifestado siempre hacia este hijo, el más vivo cariño, y los celos oprimían mi corazón cuando me olvidaba de reprimir esa vergonzosa pasión que se quería apoderar de mí.
Yo me había visto privado de las alegrías de la infancia debido a esta predilección paterna. Mi madre percibía algo de mis sufrimientos, pero los cuidados que exigían una numerosa familia le impedían hacer un estudio profundo de cada uno de los miembros de la misma.
Mi padre era de una honradez severa, de un carácter violento y despótico. La dulzura de mi madre lo desarmaba, pero los hijos le daban trabajo a este pobre padre, que no soportaba con paciencia la menor contradicción, y la incapacidad de su hijo Jesús lo irritaba tanto como las travesuras de los otros.
La bondad de mi hermano mayor tuvo por efecto el de destruir mis anteriores descontentos, motivados por la diferencia con que nos trataba nuestro padre, y la tierna María se alegraba al ver nuestra intimidad. La igualdad de gustos y de ideas nos unía más de lo que pudiera parecer a primera vista, y si no hubiera sido por mis preocupaciones religiosas, yo hubiera comprendido mejor la felicidad de esta nuestra armonía.
Encontrándonos solos, mi hermano me preguntó respecto a las impresiones que había recibido en ese día, y pasó enseguida a querer investigar mis pensamientos como de costumbre.
Esta vez me causó muy mal efecto el sermón que me dio mi hermano por mi carácter retraído y por el abuso que hacía de la devoción que me arrastraba al olvido de mis deberes de familia.
Mi hermano se acostó irritado en contra mía y al otro día yo le pedí que olvidara mi descuido de los pequeños deberes, en aras de las elevadas aspiraciones de mi alma. Mi hermano hizo un movimiento de lástima y gruesas lágrimas surcaron sus mejillas. No hablaré más de mi hermano, muerto poco tiempo después de este incidente; mas este recuerdo que me conmueve, viene bien aquí para que el lector tenga una justa idea de mis aptitudes, y que pueda darse así mejor cuenta de cosas que de otro modo le parecerían increíbles, si no se encontrase preparado por los elementos en concordancia con los designios de Dios.
Durante el día llegaron algunas visitas, entre las cuales se encontraba José de Arimatea. Él como amigo de mi padre, pronto se familiarizó con nosotros. Rico, patricio y hebreo, José se encontraba por estas razones en relación tanto con los ricos como con los pobres y oprimidos de la religión judaica.
Nos habló de las costumbres de Jerusalén, de la Sociedad escogida, de los sufrimientos del pueblo hebreo, y la dulzura y naturalidad de su lenguaje eran tal que nadie hubiera podido sospechar la diferencia de posición social. Despertó el empeño de mi madre hacia el cultivo de mi inteligencia y me preguntó que cuáles eran mis aptitudes y mis deberes habituales. La fantasía de mis prácticas religiosas lo hizo sonreír y le pareció que mi inteligencia se encontraba en todo retardada. «Sé más sobrio en tus prácticas de devoción, hijo mío, y aumenta tus conocimientos para poderte convertir en buen defensor de nuestra religión. Practica la virtud sin ostentación, como también sin debilidad, sin fanatismo y sin cobardía.
Arroja lejos de ti la ignorancia, embellece tu espíritu tal como el Dios de Israel lo manda, para entender sus obras y para poder valorar su misericordia. Hablaré con tu padre, hijo mío, y deseo que todos los años te mande aquí durante breve tiempo para estudiar el comercio de los hombres y las leyes de Dios».
Desde la primera conversación de José de Arimatea con Jesús de Nazaret bien veis hijos míos, como Jesús pudo instruirse, aun permaneciendo en su modesta condición de carpintero. Hombres de la laya de José de Arimatea arrojan la simiente y Dios permite que esta simiente dé frutos. Hombres iguales a José de Arimatea, ponen de manifiesto a la Providencia y esta clase de milagros se efectúan hoy como se efectuaron en mis tiempos.
Fui por primera vez al Templo de Jerusalén, la vigilia del gran sábado, (la Pascua) llevándome una mujer llamada Lía, viuda de un negociante de Jerusalén.
Nos encontrábamos los dos recogidos hacia el lado occidental del Templo. El silencio sólo era interrumpido por el murmullo de muchos doctores de la ley que se ocupaban de los decretos recientemente promulgados y de los arrestos a que ellos habían dado lugar.
Yo rezaba en mi posición habitual, con la cara entre las manos y de rodillas.
Poco a poco las voces que interrumpían el silencio del Templo interrumpieron también mis oraciones e hicieron nacer en mi espíritu el deseo de escucharlas.
Encontrándome entre las sombras creí poderme acercar sin que de ello se percibiera Lía. Me subí sobre un banco ocultándome lo más posible. Los doctores de la ley discutían; los unos con el objeto de hacer una manifestación a favor de los israelitas, presos durante la función del día anterior, los otros aconsejando permanecer apartados. Me acerqué mayormente a los oradores sagrados; ellos se apercibieron y oí estas palabras:
«Haced atención a este muchacho, él nos escucha tal vez para ponernos de acuerdo. Dios manda a veces a los niños el don de la sabiduría en discusiones que sobrepasan la inteligencia de su edad».
Me levanté sobre la punta de los pies para observar mejor al que había pronunciado estas palabras. Éste se me aproximó diciéndome:
«La madre que te ha criado, te ha enseñado que Dios nos ama a todos, ¿no es cierto?, y tú relacionas este conocimiento del amor de Dios hacia sus hijos, con el conocimiento del amor de los hijos entre ellos; pues bien, ¿qué dirías a los hijos ricos, libres, llenos de salud, cuyos hermanos se encontraran en la pobreza, en el abandono, debilitados por una enfermedad y esclavos en una prisión?»
A estos hombres en la abundancia, contesté sin dudar, yo les diría: «¡Id hermanos, id, socorred a vuestros hermanos, Dios os lo manda y vuestro coraje será bendecido!»
Vi que sonreía el que me había hablado, quien dijo: «DIOS HA HABLADO POR BOCA TUYA, HIJO MÍO», tendiéndome al mismo tiempo la mano, que yo apreté entre las mías, trémulo de emoción. Enseguida fui a reunirme con mi compañera, que me había estado observando desde el principio de esta escena. Ella me dijo: hazme el favor niño, de enseñarme a mí también lo que Dios quiere decir
con estas palabras:
«Los niños tendrán que escuchar sin emitir juicio y crecer antes de pretender elevarse a la condición peligrosa de fabricantes de moral y de dar consejos».
Contesté: «Tu Dios, Lía, es un déspota. El mío honra la libertad de pensar y de hablar. La debilidad de los esclavos constituye la fuerza de los patrones y la infancia prepara la juventud».
Leí en los ojos de Lía la sorpresa llena de satisfacción, y regresamos.
Con José de Arimatea, que se encontraba en casa, mantuve una conversación tan fuera de lo habitual en mis labios, generalmente poco demostrativos, que mi madre le preguntó a Lía qué era lo que me había hecho tomar ese camino.
«Tu hijo, querida María, está destinado a grandes cosas, contestó Lía. Lo digo delante de él: Eres una madre aventurada y tus entrañas están benditas».
Yo me sentí como levantado al oír esta predicción y mi vida me pareció más que nunca bajo el influjo de los designios de Dios.
¡Mujer de Jerusalén, el pobre niño que te ha seguido hasta el Templo del Señor te bendice!
A la mañana siguiente volvimos al Templo. Grande era el gentío y nos costó algún trabajo el atravesar el atrio. Al fin encontré un lugar y me puse a observar con estupor todo lo que me rodeaba.
La luz penetraba por aberturas hechas a propósito en los puntos de juntura de las paredes con la cúpula del edificio. Todas estas aberturas estaban cubiertas de ramas cortadas, de manera que la luz quedaba interceptada y débil, reemplazándosele con haces de luz suministrada por aparatos gigantescos de bronce.
En la inspección que hice de todas las cosas, descubrí al doctor de la ley que me había interrogado el día antes. Mi madre me preguntó en ese momento el motivo de mi distracción y yo le di esta culpable contestación: «Madre mía, sigue con tus plegarias y no te ocupes de lo que yo hago. Nada hay de común entre vos y yo». Yo sacaba este consentimiento y esta insolencia del estado de exaltación de mi espíritu, motivado por lo sucedido anteriormente, en vista de mi futura superioridad, y comprendí tan poco mi falta, que enseguida llevé mi atención sobre otros detalles.
Un doctor hablaba de la Justicia de Dios y yo comparé este hombre con el ángel Rafael bajado del cielo, para hacerles comprender a los oyentes la palabra divina. Creí sobre todo a la palabra divina cuando gritó: «¡La justicia divina es tu fuerza en contra de tus opresores, oh pueblo! ¡Ella deslumbra tus ojos, se levanta delante de ti cuando contemplas el ocaso del Sol, cuando tu espíritu se subleva a la
vista de las crueldades de tus dueños! ¡Este Sol no se oculta, este mártir no muere, oh hombres! Él va a resplandecer y proclamar en otra parte la Justicia de Dios».
Yo escuchaba estas enseñanzas con una avidez febril. ¡Al fin se hacía la luz en mi espíritu… veía, oh, Dios mío, tus misterios resplandecer delante de mí, leía en tu libro sagrado y comprendía la magnificencia de tu eterna justicia! ¡Edificaba en mi mente concepciones radiantes, me iluminaba de las claridades divinas, formaba proyectos insensatos, pero generosos; quería seguir a este Sol y a esos mártires en los
espacios desconocidos!... Volví en mí a la llamada de mi madre. La miré por un instante con la desconfianza de un alma que no se atreve a abrirse, porque sabe que el entusiasmo, como el calor, se pierde al contacto del frío.
«Nuestro Padre Celeste, le dije al fin, echa en mi espíritu el germen de mis ideas seguras y fuertes. Manda en mi corazón, tiene en sus manos el hilo de mi voluntad, dirige hacia mí la sabiduría de sus designios, se apodera de todos los momentos de mi vida; quiere destinarme a grandes trabajos... En una palabra, madre mía, retírate, acude a tus tareas; deja tu hijo al Padre de él que está en los Cielos».
«¡Cállate!, me dijo mi madre. – ¡A ti te han calentado la cabeza, pobre muchacho! – ¡Yo te digo que Dios no precisa de ti!... ¡Vamos, vamos!»
Mi madre tuvo que recurrir a la intervención de mi padre para poderme llevar.
Al día siguiente volvimos a Nazaret, dejando Jerusalén.
documentación  la vida de de Jesús contada por él mismo.

sábado, 26 de octubre de 2013

LIBRE ALBEDRÍO

El hombre que tiene la libertad de pensar, tiene igualmente la de obrar. Sin el libre albedrío, el hombre sería una máquina.
Hay libertad de obrar, mientras haya voluntad para obrar. En las primeras etapas de la vida, la libertad es casi nula; se desarrolla y cambia de objetivo con el desenvolvimiento de las facultades. Si sus pensamientos están en concordancia con lo que su edad reclama, la criatura aplica su libre albedrío a lo que es necesario.
 El libre albedrío no es absoluto sino relativo - relativo a la posición ocupada por el hombre en la escala de los valores espirituales.
 Por el uso del libre albedrío el alma fija su destino, prepara sus alegrías o sus dolores.
 El destino es la resultante, a través de las vidas sucesivas, de nuestras propias y libres resoluciones.
En la esfera individual, el libre albedrío es, pues, el único elemento dominante.
La existencia de cada hombre es la resultante de sus actos y pensamientos El hombre está subordinado a su libre albedrío; pero su existencia está también sometida a determinadas circunstancias de acuerdo con el plan de sus servicios y pruebas en la Tierra, delineado por la individualidad en armonía con las opiniones de sus guías espirituales, antes de la reencarnación.
Las condiciones sociales, los obstáculos, los ambientes viciosos, el cerco de las tentaciones, los sinsabores, son circunstancias de la existencia del hombre. Entre ellas, sin embargo, está su voluntad soberana. Puede nacer en un ambiente humilde y miserable, procurando vencer por la perseverancia en el trabajo y triunfando por sobre las deficiencias encontradas; puede soportar las enfermedades con serenidad de ánimo y resignación; ser tentado de todas las maneras pero sólo se transformará en delincuente si lo desea.
El hombre es, pues, libre, libre para obrar, para escoger el tipo de vida que quiera llevar.
 Los dolores, las dificultades existentes en su vida, son pruebas y expiaciones que tiene como consecuencia del uso indebido, incorrecto del libre albedrío en existencias anteriores.
Si el hombre  tiene la libertad de pensar, tiene igualmente, la de obrar. Sin el libre albedrío, el hombre sería una máquina.  La libertad es la condición necesaria del alma humana que, sin ella, no podría construir su destino.
A primera vista, la libertad del hombre parece ser muy limitada, dentro del círculo de fatalidades que lo aprisiona: necesidades físicas, condiciones sociales, intereses o instintos. Pero, si se considera al problema desde más cerca, se ve que esta libertad es siempre suficiente para permitir que el alma quiebre este círculo y escape de las fuerzas opresoras.
La libertad y la responsabilidad son correlativas en el ser y aumentan con su elevación; la responsabilidad del hombre es la que crea su dignidad y moralidad. Sin ella no sería más que un autómata, un juguete de las fuerzas del ambiente: la noción de moralidad es inseparable de la de libertad.
Agreguemos, sin embargo, que el hombre es libre pero responsable y puede realizar lo que desee, pero estará ligado inevitablemente al fruto de sus propias acciones La fatalidad o determinismo, puede ser traducida por la elección de las pruebas hecha por el Espíritu antes de encarnar.
Si hay elección de pruebas antes de volver a nacer en un cuerpo, el Espíritu establece para sí mismo una especie de destino; de ahí que el libre albedrío no tenga una medida absoluta sino relativa.
Innumerables son los ejemplos de fracasos del Espíritu, por el uso indebido para el mal del libre albedrío; pero veamos algunos:
En relación con la posesión de bienes materiales: el hombre es libre para conservar cualesquiera posesiones que las legislaciones terrestres le permitan, de acuerdo con su diligencia en la acción o su derecho transitorio, pero si abusa de ellas, generando la penuria de los semejantes, de modo de favorecer los propios excesos, encontrará en las consecuencias de eso la serie de pruebas con las que aprenderá a encender en sí mismo la luz de la abnegación.
En relación con el estudio, el hombre es libre para leer y escribir, enseñar o estudiar todo lo que quisiera ...; pero si coloca los valores de la inteligencia al servicio del mal, deteriorando la existencia de los compañeros de la Humanidad, con el objeto de acentuar el propio orgullo, encontrará en las consecuencias de eso la serie de pruebas con las que aprenderá a encender en sí mismo la luz del discernimiento.
En relación con el trabajo, el hombre es libre para dedicarse a las tareas que prefiera pero si malversa el don de emprender y de obrar, encontrará en las consecuencias de eso, la serie de pruebas con las que aprenderá a encender en sí mismo la luz del servicio a los semejantes.
Finalmente, en relación con el sexo, el hombre es libre para dar a sus energías e impulsos sexuales la dirección que prefiera pero si para lisonjear a los propios sentidos transforma los recursos genésicos en dolor y desequilibrio, angustia o desesperación para los semejantes, por injuriar los sentimientos ajenos o por la deslealtad y falta de respeto en los compromisos y lazos efectivos, encontrará en las consecuencias de eso la serie de pruebas con las que aprenderá a encender en sí mismo la luz del amor puro. Como se ve, todos somos libres para desear, elegir, hacer y obtener, pero también todos somos constreñidos a tomar parte en los resultados de nuestras propias obras.
DOLOROSA PÉRDIDA
Ya entrada la noche, nos encontramos con un afligido corazón materno. La entidad que nos dirigía la palabra infundía compasión, por el semblante de horrible sufrimiento.
- ¡Calderaro! ¡Calderaro! - rogó ansiosa - ¡Ampara a mi hija, mi desventurada hija!
- ¡Oh! ¿Ha empeorado? - inquirió el instructor dando a entender que tenía conocimiento de la situación.
- ¡Mucho! ¡Mucho!... - gimieron los temblorosos labios de la afligida madre -; observo que enloqueció por completo...
- ¿Ya perdió la gran oportunidad?
- ¿Todavía no - informó la interlocutora - pero se encuentra al borde del desastre externo.
El orientador prometió ir a ver a la enferma en pocos minutos y regresamos a la intimidad.
Al interesarse en el asunto, el atento Asistente resumió el hecho.
- Se trata de un lamentable suceso - me explicó bondadoso - en el que concurren la liviandad y el odio como elementos de perversión. La hermana que se despidió hace unos momentos, dejó una hija en la corteza planetaria hace ocho años. Criada con cuidados excesivos, la joven se desarrolló ignorando el trabajo y la responsabilidad, a pesar de pertenecer a un nobilísimo cuadro social. Hija única, entregada desde muy temprano al capricho pernicioso, tan pronto se encontró sin la asistencia materna en el plano carnal, dominó a sus gobernantes, subordinó a las criadas, burló la vigilancia paterna y, rodeada de facilidades materiales se precipitó, a los veinte años, en desvaríos de la vida mundana. Desprotegida, así, por las circunstancias, no se preparó convenientemente para enfrentar los problemas del rescate personal. Sin la protección espiritual que es peculiar de la pobreza, sin los benditos estímulos de los obstáculos materiales y teniendo en contra de sus necesidades íntimas, la profunda belleza transitoria del rostro, la pobrecita renació seguida de cerca, no por un enemigo propiamente dicho pero sí por un cómplice de faltas graves, que estaba en la erraticidad desde mucho tiempo atrás, al cual se había vinculado por tremendos lazos de odio en un pasado próximo. Fue así que abusando de la libertad, entregada a un ocio reprobable, adquirió deberes con la maternidad, sin contar con la custodia del casamiento. Se reconoce ahora en esta situación, a los veinticinco años, soltera, rica y prestigiosa por el nombre de la familia, deplora tardíamente los compromisos asumidos y lucha con desesperación, por deshacerse del hijito inoportuno, el mismo compinche del pretérito al que me he referido; ese desdichado por «acrecentamiento de misericordia divina», busca de esto aprovechar el error de su excompañera para la realización de algún servicio redentor, con la supervisión de nuestros
Mayores.
Ante el espanto que de improviso me asaltó, al saber que la reencarnación constituye siempre una bendición que se concreta con la ayuda superior, el Asistente aseguró, para tranquilizarme:
- Dios es el Padre amoroso y sabio que siempre convierte nuestras propias faltas en remedios amargos que nos curen y fortalezcan. Fue así que Cecilia, la demente a quien dentro de poco visitaremos, recogió de su propia liviandad el extremo recurso, capaz de rectificar su vida ... Sin embargo, la desafortunada criatura reacciona ferozmente al socorro divino, con una conducta lastimosa y perversa. Coopero en los trabajos de asistencia a ella desde hace algunas semanas, en virtud de las reiteradas y conmovedoras intercesiones maternas ante nuestros superiores; no obstante, abrigo la vaga esperanza de una rehabilitación próxima. Los lazos entre la madre y el probable hijo son de amargura y de odio, que combinan energías desequilibrantes; tales vínculos traducen un acontecimiento en el que el espíritu femenino tendrá que recogerse en el santuario de la renuncia y la esperanza, si pretende la victoria. Para eso, para nivelar caminos salvadores y perfeccionar sentimientos, el Supremo Señor creó el tibio y aterciopelado nido del amor materno;
pero cuando la mujer se rebela insensible a las sublimes vibraciones de la inspiración divina, es difícil, si no imposible, ejecutar el programa delineado. La desafortunada criatura, dando alas a un condenable anhelo, buscó el socorro de médicos, que amparados por nuestro plano se negaron a satisfacer su criminal intento; se valió entonces de drogas venenosas, de las cuales ha estado abusando de manera intensiva. Su situación mental es de lastimoso desvarío.
Finalizado el breve preámbulo, Calderaro continuó:
Pero, no tenemos un minuto que perder. Vayamos a visitarla.
Transcurridos algunos instantes, penetramos en un aposento confortable y perfumado.
Tendida en el lecho, una joven mujer se debatía con convulsiones atroces. A su lado se encontraba la entidad materna, en la esfera invisible a los ojos carnales y una enfermera terrestre, de esas que a fuerza de presenciar catástrofes biológicas y dramas morales, se tornan poco sensibles al dolor ajeno.
La progenitora de la enferma se adelantó y nos informó:
¡La situación es muy grave! ¡Ayúdenla, por piedad! Mi presencia aquí se limita a impedir el acceso de elementos perturbadores, que prosiguen implacables, en ronda siniestra.
El Asistente se inclinó sobre la enferma, calmo y atento y me recomendó cooperar en el examen particular del cuadro fisiológico.
El paisaje orgánico era de los más conmovedores.
La compasión fraterna nos dispensará del triste relato referente al embrión, que estaba listo para ser expulsado.
Circunscribiéndonos a la tesis de dar medicación a mentes alucinadas, nos cabe solamente decir que la situación de la joven era impresionante y deplorable.
Todos los centros endocrinos estaban en desorden y los órganos autónomos trabajan aceleradamente. El corazón acusaba una extraña arritmia y en vano las glándulas sudoríparas se esforzaban por expulsar las toxinas que constituían un verdadero torrente invasor. En los lóbulos frontales la sombra era completa; en el córtex encefálico la perturbación era manifiesta; solamente en los ganglios basales había una suprema concentración de energías mentales que me permitían percibir que la infeliz criatura se había replegado al campo más bajo del ser, dominada por los impulsos desintegradores de sus propios sentimientos, desviados e incultos. Desde los ganglios basales, donde se aglomeraban las más intensas irradiaciones de la mente alucinada, descendían estiletes oscuros que acometían contra las trompas y los ovarios y que penetran en la cámara vital a la manera de muy tenues dardos de tiniebla, para incidir sobre la organización embrionaria de cuatro meses. El espectáculo era horrible a la vista.
Busqué sintonizarme con la enferma y empecé a oír sus afirmaciones crueles en el campo del pensamiento:
- ¡Odio! ... ¡Odio este hijo intruso que no le pedí a la vida! ... ¡Lo expulsaré! ... ¡Lo expulsaré! La mente del hijito, en proceso de reencarnación, como si fuera violentada durante un sueño apacible, suplicaba llorando:
- ¡Cuídame! ¡Cuídame! Quiero despertar en el trabajo! ¡Quiero vivir y devolver el equilibrio a mi destino ... ayúdame! ¡Restaré mi deuda! ... ¡Te pagaré con amor! ... ¡No me expulses! ¡Ten caridad! ...
-¡Nunca! ¡Nunca! ¡Maldito seas! - decía la desventurada, mentalmente - ¡Prefiero morir antes que recibirte en los brazos! ¡Envenenas mi vida, perturbas mi ruta! ¡Te detesto! ¡Morirás! ... Y los rayos oscuros seguían descendiendo continuamente.
Calderaro irguió su cabeza respetable y me encaró para preguntarme:
- ¿Comprendes la magnitud de la tragedia?
Respondí afirmativamente con una intraducible expresión.
En ese instante de nuestra expectativa, Cecilia se dirigió con decisión a la enfermera:
Estoy cansada, Liana, terriblemente cansada, ¡pero exijo la intervención esta noche! ¡Oh! ¡ ¿Pero así, en ese estado? ! - observó la otra.
Sí, sí - reiteró la enferma, inquieta -; no quiero postergar esa intervención. Los médicos se negaron a hacerla pero yo cuento con su apoyo. Mi padre no puede saber acerca de eso y odio esta situación que de ninguna manera conservé. Calderaro posó su diestra sobre la frente de la responsable de los servicios de enfermería, con la intención evidente de transmitir alguna providencia conciliatoria y la enfermera consideró:
Tratemos de hacer un poco de reposo, Cecilia. Cambiarás, posiblemente, ese plan.
No, no - objetó la imprevisora futura madre, con mal humor desembozando -; mi resolución es inamovible. Exijo la intervención esta noche.
A pesar de la negativa terminante, sorbió la copa de sedante que la compañera la ofrecía, atendiendo a nuestra influencia indirecta.
Se había consumado la medida que mi instructor deseaba.
Parcialmente desligada del cuerpo físico, en una compulsiva modorra por la acción calmante del remedio, Calderaro le aplicó fluidos magnéticos sobre el disco fotosensible del aparato visual y Cecilia comenzó a vernos, aunque imperfectamente, deteniéndose, admirada, en la contemplación de su progenitora.
Reparé, no obstante, en que si bien la madrecita derramaba un copioso llanto, por la conmoción, la hija se mantenía impasible, a pesar del asombro que se estampaba en su mirada.
La matrona no encarnada avanzó, se abrazó a ella y le pidió ansiosa:
 Hija querida, vengo hasta ti para que no te abalances a la siniestra aventura que planeas. Reconsidera tu actitud mental y armonízate con la vida. Recibe mis lágrimas como un llamado del corazón. Por piedad ¡óyeme! No te precipites en las tinieblas cuando la mano divina te abre las puertas de la luz. Nunca es tarde para volver a empezar, Cecilia; y Dios, en su infinita devoción, transforma nuestras faltas en redes salvadoras.
La mente desvariada de la oyente recordó las convenciones sociales, en forma vaga, como si viviera un minuto de pesadilla indefinible.
La palabra materna, sin embargo, continuó:
-¡Sálvate de conciencia, ante todo! El prejuicio es respetable, la sociedad tienen sus principios justos; no obstante, a veces, hijita, surge un momento en la esfera del destino y del dolor, en que debemos permanecer con Dios exclusivamente. No abandones el coraje; la fe; el sosiego... La maternidad iluminada por el amor y el sacrificio, es feliz en cualquier parte, incluso cuando el mundo, ignorando las causas de nuestras caídas nos niega recursos para la rehabilitación y nos relega a la reincidencia y el desamparo. Por ahora te enfrentarás con la tormenta de lágrimas; el temporal de la incomprensión y de la intolerancia azotará tu rostro... A pesar de eso, la bonanza volverá. El camino es de piedras y árido, los espinos dilaceran; ¡pero tendrás, si abres tu corazón, un hijito amoroso que te enseñará el futuro! En verdad, Cecilia, deberías erigir tu nido de felicidad en el árbol del equilibrio y glorificar, en paz, la realización de cada día y la bendición de cada noche: pero, no pudiste esperar.... Cediste a los golpes desatados de la pasión, abandonaste el ideal a los primeros impulsos del deseo. En vez de construir en la tranquilidad y en la confianza, con bases seguras, elegiste el camino peligroso de la precipitación. Ahora es imprescindible evitar el abismo fatal, eludir la vorágine traicionera, aferrándote al salvavidas del supremo deber... Regresa, pues, hija mía, a la serenidad del principio y resígnate al nuevo aspecto que imprimiste a tu propio rumbo, aceptando el ministerio de la maternidad dolorosa y sacrificando encantadoras aspiraciones. En el silencio y en la oscuridad de la proscripción social muchas veces logramos la felicidad de conocernos. El desprecio público que precipita a los más débiles en el olvido de sí mismo, yergue a los fuertes hacia Dios, sustentándolos en la senda de la redención. Es probable que tu padre te maldiga, que nuestros seres más queridos en la Tierra te menoscaben y traten de despreciarte; sin embargo, ¿qué martirio no ennoblecerá al espíritu dispuesto al rescate de sus débitos con dedicación al bien y con serenidad en el dolor? ¿No será mejor la corona de espinas en la frente que el bosque de brasas en la conciencia? El mal puede perdernos y desviarnos; el bien rectifica siempre. Más allá de esto, si es cierto que el padecimiento de la vergüenza azotará tu sensibilidad, la gloria de la maternidad resplandecerá en tu camino ... Tus lágrimas rociarán una flor querida y sublime, que será tu hijo, carne de tu carne, ser de tu ser ¿Qué no hará en el mundo la mujer que sabe renunciar? La tormenta rugirá, pero siempre fuera de tu corazón, porque allí dentro, en el santuario divino del amor, encontrarás en ti misma, el poder de la paz hasta alcanzar la victoria ...
La enferma escuchaba casi indiferente, dispuesta a no capitular. Recibía los llamados maternos sin que se alterara su actividad. La madrecita, sin embargo, proseguía, después de un largo intervalo:
- ¡Oye, Cecilia! No te quedes en esa actitud impasible. No aísles al cerebro del corazón, para que tu razonamiento se beneficie con el sentimiento, de modo que seas vencedora en la dura prueba. No te detengas en la preponderancia de la vida física ni supongas que la belleza espiritual y eterna erija su templo en el cuerpo de carne, en tránsito hacia el polvo. La muerte vendrá de cualquier modo, trayendo la realidad que confunde a la ilusión. No persistas en el velo de la mentira. Humíllate en la renuncia constructiva, toma tu cruz y prosigue hacia una comprensión más elevada ... en el madero de tu sufrimiento íntimo, oirás la enternecedora voz de un hijo bendito ... Si te aflige el abandono del mundo, será él, junto a ti, el tierno representante de la Divinidad ...
¿Qué falta te hará el manto de las fantasías si dos pequeñitos brazos aterciopelados te ciñen, cariñosos y fieles, para conducirte a la renovación hacia la vida superior? Fue entonces que Cecilia, infundiéndome asombro por lo agresiva, objetó con el pensamiento:
¿Cómo no me dijiste eso antes? En la Tierra siempre satisfacías mis deseos.
Nunca me permitiste el trabajo, favoreciste mi ocio, me hiciste creer que estaba en una posición más elevada que la de las otras criaturas, me inculcaste la suposición de que todos los privilegios especiales se me debían; en fin, ¡no me preparaste! Estoy sola, con un problema afligente ... Ahora no tengo el coraje de humillarme ... Mendigar un trabajo remunerado no es el ideal que me diste y enfrentar la vergüenza y la miseria será para mí peor que morir. ¡No, no! ... ¡No desisto, ni siquiera escuchando tu voz, que a despecho de todo todavía amo! ... Me es imposible retroceder ... La conmovedora escena horrorizada. Presenciaba allí el milenario conflicto de la ternura materna con la vida real.
La venerable matrona lloró con gran amargura, se tomó de la hija con mayor vehemencia y suplicó Perdóname por el mal que te hice al quererte demasiado...
¡Oh, hija querida, no siempre el amor humano avanza vigilante! A veces la ceguera nos impulsa a errores estrepitosos, que sólo borra el golpe de la muerte, en general. ¿Pero no tienes en cuenta mi dolor? Reconozco mi participación indirectas en tu presente infortunio, pero como entiendo ahora la extensión y la delicadez de los deberes maternos, no deseo que tengas que recoger espinos en el mismo lugar donde yo sufro los resultados amargos de mi falta de previsión. Porque yo me haya equivocado por excesos de ternura, no te desvíes tú por exceso de odio y disconformidad. Después del sepulcro, el día del bien es más luminoso y la noche del mal es mucho más densa y tormentosa. Acepta la humillación como una bendición, el dolor como preciosa oportunidad. Todas las luchas terrenas llegan y pasan; aunque perduren no son eternas. No compliques, pues, el destino.
Me someto a tus reproches. Los merece quien se olvidó de la selva de las realizaciones para la eternidad, para quedarse voluntariamente en el jardín de los caprichos placenteros, donde las flores no se ostentan más que por un fugaz minuto. Me olvidé, Cecilia, de la azada bienhechora del esfuerzo propio con la cual debía carpir el suelo de nuestra vida, sembrando dádivas de trabajo edificante y todavía no he llorado lo suficiente como para redimirse de tan lamentable error. Sin embargo, confío en ti, esperando que no te suceda lo mismo en la escarpada senda de la regeneración. Antes mendigar el pan de cada día, soportar las insinuaciones mordaces de la maldad humana, allí en la Tierra, que menospreciar el pan de las oportunidades de Dios, permitiendo que la crueldad avasalle nuestro corazón. El sufrimiento de los vencidos en el combate humano es el granero de luz de la experiencia. La Bondad Divina convierte nuestras llagas en lámparas encendidas para el alma. Bienaventurados los que llegan a la muerte con muchas cicatrices, porque
ellas denuncian la dura batalla. Para esos, una perenne era de paz fulgurará en el horizonte, porque la realidad no los sorprende cuando el frío de la tumba les atraviesa el corazón. La verdad se transforma para ellos en generosa amiga; ¡la esperanza y la comprensión serán sus compañeras fieles! Regresa a ti misma, hija mía, restaura el coraje y el optimismo, a pesar de las nubes amenazadoras que flotan en tu mente delirante... ¡Todavía hay tiempo! ¡Todavía hay tiempo!
La enferma, a pesar de todo, hizo un supremo esfuerzo por regresar al envoltorio de carne, pronunciando ásperas palabras de negación, inopinadas e ingratas.
Mientras se desembarazaba de la influencia pacificadora de Calderaro, regresó gradualmente al campo sensorial, profiriendo gritos roncos.
El instructor se aproximó a la progenitora, llorosa, e informó:
 Desgraciadamente, amiga mía, el proceso de locura por rebeldía parece haberse consumado. Confiémosla ahora al poder de la Suprema protección Divina.
En tanto que la entidad materna se deshacía en lágrimas, la enferma perturbada por las emisiones mentales con las que se complacía, se dirigió a la enfermera para reclamarle:
- ¡No puedo! ¡No puedo más! No soporto... La intervención, ¡ahora! ¡No quiero perder un minuto!
Luego de observar a la compañera durante algunos instantes, con aterrorizada expresión agregó:
- ¡Tuve unas pesadilla horrible! ... ¿Soñé que mi madre volvía de la muerte y me pedía paciencia y caridad! ¡No! ¡No! ... ¡Llegaré hasta el fin! ¡Preferiría el suicidio, por último!
Inspirada por mi orientador, la enfermera hizo aún varios comentarios respetables.
¿No sería conveniente aguardar más tiempo? ¿No sería el sueño un aviso providencial? El abatimiento de Cecilia era enorme. ¿No se sentiría amparada por una intervención espiritual? Juzgada, entonces, oportuno postergar la decisión.
La paciente, no obstante, permaneció irreductible. Y para nuestro asombro, ante la progenitora despojada del envoltorio físico, que lloraba, la operación comenzó, con siniestros propósitos para nosotros que observamos la escena totalmente sensibilizados.
Nunca supuse que la mente desequilibrada pudiera infligir tamaño mal a su propio patrimonio. El desorden del cosmos fisiológico se acentuaba a cada instante.
Penosamente sorprendido proseguí con el examen de la situación, verificando con espanto que el embrión reaccionaba al ser violentado, como adhiriéndose desesperadamente a las paredes de la placenta.
La mente del hijito inmaduro comenzó despertar a medida que aumentaba el esfuerzo para extraerlo. Ahora los rayos oscuros no partían tan sólo del encéfalo materno; eran emitidos igualmente por la organización embrionaria, estableciendo una mayor desarmonía.
Después de un prolongado e intenso trabajo el pequeño ser fue finalmente retirado ... Con asombro reparé también que la improvisada ginecóloga sustraía del recipiente femenino nada más que una diminuta porción de carne inanimada, porque la entidad reencarnante, como si fuerzas vigorosas e indefinibles la mantuviera atraída al cuerpo materno, ofrecía condiciones muy particulares, adheridas al campo celular que la expulsaba.
Semidespierta, en una funesta pesadilla de sufrimiento, reflejaba extrema desesperación; se lamentaba con gritos afligentes; expulsaba vibraciones mortíferas; balbuceaba frases inconexas. ¿No estaríamos allí ante dos fieras terriblemente encadenadas por las manos, la una a la otra? El hijito que no había llegado a nacer se transformó en un peligroso verdugo de la psiquis materna. Al comprimir con impulsos involuntarios el nido de vasos del útero, precisamente en la región donde se efectúa la permuta de la sangre materna con la del feto, provocó un proceso hemorrágico violento y abundante.
Proseguí observando.
Removido indebidamente y manteniendo allí por fuerzas incoercibles, el organismo periespiritual de la entidad que no había llegado a nacer, alcanzó con movimientos espontáneos la zona del corazón. Envolviendo los nudos de la aurícula derecha, perturbó las vías de estímulo, determinando choques tremendos en el sistema nervioso central.
Tal situación agravó el flujo hemorrágico que alcanzó una intensidad imprevista, obligando a la enfermera a pedir socorro inmediato, después de borrar como pudo, los vestigios de su falta.
- ¡Lo odio! ¡Lo odio! - clamaba la mente materna delirando, al sentir todavía la presencia del hijo en la intimidad de su organismo ¡Nunca arrullaré a un intruso que me arrojaría a la vergüenza!
Ambos, madre e hijo, parecían estar ahora, para decirlo más exactamente, sintonizados en la onda del odio, porque la mente de él, que exhibía una extraña forma de presentarse ante mis ojos, respondía en el colmo de la ira:
- ¡Me vengaré! ¡Pagarás moneda a moneda! ¡No te perdonaré! ... No me dejaste retomar la lucha terrenal donde el dolor, que tendríamos en común, me enseñaría a disculparme por el pasado delictuoso y a olvidar mis punzantes amarguras ... Renegaste de la prueba que habría de conducirnos al altar de la reconciliación, Me cerraste las puertas de la oportunidad redentora; sin embargo, el maléfico poder que impera en ti, habita igualmente en mi alma ... Trajiste a la superficie de mi razón el lodo de la perversidad que dormía dentro de mí. Me negaste el recurso de la purificación, pero ahora estamos nuevamente unidos y te arrastraré hacia el abismo... Me condenaste a la muerte y por eso, para ti mi sentencia es igual. No me diste el descanso, impediste mi retorno a la paz de la conciencia, pero no te quedarás por más tiempo en la Tierra ... No me quisiste para el servicio del amor ... Por lo tanto, serás otra vez mía para satisfacer mi odio. ¡Me vengaré! ¡Seguirás conmigo!
Los rayos mentales destructores se cruzaban en un horrible cuadro, de un espíritu a otro. Mientras observaba la intensificación de las toxinas a lo largo de toda la trama celular, Calderaro oraba en silencio, invocando el auxilio exterior, por lo que me pareció.
En efecto, a los pocos instantes un pequeño grupo de trabajadores espirituales entró en el recinto. El orientador suministró instrucciones. Deberían ayudar a la desventurada madre, que permanecía junto a la hija infeliz hasta la consumación de la experiencia.
Enseguida, el Asistente me invitó a salir, agregando:
Se verificará el desprendimiento del envoltorio carnal dentro de alguna horas. El odio, André, diariamente extermina criaturas en el mundo, con intensidad y eficacia más arrasadoras que las de todos los cañones de la Tierra tronando al mismo tiempo.
Es más poderoso, entre los hombres, para complicar los problemas y destruir la paz, que todas las guerras conocidas por la Humanidad en el transcurso de los siglos. Lo que oyes no es una mera teoría, has vivido con nosotros, en estos momentos, un hecho pavoroso que todos los días se repite en la esfera carnal. Establecido el imperio de fuerzas tan detestables sobre esas dos almas desequilibradas, a las que la Providencia procuró reunir en el instituto de la reencarnación, es necesario confiarlas, de aquí en adelante, al tiempo, a fin de que el dolor produzca los correctivos indispensables.
¡Oh! exclamé afligido al contemplar el duelo de ambas mentes tortuosas, ¿cómo quedarán? ¿permanecerán entrelazadas así? ¿Y por cuánto tiempo? Calderaro me observó, tan agobiado como un soldado valeroso que perdió temporalmente la batalla e informó:
- Ahora de nada vale la intervención directa. Solamente podremos cooperar con la oración del amor fraterno, aliada a la función renovadora de la lucha cotidiana. Se consumó para ambos un doloroso proceso de obsesión recíproca, de amargas consecuencias en el espacio y en el tiempo y cuya extensión ninguno de nosotros puede prever.
documentado de el libro Mundo Mayor.In dolorosa perdida y mensaje fraternal P. 139
de Chico Xavier