lunes, 30 de diciembre de 2013

LA VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 4ª PARTE

EL MAESTRO SE OCUPA DE SU MESIANISMO
Hermanos míos, el título de hijo de Dios elevaba mi misión, purificando mi personalidad humana en el presente y aseguraba mi doctrina para el porvenir. Con este título de hijo de Dios, yo renunciaba a todos los honores, a todas las ambiciones de la Tierra y mi espíritu debía resultar victorioso en sus luchas con la naturaleza carnal. El título de hijo de Dios, habría de convertirse en un medio de prestigio para dominar a las masas, mientras podría después explicarlo oportunamente a los hombres más iluminados. Dicho prestigio me proporcionaría la posibilidad de llevar a cabo mi fundación y asegurarla. Me preocupaba sobre todo la posteridad, y su consentimiento parecía depender de la fe que yo llegara a inspirar, considerándose mi luz como un reflejo de la luz celeste. Con todo, la soledad suscitaba, a veces, dudas y temores en mi espíritu y yo me preguntaba entonces si consistiría realmente en todo ello el objetivo de mi vida. ¿Espíritus perversos me habrían tal vez empujado por un falso camino? ¿Sería fructífero el sacrificio de mi tranquilidad y mis alegrías humanas? ¿O mi poder de hijo de Dios se vendría miserablemente al suelo? ¡Indecisiones fatales, vosotras ponéis bien de manifiesto la debilidad del espíritu cuando se encuentra envuelto en la naturaleza corporal! Jerusalén me parecía lugar poco favorable para implantar mi doctrina. Pero antes de dejarla yo quería medir mis fuerzas e intentar mis medios de acción sobre la multitud; me presenté pues en el Templo rodeado de mis más fieles secuaces. Era costumbre que todo hombre de alguna fama, tomara ahí la palabra, cosa que yo había hecho muchas veces. Mas debo confesar que la elocuencia sagrada me era difícil y que en todos mis discursos, mi debilidad se hacía evidente por la lucha que se establecía entre mi naturaleza física y el deseo vehemente de manifestar mi pensamiento. Las miradas que se fijaban en mí muy de cerca y las interrupciones frecuentes eran suficientes para turbar mis sentidos y desviar mi memoria. Me veía entonces lanzado en cierto desorden de ideas y desarrollaba teorías ajenas al tema que primitivamente me había propuesto. Si bien vencí más tarde esta dificultad, es digno de notarse que la presión de la actualidad dominaba siempre en mí. Mas en ese día debía cuidarme mucho de las apariencias, del efecto que debía producir delante de personas dispuestas a hacerme daño y delante de otras prontas a creerme, a seguirme y a defenderme. Tomé como tema de mi conferencia el siguiente: «La Majestad Divina en permanente emanación con sus obras», y me constituí en el negador de la eterna venganza de mi Padre amado. El terror de la gente, que hasta entonces me había tenido por un extravagante, cuyas máximas no podían inspirar aprensiones, llegó al colmo. La mayor parte de los oyentes, pendía de mis labios cuando desarrollé la idea de la correlación de los espíritus de Dios en la habitación pasajera del hombre. Hablando respecto de mi filiación divina, con la ciencia de los honores de Dios hacia la criatura, vine a colocarme a la cabeza de los reformadores de todos los tiempos y como el precursor de un porvenir de paz y de luz. En esa filiación a favor de uno sólo, se encerraba en promesas para la humanidad entera, por cuanto si bien yo me hacía el honor de dicha filiación, añadía que todos los hombres adquirían el mismo honor. Después, llegando al último juicio, yo dije: «Dios vendrá sobre una nube acompañado por su hijo y dirá a los justos: Aproximaos a mí y dirá a los réprobos: Alejaos de mí, permaneced en el infierno hasta la purificación de vuestras vidas». Era la primera vez que alguien se atrevía a admitir la purificación en el infierno y la extrañeza de mis oyentes provocó repetidas objeciones, a las que yo contestaba desarrollando mis doctrinas. Mi presencia al lado de Dios fue interpretada como una explosión imaginativa, lo cual acepté. La predicación en ese tiempo, hermanos míos, no imponía esa atención muda y respetuosa como actualmente. La mala fe del orador se denunciaba por su indecisión al contestar a las objeciones de los oyentes, y la paciencia de estos en escuchar las demostraciones sabias y religiosas era una prueba del trabajo de sus espíritus que buscaban comprender los preceptos y la moral que resulta de ellos. La mayor parte de los hombres que estaban presentes a las manifestaciones de mi pensamiento en ese día, opinaron que era yo una persona muy excéntrica y que mis palabras encerraban al anuncio de una misión divina. Mas una minoría de mis oyentes interpretó mis propósitos como un atentado al culto que se debía a Dios, y clasificó de rebelión mi resolución de quebrantar las antiguas creencias. Salí del Templo aclamado por la muchedumbre, mas no se me ocultaron las miradas de odio y las amenazas de los que se habían declarado mis enemigos. Al volver a entrar fui aclamado frenéticamente, quedando en ese momento equilibrado por mis fieles, el poder de los sacerdotes. Creo que si mis perseguidores hubiesen demostrado entonces sus intenciones y hubiesen puesto en práctica la primera parte de su programa, mi personalidad se hubiera colocado enseguida a una altura inaccesible para los asaltos y para las falsas interpretaciones de los que querían oscurecer mi fama, ya sea intentando divinizar una criatura, ya sea combatiendo groseramente el doble sentido con la injuria, o sosteniendo la impiedad al negar el carácter divino de mi mensaje. Me separé de esa muchedumbre que tal vez me hubiera mareado, pero repito que si hubiera permanecido por más tiempo en Jerusalén, habría persistido el entusiasmo de mis aliados y la impotencia de mis enemigos. La misma forma de muerte habría terminado mi vida, en la misma época, pero ¡Cuántos trabajos se hubieran logrado, cuántos discípulos inteligentes reunidos, cuánta resonancia y qué resultados conseguidos! Hermanos míos, ¡pidamos a Dios el advenimiento de esa religión universal tan esperada, que hará resplandecer a Dios y a su providencia, a Dios y su amor! La naturaleza humana es viciosa porque el hombre nace de la lubricidad. Mas pasando por las pruebas de la carne, el hombre se desliga de esta naturaleza por la fuerza de su voluntad, y hallándose el sentimiento humano replegado bajo el sentimiento religioso, el espíritu adquiere el desarrollo que lo aproxima hacia la pura esencia de Dios. Trabajad en este desarrollo, hermanos míos, la sublime religión de Dios os lo recomienda. Yo soy el ángel de vida y digo: «La vida es eterna, los sufrimientos sólo duran pocos días; sufrid pues con coraje, la sublime religión de Dios os lo recomienda». Yo soy el espíritu de luz y digo: «La alegría inundará a los que habrán caminado en la luz». Hermanos míos, la sublime religión de Dios os ordena demostrar vuestra fe, aspirando el aire de la libertad de vuestra alma; adornad vuestro espíritu, buscando el sendero de la verdadera felicidad, humillad vuestro cuerpo, cansándolo con el ejercicio de la caridad, privándolo de los honores fastuosos y de los goces groseros, elevándolo por encima de los instintos de la naturaleza animal en lo que ésta tiene de más feroz y asqueroso. Pedid a la luz la verdad del porvenir por encima de las mentiras y locuras de la Tierra. Pedid y recibiréis, hermanos míos, por cuanto yo soy el espíritu de luz y os amo. ¡Purificad vuestra naturaleza carnal, oh vosotros que queréis entrar en relación con los espíritus puros; pedid la luz a la ciencia de Dios, oh vosotros que deseáis vivir y morir en la paz y en el amor! Me fui de Jerusalén a Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del lago Tiberiades y casi completamente habitada por pescadores, mercaderes y empleados de gobierno. Cafarnaúm me pareció totalmente adaptada para mis miras de proselitismo, que desde el primer momento hice de ella el centro de mi acción y de la esperanza de mi vida de apóstol. Los pescadores de Cafarnaúm me eran simpáticos por su alegría franca y honrada. Los mercaderes me parecían restos de pueblos diversos, arrojados ahí casi por un capricho de la suerte, y los oficiales del gobierno me producían el efecto de testigos, felizmente colocados ahí para la protección de un hombre, cuyos discursos no irían más allá de lo permitido por el Estado. La mediocre fortuna de los más ricos de Cafarnaúm, me aseguraba un tranquilo ascendiente tanto sobre las clases pobres como sobre las más favorecidas. Las costumbres sencillas y las limitadas ambiciones, favorecían el ensanchamiento del círculo de mis oyentes y mi poder como hijo de Dios, se establecería en los corazones de los fieles depositarios de mi palabra con mayor tenacidad que en ninguna otra parte. La benévola acogida que se me dispensó en Cafarnaúm tenía sus motivos en las recomendaciones de mis amigos de Jerusalén. Mis primeros protectores fueron aquí también mis primeros discípulos, y mis tareas fueron de lo más fácil en un principio. Hagamos por merecer, queridos hermanos, con esfuerzos elevados y con el tierno reconocimiento de nuestros corazones, que Dios nos allane los senderos que nos tiene abiertos delante de nuestro espíritu, para llevarlo al apogeo de la ciencia y de la prudencia, pero jamás digamos que la Providencia nos lleva; no afirmemos que nuestros pasos están señalados y que tal espíritu está guiado por tal espíritu. No, la Justicia de Dios es más grande y todos los hombres tienen derecho a su misericordia. ¿Qué género de alianza con los espíritus de Dios queréis hermanos míos, que engendre vuestras alegrías si vosotros no lo merecéis con el ardor y la perseverancia de vuestras resoluciones? ¿Qué manifestaciones podríais esperar de Dios si entre vosotros no reinara la concordia y la justicia? ¿De cuántos errores, en cambio, y de cuántas mentiras no seríais vosotros el juguete, si con vuestra vergonzosa vida facilitarais la alianza de vuestro espíritu, con los espíritus embusteros de la humanidad, muertos en la vergüenza? Desligaos del error, desligaos de los amores corrompidos y la verdad os descubrirá sus tesoros y el amor divino manifestará su calor a vuestra alma. Haced los preparativos de vuestra elevación, adornad la casa en que aguardáis al espíritu de Dios para que ella sea digna de él. Arrojad de lado las cosas malsanas y lavad las llagas dejadas por ellas para que el espíritu del Señor no se sienta rechazado y se aleje. Limpiad la cabeza, limpiad el corazón, limpiad el espíritu, limpiad la conciencia y facilitad la entrada en la habitación con tiernas llamadas, con firmes promesas y con ardientes deseos. ¡Ah, hermanos míos! ¡Cuánto se equivocan los que creen que el camino de los acontecimientos está sometido a la fatalidad y que dicha fatalidad, cuyos golpes retumban en el corazón del hombre, golpea ciegamente, proclamando a la criatura la ausencia de un Ser Inteligente! Una vez más: no. La justicia de Dios existe, y para todos, la fatalidad no es otra cosa que el castigo merecido. La fatalidad os respeta cuando os encontráis bajo la protección de un espíritu de Dios, mas esta protección no se adquiere sin sacrificios y los sacrificios son expiaciones. La supremacía del mando, la servidumbre, la riqueza, la esclavitud, son expiaciones. La virtud en los reyes es poco común, el coraje de los esclavos es poco común, el vigor del espíritu en los deprimidos es poco común, la liberalidad en los ricos es poco común. Mientras tanto todos se liberarían de la fatalidad mediante la virtud, el coraje, la energía del espíritu y la liberalidad. Todos progresarían en el sendero del propio mejoramiento si estuvieran convencidos de la justicia de Dios y de las promesas de vida eterna. La justicia de Dios a todos nos protege con el mismo apoyo y nos carga con igual fardo. Ella nos promete la misma recompensa y nos humilla del mismo modo, nos alumbra con la misma antorcha y nos abandona con el mismo rigor. No preludiemos nuestra decadencia intelectual con la aceleración de nuestros principios religiosos, alimentemos en cambio nuestro espíritu, con el cuadro colocado constantemente en la luz ante nosotros, de la infalibilidad de la Justicia Divina. Pidamos la protección de los espíritus de Dios, mas no nos imaginemos que ellos han de proteger a los unos más que a los otros sin la purificación del alma protegida. Yo me había alejado de mi objetivo al alejarme de Jerusalén, pero remedié en parte mi error estableciéndome en Cafarnaúm. Pero los espíritus de Dios no me habían guiado en estas circunstancias, por cuanto la parte intelectual de mi obra me pertenecía completamente. El objetivo de mi vida debía honrarme o llenarme de arrepentimiento, y los espíritus de Dios se apartarían de mí si mis alegrías humanas ofendieran su pureza. Espíritus de desorden me inspiraban penosas indecisiones, espíritus de tinieblas agitaban mi mente con dudas sobre mi destino, espíritus de orgullo hacían resplandecer ante mis ojos la pompa de las fiestas mundanas y el placer de los amores carnales. Perdido en medio de una turbación indecible, levantaba los ojos al cielo con mirada escudriñadora, y más firme después de la plegaria, luchaba con coraje. Bien lo saben los que dicen: «Jesús fue transportado sobre una montaña y el demonio le mostró los reinos de la Tierra para tentarlo». Hermanos míos, el demonio, figura alegórica del espíritu del mal, se encuentra dondequiera que haya espíritus encarnados en la materia, y yo me encontraba entregado a las olas de ese mar que se llama Vida Humana. La ley de perdición, la ley de conservación, los goces materiales, los goces espirituales, se disputan el espíritu del hombre y la victoria corona al espíritu que ha sabido luchar hasta su completa purificación. Yo reprimía los instintos de la naturaleza carnal, tomando fuerzas en el eterno principio del poder de la voluntad, pues la luz de mi espíritu sólo me iluminaba durante el reposo que sigue a la lucha, durante la calma que viene después de la tempestad. Debido a mi fuerza de voluntad yo era dueño de las pasiones funestas para el progreso del ser, y durante el descanso de mis fuerzas parecía que la memoria espiritual renaciera en mí; consideraba entonces la habitación temporaria del cuerpo como una estrecha cárcel para el espíritu y el aire de la libertad anímica entraba en mi pecho en celestes aspiraciones. La facilidad que yo tenía para descubrir las debilidades de los hombres, los colocaba bajo mi dependencia. Mis palabras adquirirían el alcance de revelaciones, cuando las llagas venían a quedar al descubierto, y la apariencia de predicciones, cuando la indignación desbordaba de mi pecho. Mis esfuerzos en el curar se dirigían también al cuerpo, cuyos sufrimientos me era dado apreciar por algunos estudios adquiridos al respecto. Por lo que respecta a mis medios de cura, consentí en admitir, hermanos míos, que su virtud era puramente humana, y dejad que mis milagros duerman en paz. Estos han arrojado sobre mí esa oscuridad de la que ahora vengo a librarme. El centurión de Cafarnaúm es un personaje tomado de entre los que me debieron la salud y la tranquilidad. A todo lo que se ha dicho referente a este hecho, yo le opongo un desmentido formal, por cuanto esas palabras no podían ser favorables a la creencia en mi divinidad, mientras que nadie en mi vida carnal me tomó por un Dios, porque las multitudes eran mantenidas por mí en la adoración de un solo Dios, Señor y dispensador de la vida, porque mi título de hijo de Dios no implicaba la transgresión del principio sobre el que descansa la personalidad divina, porque la eterna ley de los mundos coloca la muerte corporal en el abismo del olvido, mientras el pensamiento sigue al espíritu en el campo de la inmortalidad, porque la muerte es el término prescrito por la voluntad divina, que no puede desmentirse, porque la resurrección se debe entender tan sólo en el sentido de la liberación del espíritu; porque la resurrección del cuerpo sería un paso hacia atrás mientras el Espíritu camina siempre hacia adelante. La resurrección, hermanos míos, jamás tiene lugar; la muerte nunca devuelve su presa. La muerte, emblema de la petrificación, es el aniquilamiento de la forma material. El espíritu que ha abandonado dicha materia no se preocupa más de ella y sólo la vida que se abre delante de él lo cautiva y lo arrastra. Jesús no ha podido resucitar a nadie. Tampoco es Jesús quien curó con la imposición de sus manos y con sus palabras. Él oró, pidió la liberación de los enfermos y consoló a los pobres, hizo nacer alegrías en el corazón de los afligidos, y esperanzas en el alma de los pecadores. La tierna melancolía de sus conversaciones atraía a su derredor a los melancólicos y a veces su dulce alegría despejaba los más siniestros semblantes. Los pobres eran sus asiduos compañeros y las mujeres de mala vida corrían hacia él para buscar en sus palabras el olvido, la fuerza, la compasión y el alentamiento. El temerario ardimiento del justo no arrastró jamás a Jesús hacia el desprecio, y encima de la vergüenza, él tendía con premura el velo radiante de la purificación. Mi Padre decía: «conoce nuestra debilidad. Él nos espera y nos llama con cariñoso empeño. Corramos a arrojarnos en sus brazos y los más grandes delitos serán perdonados». «Mi padre es también el vuestro; mi habitación será igualmente la vuestra. Dejad pues a vuestros muertos y venid a habitar con los vivos». Con las palabras vuestros muertos yo quería indicar los excesos y los proyectos insensatos, las desilusiones y las manchas de la vida, los goces desordenados, los infortunios fatales para la prosperidad material y las malas influencias del amor, del odio, del remordimiento y del terror, del pecado y del temor del castigo. Las alegrías inocentes devolvían la sonrisa a mis labios y los niños eran siempre por mí bien recibidos. «DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN HACIA MÍ», decía, y tomaba sus manos entre las mías y los colmaba de caricias. Los odios y las discusiones se calmaban por la virtud de mi ascendiente. Todas las rivalidades desaparecían del círculo que yo había formado, y la tierna simpatía de las mujeres echaba sobre mi vida la sombra protectora de las madres, por los cuidados que eran inherentes a mi persona. Yo descansaba en una lancha pescadora durante la noche de las fatigas del día, escuchando las alegres conversaciones de mis amigos. Los deberes del apostolado, las enseñanzas del pastor, dejaban lugar, durante esas horas de reposo, a expansiones llenas de atractivos, de confidencias y de afectos. Los hijos me entretenían con las alegrías y tristezas propias de su edad, y los padres me interrogaban respecto a las aptitudes de cada uno y de la posición que les convenía. ¡Qué noches deliciosas nos proporcionaban el esplendor de la bóveda celeste, la transparencia del agua, el ansia de los corazones, la sencillez de las almas, las plegarias al Creador y la felicidad resplandeciente en medio de la mediocridad y del trabajo! Hermanos míos, yo bebo en estos momentos en mis recuerdos y quisiera reproduciros la emoción de mis fieles cuando, de pie sobre una tabla colocada al través de la lancha, yo les explicaba las grandes verdades del porvenir. Así se terminaba con los festejos luminosos del espíritu, las cálidas fiestas del corazón, y no dejaba a mis amigos sino rodeado y bendecido por ellos. Mi hospedaje era en la casa de Barjonne, padre de Cephas y de Simón, el primero llamado más tarde Pedro, el segundo llamado por los hombres Andrés; los tres eran pescadores. Las prerrogativas de Cephas tienen su origen en el cariño extraordinario que me demostró desde los primeros días. El carácter sombrío del hermano no dio lugar a la misma confidente expansión. Pocas caras me han quedado tan profundamente grabadas como la de Cephas. Veo aún la expresión de esa cara llena de franqueza y de cierta finura. Sus ojos eran azules y lanzaban relámpagos de inteligencia por encima de unos carrillos frescos y sonrosados y sus labios gruesos sonreían a menudo con el descuido ingenuo de un alegre hijo de la naturaleza. La cabeza de Cephas era grande, sus cabellos abundantes y de color dorado, anchas espaldas y elevada estatura. Sus movimientos, más bien lentos, anunciaban la reflexión. Aun en medio de los trabajos más activos, su fisonomía reflejaba con fidelidad las emociones del alma. Cuando pensé en atraerme su cariño, me detuvo con estas palabras: «Puesto que la oración es eficaz cuando sale de tus labios, Señor, ordena a los vientos que me sean favorables durante la noche. Llenad mis redes, y yo creeré en el poder de tu palabra». «La oración, le contesté, honra a quien la eleva; pronuncia tú mismo, amigo mío, la fórmula de tus deseos y Dios te oirá si esos deseos son la expresión de la sabiduría y de las necesidades de tu vida». Mi pobre Cephas no estaba acostumbrado a la elevación del corazón mediante la plegaria y hasta mi llegada poco se preocupaba de las cosas de la vida futura. La oración le fue dictada por mí y al día siguiente, a media mañana fui a informarme del resultado. Encontré a los pescadores muy ocupados, encontrándose ya en el séptimo mercado de pescados, tomados durante la noche. Se me festejó y Cephas se puso de rodillas diciendo: «¡Señor! ¡Señor! Tú eres seguramente aquel que Dios ha enviado para hacerme paciente en las adversidades y alegre en la abundancia». Levanté a Cephas y le dije: «Solamente Dios es grande, solamente Dios merece tus transportes de reconocimiento y de amor. Tan sólo Dios, fuerte y poderoso, distribuye la abundancia y las bendiciones entre los que dirigen sus oraciones». Me retiré dejando a los pescadores en libertad de entregarse a sus faenas. No faltó quien, exagerando el alcance de este hecho, favoreció la creencia en los milagros. La religión pura y sencilla de Jesús no existe más. Con rumbosidad delirante, honores tontos y frías reliquias, cayó esta religión al nivel de las más burdas fábulas. Las elevadas verdades enseñadas por Jesús, han sido sustituidas por fantasías, y los fanáticos partidarios de mi Divinidad han arrastrado mi nombre entre el lodo y la sangre, en los abominables espectáculos de la Inquisición y sobre los campos de batalla. ¡Pobres mártires! ¡Y vosotros, intrépidos luchadores de la razón, marchad a través de los mundos, corred en busca de la verdad eterna, ascended por encima de las sofocantes humanidades y derramad luz sobre ellas! Tus esfuerzos y tu patrocinio sirvieron para la emancipación de algunos hombres, ¡oh joven e intrépido atleta de las arenas de la inteligencia! Y tú en cambio… ¡Mueres pobre, cansado, deseoso de vivir aún, para dar término a la página empezada! La página empezada se terminará en otra parte y tú te verás libertado de este cuerpo de fango, alejado de estos estertores de muerte, desilusionado de las sombras, empujado hacia la luz infinita, saciado de amor y de libertad. Firme campeón de una nueva idea, tú vas a expiar tu delito… La muerte está ahí; la muerte en medio de una muchedumbre gritona y estúpida… Mas, te sostendrán los ángeles en tu hora suprema y ascenderás hacia la eterna luz. Desciende, hermano mío, los últimos peldaños de la vida humana, ellos te llevarán hacia el vestíbulo de la eternidad. La tumba abrirá para ti los esplendores del día y te serán reveladas las armonías del poder creador. La vejez de tu cuerpo es pesada, mas el alma joven está por salir de esa tumba y te será dada, hermano mío, la revelación sublime de lo que has presentido. Habla a tus hermanos, sé aún útil a la humanidad. Estudia, pide a Dios la llave que abre la mansión fastuosa de su pura luz, penetra hacia la bóveda de los esplendorosos astros y vuelve a la Tierra para darle la prueba de tus nuevos descubrimientos. A todos vosotros, hombres pensadores, y hombres de acción, a vosotros, amigos míos, os corresponde la admiración de los espíritus que os han precedido. A vosotros os corresponde la fuerza, el poder y la perseverancia en la palabra y en los pensamientos de regeneración. En la manifestación de la verdad, hermanos míos, hay que manifestarse en contra de los excesos de la indignación, hacia los que pueden empujarnos el recuerdo del pasado, y conviene mostrarse fuertes en presencia del presente para fundar el porvenir. Yo dirijo a todos palabras de perdón y de consuelo. Deponed las armas y amaos los unos a los otros. Un solo lazo existe para enlazar a la humanidad entera: él es el amor. No hay más que una puerta de salida de la degradación: el arrepentimiento, y si en la hora postrera el arrepentimiento hace inclinar la cabeza del culpable, la justicia de Dios, impregnada de su misericordia, se inclina sobre esa cabeza. La expiación de las culpas es inevitable, mas el arrepentimiento del pecador quita a la expiación su carácter ignominioso del castigo y la desesperación de la vergüenza. Hermanos míos, os doy la palabra de paz, os doy la promesa de vida y os bendigo.

viernes, 20 de diciembre de 2013

AYUDATE HOY

Sí, en las leyes de la reencarnación, casi todos nosotros, los hijos de la
Tierra, tenemos un pasado a rescatar, el presente a vivir y el futuro a construir.
Recordémonos, así, de que, en las concesiones de la Providencia Divina,
nuestro más precioso lugar de trabajo se llama "aquí" y nuestro mejor
tiempo se llama "ahora".
Detengámonos, por eso, en la importancia de las horas de hoy.
Ayer, perturbación.
Hoy, equilibrio.
Ayer, el poder desviado.
Hoy, la subalternidad edificante.
Ayer, la ostentación.
Hoy, el anonimato.
Ayer, la incomprensión.
Hoy, el entendimiento.
Ayer, el desperdicio.
Hoy, la parsimonia.
Ayer, la ociosidad.
Hoy, la diligencia.
Ayer, la sombra.
Hoy, la luz.
Ayer, el arrepentimiento.
Hoy, la construcción.
Ayer, la violencia.
Hoy, la armonía.
Ayer, el odio.
Hoy, el amor.
Nos dice la sabiduría de todos los tiempos - "Ayúdate que el Cielo te ayudará"
-, afirmativa sublime que nos permitimos parafrasear, acentuando
"Ayúdate hoy, que el Cielo te ayudará siempre".
André Luiz

martes, 10 de diciembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 3ª PARTE

APOSTOLADO DE JESÚS EN DAMASCO
Hermanos míos: Mi estancia en Jerusalén durante seis años consecutivos pone de manifiesto los preparativos de mi misión.
A los veintinueve años salí de Jerusalén para hacerme conocer en las
poblaciones circunvecinas. Mis primeras tentativas en Nazaret no fueron coronadas por un buen suceso. De ahí me dirigí a Damasco donde fui bien acogido. Me parecía necesaria una gran distancia de Jerusalén para desviar de mí la atención de los sacerdotes y de los agitadores de dicha ciudad. Los sacerdotes habían empezado ya a fijarse demasiado en mí; los segundos me conocían desde hacía mucho tiempo y yo tenía que evitar las persecuciones en esos momentos y abandonar toda participación en las turbulencias populares. En Damasco no tuve fastidios por parte de las autoridades gubernativas ni por parte de los elementos de discordia, que se infiltran a menudo en el seno de las masas, y tampoco por la indiferencia de mis oyentes. Felicitado y tenido por la
mayoría como un profeta, llevé ahí el recuerdo de un poco de bien esparcido en parte
con mis instrucciones generales y en parte con los consejos de aplicación personal
para las situaciones de mis consultantes. Abandoné esa ciudad a mitad del verano y
me dirigí hacia Tiro, otro centro de población.
Estudié antes que todo, la religión y las costumbres de los habitantes y pude
convencerme de que la religión pagana, profesada por el estado, hacía pocos devotos
verdaderos. Los hombres dedicados al comercio, no eran nada escrupulosos en
materia religiosa. Las mujeres, ignorantes y dominadas por el loco apego al cuerpo,
sumían su existencia en la triste y degradante esclavitud del lujo y de la degradación
moral. Los sacerdotes enseñaban la pluralidad de los dioses. Diversos sabios
predicaban sofismas, inculcando la existencia de una Divinidad superior que tenía
otras inferiores bajo su dependencia. Algunos discípulos de Pitágoras humillaban la
naturaleza humana en el porvenir condenándola a entrar en la envoltura de un animal
cualquiera. Algunos honraban a la Tierra como el único mundo y otros comprendían
la majestad del Universo poblado de mundos. Había quienes divagaban en el campo de las suposiciones y quienes enseñaban la moral basándola en la inmortalidad del alma, cuyo origen divino sostenían. Había hombres condenados fatalmente al embrutecimiento de la humanidad, haciendo predicciones y lanzando oráculos.
Había, en fin, hombres que adoraban al Sol como el rey de la naturaleza y el bienhechor de todo lo que existe.
Queriendo dar un desmentido a la mayor parte de estas creencias, tuve que limitarme en un principio, a la enseñanza de la adoración de un sólo Dios y del cumplimiento de los deberes fraternos. Mas, gracias a los protectores de que pude rodearme entre los interesados en sacudir el poder de los sacerdotes, pronto me encontré en muy buenas condiciones para enseñar la doctrina de la vida futura. Penetrado de la alta protección de Dios, mis palabras llevaban la fuerza de mi
convicción. Lejos de mi patria y pobre, era buscado por los hombres de buena voluntad, y
las mujeres, los niños y los viejos se disputaban el honor de servirme y de conversar
conmigo. Un día en que el calor había sido sofocante, me hallaba sentado, después de la
caída del Sol, delante de una casa en que había descansado. Densas nubes corrían
hacia el Oeste; se acercaba el huracán y la gente retardada pasaba apurándose para
llegar a sus casas. Como siempre, yo estaba rodeado de niños y de mujeres, y los
hombres, un poco más distantes esperaban que la lluvia, que caían ya algunas gotas,
me hiciera entrar en casa. La naturaleza en lucha con los elementos, presentó ante mi espíritu la siguiente observación:
«En todo se manifiesta la bondad de Dios y los hombres tendrán que comprender los deberes que les impone el título de Señores de la Tierra, que se dan aprovechando las lecciones que les proporciona el Señor del Universo».
«Penetraros, hermanos míos, de la tempestad que se levanta en vuestros corazones cuando las pasiones lo invaden, comparándole con los esfuerzos de la tempestad que  aquí se está preparando
los mismos fenómenos se ponen en  evidencia. La mano soberana de Dios es la dispensadora de los dones del aviso, así como el testimonio de los reproches».
«La tempestad muy pronto estallará. ¿Dónde están los pájaros del cielo y los
insectos de la tierra? Al cubierto de la tempestad, respecto a la cual la Divina
Providencia os ha prevenido».
«¡Ay de los imprudentes y de los orgullosos que han descuidado el aviso para
dormirse en la pereza y desafiar las leyes de la destrucción! Serán barridos lejos por
el soplo del huracán».
«La tempestad que surge en vuestros corazones, hermanos míos, se anuncia
con la necesidad de placeres ilícitos o degradantes para vuestros espíritus. ¿Dónde se
encuentran los hombres débiles o los hombres orgullosos después del desahogo de
sus pasiones? En el lugar maldito en que la tristeza del espíritu es una expiación de
sus locuras».
«La serenidad del cielo, hermanos míos, es la imagen de vuestras almas,
cuando se encuentran libres de las negras preocupaciones de la vida. El huracán
seguido de la dulce armonía de los elementos, es la del hombre vencedor de sus
pasiones»
«Hermanos míos, el huracán se estremece amenazador… ¡Pero bendigamos la
Divina Providencia! Los pájaros del cielo se encuentran al descubierto. Las pasiones
os solicitan, el huracán está cerca, la tempestad se prepara, mas vosotros estáis advertidos y saldréis victoriosos».
La voz de una jovencita contestó a mi voz: «Sé bendito tú, Jesús el profeta,
que demuestras la bondad de Dios y que derramas la dulzura y esperanza en nuestros corazones». La familiaridad de mis conversaciones permitía estas formas de admiración, al
mismo tiempo que favorecía a menudo, las preguntas que se me hacían con un fin
personal. Un instante después, el huracán se encontraba en todo su furor.
Me quedan recuerdos claros de mis emociones en medio de ese pueblo tan
diferente de los pueblos que visité después, y no hay ejemplo de los peligros que sólo
con habilidad evité ahí. En todas partes, el Mesías hijo de Dios, se anunciaba con palabras severas,
dirigiéndose a los ricos y poderosos; en todas partes el hijo de Dios, era insultado y
despreciado por los que él acusaba, pero ahí las precauciones y la paciencia de Jesús
le valieron el amor sin reticencias del pueblo y el apoyo de los grandes.
Toda la perspicacia de Jesús fue puesta en juego en esa ciudad famosa y de los
goces mundanos, en el centro de los placeres y del lujo más desenfrenado, en la parte
del mundo más ejercitada en las transacciones, los cambios, y demás minuciosos
detalles comerciales. Jamás Jesús desplegó tanta habilidad y se hizo de tantos amigos
como allí. Jamás el apóstol fue tan sentido como por esos paganos de Espíritu frívolo
y sumergidos en los hábitos de una existencia alegre y dulce.
El triste objetivo de Jesús, humanamente hablando, data tan sólo del día en
que abandonó los pueblos lejanos para dirigirse únicamente a la
poblaciones  hebreas siempre obstínadas en desmentirlo y calumniarlo. Pocos son los hombres que tienen el coraje de aceptar opiniones que choquen con las de los demás. La
mayoría de los hebreos creía que la autoridad del dogma descansaba sobre la autoridad de Dios y que predicar la majestad de Dios independientemente de las ataduras que le había proporcionado la ignorancia de los pueblos bárbaros, era
profanar el culto establecido, haciéndole experimentar modificaciones humanas, desaprobadas por Dios, autor del mismo culto. Después de la purificación de mi vida terrestre y del camino hecho en los honores espirituales, yo desciendo con alegría a la narración de esta vida cuando ya mis recuerdos se encuentran desembarazados de la ingratitud humana y participo en una forma más amplia de los males de la totalidad de los seres, cuando me reposo en la afección de algunos de ellos.
Alejemos pues hermanos míos, lo que me separa de los días que pasé en
medio de ese pueblo, alegremos aún el alma mía con la multitud que me rodeaba con
tan respetuosa ternura y no anticipemos los dolorosos acontecimientos que
empezaron a desarrollarse con mi salida de dicha ciudad.
En adelante me encontraréis en esa historia como apóstol, predicando el reino
de Dios, pastor que reúne su grey, maestro que catequiza a sus alumnos. En esa
ciudad en cambio yo era el amigo, el hermano, el profeta bendecido y consolador.
Tanto los ricos como los pobres, los ociosos como los trabajadores, venían hacia mí y me colmaban de amor. Quedémonos por un momento aún ahí, hermanos míos, y escuchad la dolorosa circunstancia de la muerte de una joven:
Yo no la he resucitado, pero hice brotar en el alma de los que lloraban, la fe en la resurrección y la esperanza de volverse a reunir. Consolé al padre y a la madre, haciéndoles comprender la locura de los que lloran por la vida humana frente a la suntuosidad de la vida espiritual. Inculqué en todos los que se encontraban presentes el pensamiento del significado de predilección por parte de Dios para con los espíritus que llama hacia sí en la infancia o en la adolescencia de esta penosa estación de nuestro destino. Mis amigos se demostraban ávidos de escuchar las demostraciones de la naturaleza humana y de la muerte, sobre todo de ésta, que dejaba en sus almas una impresión tan dolorosa que el demolerla rodeándola de una aureola de luz, era como arrojar una llama en medio de las más densas tinieblas y dar movimiento a un cadáver. Para las imaginaciones más ardientes y para los caracteres
movedizos, no conviene llamar la atención sobre un punto, sino cuando este punto toma proporciones enormes, debido a la actualidad de los acontecimientos. Elegía mis ejemplos en los hechos presentes y jamás mis discursos fueron preparados con anticipación para esos hombres, fáciles para conmoverse, pero difíciles para ser dominados con la atracción de una ciencia privada de la excitación de los sentidos. Al acercarse la muerte de esta muchacha, el padre vino a buscarme en medio
de la multitud y me arrastró hacia su casa. Ya el frío de la muerte invadía las extremidades y la naturaleza había abandonado toda lucha. La cara demacrada revelaba un mal profundo y los ojos no miraban… la vida se retiraba poco a poco. El silencio del cuarto mortuorio sólo era interrumpido por los gemidos, entre cuyo murmullo desolante se confundían los últimos suspiros de la jovencita. Me acerqué entonces a la muerta y pasándole la mano por la frente, la llamé tres veces con la voz
de un inspirado. En esta evocación no tomaba el menor lugar la idea de llamarle a la
vida. Los presentes no eran víctimas de una culpable maquinación, puesto que mis
actos no podían significar otra cosa a sus ojos sino esfuerzos para convencerlos de la
vida espiritual. Me di la vuelta enseguida hacia el padre con la alegría de un
Mensajero Divino: Tu hija no ha muerto, le dije. Ella os espera en la patria de los
espíritus y la tranquila esperanza de su alma irradia en el aspecto de esta cara cálida
aún por el contacto del alma. Ella ha experimentado en estos momentos el efecto de
las inexorables leyes de la naturaleza, mas la fuerza divina la ha reanimado y levanta
el velo que os ocultaba el horizonte para deciros:
«¡Oh padre mío, consuélate! La alegría me inunda, la luz me deslumbra, la
dulce paz me envuelve y Dios me sonríe».
«¡Padre mío! Los prados se adornan de flores, el esplendor del Sol las encorva
y marchita, pero el rocío las reanima y la noche les devuelve la frescura».
«¡Padre mío! Tu hija se marchitó por los soles de la Tierra, pero el rocío del Señor la transformó y la noche de la muerte te la devuelve brillante y fuerte».
«¡Padre mío! La misma alegría te será concedida si repites y practicas las enseñanzas de mi madre. Tú eres el pobre depositario de los días malos, yo en cambio soy la privilegiada del Señor, puesto que no merecía sufrir por más tiempo, siendo que la Providencia distribuye a cada uno las penas y las alegrías según sus méritos».
La infeliz madre estaba arrodillada en la parte más oscura del cuarto. Las personas de la familia la rodeaban y al aproximarme a ella se hicieron de lado. «¡Mujer, levántate!, le dije con autoridad. Tu hija está llena de vida y te llama.
No creas a estos sacerdotes que te hablan de separación y de esclavitud, de noches y de sombras. La luz se encuentra siempre dondequiera que esté la juventud pura y coronada de ternura filial».
«La libertad se encuentra en la muerte. Tu hija es libre, grande, feliz. Ella te seguirá de cerca en la vida para darte la fe y la esperanza. Dirá a tu corazón las palabras más apropiadas para darle calor, dará a conocer a tu alma la reunión y el dulce abrazo de las almas. Te hará conocer el verdadero Dios y caminarás guiado por la luz de la inmortalidad».
«Hombres que me escucháis, vosotros todos que deseáis la muerte en medio
de la adversidad y que olvidáis en medio de los placeres de los favores terrestres,
aproximaos a este cadáver, el espíritu que lo anima doblará su cabeza sobre las
vuestras y el consuelo, la fuerza y la esperanza descenderán hacia vosotros».
«Padre y madre, poned de manifiesto la felicidad de vuestra hija, elevando
preces al Dios de Jesús: Dios, Padre mío querido, manda a este padre y a esta madre
la prueba de tu poder y de tu amor».
Todas las miradas estaban fijas sobre la muerta, y la pobre madre se había
adelantado como para recibir una contestación de esos labios ya para siempre
cerrados… El último rayo de Sol que declinaba, se reflejaba sobre el lecho fúnebre y
las carnes descoloridas tomaban una apariencia de vida bajo ese rayo pasajero. El
rubio cabello ensortijado formaba un marco alrededor de la cara de la niña y el calor
de la atmósfera hacía parecer brillante y agitada esa cabellera en-rulada y húmeda
delante de la muerta. La penosa emoción de los presentes se había convertido en
éxtasis. Ellos pedían la vida real a la muerte aparente y la grandeza del espectáculo
calentaba sus imaginaciones desde ya tan febriles; mis palabras se convirtieron en
conductores de electricidad y el gentío que llenaba el aposento cayó de rodillas
gritando: ¡Milagro!
Habían visto a la muerta abrir los ojos y sonreírle a la madre. Le habían visto
agitarse los cabellos bajo el movimiento de la cabeza y la razón, sucumbiendo en su
lucha con la pasión de lo maravilloso. Esto agrandó mi personalidad en un momento,
con intensas manifestaciones de admiración.
El milagro de la resurrección momentánea de la joven quedó establecido con
la espontaneidad del entusiasmo, y el profeta, llevado en triunfo, creyó obedecer a
Dios no desmintiendo la fuente de sus próximos sucesos.
Pude desde ese día hablar con tanta autoridad, que los sacerdotes se resintieron al fin y tuve que decidirme a partir.
Empecemos a ocuparnos, hermanos míos, de la preparación de la primera
entrevista con Juan apodado El Solitario por sus contemporáneos y que los hombres
de la posteridad convirtieron en un bautizador. La apariencia de Juan era realmente
la de un bautizador, puesto que también me bautizó a mí en las aguas del Jordán,
según dicen los historiadores. Tengo que aclarar algunos hechos que han permanecido oscuros por el errorde los primeros corruptores de la verdad.
Juan, era hijo de Ana, hija de Zacarías y de Facega, hombre de la ciudad de
Jafa. Él era el «Gran Espíritu», el piadoso solitario, que era distinguido por el general
afecto, y los hombres tuvieron razón en hacer de él un Santo, porque esta palabra
resume para ellos toda la perfección. Predicaba el bautismo de la penitencia y la ablución de las almas en las aguas espirituales. Había llegado al ápice de la ciencia divina y sufría por la inferioridad de los hombres que lo rodeaban. No tenía nada de fanático y la severidad para consigo mismo lo pone a salvo de los reproches que podrían hacérsele por la severidad de sus discursos. La fe ardiente que lo devoraba, comunicaba a todas sus imágenes la apariencia de la realidad y permanecía aislado de los placeres del siglo, cuyas vergüenzas analizaba con pasión. La superabundancia
de la expresión, la hábil elección de las comparaciones, la fuerza de sus argumentos, colocaban a Juan a la cabeza de los oradores de entonces. Mas la desgraciada humanidad que lo rodeaba, lo llevaba a excesos de lenguaje, a terribles maldiciones, y fanatizaba cada vez más al hombre fuerte que comprendía la perfección del
sacrificio. Hombres del día, vosotros estáis deseosos de los honores de las masas, Juan lo estaba de los honores divinos. Vosotros ambicionáis las demostraciones efervescentes; oh, hombres afortunados y encargados por Dios para honrar las cualidades del espíritu y la virtud del corazón, él ambicionaba solamente las
demostraciones espirituales y el amor divino. Vosotros hacéis poco caso de la moralidad de los actos cuando la suntuosidad externa responde de vosotros ante los hombres; él despreciaba la opinión humana y no deseaba sino la aprobación divina.
Juan habitaba durante una parte del año en los sitios más agrestes y los pocos discípulos que lo acompañaban proveían sus necesidades. Frutas, raíces y leche componían el alimento de estos hombres y ropas de lana grosera los defendían de la humedad y de los rayos solares. Juan se dedicaba en la soledad a trabajos en comiables y los que lo seguían eran honrados con sus admirables conversaciones.
Él meditaba sobre la generosa ternura de las leyes de la naturaleza y deploraba la ceguera humana. Descendía de los ejercicios de apasionada devoción a la descripción de las alegrías temporales para los hombres sanos de espíritu y de corazón, y el cuadro de la felicidad doméstica era descrito por esos labios austeros con dulces palabras y delicadas imágenes. El piadoso cenobita coordinaba los
sentimientos humanos y gozaba con las evocaciones de su pensamiento, cuando se encontraba lejos de las masas.
El melodioso artista poetizaba entonces los sentimientos humanos y el amor divino le prestaba sus pinceles. Pero en el centro de las humanas pasiones, el fogoso atleta, el apóstol devoto de la causa de los principios religiosos, se mostraba irritado y desplegaba el esplendor de su genio para abatir el vicio y flagelar la impostura. En el desierto, Juan reposaba con Dios y se dejaba ver al hombre con sus íntimas
aspiraciones; en la ciudad él luchaba con el hombre y no tenía tiempo de conversar
con los espíritus de paz y mansedumbre. La principal virtud de Juan era la fuerza. Esta fuerza lo llevaba al desprecio de las grandezas y al olvido de los goces materiales. La fuerza lo guiaba en el estudio de los derechos de la criatura y en la meditación de los atributos de Dios. La fuerza le hacía considerar el abuso de los placer es como una locura y el sabio dominio sobre las pasiones, como una cosa sencilla. La fuerza se encontraba en él y la justicia salía de su alma. La elevada esperanza de las alegrías celestes, lo atraía hacia ideales contemplativos y la aspiración hacia lo infinito lo llenaba de deseos… Él no comprendía la debilidad y las atracciones mundanas. Hacía de la grandeza de Dios la delicia de su espíritu, y la Tierra le parecía un lugar de destierro en el que él tenía el cuidado de las almas.
«Otro vendrá después que yo, decía, que lanzará la maldición y la reprobación sobre vuestras cabezas; oh judíos endurecidos en el pecado, oh paganos feroces e
impuros, niños atacados de lepra antes de nacer… y vosotros, grandes de la Tierra
¡Temblad! La Justicia de Dios está próxima».
El fraude y las depravaciones de las costumbres, Juan los atacaba con frenesí,
y la marcha de los acontecimientos demostró, que él no respetaba a las cabezas
coronadas más que a los hombres de condición inferior.
La centella de su voz potente iba a buscar la indignidad en el palacio y
revelaba el delito fastuosamente rodeado. Las plagas de la ignorancia, las orgías de la
pobreza lo encontraban con una compasión agria, que se manifestaba con la
abundancia de la palabra y con la dureza de la expresión.
Juan pedía el bautismo de fuego de la penitencia y quería el estigma de la
expiación. Predicaba, es cierto, el consuelo de la fe, mas era inexorable con el
pecador que moría sin haber humillado sus últimos días en las cenizas de sus
pecados. Él permanecía una parte del año en la ciudad y la otra en el desierto. He
dado ya a conocer la diferencia de humor que se manifestaba por efecto de estos
cambios. Me queda que describir las abluciones y las inmersiones generales en el
Jordán. Los judíos elegían para dichas abluciones parciales y para las inmersiones
totales un río o un canal, y las leyes de la higiene se asociaban en ello con las de la
religión. El Jordán, en la estación de los calores, veía correr hacia sus riberas multitudes innumerables, y Juan bajaba de su desierto para hacer escuchar de esas gentes sus discursos graves y ungidos.
Su palabra tenía entonces ese carácter de dulzura que él adquiría siempre en la soledad, y su reputación aumentaba el apuro de las poblaciones circunvecinas por practicar las inmersiones del Jordán.
Juan recomendaba el deber de la penitencia y del cambio de conducta después de la observancia de la antigua costumbre, y establecía que la penitencia debía ser una renovación del bautismo.
A menudo les gritaba: «De vuestro lavaje corporal deducid vuestro lavaje espiritual y sumergid vuestras almas en el agua de la fuente sagrada. El cuerpo es infinitamente menos precioso que el espíritu y sin embargo, vosotros nada descuidáis para cuidarlo y embellecerlo, mientras abandonáis el espíritu en la inmundicia de las manchas del mal, de la perdición y de la muerte».
«De la pureza de vuestro corazón, de la blancura de vuestra alma, haced mayor caso y cerrad los oídos  los vanos honores del mundo».
«Resucitad vuestro espíritu mediante la purificación, al mismo tiempo que conserváis vuestro cuerpo sano y robusto con los cuidados higiénicos».
Juan hablará él mismo en el cuarto capítulo de este libro y describirá nuestra primera entrevista, que tuvo lugar en Bethabara.