jueves, 28 de noviembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 2ª PARTE

EL MAESTRO MANIFIESTA SU LIBERTAD DE CONCIENCIA
Desligado de mi sumisión habitual, por el testimonio que había dado de mi libertad de conciencia, me coloqué fuera de la ley del respeto filial y tomé la dirección de mis jóvenes hermanos y hermanas para llevarlos a la fe absoluta de la que yo me sentía penetrado. Les hablaba de las llamas divinas y mi celo no venía a menos a pesar de la poca atención que me prestaban, y del silencio desdeñoso de mi padre.
Así pasó un año. Cansado de mi poca inteligencia para todo lo referente al trabajo manual, mi padre consintió al fin en mandarme a Jerusalén. Se convino que yo estudiaría ahí durante algunos meses y que volviendo más razonable a Nazaret, mi padre tomaría de ello motivo para hacerme continuar mi educación en los años siguientes. Recibí esta noticia con entusiasmo. Mi madre lloró al abrazarme; ella se encontraba bajo la doble impresión de mi alegría y de nuestra primera separación.
Me encaminé con ella y pronto me encontré colocado en la casa de un carpintero que debía enseñarme el oficio de mi padre y concederme salidas bajo el patrocinio de José de Arimatea.
Empecé en la filosofía con ideas precisas sobre la inmortalidad del alma. Mis nociones de historia eran débiles y me costó mucho trabajo fijar mi espíritu en el circuito de las ciencias exactas.
La astronomía llamaba mi atención a causa de las espléndidas maravillas que desenvolvía bajo mis ojos, pero la contemplación de estas maravillas me alejaba de la curiosidad de las demostraciones, persuadido como estaba, de la insuficiencia de la teoría. Los romanos y los hebreos tenían apenas nociones de astronomía comparados con los egipcios; mas en los pueblos guerreros y en los conquistados, hace poco progreso la ciencia.
Practicaba la observancia de la ley mosaica con escrupulosa exactitud y las fantasías de mi imaginación se detenían en el dogma sagrado. Pero poco a poco fuertes tendencias hacia un espiritualismo más elevado, me hicieron desear las grandes manifestaciones del alma, en el vasto horizonte de las alianzas universales.
Devorado por un inmenso deseo de descubrimientos que embargaba todas mis facultades y de la penosa expectativa de lo desconocido, que atormentaba mis sueños y entristecía mis pensamientos de soledad, rogué, supliqué a José de Arimatea que me explicara los misterios de la Cábala, llamada también ciencia de los espíritus. Yo había oído hablar de esta ciencia como de un escollo para la inteligencia, y se me había asegurado que todos los que abiertamente se ocupaban de ella no se hacían objeto de piedad sino de desprecio.
Pero sabía también que muchos hombres de buena posición social, demostraban desprecio por la ciencia de los espíritus, solamente por respeto humano hacia la opinión general, opinión que se basaba sobre escrúpulos religiosos mantenidos vivos por los sacerdotes.
José recibió muy mal mi curiosidad. La Cábala, según él, servía tan sólo para producir la turbación, la inquietud, la semilla de la revuelta en los espíritus débiles.
¿Y cómo podría yo, tan joven, distinguir el buen grano de la cizaña, si la mayoría de los hombres se dejaban desviar del recto camino por una falsa estima de esta ciencia y por funestos consejos dados con ligereza y con malos propósitos?
Volví repetidas veces a la carga, hasta que vencido por mi insistencia, o iluminado tal vez por una repentina visión, José consintió en iniciarme en la ciencia de los espíritus.
«La Cábala, me dijo José, viene desde Moisés, y después de Moisés que mantenía relaciones con los espíritus, pero que daba aspecto teatral a estas relaciones, la Cábala sirvió siempre a los hombres de dotes eminentes para colocar en el seno de la humanidad las preciosas demostraciones recogidas en la afinidad de sus almas, con las almas errantes en el cielo de Dios».
«La Cábala viene desde Moisés, para nosotros que nada vemos más allá de Moisés, mas la Cábala debe ser tan antigua como el mundo. Ella es una expresión de la personalidad de Dios, que confiere sonoridad al espacio y acercamiento al infinito».
«Ella constituye una ley tan grande y honrosa para el espíritu, que éste la define como una aberración, cuando sus aptitudes no lo llevan a estudiarla, o que él recibe toda clase de sacudidas y de aflicciones si la estudia sin comprender su utilidad y su fin».
«Los hombres que hablan a Dios sin tener conciencia de Su majestad, no obtienen de la plegaria más que un fruto seco, que la imaginación les presenta como un fruto sabroso».
«Pero el amargor se hace pronto sentir y así se explica la sequedad del alma, el aislamiento del espíritu, la pobreza de la devoción».
«En la ciencia de las comunicaciones espirituales, el espíritu que se desvía del principio fundamental de esta ciencia, no obtiene nada de verdadero y de útil. Puede dirigirse a elevadas personalidades, pero le contestan inteligencias mediocres y camina como un ciego, retardándose cada vez más en las escabrosidades del camino».
«El principio fundamental de la ciencia cabalística, reside todo en la abnegación del espíritu y en la libertad de su pensamiento con respecto de todas las nociones religiosas adquiridas anteriormente en su estado de dependencia humana».
Prometí a José mucha prudencia y respeto en el estudio de esta religión, de la que mi alma y mi espíritu estaban enamorados, con el fanatismo de las grandes aspiraciones.
José me escuchaba con el presentimiento de mi predestinación a los honores de Dios (así me lo confesó después), tan grande fue el calor de mis palabras y tal fue la unción de mi gratitud. Dos días después de esta conversación, José me llevó a una reunión compuesta de hombres casi todos llegados a la edad madura. Eran cerca de unos treinta y no dieron muestras de sorpresa a nuestra llegada. Nos colocamos todos cerca del orador.
Las sesiones cabalistas se abrían con un discurso. En él se hacía, como exordio, la enumeración de los motivos que imponían la vigilancia para que no fueran admitidos en la asamblea más que neófitos de quienes pudieran responder los miembros más ancianos. Por lo tanto un miembro recién aceptado, no tenía el derecho de presentar un novicio. Se necesitaban muchos años de afiliación para llegar al patrocinio, mas éste patrocinio no levantaba nunca oposiciones.
Los jóvenes menores de veinticinco años quedaban excluidos, lo mismo que las mujeres; pero las excepciones, muchas veces repetidas, hacían ilusoria esta disposición reglamentaria.
Yo venía a encontrarme en el número de estas excepciones.
Muchos hombres llegaron años después que nosotros. Se hizo enseguida el silencio y se cerraron las puertas.
El orador dedujo los caracteres especiales de estas reuniones en medio de una población que debía temerse por su ignorancia y engañarla para trabajar por su libertad. Hizo enseguida resaltar los principios de conservación, como lo dije ya, y rindió homenaje a mi entrada en el santuario fraternal, dirigiéndome algunas palabras de cariñosas recomendaciones. Todo ello, menos lo que se refería a mí, se repetía en todas las sesiones y tomaba poco tiempo.
Tuvimos enseguida una bella argumentación respecto de la luz espiritual y de los medios para transformarla en mensajera activa de los deseos del Ser Supremo.
¡Ser Supremo! – Estas palabras hicieron inclinar todas las frentes y cuando dejó de oírse la voz elocuente, un estremecimiento magnético dio a conocer una adoración inefable. Algunas preguntas dieron lugar a contestaciones sabias y concienzudas. Se estudiaron páginas magníficas, se explicaron y desvanecieron contradicciones aparentes y dudas pasajeras. Algunas demostraciones profundas depositaron semillas preciosas en el espíritu de los novicios, y la intensidad del amor fraternal de todos los corazones, se manifestó con una larga invocación al Espíritu Divino.
Esta sesión dejó mi alma mayormente deseosa de las alegrías de Dios y mi espíritu en un profundo recogimiento para merecer estas alegrías.
No pronunciamos una sola palabra hasta mi domicilio.
Hasta mañana, me dijo José, separándose de mí.
Al otro día José me dirigió en mis primeros ensayos y se mostró satisfecho por los resultados. Mi regreso a Nazaret dio una tregua a las tareas de mi espíritu.
En el intervalo que empieza con mis quince años de edad, hasta la muerte de mi padre, permanecí la mayor parte de mi tiempo en Jerusalén.
Distinguido por su honradez y por haber mantenido a todos sus hijos en el recto camino del honor y de la sencillez, José murió rodeado de la estima general y del afecto de los suyos. Yo tenía, como dije al empezar este relato, veintitrés años cumplidos, y vuelvo a tomar el hilo de los detalles interrumpidos por la mirada dirigida sobre mis primeros años.
José de Arimatea me tomó como hijo suyo cuando, lejos de mi familia, fui a pedirle asilo y protección. Me ayudó para obtener el perdón de mi madre. Mi madre no solamente me perdonó sino que me dio permiso para seguir mis inclinaciones y una vida independiente.
A medida que la luz de lo alto penetraba mayormente en mi espíritu, él se veía invadido cada vez más por la aversión hacia las instituciones sociales dominantes.
Reconocía seguramente la depravación humana, pero consideraba también la desgraciada condición de los hombres y dirigía mi pensamiento hacia el porvenir, que soñaba confundiéndolos en la ternura del Padre de ellos y mío. Mi presencia en una asamblea de doctores fue acogida favorablemente y me coloqué desde entonces a la vista como orador sagrado. Apoyado por mis antiguos compañeros de
conspiración, pude dedicarme al estudio de los hombres que gobernaban y de los acontecimientos.
En mi casa de Jerusalén pensé en mis trabajos futuros y busqué el prestigio de las clases pobres, sublevándome en contra de los ricos, de los poderosos y de las leyes arbitrarias. Pero no era éste un trabajo partidista, una participación en los propósitos de rebelión de un pueblo, puesto que hacía a Dios el ofrecimiento de mi vida para salvar al género humano. El apasionamiento de mi corazón, me hacía olvidar las dificultades y a menudo, con la cara inundada de lágrimas, las manos tendidas hacia un objeto invisible, fui sorprendido en una posición que parecía crítica para mi razón. Mis amigos me humillaban con tales demostraciones y sarcasmos, y yo me retiraba a pedir perdón a Dios, de mis transportes, acusándome de orgullosos deseos.
Las poblaciones de la Judea representaban para mí el mundo, lo cual era motivo de diversión para los confidentes de mis delirios, y no los asombraba menos la reserva que yo me imponía ante sus burlas. La posteridad no se ha ocupado de la vida que llevé en Jerusalén; ella ignoró las fases de mi existencia y no se conmovió sino de mi predicación y de mi muerte. Pero dichas predicaciones hubieran debido comprenderse que habían sido meditadas, como también había sido prevista mi muerte como coronamiento de mis actos, mucho antes de que se me hubiera tachado de revolucionario y acusándome vehementemente de vanidoso por los mismos que me rodeaban. ¿Cómo podía haber yo aceptado mi misión y mi sacrificio, si no hubiera penetrado en el conocimiento de
las intimidades de las cosas?
Lo repito, pues, la luz de Dios penetraba en mí, me escondía las dificultades que se levantaban en el mundo humano y no me dejaba ver sino el fin, que era el de dirigir la Tierra por un camino de prosperidad y de amor. Elevando mi personalidad, pero atribuyendo a Dios esta elevación, deseando la popularidad, pero resuelto a emplearla exclusivamente en el bien de los demás, midiendo con una mirada llena de luz que me daba el estudio de las leyes de la época, el peligro de muerte que tenía que desafiar y los senderos espinosos que tendría que atravesar, yo había llegado al convencimiento profundo de la eficacia de mis medios.
Democrático por inclinación más que por raciocinios políticos, defensor del pobre con la sola idea de encaminarlo hacia la transfigurada imagen del porvenir y desdeñando los bienes temporales porque me parecían la destrucción de las facultades espirituales, ponía en práctica aún con las personas de mi intimidad, la observancia rigurosa de los preceptos, que tenía la intención de establecer como principios de una moral poderosa y absoluta.
Minaba los cimientos de las murallas de la carne, jurando ante Dios respetar el espíritu a expensas del cuerpo y de sacrificar las tendencias de la materia ante las delicadezas del alma y de permanecer dueño de mí mismo en medio de la violencia y de las pasiones carnales y de elevarme hacia las altas regiones, puro de todo amor humano y sensual; de huir de la compañía de la gente feliz en el ocio y de aproximarme a las relajaciones e infelicidades para convertirlas en arrepentimientos y esperanzas; de apagar en mí todo sentimiento de amor propio y de iluminar a los hombres en el amor de Dios; de añadir a la moral predicada por espíritus elegidos, la moral fraterna predicada por un oscuro hijo de artesano; de hermanar la práctica con la teoría, llevando una vida de pobreza y privaciones, de morir, en fin, libre de los lazos humanos y coronado por el amor divino.
«Con tu poderosa mano, oh Dios mío, has dirigido mis actos y mi voluntad, puesto que tu siervo no era más que un instrumento y la pureza honraba el espíritu del Mesías, antes de que este espíritu se encontrara unido con la Naturaleza humana en la personalidad de Jesús».
Hermanos míos, el Mesías había vivido como hombre sobre la Tierra y el hombre Nuevo había cedido su lugar al hombre penetrado de las grandezas celestes, cuando el espíritu se vio honrado por las miradas de Dios para ser mandado como enviado y mediador.
El Mesías había ya vivido sobre la Tierra porque los Mesías jamás van como mediadores en un mundo que no han habitado anteriormente.
La grandeza de la nueva luz, de la ley que he traído por inspiración divina, se encierra toda en nuestros sacrificios y en nuestro amor recíproco que nos eleva fraternalmente hacia la comunión universal y hacia la paz del Señor nuestro Padre.
Mi sacrificio fue de amor en su más intensa expresión, amor hacia los hombres inspirado por Dios y el amor de Dios que sostiene el espíritu en sus debilidades humanas.
Hermanos míos: la tristeza de Jesús en el huerto de los olivos y la agonía de Jesús sobre la cruz se vieron mezcladas de fuerza y de debilidad. Mas el amor del padre se inclinó sobre la tristeza de Jesús y él se levantó diciendo a sus apóstoles:
«MI HORA HA LLEGADO».
El sudor de sangre y las largas torturas habían disminuido el amor paterno; mas la ternura del Padre reanimó al moribundo corazón, y Jesús pronunció estas palabras:
«PERDÓNALES, PADRE MÍO, ELLOS NO SABEN LO QUE HACEN,HÁGASE TU VOLUNTAD. EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ALMA».
Os lo repito, hermanos míos, la pureza del Espíritu se encontraba en la naturaleza del Mesías, antes de que él se encontrara entre vosotros como Mesías. Os lo repito también, que las miras de Dios echan la semilla en un tiempo para que ella dé frutos en otro, y los Mesías no son más que instrumentos de la divina misericordia.
La palabra de Dios es eterna, ella dice: «Todos los hombres llegarán a ser sabios y fuertes por el amor del Padre».
La palabra de Dios es eterna, ella dice: «Amaos los unos a los otros y amaos sobre todas las cosas».
Ella dice: «El espíritu adelantado se avergüenza, en la materia, al tomar parte en las diversiones infantiles».
«Penetrado de la grandeza del porvenir, honra a éste y devora los obstáculos que se oponen a su libertad».
«Todas las humanidades son hermanas: todos los miembros de estas humanidades son hermanos y la Tierra no encierra más que cadáveres».
«La verdadera patria del espíritu se encuentra espléndidamente decorada por las bellezas divinas y por los claros horizontes del infinito».
Hermanos míos, Dios es vuestro Padre como lo es el mío; pero en la ciudad florida donde se encuentran y toman los Mesías el título de hijo de Dios, nos pertenece de derecho. Llamadme, pues, siempre hijo de Dios, y tenedme por un Mesías enviado a la Tierra para la felicidad de sus hermanos y gloria de su Padre.
Iluminaos con la luz que hago brillar ante vuestros ojos. Consolaos los unos a los otros, perdonad a vuestros enemigos y orad con un corazón nuevo, libre de toda mancha, de toda vergüenza, por este bautismo de la palabra de Dios que comunicó a vuestro Espíritu. El Mesías vuelve a ser mandado en vuestra ayuda, no lo desconozcáis y trabajad para participar de su gloria. Escuchad la palabra de Dios y ponedla en práctica. La divina misericordia os llama, descubrid la verdad con coraje y marchad a la conquista de la libertad mediante la ciencia.
Desechad la peligrosa apatía del alma para aspirar las deliciosas armonías del pensamiento divino, y tomad del libro que os dicto los principios de una vida nueva y pura. Haced el bien aún a vuestros enemigos y progresad con paso firme en el camino de la virtud y del verdadero honor. La virtud combate las malas inclinaciones y el honor verdadero sacrifica todas las prerrogativas del yo por la tranquilidad y felicidad del alma hermana.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 1ª PARTE

JESÚS HABLA DE SU NACIMIENTO Y DE SU FAMILIA
Hermanos míos, escuchad el relato de mi vida terrestre como Mesías:
Yo fui el mayor de siete hermanos.
Mi padre y mi madre vivían en una pequeña casa de Nazaret.
Mi padre era carpintero. Yo tenía veintitrés años cuando él murió.
Tuve que irme a Jerusalén algún tiempo después de la muerte de mi padre, allí, en contacto con hombres activos y turbulentos, me metí en asuntos públicos.
Los romanos gobernaban Jerusalén como todos los pueblos que habían sometido. Los impuestos se establecían sobre la fortuna, pero un hebreo pagaba más que un pagano.
Se daba el nombre de iniciados a los hombres de Estado, y el poder de estos hombres de Estado se manifestaba con depredaciones de todas clases.
Los descontentos me convencieron de que debía unirme a ellos hasta el punto que me olvidé de mi familia. Confié a extraños la tarea de arreglar los asuntos de mi padre, y sordo a los ruegos de mi madre, escuchando y pronunciando discursos propios para excitar las pasiones populares, yo me privé de todas las alegrías filiales y me sustraje a toda influencia de mis hermanos.
Mis correligionarios me inspiraban lástima; y esta lástima no tardó en cambiarse en deseo de corregir sus errores; me fui exaltando cada vez más y Dios me otorgó esa claridad suprema que da estabilidad a la fe, fuerza a la voluntad y alimento a las energías espirituales.
Mis visiones, si este nombre puede darse a la felicidad interna que me acompañaba, me alejaban de mis ocupaciones materiales para trazarme una vida de Apóstol y prepararme para la gloria del martirio. Respecto a los milagros que me atribuyeron, queridos hermanos, ni uno sólo es cierto; pero conviene meditar la sabiduría y la profundidad de la gracia de Dios.
Todos los destinos dotados con una misión, precisan ser alentados por Dios, y la pureza de los ángeles cubre con una sombra protectora la fragilidad del hombre.
El pensamiento de Dios echa la semilla en el presente, y esta semilla dará frutos en el porvenir. La solicitud del Padre sueña la felicidad de todos sus hijos, y el Mesías es mandado por el Padre, para sostener a sus hermanos en medio de los peligros presentes y futuros.
La razón reconoce un Dios que baja de las gradas de su potencia, para compadecer los males de sus criaturas, pero no podría admitir un Dios que favoreciera a los unos, olvidando a los otros, la razón debe negar los honores divinos cuando estos honores no se han establecido para el bien general y explicados por la justicia eterna, de que ya tenéis las descripciones.
La gracia tiene siempre, como pretexto, los designios del Ser Supremo sobre todos, y los Mesías no son más que instrumentos en las manos de Dios.
Dejemos pues los cuentos maravillosos, las despreciables historietas hechas alrededor de mi persona y honremos la luz que Dios permite que se haga en este día, mediante la sencilla expresión de mi individualidad y por medio del luminoso desarrollo de mi misión.
Mi nacimiento fue el fruto del matrimonio contraído entre José y  María. José era viudo y padre de cinco hijos cuando se casó con María. Estos hijos pasaron ante la posteridad como primos míos. María era hija de Joaquín y de Ana, del país de Jericó, y no tenía más que un hermano llamado Jaime, dos años menor que ella.
Nací en Betlén. Mi padre y mi madre habían hecho este viaje, sin duda, por asuntos particulares y por placer, con el objeto de reanudar relaciones comerciales o también para estrechar amistades; he ahí la verdadera historia.
Mis primeros años transcurrieron como los de todos los hijos de artesanos acomodados, y nada ofrecieron como indicio de la grandeza de mi futuro destino.
Yo era de carácter tímido y de inteligencia limitada, tímido como los niños educados con severidad y de limitadas facultades intelectuales, como todos aquellos cuyo desarrollo intelectual se descuida. Para mi familia era un ser inofensivo, huérfano, de cualidades de valer, de lo cual resaltaron las primeras contrariedades de mi existencia y también los primeros honores que tributé a Dios. Débil y pusilánime delante de mis padres, fuerte y animoso ante la gran figura de Dios, el niño desaparecía durante la plegaria para dejar su lugar al espíritu, ardoroso y dispuesto al sacrificio. Me dirigía a Dios con arrebatos de amor y reposaba en brazos de lo desconocido, de la doble fatiga impuesta a mi físico débil y a mi espíritu rebelde.
De la multiplicidad de mis prácticas de devoción resultaba una penosa confusión, que establecía, de más en más, el convencimiento de mi desnudez intelectual. Era costumbre de los habitantes de Nazaret y de las otras pequeñas ciudades de la Judea, de encaminarse hacia Jerusalén algunos días antes de la Pascua, que se celebraba en el mes de marzo. Los preparativos de toda clase que se hacían, daban fe
de la importancia que se atribuía a tal fiesta. Montones de géneros se vendían en dicha ocasión y se combinaban diversas compras para traer algo de la gran ciudad. En el año a que hemos llegado y que es el duodécimo de mi edad, tenía que participar yo también del viaje anual de mi familia, juntamente con el primogénito de mis hermanos consanguíneos. Partimos mi madre, mis hermanos y yo con una mujer llamada María; mi padre prometió alcanzarnos dos días después. Al llegar a Jerusalén mis impresiones fueron de alegría, y mi madre observó el feliz cambio que se había efectuado en mi semblante. Paramos en la casa de un amigo de mi padre. Mi hermano, tenía entonces veintidós años, él merece una mención especial. Mi padre había manifestado siempre hacia este hijo, el más vivo cariño, y los celos oprimían mi corazón cuando me olvidaba de reprimir esa vergonzosa pasión que se quería apoderar de mí.
Yo me había visto privado de las alegrías de la infancia debido a esta predilección paterna. Mi madre percibía algo de mis sufrimientos, pero los cuidados que exigían una numerosa familia le impedían hacer un estudio profundo de cada uno de los miembros de la misma.
Mi padre era de una honradez severa, de un carácter violento y despótico. La dulzura de mi madre lo desarmaba, pero los hijos le daban trabajo a este pobre padre, que no soportaba con paciencia la menor contradicción, y la incapacidad de su hijo Jesús lo irritaba tanto como las travesuras de los otros.
La bondad de mi hermano mayor tuvo por efecto el de destruir mis anteriores descontentos, motivados por la diferencia con que nos trataba nuestro padre, y la tierna María se alegraba al ver nuestra intimidad. La igualdad de gustos y de ideas nos unía más de lo que pudiera parecer a primera vista, y si no hubiera sido por mis preocupaciones religiosas, yo hubiera comprendido mejor la felicidad de esta nuestra armonía.
Encontrándonos solos, mi hermano me preguntó respecto a las impresiones que había recibido en ese día, y pasó enseguida a querer investigar mis pensamientos como de costumbre.
Esta vez me causó muy mal efecto el sermón que me dio mi hermano por mi carácter retraído y por el abuso que hacía de la devoción que me arrastraba al olvido de mis deberes de familia.
Mi hermano se acostó irritado en contra mía y al otro día yo le pedí que olvidara mi descuido de los pequeños deberes, en aras de las elevadas aspiraciones de mi alma. Mi hermano hizo un movimiento de lástima y gruesas lágrimas surcaron sus mejillas. No hablaré más de mi hermano, muerto poco tiempo después de este incidente; mas este recuerdo que me conmueve, viene bien aquí para que el lector tenga una justa idea de mis aptitudes, y que pueda darse así mejor cuenta de cosas que de otro modo le parecerían increíbles, si no se encontrase preparado por los elementos en concordancia con los designios de Dios.
Durante el día llegaron algunas visitas, entre las cuales se encontraba José de Arimatea. Él como amigo de mi padre, pronto se familiarizó con nosotros. Rico, patricio y hebreo, José se encontraba por estas razones en relación tanto con los ricos como con los pobres y oprimidos de la religión judaica.
Nos habló de las costumbres de Jerusalén, de la Sociedad escogida, de los sufrimientos del pueblo hebreo, y la dulzura y naturalidad de su lenguaje eran tal que nadie hubiera podido sospechar la diferencia de posición social. Despertó el empeño de mi madre hacia el cultivo de mi inteligencia y me preguntó que cuáles eran mis aptitudes y mis deberes habituales. La fantasía de mis prácticas religiosas lo hizo sonreír y le pareció que mi inteligencia se encontraba en todo retardada. «Sé más sobrio en tus prácticas de devoción, hijo mío, y aumenta tus conocimientos para poderte convertir en buen defensor de nuestra religión. Practica la virtud sin ostentación, como también sin debilidad, sin fanatismo y sin cobardía.
Arroja lejos de ti la ignorancia, embellece tu espíritu tal como el Dios de Israel lo manda, para entender sus obras y para poder valorar su misericordia. Hablaré con tu padre, hijo mío, y deseo que todos los años te mande aquí durante breve tiempo para estudiar el comercio de los hombres y las leyes de Dios».
Desde la primera conversación de José de Arimatea con Jesús de Nazaret bien veis hijos míos, como Jesús pudo instruirse, aun permaneciendo en su modesta condición de carpintero. Hombres de la laya de José de Arimatea arrojan la simiente y Dios permite que esta simiente dé frutos. Hombres iguales a José de Arimatea, ponen de manifiesto a la Providencia y esta clase de milagros se efectúan hoy como se efectuaron en mis tiempos.
Fui por primera vez al Templo de Jerusalén, la vigilia del gran sábado, (la Pascua) llevándome una mujer llamada Lía, viuda de un negociante de Jerusalén.
Nos encontrábamos los dos recogidos hacia el lado occidental del Templo. El silencio sólo era interrumpido por el murmullo de muchos doctores de la ley que se ocupaban de los decretos recientemente promulgados y de los arrestos a que ellos habían dado lugar.
Yo rezaba en mi posición habitual, con la cara entre las manos y de rodillas.
Poco a poco las voces que interrumpían el silencio del Templo interrumpieron también mis oraciones e hicieron nacer en mi espíritu el deseo de escucharlas.
Encontrándome entre las sombras creí poderme acercar sin que de ello se percibiera Lía. Me subí sobre un banco ocultándome lo más posible. Los doctores de la ley discutían; los unos con el objeto de hacer una manifestación a favor de los israelitas, presos durante la función del día anterior, los otros aconsejando permanecer apartados. Me acerqué mayormente a los oradores sagrados; ellos se apercibieron y oí estas palabras:
«Haced atención a este muchacho, él nos escucha tal vez para ponernos de acuerdo. Dios manda a veces a los niños el don de la sabiduría en discusiones que sobrepasan la inteligencia de su edad».
Me levanté sobre la punta de los pies para observar mejor al que había pronunciado estas palabras. Éste se me aproximó diciéndome:
«La madre que te ha criado, te ha enseñado que Dios nos ama a todos, ¿no es cierto?, y tú relacionas este conocimiento del amor de Dios hacia sus hijos, con el conocimiento del amor de los hijos entre ellos; pues bien, ¿qué dirías a los hijos ricos, libres, llenos de salud, cuyos hermanos se encontraran en la pobreza, en el abandono, debilitados por una enfermedad y esclavos en una prisión?»
A estos hombres en la abundancia, contesté sin dudar, yo les diría: «¡Id hermanos, id, socorred a vuestros hermanos, Dios os lo manda y vuestro coraje será bendecido!»
Vi que sonreía el que me había hablado, quien dijo: «DIOS HA HABLADO POR BOCA TUYA, HIJO MÍO», tendiéndome al mismo tiempo la mano, que yo apreté entre las mías, trémulo de emoción. Enseguida fui a reunirme con mi compañera, que me había estado observando desde el principio de esta escena. Ella me dijo: hazme el favor niño, de enseñarme a mí también lo que Dios quiere decir
con estas palabras:
«Los niños tendrán que escuchar sin emitir juicio y crecer antes de pretender elevarse a la condición peligrosa de fabricantes de moral y de dar consejos».
Contesté: «Tu Dios, Lía, es un déspota. El mío honra la libertad de pensar y de hablar. La debilidad de los esclavos constituye la fuerza de los patrones y la infancia prepara la juventud».
Leí en los ojos de Lía la sorpresa llena de satisfacción, y regresamos.
Con José de Arimatea, que se encontraba en casa, mantuve una conversación tan fuera de lo habitual en mis labios, generalmente poco demostrativos, que mi madre le preguntó a Lía qué era lo que me había hecho tomar ese camino.
«Tu hijo, querida María, está destinado a grandes cosas, contestó Lía. Lo digo delante de él: Eres una madre aventurada y tus entrañas están benditas».
Yo me sentí como levantado al oír esta predicción y mi vida me pareció más que nunca bajo el influjo de los designios de Dios.
¡Mujer de Jerusalén, el pobre niño que te ha seguido hasta el Templo del Señor te bendice!
A la mañana siguiente volvimos al Templo. Grande era el gentío y nos costó algún trabajo el atravesar el atrio. Al fin encontré un lugar y me puse a observar con estupor todo lo que me rodeaba.
La luz penetraba por aberturas hechas a propósito en los puntos de juntura de las paredes con la cúpula del edificio. Todas estas aberturas estaban cubiertas de ramas cortadas, de manera que la luz quedaba interceptada y débil, reemplazándosele con haces de luz suministrada por aparatos gigantescos de bronce.
En la inspección que hice de todas las cosas, descubrí al doctor de la ley que me había interrogado el día antes. Mi madre me preguntó en ese momento el motivo de mi distracción y yo le di esta culpable contestación: «Madre mía, sigue con tus plegarias y no te ocupes de lo que yo hago. Nada hay de común entre vos y yo». Yo sacaba este consentimiento y esta insolencia del estado de exaltación de mi espíritu, motivado por lo sucedido anteriormente, en vista de mi futura superioridad, y comprendí tan poco mi falta, que enseguida llevé mi atención sobre otros detalles.
Un doctor hablaba de la Justicia de Dios y yo comparé este hombre con el ángel Rafael bajado del cielo, para hacerles comprender a los oyentes la palabra divina. Creí sobre todo a la palabra divina cuando gritó: «¡La justicia divina es tu fuerza en contra de tus opresores, oh pueblo! ¡Ella deslumbra tus ojos, se levanta delante de ti cuando contemplas el ocaso del Sol, cuando tu espíritu se subleva a la
vista de las crueldades de tus dueños! ¡Este Sol no se oculta, este mártir no muere, oh hombres! Él va a resplandecer y proclamar en otra parte la Justicia de Dios».
Yo escuchaba estas enseñanzas con una avidez febril. ¡Al fin se hacía la luz en mi espíritu… veía, oh, Dios mío, tus misterios resplandecer delante de mí, leía en tu libro sagrado y comprendía la magnificencia de tu eterna justicia! ¡Edificaba en mi mente concepciones radiantes, me iluminaba de las claridades divinas, formaba proyectos insensatos, pero generosos; quería seguir a este Sol y a esos mártires en los
espacios desconocidos!... Volví en mí a la llamada de mi madre. La miré por un instante con la desconfianza de un alma que no se atreve a abrirse, porque sabe que el entusiasmo, como el calor, se pierde al contacto del frío.
«Nuestro Padre Celeste, le dije al fin, echa en mi espíritu el germen de mis ideas seguras y fuertes. Manda en mi corazón, tiene en sus manos el hilo de mi voluntad, dirige hacia mí la sabiduría de sus designios, se apodera de todos los momentos de mi vida; quiere destinarme a grandes trabajos... En una palabra, madre mía, retírate, acude a tus tareas; deja tu hijo al Padre de él que está en los Cielos».
«¡Cállate!, me dijo mi madre. – ¡A ti te han calentado la cabeza, pobre muchacho! – ¡Yo te digo que Dios no precisa de ti!... ¡Vamos, vamos!»
Mi madre tuvo que recurrir a la intervención de mi padre para poderme llevar.
Al día siguiente volvimos a Nazaret, dejando Jerusalén.
documentación  la vida de de Jesús contada por él mismo.