viernes, 24 de enero de 2014

LA VIDA DE JESÚS 6ª PARTE

Sigo la 5ª parte como es tan interesante la vida de Jesús contada por el mismo la e partido en dos y esta es la 2ª parte.
Mis discípulos, en número de ocho, me siguieron en mi visita a Juan, quien bajaba del desierto para presidir las purificaciones en el Jordán. La purificación, como hemos dicho, se practicaba mediante la inmersión completa o parcial, y mi intención era la de someterme al uso, agachándome ante el apóstol para mi purificación parcial, que enseguida yo habría practicado con mis discípulos.
Juan me reconoció enseguida y me hizo caminar a su lado dándome vivas
manifestaciones de veneración. La multitud que observó estos testimonios, me concedió sin más el mismo respeto que al Solitario.
La función de la purificación fue precedida de sermones y ayunos, lo cual
conviene recordar aquí para hacerles comprender a mis lectores que la purificación
era lo que más tarde se llamó el sacramento de la penitencia, y no el bautismo, que no tenía razón de ser en esta circunstancias Todas las poblaciones de la Judea, parecía que hubieran convenido en acudir a la purificación en ese año, que fue el último de Juan. La muchedumbre era compacta,
presurosa y ferviente, y la animación tomaba el lugar del silencio ordenado. ¿Cual era pues, el motivo de esa emoción, de esa tendencia hacia el sentimiento religioso, de esas desviaciones del pensamiento extrañas al principio de la fe? La predicación de Juan os lo explicará.
Después de un exordio en que los atributos de Dios, habían sido desarrollados con potencia de palabra y entusiasmo del corazón, nadie fuera de él, era capaz de manifestar, el orador, descendiendo de las alturas de la espiritualidad hacia las imperfecciones humanas, humilló su mismo genio con injuriosos alegatos y amenazas proféticas.
La impureza de los vínculos, el lujo de las fiestas de la Corte, la desmoralización de los gobernantes, la pesada opresión de leyes arbitrarias y crueles fueron exhibidas en una forma tal, como para lanzar los espíritus hacia el camino de la revuelta. Juan había seguido una vez más el sendero fatal que lleva la virtud hacia el error. Juan había contemplado las torturas del pueblo e introducido el fuego de su
alma en el fuego que se alimentaba escondido en el alma del pueblo. Juan había roto el orden que ya estaba por romperse. Juan sería encarcelado, juzgado, condenado a muerte y decapitado al año de estos sucesos; dos años antes de la crucifixión de Jesús.
Mis recuerdos me llevan hacia la purificación de los hebreos en el Jordán. Veo carpas levantadas por todas partes para albergar a los hombres durante la noche y servirles de abrigo durante el día. El poder humano se inclina ante el poder divino y los pecadores vienen a pedir el arrepentimiento, la paz y el olvido. La palabra de Juan entusiasma a la muchedumbre y si yo me entristezco por sus salidas
inoportunas, me elevo en cambio en la sublimidad de sus arranques y me identifico con su delirante entusiasmo hacia la magnificencia divina. Los hombres que han concurrido ahí para la purificación de las manchas de sus almas, purifican también el cuerpo con muchas inmersiones saludables en esta estación ardiente. Durante la purificación de los hombres, las mujeres permanecen en las carpas. Más tarde, después de algunos días, ellas también cumplirán con el precepto de la ley, para volverse enseguida todos satisfechos hacia sus hogares, si todos han sabido sacar provecho de las luces espirituales. Las exterioridades de la penitencia y las resoluciones manifestadas nada son; es necesaria la penitencia en el corazón y el cumplimiento de las promesas.
Hermanos míos, la cabeza de Jesús inclinada y recogida bajo el signo de la purificación, la cabeza de Jesús que recibió la ablución de manos de Juan, quedó humillada con el recuerdo de su faltas pasadas, pero se levantó animoso para contemplar el porvenir que era necesario merecer.
Los preparativos de Jesús para recibir el agua de manos de Juan le fueron inspirados por la necesidad de mostrarse como el discípulo de un hombre, cuya santidad era universalmente reconocida, y su iniciación en la penitencia debía salvarlo del reproche de haberse colocado por encima de una costumbre tomada de la antigua ley y presentada por el Solitario bajo una nueva forma. La penitencia de ese tiempo era una manifestación pública que significaba, como consecuencia, la reparación de las culpas cometidas y el olvido de las ofensas. La purificación desarrollaba los buenos sentimientos y restablecía la concordia en las familias;
purificación quería decir limpieza y alivio de las fatigas del alma. El lavado del cuerpo y la explicación de la función que rodeaba el acto, constituían el símbolo de la fe. La penitencia de los judíos como la de los cristianos más tarde, exigía disposiciones humanas, cuyo fruto debía ser la purificación del corazón. Mas ¡Ay! Al año siguiente debían tomarse las mismas disposiciones para el cumplimiento de los mismos deberes y la debilidad de espíritu tendría que encontrarse en frente de las
mismas demostraciones banales. Hermanos míos, mis queridos hermanos, detengámonos aquí. Examinemos la penitencia del alma y desarrollemos nuestro pensamiento sobre este asunto.
La penitencia quiere la expiación y la tendencia de los hombres hacia el orgullo impide la expiación. La penitencia pide la resolución y la resolución nunca es sincera en el cumplimiento de la penitencia. La penitencia favorece al alma cuando el alma ve el peligro y lo huye. El adelanto es el resultado de la verdadera penitencia.
La penitencia se convierte tan sólo en una fórmula religiosa risible cuando no convierte a los humildes en fervientes y fieles servidores de la causa santa de Dios.
El humilde no siente ya la necesidad del fausto de las riquezas y él emplea dichas riquezas en facilitar la instrucción y el bienestar material de los pobres niños de la gran familia humana, desarrolla en el corazón de su hijo el sentimiento de fraternidad. El fervoroso pide a Dios su ley, Dios le contesta y él proclama la ley de Dios para hacer mejores a los hombres. El cariñoso soporta con resignación la
miseria, las privaciones, la pérdida de los suyos, mira con desprecio el lujo que lo aplasta y permanece tranquilo frente a la muerte que le da la libertad.
«Hermanos míos, decía Jesús a sus discípulos, caminad por la vía humana con la vista fija en la patria del alma. Permaneced pobres y sed pacientes en la prueba.
Vivid entre los hombres para consolarlos y reconciliarlos los unos con los otros». «Calmad el estallido de las pasiones con palabras de misericordia. Descubrid las llagas para curarlas y demostrad vuestra fuerza con los impulsos de vuestros corazones, para llevar alivio a todos los sufrimientos. Conquistad el mundo con el amor. Permaneced unidos en la gracia y fuertes bajo su influencia, defended vuestro espíritu en contra de los asaltos del pecado, mas si el pecado invadiera vuestro
espíritu, arrojaos entre los brazos de vuestro Padre, Él os perdonará». «El espíritu se levanta por medio de la
penitencia. Decid esto a todos». «Solicitad los dones del Señor con las manos puras de todos los dones de la Tierra. Deponed en la puerta del Templo los honores que se os tributen y olvidadlos al salir».
«Depositad las ofrendas que se os hagan en el tesoro de los pobres y sacudid el polvo de vuestro calzado para no llevar nada de ello hacia vuestra habitación».
«Deponed a los pies de vuestro Padre Celeste las debilidades y los rencores de vuestros espíritus y decid: Dios mío, yo quiero elevarme por encima de los deseos de la Tierra para no desearte más que a ti, y por encima de las injusticias de los hombres, para hacer resplandecer a sus ojos la fuerza que tomo de ti».
«Haced practicar las virtudes que yo os enseño, practicándolas vosotros mismos, y regocijad vuestros espíritus participando de las alegrías de mi mansión divina».
«No os alejéis de las manifestaciones espirituales y buscad en ellas apoyo y consuelo».
«Solicitad mis conversaciones y honradme como si me encontrara aún en medio de vosotros».
Después de la muerte de Jesús, sus apóstoles fueron desmaterializados moralmente. Conversaban con el preferido y pedían a Dios los dones de la predicación para conquistar el mundo, como Jesús les había dicho. Mudaban de residencia y se separaban los unos de los otros para desviar las persecuciones. A mi naturaleza, a mi presencia, ellos atribuían el éxito de su misión. Esta gran idea
llenaba de bríos su fe y la hacía sublime por su valentía y don de persuasión. Se veían estos hombres, poco eruditos y sencillos de espíritu, valerse de nuestras conversaciones de otros tiempos para entablar una conversación espiritual y animada respecto a la elevada filosofía del alma. Ellos honraban mi lugar vacío. Evocaban mi espíritu, que gozaba de la felicidad de ellos. El terror de mis apóstoles durante mi pasión no había dejado lugar a que se sospechara esa fuerza y esa tranquilidad que demostraban después de mi muerte. ¿De qué provenía ello sino de la resurrección del espíritu? ¿Y por qué los sucesores de mis apóstoles fueron degenerando cada vez más? Porque caminaron con el orgullo del que dispone de bienes, porque subieron, con la cabeza que sólo debía adornarse para el servicio de Dios, las gradas del poderío humano, porque imaginaron dogmas absurdos y dieron en tierra con mi doctrina y con el ejemplo de sus vicios, que ella condena, porque desmintieron mi
moral de amor con el odio y la venganza, porque favorecieron las orgías de los reyes y los asesinatos fraticidas, porque fomentaron la discordia entre los pueblos y alimentaron el fuego destructor.
Hermanos míos, la penitencia de todos traerá la paz sobre la Tierra.
Mujer y madre, según la naturaleza humana, María, madre de Jesús hombre y espíritu de la Tierra,
llegó en esta época a Cafarnaúm y nosotros la encontramos a su regreso de la función del Jordán. María empleó todos los recursos de su ternura y todos los raciocinios de la autoridad materna para persuadirme de la locura que había en cerrar mi corazón a las alegrías de la familia para acariciar un propósito quimérico, puesto que era tan hermoso, añadía mi madre. María lloró por los peligros
que yo afrontaba. Viendo sus lágrimas yo sentía un profundo dolor, un deslumbramiento, un algo que me empujaba hacia las alegrías de la adolescencia.
Enseguida me arranqué bruscamente de la influencia del amor materno, pronunciando estas crueles palabras:
«Madre mía, ruega por tu hijo, ya que se aleja en este momento del deber trazado a la naturaleza humana». Mas ten presente la forma de mi rechazo: No tengo más ni madre, ni hermanos, ni hermanas, ni parientes, y la potente voz de Dios me llama hacia el martirio.
«La mujer debe retirarse y la madre consolarse para dejar al hombre y al hijo la plenitud y la libertad de sus actos».
«Vete, pues, madre mía, y haz a Dios el sacrificio de tu hijo, como yo le hago el de mi vida».
En mi ardor por el servicio de Dios, olvidaba la virtud del espíritu encadenado en la materia y jamás me fue tan penosa la contradicción así resultante entre la debilidad corporal y la atracción del fardo divino. Me sentía dominado y perplejo entre el deber filial y mis elevadas esperanzas, viéndose así turbada la paz de la conciencia del misionero ante los desmentidos que ello podría significar para la
realidad de su temeraria misión.
Descendía mi espíritu de las fiestas de la celeste habitación hacia el árido camino de las armonías terrestres y sufría por el abandono de unos deberes para el cumplimiento de otros.
Una vez que se fue mi madre, procuré recobrar esa calma y también esa alegría que me eran habituales, pero mis esfuerzos sólo consiguieron hacer más dolorosa mi incertidumbre. Decidí entonces establecer algún lazo entre mi felicidad corporal y mis aspiraciones espirituales, entre mi dependencia humana y mi elevación de pensamiento hacia el único porvenir, entre mi madre de la Tierra y mi Padre Celeste. Es decir, renuncié repentinamente a mi aislamiento con respecto a los míos y accedí al deseo de mi madre, en permitir que uno de mis hermanos me acompañara como apóstol y al hermano de mi madre como sostén de mis intereses pecuniarios en medio de mi vida de pobreza nómada y de caprichosos cambios.
Me hice acompañar con dos de mis apóstoles. Juan hijo de Zebedeo, designado como el preferido, y Mateo el aduanero, y después de haberle encargado a Pedro el cuidado de mi pequeña brigada, aumentada en tres miembros, me dirigí hacia Nazaret.
Mi madre me colmó de pruebas de amor y de testimonios de perdón. ¡Pobre madre! El rocío de tu bendición cayó en mi corazón como el fuego devorador del remordimiento, y por la voluntad de Dios, sufrí tormentos inauditos, recordándome el anterior abandono y preparando mi sufrimiento futuro.
Mi dulce fatiga en medio de las privaciones, de las humillaciones, de los trabajos, no sería de naturaleza divina, madre mía, si nosotros hubiéramos vivido juntos las mismas privaciones, las mismas humillaciones, los mismos trabajos; si tu martirio no hubiera sido formado por todas las torturas de la pasión, si tu hijo hubiera mezclado la dulzura de los brazos maternos a la fuerza chispeante de los transportes divinos.
Sí, madre mía, la abundancia de la gracia y la abundancia de los deseos de mi alma me alejaban de ti, mas la debilidad del hombre me devolvía a tu amor y el destino de mi misión se vio a menudo comprometido por esta mi debilidad.
Sí, madre mía, la majestuosa filiación que me cobijaba, humillaba mis lazos terrenales, pero el calor de mi corazón te llamaba cuando la frialdad de mis palabras te alejaba.
Sí, madre mía, yo te amaba… mas tenía que apoyarme en la rigurosa defensa de mis sentimientos en frente de la calurosa expresión de los tuyos.
¡Sí, madre mía! Las lágrimas inundaban mi corazón mientras mis apariencias demostraban tranquilidad y cuando formas abstractas escondían las punzantes emociones de mi alma. Mas ello era necesario. Mi amor fraternal debía establecerse sobre las ruinas de las demás formas de amor; mi filiación divina tenía que aplastar mi filiación terrestre, mi misión de espíritu tenía que matar mis goces humanos y la
alegría espiritual de mi alma, debía preparar la pureza de mi Ser.
María creía en la vuelta del hijo a la casa paterna, pero sabía que este regreso sólo anunciaría el remordimiento por las faltas cometidas en nuestra última conversación y había tomado fuerzas en Dios para estar preparada para una separación que le parecía debía ser definitiva.
Cuando quedó viuda, María había contado con los hijos de su marido para encaminar a los suyos, para colocarlos honrosamente en las filas de una clase laboriosa. Mis dos hermanas desde hacía poco tiempo se habían casado y de los cuatro hijos de María, únicamente el más joven, llamado Jaime, había quedado en la inacción, llegando por eso mi madre a pensar en confiármelo.
Desde el momento que la firmeza de mi vocación, decía mi madre, me había impedido hasta ese momento ayudarla, era necesario por lo menos ahora, que tomara a mi hermano menor bajo mi protección.
Examiné al joven, que se me presentaba como mi futuro discípulo, e hice un rápido inventario de sus defectos y aptitudes. Jaime tenía apariencia de un hombre, pero no era más que un muchacho. Alto y robusto, de mirada indecisa y de ademanes bruscos, manifestaba sus pensamientos sin elaborarlos. Desprovisto de instrucción, su memoria retenía, mediocremente, las impresiones de su alma. Estaba embebido de prejuicios respecto a la personalidad de Dios, pero era de corazón tierno, deseoso de
progresar y envanecido por el honor de seguirme. Me era necesario volver a fundir la cera que revestía este espíritu. Mi madre se alegraba de esta unión que ella venía así a formar y me enaltecía a los ojos de mi hermano, designándome con los calificativos de poderoso y de inspirado en las vías del Señor.
Mi tío, el único hermano de mi madre (subrayo esto como un desmentido a la versión que atribuye a María una hermana con el mismo nombre de María), era el más convencido entre los miembros de la familia respecto a mi misión; quería acompañarme hasta la muerte, decía, y cumplió su palabra.
¡Heroica grandeza! ¡Ferviente fanatismo! ¡Devoción de naturaleza superior!,
os habéis manifestado en este hombre como manifestación espontánea del sentimiento y expresión sencilla de un verdadero Siervo de Dios.
¡Oh, Dios mío, Tú me reservaste esta alegría y yo acepté, feliz, el ofrecimiento de esta dedicación, de este fanatismo, de esta grandeza!.
Mi hermano Jaime tenía veinte años. Mi tío viudo y padre de dos hijas ya casadas, era dos años más joven que mi madre. Jaime, mi tío, me acompañó hasta el Calvario, Jaime mi hermano huyó loco
de dolor. María de Magdala y María mi madre fueron las dos únicas mujeres que contemplaron mi agonía sobre la cruz.
Cleophas era un hijo de José, nacido de su primer matrimonio con Débora, hija de Alfeo. Este particular es tan insignificante que lo dejaremos ahí. Jaime, mi tío, deseaba participar del carácter sagrado de la obra, reservándose el humilde papel de encargado de las funciones materiales y rechazó el título de apóstol, que le habría impedido, decía él, mantener convenientemente el equilibrio
de mis medios de subsistencia. De antemano, mi madre había dejado entrever este deseo, claramente
manifestado después por él. Yo pude comprender ese complot de los dos hermanos, debido al delicado sentimiento de cariño, lleno de lástima, que a ambos inspiraba. Pasé algunos días en el seno de la familia y muchos habitantes de Nazaret se apresuraron en invitarme a su mesa. Se nos hicieron honores, a mí y a mis discípulos, con el objeto de podernos examinar más cerca y apreciar, cada uno según sus conocimientos, el valor de nuestras personalidades.
De mis hermanas, una vivía en Nazaret y la otra en una pequeña ciudad llamada Canaan.
Nos fuimos a Canaan. Se cuenta que fui atraído por unos esponsales en cuya circunstancia habría llamado la atención sobre mí por medio de un milagro.
¡Milagros! ¡Siempre milagros! ¡Oh, hermanos míos, cuán doloroso es tener que ocuparse de tal impiedad! ¡Cómo sufre mi sentimiento de hombre al tener que desmentir las aberraciones de los hombres! En casi todas las particularidades de mi vida terrestre s
e encuentran semejanzas que sorprenden, con lo que sucede ahora en una parte del mundo civilizado.
Mi presencia en el desposorio de Canaan fue un sencillo efecto de mi deferencia para con los deseos de mi madre. Mi presencia era efecto de mi propia voluntad. Mi presencia humana en la humana familia fue apenas notada. Mi presencia en ese pequeño rincón del universo bien podría negarse. Mas ¿Qué se precisaba para arrastrar a los hombres hacia el fanatismo? Milagros. Pues ellos
hicieron milagros. ¿Qué se requiere para que sea admitida mi identidad ahora? Una prueba
material, entendiéndose por prueba material el aniquilamiento de una ley fundamental de la organización física de los elementos. En la naturaleza espiritual, nosotros no disponemos de los elementos de la naturaleza terrestre y no podemos hacer milagros con el sólo objeto de entretener a
los hombres, pero sí podemos darles fuerzas para que crean en nosotros. Se atribuye
mi presencia entre los hombres a efectos de mi naturaleza espiritual, sin tener en cuenta las imposibilidades materiales, y se piden efectos materiales a mi naturaleza de completa espiritualidad, sin tener en cuenta las leyes divinas que gobiernan esta naturaleza de espiritualidad.
Que espíritus que se encuentran en el estado de espiritualidad transitoria, exciten la curiosidad y hagan nacer la sorpresa en las asambleas humanas, con demostraciones físicas, que la mayor parte de esas asambleas queden convencidas de la presencia de los desencarnados, es cosa buena para llevar la claridad en medio de la oscuridad. Pero los espíritus de Dios no van hacia la oscuridad y no se apoderan jamás del espíritu humano con juegos de prestidigitación. Descienden de su espiritualidad para honrar a espíritus encarnados desmaterializados ya de los deseos.
Ellos hacen la luz en las conciencias, ellos emancipan el alma, desencadenan las voluntades, desarrollan el sentido intelectual de la verdad divina; llevan hacia la alegría, hacia la felicidad y la paz eterna.
Hermanos míos, en mi vida carnal yo no podía tener fuerzas divinas que me habrían llevado al apogeo de los honores humanos, y en mi vida de espíritu no debía ejercer un poder humano para hacer evidente mi esencia espiritual. Adoremos el poder de Dios, pero no le pidamos jamás lo que es contrario al orden establecido.
Adoremos la gracia, pero no queramos ver en ella más que un medio para llegar a la elevación del espíritu. Adoremos la sabiduría de los decretos divinos y pensemos discretamente con la idea que Jesús no vino a la Tierra y no vuelve ahora hacia ella para deprimir el buen sentido humano y comprometer la justicia de su Padre. Deprimir el sentido humano sería empujarlo hacia las creencias de la antigua barbarie o infancia de los pueblos, comprometer la justicia de vuestro Padre sería el
llamarlo para comprobación de mi palabra de otra manera que por los medios divinos
y por la edificación de mi doctrina.
Permanezcamos en una piadosa expectativa y no participemos del error común entre los espíritus inferiores humanos, pidiendo milagros nuevos, semejantes a los milagros antiguos, y estúpidos como el de las nupcias de Canaan.
En el festín de dichas nupcias los hombres se embriagaban tanto, que me arrepentí de haber ido entre ellos. Mi madre me dijo riéndose: Aun cuando se convirtieran las fuentes de agua en fuentes de vino, ellos les darían fin. Estas palabras oídas por uno de los presentes dieron la vuelta de la mesa. Modales de moralidad dudosa, propósitos de mala ley, gracias fuera de lugar a mi respecto y al de mis apóstoles, dieron fin a una fiesta durante la cual habría cambiado yo seguramente el vino en agua, si me hubiera sido dada la posibilidad de hacer un milagro.
Salí de Canaan a la mañana siguiente, y de Nazaret pocos días después. Cansado de manifestaciones populares, tenía prisa en volverme a entregar a mis trabajos, en medio de mis discípulos, sin dejarme distraer por honores fanáticos y por sueños ambiciosos; honores destinados al hombre, cuya vanidad quería halagarse, sueños manifestados en las intimidades del apóstol preferido con el dulce
maestro, como Juan me llamaba.
Hermanos míos, Mateo estuvo también, como Juan, en las nupcias de Canaan, pero sólo Juan se apoderó de este hecho para producir la duda en los espíritus. Fue Juan quien me expuso a la adoración de los hombres con la relación de mentidos milagros. Fue Juan quien se dejó sorprender en flagrante delito de impotencia, ya sea en sus discursos ya sea con motivo de silencio que guardaba cuando las circunstancias le exigían el deber de hablar. Juan es el responsable de las forzosas humillaciones de Jesús frente a los desmentidos y los juicios humanos. Es a Juan a quien las nuevas generaciones deben culpar por los errores de las generaciones pasadas, puesto que fue él quien desparramó las palabras de fanatismo, fue él quien rebajó mi misión a los ojos de los contemporáneos
y que la hizo imposible de reconocer a los ojos de la posteridad. Yo tenía por este discípulo la debilidad que tienen las madres por el hijo cuya constitución física exige más cuidados que la de los otros y no me preocupaba de las vergüenzas futuras que me preparaban sus locas ambiciones, cuando el hecho de las nupcias de Canaan vino a abrirme un vasto campo de reflexiones funestas. En mi pobre estancia humana, hermanos míos, el camino de mi misión se vio contrariado por los hombres que me rodeaban, y mi deferencia hacia los deseos de los demás, tomó una apariencia de debilidad. Mas ahora es necesario manifestar la verdad sin cortapisas humanas, tal como el espíritu de Dios la ve y la comprende. Mas ahora deben dejarse los m iramientos de lado con respecto a los errores que han ocasionado los tristes resultados que se palpan. Mas ahora conviene sembrar con la palabra divina y desarrollar la madurez de los frutos
para aprovisionar con ellos a los hijos de la Tierra. Definiré la manera de ser de Juan, diciendo que ella era como la de la generalidad de los hombres, que desean ver el maravilloso encadenamiento de los designios de la Providencia y son insaciables de gracias y promesas, con el objeto de atribuirse a ellos solos el mérito de las gracias y promesas desparramadas por la gracia divina.
Concretemos: Juan fue de buena fe en sus deseos hasta que los sueños de su imaginación delirante, lo empujaron a dar vida a las divagaciones de su espíritu, y me amó por todas las razones que hicieron de él, el más tierno y entusiasta de mis discípulos.
A nuestro regreso a Cafarnaúm, encontré a todos mis discípulos reunidos en una perfecta armonía. La animación a que dio lugar mi regreso estuvo llena de atracción para mi corazón. Juan, humillado al principio por el recuerdo de su falta, volvió a asumir sus prerrogativas habituales, que consistían en colocarse a mis pies,
cuando los demás me rodeaban, durante las comidas. He dado ya a conocer lo suficiente a Jaime mi tío y Jaime mi hermano. Debo mencionar ahora el nombre de
mis otros tres discípulos. Eran: Deodoro o Dídimo (Tomás), Felipe o Eleazar, más conocido con el primer nombre, y Judo, primo de Pedro. Con el fin de distinguir a los dos Judos se designó al otro con el nombre de Judas.
Poco a poco la familia de los apóstoles se fue ensanchando, hasta llegar al número de doce, cuyos nombres son: Pedro, Andrés, Jaime, Juan, Mateo, Tomás, Tadeo, Judas, Bartolomé, Felipe, Santiago y Simón de Cananea.
Durante el día recorríamos la campaña de los alrededores y por la tarde volvíamos a Cafarnaúm. El descanso y la acogida fraternal, nunca nos faltó ahí. Todos los pobres deseaban tocar las ropas y la manta de aquel que decía: Felices los que sufren en este mundo, porque verán a Dios. Desgraciados de
aquellos que viven aquí en la abundancia y en la alegría, porque la Justicia de Dios les prepara privaciones y tristezas.
Ningún enfermo fue curado por la aplicación de mis manos sobre él, pero jamás la autoridad de mi voz hizo recuperar la vista a los ciegos y el oído a los sordos, pero la muerte jamás devolvió su presa, pues yo lo dije: «Las leyes de Dios son inmutables».


viernes, 17 de enero de 2014

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO 5º PARTE

LOS PRIMEROS APÓSTOLES DE JESÚS
Os he dado ya, hermanos míos, una idea sobre mi cometido como Mesías y de mi poder como hijo de Dios.
Vosotros comprendéis ahora mi misión, que no ha terminado, y mi carácter de hijo de Dios, que distinguirá a todos los que se alimentarán de la gracia y se aproximarán a la llama divina, a todos los que acreditarán bellas doctrinas y practicarán el eterno mandamiento del amor, a los que desempeñarán misiones de
espíritus inteligentes en medio de espíritus inferiores y turbulentos, a los que harán la luz en medio de las tinieblas y harán crecer el grano entre el polvo, a los que se habrán emancipado de la dependencia odiosa de las pasiones para elevarse en la atmósfera pura de la espiritualidad.
El título de hijo de Dios les pertenece a los espíritus de pacientes investigaciones y de abnegación personal. El título de hijo de Dios les pertenece a los espíritus de penetrante ardor, de dulce humanidad, de emanaciones benéficas y de fuerzas fecundas, de empujes espontáneos hacia los sacrificios por el bien y de perseverante energía en la persecución de los trabajos emprendidos.
Todos nosotros somos hijos del mismo Padre. Las esperanzas del alma, los alicientes del espíritu, los vicios de la naturaleza carnal nos son comunes, y el poder divino nos llama hacia la perfección con el supremo honor de nuestro libre albedrío.
Pongamos de manifiesto nuestros recursos, permanezcamos firmes en la lucha, y pidamos a Dios la protección de sus mejores espíritus; mas no contemos con esta protección mientras no nos enmendemos de nuestros hábitos fatales y mediante nuestros esfuerzos, puestos en evidencia como un llamamiento y como promesa de purificación.
Elevemos nuestras plegarias con fe y sencillez. Obremos con humildad y justicia. Destruyamos los malos gérmenes y volvamos a emprender la marcha por otros senderos. Busquemos la ley de Dios en el fondo de nuestros corazones, y elevémonos por encima de las costumbres de un mundo corrompido, por las desviaciones que hace de esta ley santa. Dirijamos las miradas de nuestro espíritu en el libro de las manifestaciones gloriosas y gocemos del amor de los ángeles, colmando de amor a los que nos desconocen.
Definamos la religión de manera que no quede lugar a equívocos, y declaremos con energía que las guerras, los odios, las venganzas y todas las horribles carnicerías, cualesquiera que sean las víctimas, son sin excepción impías, sacrílegas y merecedoras del castigo del Creador.
Los grandes espíritus han experimentado disgustos ante las alegrías humanas
en virtud de las alegrías de la gracia. Mas estos espíritus también han tenido que dar sus primeros pasos, ya que nadie puede eximirse de los sacrificios necesarios para obtener la gracia.
Inclinémonos una vez más ante la justicia de Dios y continuemos la relación interrumpida al fin de mi último capítulo.
Mediante el estudio de la naturaleza, todos los hombres pueden llegar hasta la concepción del inteligente autor de la misma. He ahí lo que me empujaba a buscar a los hombres que se encontraban en contacto con las maravillas de la creación. Yo me arrimaba a Cephas y a Andrés buscando convencerlos de mi poder moral e intelectual. Preparaba mis medios de acción, instruyendo a mis émulos, y deducía pruebas para mis palabras en las obras de Dios y en las manifestaciones de su
munificencia y de su amor.
El continente lleno de respeto de mis fieles se había convertido en un verdadero culto después de la pesca milagrosa, como llamaban a la abundante pesca que he referido, y los cerebros estaban dispuestos para exaltarse cuando ocurría alguna discusión respecto a la naturaleza de mi poder.
La luz no se había hecho en estos corazones ingenuos y entusiastas, y sin creerme dueño absoluto de los elementos, me atribuían la influencia pasajera de los profetas, cuya historia fabulosa conocían. Mis instrucciones se practicaban con la mayor deferencia hacia mi persona y la naturaleza del impulso, explicaba la debilidad de los espíritus. Mas yo, de acuerdo con mi penosa misión, debía
aprovechar esta debilidad y purificar los instintos, sin comprometer mi prestigio.
Tenía que apoyar mis demostraciones ya sea sobre la tradición ya sea sobre los
recursos de mi propio Espíritu y mantener así la creencia en las predicciones,
haciéndome el apóstol de la nueva verdad.
El temerario ardor de mis discursos y los hábitos sencillos de mi vida, ofrecían un contraste que impresionaba a todos los corazones y llevaba el convencimiento a los espíritus. Me retiraba muchas veces en los momentos de mayor entusiasmo y mi desaparición contribuía a establecer lo sobrenatural de mis formas oratorias, así como la luz de la nueva doctrina que explicaba.
Convencido de mi misión y desilusionado, sin haber experimentado los goces mundanos, desmaterializado moralmente con el alimento de mis idealismos y dulzuras de imaginación, adelanté rápidamente en la espiritualización del pensamiento y mi palabra estaba impregnada de los tiernos ecos de la poesía celeste. Tenía aún algunas ligaduras humanas y mi corazón quedaba, a veces, indeciso entre la radiante esperanza y la realidad de la alegría presente, mas estas indecisiones eran
pasajeras, y mediante una voluntad invencible, adquiriría nuevas fuerzas después de cada lucha.
Los primeros apóstoles de Jesús, hermanos míos, después de Cephas y
Andrés, fueron Jaime y Juan, hijos de un pescador llamado Zebedeo.
Aquí debo dedicar una página a Salomé, madre de los nuevos discípulos.
Esta mujer heroica, pero sencilla en el heroísmo es conocida tan sólo por la celebridad de sus hijos, y mientras tanto ella poseía más grandeza de alma que sus dos hijos reunidos. Esposa cariñosa de un trabajador, madre admirable, mujer inteligente y de una devoción elevada, Salomé fue, entre mis oyentes, una de las más asiduas y fervorosas. Yo no he elevado a Salomé; ella se elevó sola, mediante la intuición de mi misión divina y los dos nos encontrábamos marchando unidos en la fuerza de la fe hacia el calvario, yo para morir y ella para verme expirar en medio de las torturas. No es cierto que Salomé me haya pedido que colocara a sus dos hijos uno de cada lado mío en la mansión de mi Padre. Si Salomé hubiera formulado semejante pedido no la tendría que presentar aquí en la forma que lo hago.
Los dos hermanos estaban llenos de vivacidad y de ardor. Yo les había puesto los apodos de relámpago y de rayo y aprovechaba con éxito sus cualidades. Mas ¡Ay! ¡Cuántas amarguras después del placer! ¡Cuántos arrepentimientos resultaron de mis debilidades! Jaime, el mayor, no era más que el molde de Juan, es decir, que los mismos sentimientos, las mismas facultades, los mismos gustos, los mismos hábitos, se manifestaban en los dos, pero Juan empleaba más ardor en la discusión,
más extravagancia en su entusiasmo, más pasión en la amistad y también más vanidad en el apego hacia mi persona. Yo no me preocupaba en combatir las tendencias de Juan hacia la exageración, y su hermano, menos exagerado, me inspiraba temores que jamás se realizaron. ¡Fatal ceguera! Juan era la estrella de mi reposo, como Cephas era el instrumento de mi voluntad, el brazo de la acción, y
entre estos dos hombres establecía la misma diferencia que establezco hoy. Mas en las discusiones que se promovían entre todos, yo solía inclinarme con preferencia del lado de Juan. ¡No me daba cuenta que sus caprichos de preferido, que sus exaltaciones de ánimo sembraban el desorden en el presente y preparaban las oscuridades del porvenir!.
Hermanos míos, este discípulo, cuyas ternuras formaban mi felicidad, fue realmente el más querido, pero en este momento yo le quito delante de la posteridad el prestigio de discípulo fiel a su mandato, porque todo lo llenó con lo inverosímil, refiriendo los hechos, no tal como ellos habían tenido lugar, sino como él deseaba que hubieran sucedido.
A los cuatro discípulos familiares de Jesús se agregaron otros cuatro, cuyos nombres son: Mateo, el aduanero, Tomás, el mentor de mis apóstoles por la inteligencia de los asuntos externos, Tadeo, el mercader; y Judas, célebre por su traición.
En la creación de mi pequeña brigada, había establecido que sus componentes debían ser entre ellos hermanos y que el último llegado debía tener las mismas prerrogativas que el más anciano.
Una noche en que después de comer, me hallaba rodeado de todos mis
hermanos, su alegría se manifestaba con bromas picarescas y acertados dichos, cuando a alguien se le ocurrió llamarme Rabí, que significa maestro y padre, como más expresivo que el de Señor.
Para participar del buen humor de mis hermanos, me dirigí a todos y a cada uno de ellos, buscando los signos de su porvenir en el carácter de cada uno, que yo había estudiado. De las cabezas ardientes de Jaime y de su hermano, de la penetración de Mateo, de la capacidad administrativa de Tomás, de la natural bondad de Tadeo, deduje horóscopos confirmados más tarde por los hechos. Calmé también los celos de Judas favoreciéndolo más que a los otros.
A Andrés le di ánimo, diciéndole: «Mi querido Andrés, abrázate a tu hermano y apoya sobre él tus débiles manos. Los pasos de Cephas te llevarán a trabajos a los que tú solo no conseguirías
dar término; su fuerza cubrirá tu debilidad. Líbrate de la languidez que debilita tu alma, la fe y la resolución no precisan de la fatiga de los órganos y de la pesadez en la ejecución. Honrémonos imitando nuestros lazos fraternales y nuestra confianza en el porvenir. De los cuidados que demanda la grandeza futura de nuestra empresa no te preocupes. Descansa en el Maestro y después del Maestro, sobre tu hermano, que es la piedra fundamental de nuestro edificio». Cephas se levantó radiante y dijo:
«Maestro, bendice la piedra fundamental y jamás se vendrá abajo el edificio».
Hermanos míos, jamás salió de mis labios el mezquino juego de palabras que se me atribuyó a este respecto. El origen del nombre de Pedro fue debido
sencillamente a la facilidad de comparación que me proporcionó ese momento de confidencial abandono entre hombres, cuyo valor yo había aquilatado.
El nombre de Cephas fue reemplazado inmediatamente por el de Pedro. Así lo designaremos en adelante, como Pedro el apóstol de Jesús, fundador de esa religión, materialmente pobre por sus miembros, resplandeciente de riquezas por sus aspiraciones, dulce y caritativa, fuerte y majestuosa, tierna y paciente para todos, devota de todos los deberes, poderosa a pesar de los asaltos sufridos, eterna por los ejemplos de virtud, que debían levantarla hasta Dios y conquistar el mundo.