sábado, 18 de julio de 2015

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO CAPITULO XIII 3ª PARTE

Sigo contando la vida de Jesús tan emocionante que nos enseña tantas cosas y nos llena de energía y felicidad, y nos da paz y amor, como el solo sabe dárnosla.
Yo tenía el convencimiento de que la muerte me esperaba en Jerusalén y quería rodearla de tal manera que guardaran de ella mis apóstoles, el recuerdo vibrante de mi actitud, de mis palabras, de mis demostraciones de amor, de actos de humildad y principalmente de mi resignación delante de todos los insultos y de todas las ferocidades.
Era necesario demostrar la grandeza de mi doctrina y explicar mi fuerza de espíritu en medio de los acusadores y de los verdugos, para morir con los honores del éxito. He ahí el porqué yo mezclaba en el proyecto de este viaje tantos estremecimientos generosos del corazón, con tantas amarguras del pensamiento; tantas emociones felices, con tantas energías en estigmatizar la cobardía y el abandono, tan dulces y persuasivas lecciones con tan duras y amenazadoras profecías; tanta ternura en la sonrisa y tanta tristeza en la mirada. Agotado por las fatigas del apostolado, con el espíritu devorado por la
ambición de las alegrías celestes, veía en el martirio la promesa de un glorioso reposo, y no buscaba retardar la hora de su llegada, porque sabía que la hora estaba señalada y que la elevada felicidad de la espiritualidad pura que me esperaba, empezaría con los postreros espasmos de mi cuerpo material.
Podía, es cierto, sustraerme a los horrores del suplicio, pero me hubiera obligado a vegetar en la impotencia, y el porvenir hubiera resultado sacrificado por tan pueril debilidad. Hermanos míos, ese fanatismo constituía el sentimiento de mi misión. De vuestro mundo yo soy el único Mesías a quien le ha sido concedido el continuar ostensiblemente su obra, porque la he fundado con mi vida de trabajo y con mi voluntad hacia el sacrificio.
Establezcamos aquí, hermanos míos, un parangón entre Sócrates y Jesús, ambos muertos por la gloría de una doctrina, de razón sana y honrada por la luz divina.
Sócrates se hizo afectuoso y filósofo dominando sus pasiones. Se hizo religioso comprendiendo la naturaleza, se hizo fuerte hablando con los espíritus de Dios.
Sócrates murió perdonando a sus verdugos y bendiciendo la muerte que le devolvía la libertad, mas no pudo fundar un culto para el verdadero Dios, ni demostrar la utilidad de su muerte para los hombres del porvenir, y no queda de él más que una escuela, famosa, es cierto, pero sin preponderancia en el Universo, porque la palabra emanaba ahí de hombres llenos aún de supersticiones, a pesar de los principios de moral puestos por ellos en práctica. La doctrina de la existencia de un solo Dios enseñada por Sócrates y más tarde por sus discípulos no se elevó por encima de las ruinas de la idolatría y no echó los fundamentos de una sociedad nueva. Al hacer resaltar así mi superioridad como Mesías, debo no obstante inclinarme ante este Sabio y señalarlo a la humanidad como uno de sus miembros más dignos de respeto y de amor.
Sócrates vivió en la pobreza y jamás sus labios se vieron manchados por la mentira. Fue puro de todo odio y de todo deseo humillante para la conciencia; jamás su voz se dejó oír para acusar y jamás su corazón guardó resentimientos. La piedad hacia el infortunio, el desinterés en sus relaciones, la fuerza y la justicia en contra de la insolencia y de la duplicidad, honraron la vida de Sócrates y la muerte le
transportó en medio de raudales de luz hacia las fuentes de todos los honores. Sócrates tiene un punto de semejanza con Jesús, y es el deber dado, el ejemplo de las virtudes que predicaba y de haber muerto por la verdad. Mas Jesús, más adelantado que Sócrates en el conocimiento de lo espiritual, tenía que dar mayor impulso a sus sucesores y proyectar más luz a su derredor, y en la lucha con los instintos de la naturaleza carnal en presencia de las invasiones de las esperanzas divinas, Jesús tuvo
que mostrarse más fuerte, porque se encontraba menos sujeto a la materia, por derecho de ancianidad de espíritu. La marcha de Jesús, desde su infancia hasta el Calvario, fue en todo momento la consagración de su idea. Sócrates en cambio no pudo verse enteramente libre de las supersticiones, y permaneció esclavo de las ideas de su época, en presencia de las mayorías populares, por más que adorara a Dios con sus discípulos. Pero ahí también se descubre un punto de semejanza. Sócrates lo
mismo que Jesús, no podía desafiar la opinión pública sin incurrir en la severidad de las leyes, y si Jesús se muestra en sus doctrinas menos distanciado de la religión judaica que Sócrates en las suyas, de la pagana, ello nada quita al justo peso, desde que ambos se veían obligados a no chocar demasiado con la religión dominante. Si Jesús corrió hacia la muerte, mientras que Sócrates la vio sencillamente llegar sin estremecimientos, es porque Jesús estaba convencido de su misión Divina.
En ello consiste su superioridad indiscutible sobre Sócrates, siendo ésta precisamente la aureola de su gloria y la causa de su nueva mediación. Jesús bien lo sabía que podía evitar la muerte, pero la filiación divina que él se había dado, la radiante esperanza que demostraba para inspirar la futura docilidad a sus apóstoles, la palabra profética que lanzaba como una llama sobre el porvenir, todo constituía una ley que lo empujaba a morir dolorosamente y por su propia voluntad. Resolvimos ir primeramente a Nazaret; yo tenía apuro por ver a mi familia. Mi próxima visita a mi madre formaba el argumento de mis meditaciones durante el camino y mis discípulos respetaban
mi silencio. Preveía los reproches que mi madre me dirigiría al conocer mi resolución de luchar con los sacerdotes de Jerusalén. Yo había abandonado a los míos para entregarme a todos, había descuidado los deberes de familia para desligarme de los impedimentos carnales. ¿Tenía yo realmente el derecho de proceder así? ¿Sería bien visto a los ojos de Dios la transgresión de la ley humana, en lo que ella tiene de más justo y augusto, cual es el amor y la docilidad de los hijos para con la madre? ¿Por qué, Dios mío, esa angustia del alma si yo obedecía a tu voz? ¿Por qué estos afligentes recuerdos retrospectivos, si mi misión de Mesías debía sobreponerse a mi naturaleza humana, a mis deberes de hijo y a mis aflicciones terrestres? ¿Por qué tanta actividad para preparar el sacrificio, si él constituía un ultraje a la moral universal, basado en la dependencia de los seres y en sus relaciones fraternales? ¿Por qué, Dios mío, este desánimo en el momento de los honores y por qué este falso camino llevado a cabo por tu poder y por tu justicia?. Yo oraba. La oración calmaba estas agitaciones de mi naturaleza humana, desarrollando los deseos espirituales y alimentando mi corazón con los fuegos del amor divino. Oraba, y la esperanza de las alegrías celestes, me escondía las sombras de mi vida de hombre y la divina misión se me presentaba como una antorcha devastadora de las ternuras del alma y de las alianzas del espíritu en medio de la materia.
Después de haber orado, sólo me ocupaba de Dios. Después de estos delirios y de esto recogimientos, yo me sentía más fuerte y mi pensamiento se trasmitía más nítido en mi cerebro. Me acercaba a mis compañ
eros y los hacía partícipes de mi libertad de espíritu. Los reunía tan estrechamente en mi felicidad futura, que inclinaban la cabeza ante mis miradas inspiradas y besaban mis hábitos con tal fe y entusiasmo que mi alma se alborozaba.
Llegamos a Nazaret. Dejé a mis apóstoles en una casa próxima a la ciudad y con mi tío y mi hermano me presenté en la casa paterna. Toda la familia estaba reunida para recibirnos y presentimos una oposición más viva en esta concentración de fuerzas. Mis hermanos consanguíneos, cuyo número de cinco se había reducido a tres. Mis otros hermanos, al igual que yo hijos de María, habían pensado en ahorrarme una acogida demasiado fría. El hermano que me seguía en edad vivía en un paraje distante, a cinco estadios de Nazaret. Yo no podía conocer las cualidades de su corazón, ni las relaciones que se mantenían entre él y los demás hermanos, pero enseguida leí en sus miradas el profundo desprecio
que le inspiraba mi vida vagabunda y mis trabajos de apóstol. Estaba por abrazarlo pero él me rechazó y pronunció estas palabras:
¡Hete aquí! ¿Vienes ahora para permanecer mucho tiempo o por una hora?
¿Vuelves a ser nuestro hermano o sigues siendo el hijo de Dios? ¿Debemos absolverte o resignarnos a una separación definitiva?
Tus hermanos son hijos de José y María, ¿qué tienes tú más que ellos? Tus hermanos han cumplido sus deberes de hijos y de parientes, ¿qué has hecho tú por tu parte? Incliné la cabeza bajo esta recriminación que avergonzaba mis divinas esperanzas y enseguida dirigiéndome a mi madre le dije:
Pobre madre, tu hijo Jesús te inunda en lágrimas, pero él llama a Dios en testimonio de la pureza de su corazón y de la lealtad de sus intenciones; su espíritu está devorado por el deseo espiritual y te amará a ti mucho más en la patria celestial de lo que pueda amarse sobre esta Tierra.
Sí, interrumpió mi hermano, en la patria celestial no se precisa de nada, el amor de Dios alimenta y nuestra madre será amada por el hijo de Dios. ¡Qué honor para nosotros, si ello fuera algo más que el sueño de un insensato! A estas palabras mi tío y mi hermano Jaime se aproximaron a mí diciendo:
¡Nosotros también somos insensatos!. Me acerqué a mi madre y pasándole el brazo debajo del suyo, la llevé en dirección del pequeño jardín que se extendía bajo la ventana de la pieza en que nos
hallábamos. Nuestros hermanos y hermanas nos siguieron. Mi cansancio y la pobreza demostrada por mi indumentaria, excitaron la compasión de las tres mujeres y empezaron a prodigarme ahí mismo una serie de atenciones delicadas y de cuidados, que me hicieron sufrir mucho más que la frialdad
de mis hermanos.
He aquí los nombres de mis hermanos y hermanas por orden de edad: Efraín, José, Elisabeta, Andrés, Ana y Jaime. En cuanto a mis hermanos consanguíneos, los que la historia nebulosa de mi vida ha convertido en primos, me acuerdo con un sentimiento de felicidad de sus afectos. Se llamaban: Matías, Cleofe, Eleazar. José y Andrés me siguieron más tarde para oponer a mis medios de propaganda la negación de mi título divino y acusarme de locura. Mis hermanos Matías, Cleofe y Eleazar se me demostraron más tarde, pero sólo con el deseo de arrancarme a la muerte, sin combatir mi fe. Demoramos varios días en Nazaret. Mis hermanas, de las cuales la más joven vivía con mi madre, se disputaban el gusto, decían ellas, de servirme, y mis hermanos se hacían atentos a mi voz. Mi madre se inspiraba en mis pensamientos y se elevaba en aras de la pureza de la plegaria, cuando le demostraba la necesidad de mi sacrificio.
¡Oh, Dios mío, decía ella, me resigno a tu voluntad, pero sostén mi resignación y proporcionarme pruebas evidentes de que mi hijo se encuentra en la luz! Dale a mi fe el apoyo que le falta, a mi esperanza una luz que pueda hacerla segura y entonces mi amor de madre sucumbirá bajo el poder de tu amor divino.
Un día que nos hallábamos solos mi madre y yo, le mostré la arena que cubría la tierra a nuestros pies y después con un pedacito de madera tracé algunos caracteres, cuyo sentido era el siguiente: Jesús tiene que morir para glorificar a Dios, o vivir para ser deshonrado delante de Dios.
Expliqué a mi madre la fuente de mi ciencia y la prueba material de mis inspiraciones divinas. La dejé bajo la impresión de la sorpresa y la arrastré enseguida hacia el convencimiento de mi espíritu y entusiasmo de mi alma. Impresioné su imaginación mientras daba satisfacción a su inteligencia. La preparé para el sacrificio con la exaltación de mis creencias y de la luz que recibía de Dios.
Mi madre quedó convencida aunque no del todo resignada. Durante nuestra estada en Nazaret, teníamos todas las noches conversaciones con muchas personas y contestábamos con dulzura a las objeciones y al curioso deseo de encontrarnos en faltas. La familiaridad de mis discípulos con mis hermanos tuvo por resultado el hacernos espiar y molestar por todas partes, por donde llegamos
a pasar después. Mi independencia no fue completa, como se cree generalmente, puesto que, empujado a los extremos de la contrariedad, que me suscitaba mi familia, llegué a hacerme un derecho de mi propia libertad de espíritu y a proclamar que no conocía hermanos, ni parientes, ni aliados.
Dejé Nazaret por última vez, llevando conmigo el dolorosísimo recuerdo del sufrimiento de mi madre y de los lamentos cariñosos de mis hermanas. Mis queridos hermanos nos acompañaron por alguna distancia y nos separamos con las lágrimas en los ojos. Vuelvo a llevar conmigo a mi tío y a mi hermano Jaime que quieren acompañarme hasta la muerte.
Íbamos silenciosos al alejarnos de Nazaret. Estas expansiones en medio de la familia habían hecho recordar a mis discípulos, la familia ausente, y el alma de Jesús se inclinaba con dolor bajo el peso del amor filial y fraterno. Teníamos que colocarnos en las condiciones de hombres que todo lo han
sacrificado por el triunfo de una idea, pero mis discípulos conservaban la esperanza de volver a ver a los que habían dejado, mientras que yo apoyaba sobre mis recuerdos y sobre mis aspiraciones la mano helada de la muerte y huía al mismo tiempo de toda imagen consoladora para encontrarme mirando en el vacío… El vacío se animaba por mi obstinación en darle vida y de este modo del sufrimiento extremo yo pasaba a los resplandores divinos.
¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta felicidad en esas visiones! Pero también ¡Cuánto abatimiento en la realidad! ¡Cuántos honores después de la victoria, pero cuántas amarguras durante el combate!.
Hermanos míos, no podría repetíroslo suficientemente, la luz de Jesús era momentánea, huía, y la naturaleza humana arrojaba a su espíritu en medio de crueles perplejidades, para honrar en él, como en todas las criaturas, el eterno principio de la justicia Divina.
Mi proyecto al abandonar Cafarnaúm era el de visitar a todos mis amigos de Jerusalén y de procurarme dos nuevos aliados para dar a mis doctrinas mayor exterioridad. Quería demostrar mi título de hijo de Dios con las explicaciones de mi título de Mesías, ante los que se encontraran en condiciones de comprender esta alianza, basada sobre la razón y la justicia Divina, pero estaba bien resuelto a no hacer uso más que de la primera de estas prerrogativas, la de hijo de Dios, en todos
los casos de agitaciones tumultuosas de las masas ignorantes y de exaltaciones fanáticas de mis más sencillos servidores. Era necesario asegurar el porvenir y un reformador, un Mesías, hubiera caído pronto en el olvido, sobre todo después de las manifestaciones llenas de malevolencia del pueblo, que mis enemigos no dejarían de sublevar en mi contra.
En esta última visita a Jerusalén yo tenía que afirmar la creencia en mi poder espiritual, sin proporcionar base para acusaciones de parte de la posteridad en el sentido de este poder espiritual, es decir, que mi presencia entre los hombres, debía fundar una religión universal, dejando en todos los espíritus el germen indestructible del amor fraternal, que era el iniciador y el mártir.
El hijo de Dios que libertaba a sus hermanos de la esclavitud y que moría para dotarlos de una ley de amor: el hijo de Dios que desarrollaba sus preceptos en medio de los pobres, de los enfermos, de los pecadores; el hijo de Dios que salvaba a la mujer adúltera de la primera piedra con estas palabras: ¡Arrójele la primera piedra el que se sienta libre de culpas! El hijo de Dios que levanta a la pecadora con estas palabras: Ven, la casa de mi Padre está pronta para recibirte, ya que detestas tu pasado. El hijo de Dios que dirá a todos: «Amaos los unos a los otros y todos vuestros males cesarán, y todas vuestras ofensas a Dios os serán perdonadas Este hijo de Dios no tenía necesidad de herir la imaginación con fantasmagorías, pero tenía que afirmar su prestigio divino y conquistar la humanidad, apoyando su moral con el ejemplo. Que este prestigio haya alcanzado su coronamiento aquí y haya obscurecido su memoria en otra parte, nada importa. Este prestigio queda como la sanción de la obra y es lo que Jesús quería.
Que la humanidad no haya sido aún conquistada por culpa de los sucesores de Jesús, nada importa, puesto que Jesús está ahí y quiere reconstruir su Iglesia. Jesús dijo y yo lo repito: Traigo la palabra de vida. Todo el que oiga esta palabra tendrá que desparramarla.
Presentarme la verdad y yo os la diré ahora y más tarde, puesto que la verdad es de todos los tiempos, y yo soy la alegría y la esperanza, el presente y el futuro.
Seguiré contando esta interesante vida de Jesús