jueves, 22 de octubre de 2015

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO CAPITULO XIV 2ª PARTE


Sigo con la vida de Jesús,es tan intensa que aunque sea en muchos capítulos vale la pena exponerlos por, lo emocionante que es.
Vosotros tenéis la dulzura sobre los labios y el odio en el corazón; vuestras limosnas, vuestras plegarias, vuestras penitencias no son sino medios para engañar a los hombres y gozar de prerrogativas en medio de ellos. Pero Dios se cansará y vosotros seréis tragados bajo las ruinas del Templo que diariamente profanáis. ¡Sí!
Este Templo perecerá y yo construiré otro, que será inmortal, porque todos los hombres adorarán en él a Dios como hermanos, porque todos los hombres se reunirán en la fe, siendo la palabra de Dios eterna y soy yo quien la trae. ¡Pobres locos! Les decía Jesús a los hombres entregados a la vida alegre y al orgullo, ¡vosotros destruis el porvenir en obsequio del presente y el presente huye como una sombra, adornáis vuestros cuerpos y desnudáis vuestras almas; buscáis los honores del mundo cuando Dios solicita en vano los honores de vuestro espíritu! ¡Os arrodilláis ante el becerro de oro mientras vuestros hermanos carecen de alimentos y de ropas!. Ahora os lo digo: aquellos que ahora no piensan sino en cosas inútiles, se verán después completamente privados de lo necesario. Los que gozan de honores humanos en el día de hoy, no podrán pretender sino humillaciones en el día de mañana. Y todos los que se complacen en los goces carnales, y todos los que colocan la felicidad en la posesión de las riquezas y del mando, serán los pobres, los desheredados, los parias de una nueva habitación temporal; vosotros tendréis hambre y sed, oh ricos egoístas, pediréis descanso, holgazanes orgullosos, y continuaréis en el trabajo, sin aplacar el hambre y la sed.
¡Ay de mí! Se corrompieron mis discursos, recortándolos y aumentándolos. Se le dio elementos al error, se preparó la ignorancia con la mentira, atribuyéndome las siguientes palabras:
Si yo lo quisiera, destruiría este templo y lo reconstruiría en tres días. Se me quiso responsabilizar de todos los milagros, de los que algunos amigos míos me hacían el autor, y de los que mis enemigos se valieron para perderme. Nunca he dicho ni hecho nada, conscientemente, que pudiera servir de base a las pueriles creencias en el trastorno de las leyes de la naturaleza, y si yo hubiese cometido este error, me acusaría de él del mismo modo que me acuso de debilidad en mis relaciones de afectos, de imprevisión en mis principios, de locos entusiasmos en mis últimos actos y de desgarradora desesperación en mi hora suprema.
Hermanos míos, recordemos aquí las palabras que pronuncié en el transcurso de mi vida de Mesías, tengo que desarrollar su alto significado, que no fue comprendido entonces y que surge de estas mismas palabras. Refiriendo los hechos de mi vida de Mesías tengo que repetir palabras ya pronunciadas, porque estas repeticiones delinean la verdad y sólo la verdad debe preocuparnos en esta confidencia dada y recibida con la firmeza del libre querer y de la respetuosa dependencia del espíritu humano con la luz de Dios. ¿Cuáles son las debilidades de la naturaleza y la vanidad de los hombres en general?. Ellos lo sabrán con real sentimiento de verdad, cuando esta verdad les sea demostrada por la sencillez del escritor, por la modestia y sabiduría del moralista, por la fuerza de los principios, por la equidad del juicio y por el acuerdo de la idea con la expresión de la idea. Tendrán
el sentimiento de la verdad, cuando la verdad no sea más desfigurada por la mezquindad de ambiciones mercantiles y por el esfuerzo del espíritu para adquirir honores de celebridad humana.
De mi libre voluntad, de mi coraje tranquilo para demostrar la verdad en medio de los conflictos terrestres, pensad, hermanos míos, en recoger los frutos y no agravéis vuestras culpas, vuestra desgraciada situación de espíritu, con una falsa opinión de la dignidad humana, y con un deplorable uso de esa pobre razón, de que siempre alardeáis tan fuera de propósito. De mis instrucciones practicad un análisis serio. No os atengáis a la forma, haced una anatomía de su fondo. No critiquéis las palabras, ni las repeticiones de estas palabras; comprended su valor e indagad lo que ellas os exigen, lo que os traen, y todo lo que os prometen en nombre de Dios.
Yo era poco conversador durante mi vida de Mesías y mi método de insistir en las afirmaciones, me atrajo el apoyo de los hombres de buena voluntad así como el desprecio de los hombres frívolos, de los hombres de orgullosas prerrogativas, así como las burlas odiosas de los devotos hipócritas, la venganza de los feroces depositarios de las leyes sociales, inicuas y antirreligiosas. Yo me repetía, ¡es cierto!, pero lo hacía con intención, y hoy mismo no podría penetrar en el espíritu de mis lectores con los principios de la felicidad espiritual en la luz divina, sino con repeticiones. Hoy mismo no sabría volver a decir suficientes veces, la siguiente máxima que contiene todos los elementos de la ciencia y de la felicidad:
Manteneos en la fe y en el amor. La fe pide vuestra adoración hacia un Dios fuerte y poderoso; el amor os dicta los deberes de fraternidad. La fe ilumina el espíritu; el amor hace los honores del alma. Vosotros no alcanzaréis la sabiduría más que por el estudio de Dios; vosotros no seréis fuertes sino por la concepción de la fraternidad.
Desanimado a menudo y enfermo del cuerpo y del espíritu, yo reposaba en el seno de una familia de tres personas, de la cual la posteridad se ha ocupado tanto, que me parece indispensable el enderezar, también en este punto, muchos errores y suposiciones.
Quiero clarificar que fui a Betania para recuperar mi salud, en la casa de Simón que así se llamaba y no Lázaro. Éste se encontraba en perfecta salud a mi llegada y no leproso. Sépase que, durante la enfermedad contraída después por él, Simón nunca llegó a los extremos de tener que pasar por muerto, y sépase finalmente que yo no me he prestado en manera alguna a esta invención de un milagro.
Yo no conocía a la familia de Simón, tampoco a Simón antes de mi último viaje a Jerusalén y acepté la hospitalidad de ellos con preferencia a cualquier otra, porque su casa situada al pie de la colina, sobre la que se adosaba el pueblo de Betania, me brindaba una soledad llena de atractivos, con la perspectiva llena de movimiento, con Jerusalén a mis pies. Simón y Marta, su esposa, no habían aún superado los veinticinco años; María, niña de trece años era hermana de Simón. Ella reunía una gran dulzura de carácter, gran tendencia hacia el espiritualismo. Los abuelos de las dos ramas habían fallecido poco tiempo antes, muy cerca los unos de los otros. El hogar tenía el aspecto de un dolor profundo, aunque silencioso, cuando yo me instalé en él. Marta encargada especialmente del manejo interno de la familia, empleaba en sus tareas tanta minuciosidad y una labor tan uniforme y ejecutada con fatiga, que parecía obedecer mecánicamente a una fuerza motriz del mecanismo del alma. Simón era de carácter tétrico y la pequeña María se mostraba siempre triste, así como los sirvientes que participaban del mismo duelo de sus patrones. Quise hacer penetrar en mis nuevos amigos mis doctrinas y lo conseguí. Marta fue la más difícil para convencer. Con esa mujer ignorante y empecinada en su ignorancia, tuve que renunciar a toda demostración seria referente a la vida futura, pero me manifesté tan agradecido a sus cuidados, tan deseoso de satisfacer su curiosidad, contándole las incidencias y las fatigas de mi vida nómada, tan feliz de lo que me rodeaba, que Marta, incapaz para analizar la fe de Jesús, abrazó esta fe como el náufrago se abraza a una tierra desconocida que le ofrece seguridad y reposo.
María comprendía mi misión, escuchaba mis conversaciones, se arrodillaba delante de mí cuando los demás me rodeaban, e intentaba asir mi pensamiento, antes que él hubiera tomado las formas de la expresión. Mi mirada se fijaba tierna en ese semblante fresco, coronado por una frente pensadora, como una aureola reveladora del pasado y del porvenir. Cuando Marta se asombraba de la actitud libre y grave de la niña, yo la reprendía dulcemente, haciéndole comprender que las diferencias en el
modo de manifestarse, nacen de las distancias que separan a los espíritus. Hónrate Marta por el cumplimiento de tus deberes, pero deja que esa niña se expanda en mi amor. Cada uno de nosotros debe acumular tesoros en medio de la posición que le ha señalado la divina Justicia.
Las relaciones de Jesús hermanos míos, han dado lugar muchas veces a afecciones medidas, pero a menudo también a afecciones entusiastas, que descansaban las unas sobre la fe religiosa manifestada con una voz simpática, sobre una doctrina aplicada ampliamente a las necesidades del corazón y a las aspiraciones del espíritu, y las otras sobre la difusa alianza de la esperanza en Dios y del impulso
hacia la criatura; sobre la dilatación de los sentimientos humanos, evitada su explosión por el pudor del alma, o dirigidos hacia un noble objetivo por una naturaleza superior a la que los exteriorizaba.
Me veo obligado a ocuparme de los atractivos carnales disimulados por el sello religioso, porque deseo al fin hablar de María de Magdala. Si no he podido todavía hablar a mis lectores respecto a una personalidad tan íntimamente ligada con la mía, es porque debía hacerlo en una forma continuada, con la ilación necesaria para conservar la importancia que los hechos le han dado. El momento me parece ahora oportuno para esta referencia. En toda la ciudad y pueblo de Galilea se reunían, en días fijos, hombres de buena voluntad con el objeto de dar lectura a la ley y explicar su espíritu. Estas
asambleas libres, en que todos podían pedir y obtener la palabra, conseguían nuevos elementos de discusión con la presencia de oradores extraños al lugar. Estas asambleas se llamaban Sinagogas.
Las Sinagogas se convertían a menudo en el punto de reunión de los que buscaban popularidad, y no estaba en realidad la gente suficientemente preparada para la santidad del lugar. Dejando de lado estos abusos inevitables, la Sinagoga ofrecía el cuadro consolador de la alianza del mundo religioso con el mundo material; de la humanidad que se humilla delante de Dios, con objeto de pedirle la ciencia para comprendedlo y adorarlo.
Una vez que yo visitaba una Sinagoga en el perímetro que se extendía desde Tiberiades a Cafarnaúm, me sentí casi molesto por la atención de que me hacía objeto una mujer. Esta mujer, colocada a mi frente y a corta distancia, me dirigía la mirada, cuya luz y persistencia me obligaba a bajar la mía. Esta mujer era alta, joven y bella. Esta mujer, nacida en Galilea, había llegado recientemente de Sidona. Oyendo hablar de mí, se divirtió mucho al oír las prerrogativas que yo me atribuía, después ella pretendió estudiarme primero para unirme enseguida a la vergüenza de su vida. La tercera experiencia de María sobre mí tuvo por efecto hacer que su alma fuese querida por mí y que su espíritu aún distante de su elevación, fuera digno de alcanzarla. El alma de María sufría por la abyección de su espíritu. El espíritu de María estaba pervertido por el amor impuro, bestial y delictuoso de los hombres. Quise dar a esa alma y a ese espíritu el impulso de un amor que resplandece de llama divina para resplandecer en la inmortalidad del porvenir, mas, ¡ay! María, dando el adiós para siempre a sus deseos de locas alianzas y de alegrías intemperantes, cayó
bajo el yugo de una pasión humana, de que el alma no tuvo conciencia, y que el espíritu se obstinó en llamar pasión divina. Después de nuestro tercer encuentro, María me pidió permiso para seguirme
como lo hacían algunas otras piadosas mujeres que se juntaban con mis discípulos.
Yo la llevé y le prometí facilitarle su conversión con mis consejos y mi apoyo. Demasiado tarde percibí el amor carnal de María. Dios me dio la fuerza para mantenerme en mi posición de padre y de consolador, mas ella, pobre mártir, tenía que agotar todas las amarguras del remordimiento, sufrir todos los desvanecimientos del espíritu, todas las desesperaciones del alma. María de Magdala vivía en el desorden hacía ya siete años cuando la conocí. Ella me confesó su envilecimiento sin añadir a su confesión detalles fastidiosos, que nos habrían estorbado, y enseguida me refirió su infancia con la delicada franqueza de un alma ingenua y pura. Yo nunca me había engañado en mis primeros juicios
respecto a este conjunto de gracias conmovedoras y de crudezas vergonzosas. Yo no me engañaba descubriendo un tipo noble y casto bajo la mancha de inmundos amores. Mas caí en el engaño al creer a María toda de Dios, y tuve la necesidad de ser sostenido por poderosas alianzas espirituales para no ser vencido por una afección terrestre. María tenía veinticuatro años cuando la vi por primera vez. Cuando mi madre vino a Cafarnaúm, María de Magdala había sido recibida por mis discípulos y comprobé con alegría la acogida natural y benévola de las dos mujeres que he amado más que todo sobre la Tierra. Cuando tuve que demostrarle dureza a mi madre porque quería hacerme renunciar a mis trabajos de apóstol, encontré a María bañada en lágrimas entre los brazos de la abandonada. Ellas se prometían mutuamente una dedicación inalterable y mantuvieron su palabra.
María no se encontró conmigo en las nupcias de Canáan, pero me acompañó en mi última visita a Nazaret y nunca me dejó desde entonces. Volveremos a verla en Jerusalén y la introduciremos en la casa de Betania, donde fue testigo de todo lo que pasó entre la familia de Simón y yo.
Seguiré contando esta maravillosa vida de Jesús tan interesante y hermosa.