domingo, 27 de marzo de 2016

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO CAPITULO XVI 1ª PARTE

 EL DERECHO QUE LE ASISTE A JESÚS PARA SER JUZGADO
Hermanos míos, desarrollando las causas de mi condena y los juicios erróneos de mis actos, deseo que mis palabras no sean defendidas más que por mí mismo; es preciso, pues, dejarlas tal como yo las expongo. Honrémonos por nuestro respeto hacia las órdenes de Dios, no busquemos ni facilitar la admiración de los hombres ni disminuir la maliciosa pretensión de algunos de ellos. Que únicamente el escritor sea el responsable. A la depositaria de mi narración no le permito ninguna adición o corrección. A todos los que formulen sus dudas y la voluntad seria de iluminarse, responderé yo mismo. Sed los discípulos dóciles del enviado de Dios. Endulzad su repentina aparición en medio de un mundo frívolo y escéptico, atribuyendo su alianza con los espíritus cuya luz vosotros habéis ya demostrado, mas no alteréis nada en su modo de presentar los acontecimientos. La vida de Jesús debe ser precedida de comentarios humanos, para explicar el pensamiento que presidió a esta obra divina, y debe ser separada de toda comunicación que no sea del mismo espíritu. Pasemos al examen de los motivos de mi condena. «Yo había facilitado las sediciones populares, haciendo caer sobre los sacerdotes sospechas con los paganos». Sí, yo me había asociado a una muchedumbre de revolucionarios, cuyo objetivo común, idéntico al mío, no excluía intenciones culpables y peligrosos excesos. Pero ya el invasor se cansaba en las represiones de las sublevaciones, como en la sanción de los juicios del tribunal sagrado. El derecho político se establece sobre el derecho humano; las cargas, los empleos, se hicieron accesibles a todas las capacidades, y las facciones se debilitaron poco a poco bajo un gobierno más cuidadoso del bien general. Tan sólo el elemento religioso empezó a sembrar el desorden en los espíritus. El carácter eminentemente dominante del Gran Sacerdote creaba numerosos enemigos al poder sacerdotal; mas estos enemigos divididos por el espionaje, empleaban sus fuerzas en revueltas parciales, que atraían sobre sí sangrientas represalias, resultando inútiles para la obra definitiva. Por prudencia Hanan fue depuesto, pero siguió ejerciendo su influencia durante el pontificado de Caifás, su yerno. En las discusiones de los artículos de la ley, el principio religioso sobre el que descansaba la misma ley, era inexpugnable. Los jefes de escuela encontraban numerosos contrincantes, cuyo objetivo era el de empujarlos hacia la negación y los fariseos sobresalían en este infame oficio. El Sanhedrín, tribunal sagrado, juzgaba los delitos de lesa majestad divina. Todas las infracciones referentes a la ley civil quedaban dentro del círculo de atribuciones de los tribunales ordinarios. Las penalidades se resentían de la diferencia establecida entre los delitos religiosos y los delitos previstos por la constitución del Estado. El fanatismo tenía que demostrarse más despiadado que el principio del orden social. Una ley decretada por el poder romano, castigaba con la muerte al asesino y al bandido armado, pero sucedía a menudo que, circunstancias hábilmente aprovechadas por la defensa desviasen de la cabeza del culpable la terrible expiación. Ante los príncipes de los sacerdotes y de los fariseos, toda sublevación ostensible en contra de las prescripciones del culto mosaico, tenía por consecuencia la muerte. La ley era precisa, inexorable. En las causas mayores a los sesenta príncipes de los sacerdotes, fariseos y doctores de la ley que componían el Sanhedrín se agregaban algunos miembros suplementarios. Se llamaban príncipes a los sacerdotes nobles de nacimiento o de reconocida capacidad, ejercida ésta desde larga fecha de ennoblecimiento. El fariseísmo era una secta piadosa y respetable en apariencia, hipócrita y depravada en realidad. Los doctores de la ley representaban la casta más erudita y más inteligente de la nación judaica. Se dividían las funciones difíciles del apostolado y de la magistratura sagrada. En el Templo ellos ejercían la verdadera autoridad, por cuanto los sacerdotes no eran más que servidores autómatas, más propensos a los honores mundanos y a los goces materiales, que deseosos de las prerrogativas de la ciencia y de la virtud. En las Sinagogas los doctores de la ley hacían preceder sus conferencias de algunas incitaciones hacia la curiosidad, que se referían a tales o cuales personalidades. En la vida retirada daban consejos y en la vida pública daban fe de sus creencias con elocuentes discursos. Las funciones de la magistratura sagrada los sometían a los deberes de jueces, de acusadores y de defensores. El prestigio de su talento establecía convencimientos y la marcha de los procedimientos dependía únicamente de ellos. Hermanos míos, las participaciones de Jesús en las sublevaciones populares, que tuvieron lugar cuando tenía veinticuatro años de edad, fueron una consecuencia de su educación y de las ideas religiosas que él se empeñaba en levantar como una doctrina. Jesús era revolucionario porque decía: «Los poderes de la Tierra se mantienen por la ignorancia de las masas». Mas Jesús había bebido el principio democrático que lo hacía obrar en el principio divino de las alianzas celestes, mas el democrático Jesús quería la igualdad y la fraternidad entre los hombres porque los hombres son iguales delante de Dios, que es su Padre, mas el democrático Jesús profesaba el desprecio de los honores mundanos, porque esos honores paralizan las manifestaciones que adquieren los honores espirituales, porque apoyaba el elevado destino del espíritu sobre los deberes que le incumben a este espíritu en su marcha ascendente. El revolucionario Jesús combatía la opresión, porque la opresión es contraria a la ley de Dios, pero ordenaba el perdón porque el perdón se encuentra en la ley de Dios. El revolucionario Jesús amaba a los pobres, porque los pobres eran para él hermanos desgraciados. Compadecía a los ricos, porque los ricos eran para él hermanos extraviados. El democrático Jesús decía: «Los poderosos de este mundo serán los parias del otro mundo». Y decía también: «Amaos los unos a los otros y mi Padre os amará. En la casa de mi Padre no hay pobres ni ricos, ni patrones ni sirvientes, sino espíritus, cuya ciencia habrá perfeccionado su propia virtud». Aplicad, hermanos míos, las palabras de Jesús y sed revolucionarios como yo; es una cosa heroica el serlo.  Pueblos y gobiernos de pueblos, deponed las armas y reflexionad finalmente en el objetivo de la existencia temporal. ¡Infelices envilecidos, negros negadores de la Providencia divina, levantaos y adorad a Dios! Ricos, honrad la pobreza, y vosotros pobres, no envidiéis las riquezas. El poder y la grandeza humana, hacen decaer al espíritu no penetrado del poder divino y de las grandezas espirituales. La adversidad eleva al espíritu, que reconoce la justicia de Dios. El espíritu no puede adquirir la fuerza sino por medio de las pruebas de la vida corporal; el espíritu fuerte se hace pronto digno de la gloria de Dios. Expliquemos, hermanos míos, el carácter y el valor del delito de la desviación del culto divino imputándole a Jesús. Desde tiempo inmemorial, el culto divino es una mezcla de supersticiosas devociones e interesadas mentiras. Desde tiempo inmemorial han existido hombres que han demostrado en nombre de Dios que la razón debe someterse a todas las deformidades del sentido intelectual, para la edificación de tal o cual doctrina religiosa. Desde tiempo inmemorial la fuerza suprime el derecho, la noche devora la luz, y la ayuda de Dios es invocada por los asesinos y por las tinieblas. Dios es inmutable. Nuevas semillas llenan el vacío, la luz se reproduce en medio de las tinieblas; y la vida generada por la muerte, la luz victoriosa sobre la noche, deposita sobre la superficie de un mundo los vivos del Señor, los luchadores de las verdades eternas. Ello debe suceder, ello sucede y se llama progreso. Todas las humanidades atraviesan por las fases de la niñez en medio de horizontes nublados, todas las humanidades se alejan del objetivo y se detienen indecisas, pero entonces luces repentinas iluminan el camino, y este camino vuelve a emprenderse y la verdad prepara su reino definitivo, bajo las miradas y el apoyo de Dios. Jesús debía a preceptores ilustres sus primeros estudios serios y había madurado sus medios de perfeccionamiento con profundas meditaciones. Jesús debía a inspiraciones secretas, honradas por demostraciones palpables, la revelación de su misión divina, y se arrodillaba sobre el límite de la Patria Celeste para escuchar las órdenes de Dios; con el pensamiento volaba por encima de los siglos de ignorancia, para facilitar a los siglos siguientes la luz y la felicidad. El espíritu llegado al desarrollo moral e intelectual permanece fiel a las convicciones adquiridas por él mismo, hasta que la ciencia de Dios le dé la inmutabilidad de la fuerza y el empuje del fanatismo para sacrificar el presente al porvenir, para preparar el porvenir al precio de las más amargas desilusiones humanas. El espíritu desarrollado en un mundo carnal, designa un Mesías y este Mesías no puede huir de la persecución sino desertando de la causa a cuyo sostén se ha dedicado. Despreciando la muerte corporal, el espíritu adelantado en el sendero de la perfectibilidad, flaquea aun ante los asaltos que le llevan los seres inferiores, y su confianza engañada, su amor mal correspondido le pesan como remordimientos. Permanezcamos, hermanos míos, en la creencia absoluta de las fuerzas individuales, desarrolladas con el ejercicio de la voluntad.

jueves, 3 de marzo de 2016

VIDA DE JESÚS DICTADO POR EL MISMO CAPITULO XV 4ª PARTE

Cuantas cosas nos ha dejado Jesús en su corta vida terrenal y cuanto nos da para pensar y meditar en su maravillosa vida
 Mi hora se aproximaba.  A este respecto, hermanos míos, es necesario hacer resaltar la lucidez del alma, la penetración del espíritu. Nunca debéis atribuir a causas extra-naturales las faltas que son el fruto de vuestra incuria, las faltas cometidas por nuestro libre albedrío, los acontecimientos derivados de una acción de la voluntad, de un acuerdo o enredo de ideas, de un capricho furioso o de un estado de somnolencia. Nuestro destino, es cierto, se apoya en el pasado, mas es también indiscutible que él mejora o se agrava debido a los honores o a las vergüenzas del espíritu y que estos honores y estas vergüenzas preparan el porvenir. Mi muerte voluntaria coronaría mi obra, pero nada me obligaba a una muerte voluntaria. Yo era todavía un Mesías destinado a sufrir por los hombres y también a morir por ellos, puesto que en la época que yo vine a la Tierra como Mesías, los hombres llevaban a la muerte a sus Mesías. Pero, lo repito, yo podía huir, y si mi hora estaba cercana era porque, queriendo elevarme por el martirio, veía que no era posible alargar la lucha.
Judas me traicionó, no porque estuviera fatalmente predestinado para semejante acto, dependiente de mi acto personal, sino porque, su carácter celoso lo empujaba a la venganza. Si yo hubiera evitado el suplicio, Judas habría encontrado otro medio para demostrar su resentimiento.
Supongamos a los hombres menos crueles ahora que cuando yo vine a la Tierra como Mesías, de lo cual debiera resultar algunas modificaciones en los sufrimientos preparatorios de la muerte y en los de la muerte misma. ¿Por qué los Mesías están destinados a grandes sufrimientos en los mundos inferiores? Porque los Mesías traen verdades y en los mundos dominados por las tradiciones de la ignorancia, no pueden ser aceptadas las verdades sino a fuerza de trabajos, de humillaciones, de luchas heroicas y de loca desesperación hasta la muerte, cualesquiera que sean las peripecias de esta muerte.
Regresé a Betania contento de encontrar allí a los que yo había dejado y evoque las felices disposiciones de todos para festejar mi regreso.
Llegamos por la tarde, recibiendo la primorosa acogida de mis discípulos, el abrazo efusivo de mi madre, y la emoción de las demás mujeres, aunque se percibía un malestar general.
Pero Simón, grité, ¿dónde está Simón? Marta, inundada en lágrimas, salió de una sala contigua a la que nosotros ocupábamos. Ven, dijo ella, por lo menos él morirá tranquilo, puesto que te llama.
María mi pobre pequeña María, se arrojó entre mis brazos gritando: Sálvalo, Jesús, sálvalo.
Aparté a Marta y a María y entré en el cuarto de Simón. Mi amigo era presa de una fiebre ardiente, pero tranquilicé inmediatamente a todos haciéndome responsable de su salud. Me coloqué a su lado, permaneciendo así durante algunas horas y me hice dueño de ese delirio, que no anunciaba ninguna lesión mortal.
Cualquier otro, conocedor como yo de las ciencias médicas, hubiera obtenido el mismo resultado.
Seis días después, Simón se encontraba convaleciente y la eficacia de mi cura fue reconocida con el mismo entusiasmo que siempre se daba a mis actos más sencillos, una trascendencia funesta para mi seguridad presente y para mi dignidad de espíritu ante la posteridad.
Para celebrar la buena salud de Simón, Marta tuvo la idea de dar un banquete en el que debía honrarme especialmente, y para disimular a mis ojos lo que había de ofensivo en tal acto para mis principios, Marta me recordó una costumbre a la que nosotros habíamos dejado de someternos a mi llegada, debido a la tristeza que dominaba en la casa.
Esta costumbre designaba al visitante, como a un amigo esperado desde mucho tiempo antes; estaban prescriptas demostraciones a que no podía sustraerse el huésped, bajo pena de desmerecer el carácter de amigo que le confería la hospitalidad. Nos encontrábamos muchos en este banquete. Tomaron parte en él varios parientes, algunos notables del pueblo, todos mis discípulos de Galilea, Marcos,
  Jose de Arimatea, mi madre, Salomé, Verónica y muchas amigas y compañeras de Marta, formando en fin un total de treinta y nueve personas. Marta, que debía formar el número cuarenta, prefirió, según manifestaciones de ella al finalizar los preparativos, el honor de servirme, juntamente con María de Magdala, Juana, Débora y Fatmé.
María, hermana de Simón, permanecía casi constantemente detrás de él, que estaba sentado a mi frente, en el centro de la mesa. Su intención bien resuelta, era la de contemplar mi semblante, de sorprender mis más pequeños gestos, de saborear mis palabras, estudiando todas las graduaciones de mis impresiones, de abandonarse finalmente a ese instinto especulativo del alma, que desprecia las formas exteriores para elevar el pensamiento y concentrar su deseo en el sublime ideal. La conversación debía naturalmente girar alrededor del motivo de la reunión.
Mis conocimientos espirituales, mi dependencia divina, exaltaron las imaginaciones y me vi obligado a explicar el origen de mi fuerza moral, para luchar en contra de la efervescencia que pretendía hallar el don del milagro, en lo que tan sólo existía la armonía de las cualidades sensitivas del alma con la fácil penetración del espíritu.
Para mejor convencer a mis oyentes, pasé revista a mi vida de apóstol y di a cada uno de mis actos, tenidos por sobrenaturales, el justo valor que les correspondía dentro de mis afirmaciones. Me mostré como el Mesías preparado para su misión con sólidos estudios sobre el poder de los elementos, sobre la propiedad de las plantas, la debilidad del espíritu humano y el imperio de la voluntad. Hice depender todas mis alianzas espirituales de una misma fuente: la larga vida del espíritu,
y todas mis manifestaciones ostensibles del encadenamiento práctico y sabio de las causas y de los efectos.
Deduje de la ciencia humana, los caracteres ostensibles de mis medios curativos y de la ciencia divina, la felicidad de mi alma, la cual arrojaba sus reflejos sobre las almas oprimidas y los espíritus enfermos. Establecí finalmente la grandeza de mi fe, la inmensidad de mis esperanzas con tan fogosas imágenes y con tales arranques de entusiasmo, que Simón, presentándome un vaso lleno, me suplicó que mojara en él mis labios, a fin de mezclar el soplo divino con el soplo mortal, y de confundir el salvador con él, el humilde resucitado, honor que él pedía, gracia que recibiría con la ardiente fe, con el amor inextinguible que le inspiraba el hijo de Dios.
En ese momento y después de haber contentado a Simón, oí como un sollozo a mi lado. Me di la vuelta y vi a María. Ella se había separado de su hermano para acercarse a quien había sido llamado salvador; su gratitud, su culto se traducían en acentos entrecortados, en espasmos de la voz, y su espíritu sobreexcitado por mis demostraciones, venía a implorar el apoyo de mi fuerza en contra de la violencia de sus ilusiones. Tomé a la niña entre mis brazos, su cabeza se inclinó y sus cabellos
sueltos formaron un marco de ébano a su rostro inanimado. Todos los ojos quedaron fijos con semblantes ansiosos, a la espera del desenlace de tal crisis, cuyo final se anunció con algunas lágrimas y un débil sonrojo de la piel. María se despertó como de un sueño, sin darse cuenta de la emoción que había sufrido, y también con un sentimiento de felicidad. Expliqué a Simón la extremada sensibilidad de la hermana y le indiqué con insistencia que no debía jamás contrariar bruscamente en su excentricidades a esa alma tan exuberantemente dotada, a ese espíritu tan despóticamente gobernado por el alma.
Apenas vuelta en sí, María desapareció. Me encontraba, por consiguiente, en buenas condiciones para hablar de un accidente que me sugirió numerosas observaciones sobre las naturalezas corporales, dominadas por visiones demasiado fuertes del alma y por ambiciones demasiado fuertes del espíritu. Enseguida me dejé transportar, como siempre, por mi movediza fantasía, hablando con frases
sentenciosas y proféticas, en evocaciones de mi espíritu hacia el Ser Supremo.
Habíamos llegado al final del banquete, y nadie ya comía ni bebía, sino que todos habían quedado pendientes de mis palabras. Me elevé paulatinamente hacia lo absoluto de mis ideas, referente a las alianzas de los mundos y de los espíritus. Poco a poco me sentí como separado de los que fraternizaban conmigo en ese banquete, viéndome rodeado de los hombres del porvenir, y se me presentó, tras sucederse los siglos, mi emancipación de esta Tierra. Después, atraído por el sentimiento de la actualidad, hablé de mi muerte, rodeándola de todas las seducciones de la gloria
inmortal. Les anuncié que casi todos me abandonarían, les prometí que los honraría en sus esfuerzos o los consolaría en sus arrepentimientos, que los dirigiría hacia la luz mediante los dones del espíritu para con el espíritu y que los elevaría con la persistencia de mi amor.
Juan como siempre, se encontraba a mi izquierda y se esforzaba en ese momento por conocer a los que yo había querido aludir al hablar de abandono. A este deseo, manifestado en una forma de pregunta, contesté que la presciencia respecto a los sucesos se hace fácil mediante el esfuerzo del espíritu en el estudio de los hombres y de las cosas.
Muchos me abandonarán, añadí, porque muchos son débiles y miedosos. Algunos me renegarán, otros me traicionarán, tal vez para eludir la responsabilidad o para satisfacer su hastío.
Los hombres no son suficientemente creyentes en mi fuerza de Mesías y la proximidad del peligro los separará de mi lado. Pero después de mi muerte los hombres de quienes hablo, comprenderán la
cobardía de su conducta y mi espíritu se les aproximará nuevamente para continuar la obra que he fundado.
Hermanos míos, yo no señalé de un modo más preciso los que me habían de abandonar, renegar o traicionar. La razón, os la doy con mi contestación, a ese discípulo tan audaz en su fanatismo, como exagerado en sus testimonios de amor. La luz que brilla de la ciencia espiritual es la guardiana de las fuerzas humanas para perseverar en las actividades del alma y en el heroísmo del espíritu, mas no podría determinar una violación de la ley que quiere que la materia sea un obstáculo para la visión completa del alma y del espíritu. Yo gozaba deliciosamente con los honores que se me prodigaban y cuando Marta derramó agua perfumada sobre mis manos y su joven hermana me la salpicó por la cabeza y por las ropas, me mostré feliz al contemplar la felicidad que ellas experimentaban. La tarde terminó en medio de una alegría expansiva, que nada vino a turbar.
Hermanos míos, en el capítulo siguiente de este libro pasaremos revista a las causas del odio de los sacerdotes y de mi condena. Después continuaremos la exposición de los hechos que precedieron a mi muerte.
finaliza otro capitulo de la maravillosa vida de Jesús,