
Cuando Joaquín Sucupira abandonó el cuerpo, después de los sesenta años, dejó en quienes le conocían la impresión de que subiría al Cielo directamente. Había vivido alejado del mundo, en el precioso confort heredado de sus padres. Hablaba poco, andaba menos, no hacía nada.
Se lo veía con trajes impecables. La corbata ostentaba siempre una perla de alto precio, una pequeña orquídea destacaba la solapa y el pañuelo, admirablemente doblado; caía, i

Decía ser cristiano y, realmente, si bien vivía aislado, no hacia mal siquiera a una hormiga. A pesar de eso afirmaba que los religiosos, de cualquier matiz, le causaban pavor. Detestaba a los sacerdotes católicos, criticaba a las organizaciones protestantes y colocaba a los espíritas en la categoría de locos. Aceptaba a Jesús a su modo, pero no según el propio Jesús.
Las facilidades económicas transitorias le retrasaban las lecciones bienhechoras del concurso fraterno, en el campo de la vida.
Estudiaba, estudiaba, estudiaba…
Y cada vez más se convencía de que las mejores directivas eran las suyas.

Aislamiento individual para evitar complicaciones y disgustos. Admitía, sin reservas, que así efectuaría la preparación adecuada para la existencia después del sepulcro. En vista de eso, el desprendimiento del envoltorio carnal de un hombre tan cauteloso en preservarse, habría de transcurrir como un viaje sin escalas con destino a la Corte Celeste.
Daba a los familiares el dinero suficiente para satisfacer aventuras y extravagancias, para que no lo incomodaran; distribuía abultadas limosnas; para que los problemas de la caridad no visitasen su hogar; se apartaba del Mundo para no pecar. ¿No sería Joaquín? — se preguntaban sus amigos íntimos
— ¿el tipo de religioso perfecto? Distante de todas las

Sin embargo, la realidad que ahora le hacía frente no correspondía a la expectativa general.
Sucupira, en el mundo espiritual, había ingresado en una esfera de acción dentro de la cual parecía no ser percibido por los grandes servidores celestiales. Los veía en destacada actividad, en los campos y en las ciudades. Decían las órdenes divinas, en

Pero si él se aproximaba a los Mensajeros del Cielo, no lo atendían.
Podía andar, ver, oír, pensar. Sin embargo — ¡Desventurado Joaquín! – las manos y los brazos permanecían inertes. Parecían antenas de mármol, irremediablemente ligadas al cuerpo espiritual. Si intentaba matar la sed o el hambre se veía obligado a caer de bruces, porque no disponía de manos amistosas que lo ayudaran.
Durante mucho tiempo soportó semejante infortunio, multiplicando ruegos y lá

Una vez reunida la asamblea de espíritus penitentes, el bienhechor que desempeñaba ahí las funciones de juez, declaró que no contaba con mucho tiempo, debido a las obligaciones que lo ligaban a los círculos más elevados y que había ido hasta ese lugar solamente para liquidar los casos más dolorosos y urgentes.
Algunos compañeros, entre los dedicados al bien con devoción, seleccionaron a media docena de sufridores que podrían ser oídos, entre los cuales, en último lugar, figuró Sucupira, exhibiendo los brazos petrificados.
Lloró, rogó, se lamentó. Cuando parecía estar dispuesto a hacer

_ No, mi amigo, no cuente su biografía. El tiempo es corto. Vamos a lo que interesa
Lo examinó detenidamente y, pasados algunos instantes, dijo:
- Su maravillosa agudeza mental demuestra que estudió muchísimo.
Hizo un pequeño intervalo y empezó a interrogar:
- Joaquín ¿estaba casado?
- Sí
- ¿Cuidaba la casa?
- Mi mujer cuidaba de todo.
- ¿Fue padre?
- Sí.

- ¿Cuidaba a los hijos cuando eran pequeños?
- Teníamos suficientes número de criadas y amas.
- ¿Y cuando llegaron a jóvenes?
- Estaban naturalmente confiados a los profesores.
- ¿Ejerció alguna profesión útil?
- No tenía necesidad de trabajar para ganar el pan.
- ¿Nunca sufrió dolores de cabeza por los amigos?
- Siempre huí, receloso, de las amistades. No quería perjudicar ni ser perjudicado.
- El juez se detuvo, reflexionó largamente y prosiguió:
- ¿Adoptó alguna religión?
- Sí, era cristiano – aclaró Sucupira.
- ¿Ayudaba a los católicos?
- No. Detestaba a los sacerdotes.
- ¿Cooperaba con las iglesias reformadas?
- De ningún modo. Son excesivamente intolerantes.
- ¿Acompañaba a los espiritistas?
- No. Temía su presencia.

- ¿Amparó a los enfermos, en nombre de Cristo?
- La tierra tiene numerosos enfermeros.
- ¿Auxilió a las criaturas abandonadas?
- Hay hogares infantiles por todas partes.
- ¿Escribió alguna página consoladora?
- ¿Para qué? El mundo está lleno de libros y escritores.
- ¿Utilizaba el martillo o el pincel?
- No, absolutamente.
- ¿Socorrió a los animales desprotegidos?
- No
- ¿Le agradaba cultivar la tierra?
- Nunca.
- ¿Planto árboles bienhechores?

- No, tampoco.
- ¿Se dedicó al servicio de canalizar las aguas, para proteger paisajes empobrecidos?
Sucuspira hizo un gesto de desdén e informó:
- Jamás pensé en esto.
El instructor le hizo indagaciones sobre todas las actividades dignas conocidas en el Planeta. Al final del interrogatorio, opinó sin dilaciones.
- Hay una explicación para su caso: Ud. Tiene las manos cubiertas de herrumbre.
Ante la cara del amargado interlocutor, aclaró:
- Es el talento no usado, mi amigo. Su remedio está en regresar a la lección. Repita el

Joaquín, confundido, deseaba más amplias explicaciones.
No obstante, el juez, sin tiempo para oírlo, lo entregó al cuidado de otro compañero.
Rogelio, un carioca ingresado en el mundo espiritual en 1945, lo recibió con el semblante amable y feliz y, luego de escuchar sus extensas lamentaciones, pacientemente, lo invitó:
- Vamos, Sucupira. Ud. Entrará en la fila en pocos días.
- ¿Fila? – interrogó el infeliz, boquiabierto.
- Sí – agregó el alegre ayudante – en la fila de la reencarnación.
Y, empujando al paralítico por los hombros, concluía sonriendo:
- Lo que Ud. Precisa, Joaquín, es movimiento...
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