lunes, 29 de julio de 2013

DOCTRINA DE LAS PENAS ETERNAS

Origen de la doctrina de las penas eternas
La creencia en la eternidad de las penas pierde cada día tanto terreno que, sin ser profeta, cada uno puede prever su próximo fin. Ha sido combatida con argumentos tan poderosos y tan perentorios, que casi parece superfluo ocuparse de ella de hoy en adelante, y basta dejarla que se extinga. Sin embargo, hay que conceder que, aunque caduca, es todavía el escudo de los adversarios de las nuevas ideas, el cual defienden con más empeño, porque es uno de los lados más vulnerables y prevén las consecuencias de su caída. Desde este punto de vista, esta cuestión merece un examen serio.
La doctrina de las penas eternas, como la del infierno material, tuvo su razón de ser cuando ese temor podía ser un freno para los hombres poco adelantados intelectual y moralmente.
Por lo mismo que poco o nada se hubieran impresionado con la idea de las penas morales, tampoco se hubieran sobrecogido con la de las penas temporales, ni aun habrían comprendido la justicia de las penas graduadas y proporcionadas, porque no eran aptos para distinguir las diferencias, algunas veces poco sensibles, entre el bien y el mal, ni el valor relativo de las circunstancias atenuantes o agravantes.
Cuando más cerca están los hombres del estado primitivo, tanto más materiales son. El sentido se desarrolla en ellos con más lentitud. Por esta misma razón sólo pueden tener de Dios y de sus atributos una idea muy imperfecta, lo mismo que de la vida futura. Asimilan a Dios a su propia naturaleza. Para ellos es un soberano absoluto, tanto más temible cuanto más invisible, como un monarca déspota que, escondido en su palacio, no se muestra nunca a sus súbditos. Sólo es poderoso por la fuerza material, porque no comprenden la fuerza moral. Se lo representan armado
con el rayo, o en medio de los relámpagos y de la tempestad, sembrado en sus excursiones la ruina y el desconsuelo, a imitación de los guerreros invencibles. Un Dios de mansedumbre y de misericordia no sería un Dios, y sí un ser débil que no sabría hacerse obedecer. La venganza implacable, los castigos terribles, eternos, nada tenían que contradijeran la idea que tenían formada de Dios, ni que repugnase a su razón. Implacables como eran en sus resentimientos, crueles para con sus enemigos, sin piedad para los vencidos, Dios, muy superior a ellos, debía ser todavía más terrible. Para hombres tales, se necesitan creencias religiosas asimiladas a su naturaleza todavía adusta. Una religión completamente espiritual, toda amor y caridad, no podía hermanarse con la brutalidad de las costumbres y de las pasiones. No vituperamos, pues, a Moisés por su legislación draconiana, que apenas bastaba para contener a su pueblo indócil, ni el haber representado a Dios.
como a un Dios vengador. Era necesario en aquella época. La apreciable doctrina de Jesús no habría encontrado eco y hubiera sido ineficaz.  Según se fue desarrollando el espíritu, el velo material se fue disipando poco a poco para comprender las cosas espirituales. Pero esto sólo se verificó gradualmente. Cuando vino Jesús pudo anunciar un Dios clemente, hablar de su reino que no es de este mundo, y decir a los hombres:
“Amaos unos a otros, haced bien a los que os odian.” Siendo así que los antiguos decían: “Ojo por ojo, diente por diente.” ¿Quiénes eran, pues, los hombres que vivían en tiempo de Jesús? ¿Eran almas nuevamente creadas y encarnadas? Si esto fuese, Dios habría creado en tiempo de Jesús almas más adelantadas que en tiempos de Moisés. Pero entonces, ¿qué se hicieron de éstas? ¿Habrían languidecido durante la eternidad en el embrutecimiento? El solo sentido común rechaza esta suposición. No, eran las mismas almas que, después de haber vivido bajo la ley mosaica, habían adquirido durante muchas existencias un desarrollo suficiente para comprender una doctrina más elevada, y están hoy lo bastante adelantadas para recibir una enseñanza todavía más completa.
Sin embargo, Cristo no pudo revelar a sus contemporáneos todos los misterios del porvenir. Él mismo dijo: “Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero no las comprenderíais, por esto os hablo en parábolas.” Sobre todo, en lo relativo a la moral, es decir, los deberes de hombre a hombre, fue muy explícito, porque haciendo vibrar la cuerda sensible de la vida material, sabía que le comprenderían. Sobre los demás puntos se limitaba a sembrar, bajo una forma alegórica, los gérmenes de lo que debería desarrollarse más tarde. La doctrina de las penas y de las recompensas futuras pertenece a este último orden de ideas. Sobre todo con respecto a las penas, no debió combatir por de pronto todas las admitidas. Venía para señalar a los hombres nuevos deberes. La caridad y el amor del prójimo en lugar del espíritu de odio y de venganza, La abnegación, en lugar del egoísmo, esto era ya mucho. No podía razonablemente amenguar el temor del castigo reservado a los prevaricadores sin debilitar al mismo tiempo la idea del deber. Prometía el reino de los cielos a los buenos. Esta mansión era, pues, prohibida a los malos. ¿A dónde irían? Era necesaria la alternativa contraria, propia para impresionar inteligencias todavía demasiado materiales como para identificarse con la vida espiritual, porque no hay que perder de vista que Jesús hablaba al pueblo, a la parte menos ilustrada de la sociedad, para la cual se necesitaban, por decirlo así, imágenes casi palpables y no ideas fútiles. Por esto no entra en detalles superfluos: le bastaba oponer un castigo al premio. No se necesitaba más en aquella época.
Si Jesús amenazó a los culpables con el fuego eterno, también los amenazó con echarlos a la Gehenna. ¿Y qué era esa Gehenna? Un sitio cercano a Jerusalén, un pudridero a donde iban las inmundicias de la ciudad. ¿Deberíamos tomar esto así, al pie de la letra? Era una de aquellas figuras enérgicas con cuya ayuda impresionaba a las masas. Lo mismo sucede con el fuego eterno. Si tal no hubiese sido su pensamiento, estaría en contradicción consigo mismo enalteciendo la clemencia y la misericordia de Dios, porque la clemencia y la inexorabilidad son tan contrarias, que se anulan.
Sería, pues, interpretar muy mal el sentido de las palabras de Jesús, ver en ellas la sanción del dogma de las penas eternas, cuando toda su enseñanza proclama la mansedumbre del Creador.
En la oración dominical nos enseña a decir: “Señor, perdónanos nuestras ofensas, como perdonamos a los que nos han ofendido.” Si el culpable no pudiera esperar perdón alguno, no haría falta pedirlo. ¿Pero este perdón es sin condición?, ¿es una gracia, un indulto puro y sencillo del merecido castigo? No, la medida de este perdón está subordinada al modo con que habremos perdonado, es decir, que si no perdonamos, no seremos perdonados. Dios, imponiendo como condición absoluta el olvido de las ofensas, no podía exigir que el hombre débil hiciese lo que el Todopoderoso no hiciera. La oración dominical es una protesta diaria contra la venganza de Dios.
Para hombres que sólo tenían una noción confusa de la espiritualidad del alma, la idea del fuego material nada chocante era, tanto menos cuanto que estaba en la creencia vulgar, derivada de la del infierno pagano, casi universalmente esparcida. La eternidad de las penas nada tenía tampoco que repugnarse a gentes sometidas desde muchos siglos a la legislación del terrible Jehová. En el pensamiento de Jesús, el fuego eterno no podía ser más que una figura. Poco le importaba que aquella figura fuese tomada al pie de la letra, si debía servir de freno. Bien sabía que el tiempo y el progreso se encargarían de hacer comprender su sentido alegórico, sobre todo cuando, según su predicción, el Espíritu de Verdad vendría a iluminar a los hombres sobre todas las cosas.
El carácter esencial de las penas irrevocables es la ineficacia del arrepentimiento. Jesús, pues, jamás dijo que el arrepentimiento nunca hallaría perdón ante Dios. En todas las ocasiones, al contrario, muestra a Dios clemente, misericordioso, dispuesto a recibir al hijo pródigo a su regreso, bajo el techo paterno. No lo presenta inflexible más que con el pecador endurecido. Pero si tiene el castigo en una mano, en la otra tiene siempre el perdón para el culpable, cuando éste vuelve sinceramente hacia Él. No es éste, por cierto, el retrato de un Dios sin piedad. Así es que conviene hacer notar que Jesús nunca pronunció contra persona alguna, ni aun contra los mayores culpables, una condenación irremisible.
Todas las religiones primitivas, de acuerdo con el carácter de los pueblos, tuvieron dioses guerreros que combatieron mandando los ejércitos. El Jehová de los hebreos les daba mil medios para exterminar a sus enemigos, les premiaba con la victoria o les castigaba con la derrota. Según la idea que se formaba de Dios, se creía honrarle o aplacarle con la sangre de los animales o de los hombres. De aquí proceden los sacrificios sangrientos que tan importante papel hicieron en todas las religiones antiguas. Los judíos habían abolido los sacrificios humanos. Los cristianos, a pesar de la enseñanza de Cristo, creyeron por mucho tiempo honrar al Creador entregando por millares a las llamas y a los tormentos a aquellos que llamaba herejes. Eran, bajo otra forma, verdaderos sacrificios humanos, puesto que lo hacían para mayor gloria de Dios, y con acompañamiento de ceremonias religiosas. Hoy mismo invocan todavía al Dios de los ejércitos antes del combate, y le glorifican después de la victoria, y esto, muchas veces por las causas más injustas y más anticristianas.  ¡Cuán tardío es el hombre en desprenderse de sus preocupaciones, de sus costumbres y de sus ideas primeras! Cuántos siglos nos separan de Moisés, y nuestra generación cristiana ve todavía huellas de los antiguos y bárbaros usos, admitidos, o al menos aprobados, por la religión actual. Ha sido necesario el poder de la opinión de los no ortodoxos, de aquellos apellidos herejes, para concluir con las hogueras y hacer comprender la verdadera grandeza de Dios. Pero a falta de hogueras, las persecuciones materiales y morales están en todo su vigor. Tan arraigada está en el hombre la idea de un Dios cruel. Imbuido de sentimientos que le inculcan desde la niñez, puede el hombre admirarse de que Dios que le representan honrándose por actos bárbaros, condene a tormentos eternos, y vea sin piedad los padecimientos de los condenados?
Sí, son algunos filósofos impíos, en sentir de algunos, los que se escandalizaron al ver el nombre de Dios profanado por actos indignos de Él. Son aquellos que lo mostraron a los hombres en toda su magnitud, despojándole de las pasiones y de las pequeñeces humanas que le atribuía una creencia poco ilustrada. La religión ganó en dignidad lo que perdió en prestigio exterior, pues si son menos los hombres adictos a la forma, es mayor el número de los que son con más sinceridad religiosos en su corazón y en sus sentimientos. Pero al lado de aquellos, ¡cuántos hay que, quedándose en la superficie, han venido a parar a la negación de toda providencia! Por no haber sabido poner al tiempo las creencias religiosas en armonía con los progresos de la razón humana, han hecho surgir en los unos el deísmo, en los otros la incredulidad absoluta, en otros el panteísmo; es decir, que el hombre se hizo Dios a sí mismo por  no ver uno bastante perfecto.
Argumentos en apoyo de las penas eternas.  Volvamos al dogma de la eternidad de las penas. El principal argumento que se presenta en favor suyo es el siguiente:
Está admitido entre los hombres que la gravedad de la ofensa es proporcionada a la condición del ofendido. La que se comete contra un soberano, siendo considerada como más grave que la inferida a un particular, es castigada más severamente. Pues Dios es más que un soberano, puesto que es infinito. La ofensa para con Él es infinita y debe tener un castigo infinito, es decir, eterno. Refutación. Una refutación es un argumento que debe tener su punto de partida, una base en la cual se apoye, unas premisas, en una palabra. Tomamos estas premisas en los atributos de Dios:
Dios es único, inmutable, inmaterial, todopoderoso, soberanamente justo y bueno, infinito en todas sus perfecciones. Es imposible concebir a Dios a no ser con el infinito de las perfecciones, sin lo que no sería Dios, porque se podría concebir un ser que poseyese lo que le faltase. Para que esté sobre todos los seres, es necesario que ninguno pueda sobrepujarse ni igualarle en nada. Tiene que ser, pues, infinito en todo. Siendo infinitos los atributos de Dios, no son susceptibles ni de aumento ni de disminución. Sin esto no serían infinitos y Dios no sería perfecto. Si se agregase la más pequeña partícula de uno solo de estos atributos, no sería Dios, puesto que podría existir un ser más perfecto.
El infinito de una cualidad excluye la posibilidad de la existencia de una cualidad que la disminuya o anule. Un ser infinitamente bueno no puede tener la más pequeña partícula de maldad.
Lo mismo que un objeto no podría ser absolutamente negro teniendo el más pequeño viso blanco, ni de un blanco absoluto con la más pequeña mancha negra. Sentado este punto de partida, al argumento arriba dicho se oponen los siguientes:  Sólo un ser infinito puede hacer alguna cosa infinita. El hombre, siendo limitado en sus virtudes, sus conocimientos, en su potencia, en sus aptitudes, en su existencia terrestre, no puede producir sino cosas limitadas.
Si el hombre pudiera ser infinito en el mal que hace, lo sería igualmente en el bien que hace, y entonces sería igual a Dios. Pero si el hombre fuera infinito en lo que hace de bueno, no haría mal, porque el bien absoluto es la exclusión de todo mal.
Admitiendo que una ofensa temporal hacia la Divinidad pudiese ser infinita, Dios, vengándose de ella con un castigo infinito, sería infinitamente vengativo. Si fuera infinitamente vengativo, no podría ser infinitamente bueno y misericordioso, porque uno de estos atributos es la negación del otro. Si no fuera infinitamente bueno, no sería perfecto. Y si no fuese perfecto, no sería Dios.
Si Dios es inexorable para con el culpable arrepentido, no es misericordioso. Si no es misericordioso, no es infinitamente bueno. ¿Por qué impondría Dios al hombre como ley el perdón, si Él mismo no sabe perdonar? ¡Resultaría de esto que el hombre que perdona a sus enemigos y les devuelve bien por mal, sería mejor que Dios, que se hace sordo al arrepentimiento de aquel que le ha ofendido, y le niega, eternamente, el más ligero alivio.
Dios, que está en todas partes y lo ve todo, debe ver los tormentos de los condenados. Si es insensible a sus gemidos durante la eternidad, eternamente está falto de piedad. Si no tiene piedad, no es infinitamente bueno.  A esto nos contestarán que el pecador que se arrepiente antes de morir experimenta la misericordia de Dios, y que entonces el mayor culpable puede encontrar perdón en su presencia.
Esto no se ha puesto en duda, y se concibe que Dios no perdone sino al arrepentido, y sea inflexible para con los endurecidos. Pero si es misericordioso para con el alma que se arrepiente antes de haber dejado su cuerpo, ¿por qué no lo es para con la que se arrepiente des pues de la muerte? ¿Por qué el arrepentimiento no ha de tener eficacia sino durante la vida, que no es más que un instante, y no la ha de tener durante la eternidad, que no tiene fin? Si la bondad y la misericordia de Dios están circunscritas a un tiempo dado, no son infinitas, y Dios no es infinitamente bueno Dios es soberanamente justo. La soberana justicia no es la justicia más inexorable, ni la que deja toda falta impune. Es la que lleva la cuenta más rigurosa del bien y del mal, que recompensa al uno y castiga al otro en la más equitativa proporción y no se engaña jamás. Si por una falta temporal, que siempre es resultado de la naturaleza imperfecta del hombre y a menudo del centro en que se encuentra, el alma puede ser castigada eternamente, sin esperanza de alivio ni de perdón, no hay ninguna proporción entre la falta y el castigo. Luego no hay tampoco justicia. Si el culpable vuelve a Dios, se arrepiente y solicita reparar el mal que ha hecho, vuelve al bien, a los buenos sentimientos. Si el castigo es irrevocable, esta vuelta al bien es infructuosa, puesto que si no se ha tenido cuenta del bien, no hay justicia. Entre los hombre, el condenado que se enmienda obtiene una conmutación en su pena y a veces hasta se le rehabilita. ¿Habría, pues, en la justicia humana, más equidad que en la justicia divina?
Si la condena es irrevocable, el arrepentimiento es inútil. No teniendo que esperar nada el culpable de su vuelta al bien, persiste en el mal, de modo que Dios no solamente le condena a sufrir perpetuamente, sino que también la obliga a permanecer en el mal durante la eternidad. Esto no sería ni justicia ni bondad.
 Siendo Dios infinito en todas las cosas, debe conocerlo todo: el pasado y el porvenir. Debe saber, en el momento de la creación de un alma, si faltará gravemente para ser condenada por una eternidad. Si no sabía, su sabiduría no es infinita, y en tal caso, no es Dios. Si lo sabía, voluntariamente creó un ser destinado, desde su formación, a tormentos sin fin, y entonces no es bueno. Si Dios, conmovido por el arrepentimiento de un condenado, puede extender sobre él su misericordia y sacarle del infierno, no hay penas eternas, y el juicio pronunciado por los hombres es revocado. La doctrina de las penas eternas absolutas conduce forzosamente a la negación o a la disminución de algunos de los atributos de Dios, y en consecuencia, es inconciliable con la perfección infinita. De donde extraeremos la siguiente conclusión:
Si Dios es perfecto, la condenación eterna no existe. Si ésta existe, Dios no es perfecto.
 Se invoca también en favor del dogma de la eternidad de las penas el argumento siguiente: “Si la recompensa concedida a los buenos es eterna, debe tener por contrapeso un castigo eterno. ¿Es justo proporcionar el castigo a la recompensa?”
Refutación. ¿Crea Dios el alma con la mira de hacerla dichosa o desgraciada?
Evidentemente, la dicha de la criatura debe ser el objeto de su creación, pues de otra manera Dios no sería bueno. Ella consigue la dicha por su propio mérito. Adquirido el mérito no puede perder el fruto, porque de otro modo degeneraría. La eternidad de la dicha es, pues, consecuencia de la inmortalidad. Pero antes de llegar a la perfección, tiene que sostener luchas, combatir las malas pasiones. No habiéndola Dios creado perfecta, sino susceptible de llegar a serlo, a fin de que tenga el mérito de sus obras, puede faltar. Sus caídas son las consecuencias de su debilidad natural. Si por una caída debiera ser castigada eternamente, se podría preguntar: ¿Por qué Dios no la ha creado más fuerte? El castigo que sufre es una advertencia por haber obrado mal y que debe tener por resultado devolverla al buen camino. Si la pena fuese irremisible, su deseo de obrar mejor sería superfluo.
Entonces el fin providencial de la Creación no se podría alcanzar, porque habría seres predestinados a la dicha y otros, en cambio, a la desgracia. Si un alma culpable se arrepiente, puede llegar a ser buena. Pudiendo llegar a ser buena, puede aspirar a la dicha. ¿Sería Dios justo en anegarle los medios? Siendo el bien el objeto final de la Creación, la dicha, que es su precio, debe ser eterna. El castigo, que es un medio de llegar a aquél, debe ser temporal. La más vulgar noción de justicia, aun entre los hombres, dice que no se puede castigar perpetuamente al que tiene el deseo y la voluntad de hacer bien. El último argumento en favor de la eternidad de las penas es el siguiente: “El temor del castigo eterno es un freno. Si se quita, el hombre, no temiendo nada, se entregará a todos los excesos.”
Refutación. Este raciocinio sería justo si la eternidad de las penas trajese consigo la supresión de toda sanción penal. El estado feliz o desgraciado en la vida futura es una consecuencia rigurosa de la justicia de Dios. Porque la identidad de la situación entre el hombre bueno y el perverso sería la negación de esta justicia. Pero no por no ser eterno, es el castigo menos penoso. Se le teme tanto más cuanto más racional es. Una penalidad en la que no se cree, no es un freno, y la eternidad de las penas se incluye en esta categoría.
La creencia en las penas eternas, como lo hemos dicho, ha tenido su utilidad y su razón de ser en cierta época. Hoy no solamente no conmueve, sino que hace incrédulos. Antes de sentarla como una necesidad, debería demostrarse que es real. Sería preciso, sobre todo, que se viese su eficacia en aquellos que la preconizan y se esfuerzan en demostrarla. Desgraciadamente, entre éstos, muchos demuestran con sus actos que no se asustan de ella. Si es impotente para reprimir el mal entre los que dicen creer en ella, ¿qué influjo puede tener sobre los que no creen?
Imposibilidad material de las penas eternas  Hasta aquí, el dogma de la eternidad de las penas no ha sido combatido sino por el raciocinio. Vamos a ponerlo en contradicción con los hechos positivos que tenemos a la vista, y a probar su imposibilidad.
Según este dogma, la suerte del alma queda fijada irrevocablemente después de la muerte.
Es, pues, un juicio definitivo opuesto al progreso. ¿Pero el alma progresa, sí o no? En esta pregunta se resume toda la cuestión. Si progresa, la eternidad de las penas es imposible.
¿Puede dudarse de este progreso, cuando se ve inmensa variedad de aptitudes morales e intelectuales que existe en la Tierra, desde el salvaje hasta el hombre civilizado, y la diferencia que presenta un mismo pueblo de un siglo a otro? Si se admite que no son éstas las mismas almas, es preciso admitir también que Dios crea las almas en todos los grados de adelanto, según los tiempos y los lugares. Que favorece a las unas mientras que destina a las otras a una inferioridad perpetua, lo que es incompatible con la justicia, que debe ser la misma con todas las criaturas.
Es incontestable que el alma atrasada intelectual y moralmente, como la de los pueblos bárbaros, no puede tener los mismos elementos de dicha, las mismas aptitudes para gozar de los esplendores del infinito, que aquella en la que todas las facultades están extensamente desarrolladas. Si estas almas no progresan, no pueden, con las condiciones más favorables, gozar perpetuamente más que una dicha, por decirlo así, negativa. Para estar acordes con la rigurosa justicia, venimos a parar a la forzosa consecuencia de que las almas más adelantadas son las mismas que fueron atrasadas y que han progresado. Pero aquí descubrimos la importante cuestión de la pluralidad de existencias, como el único medio racional de resolver la dificultad. Sin He aquí un ejemplo como se ven muchos:
Un joven de veinte años, ignorante, de instintos viciosos, niega a Dios y el alma, se entrega al desorden y comete toda clase de desvíos, y sin embargo, como se encuentra en un centro favorable para su adelanto, trabaja, se instruye, poco a poco se corrige y finalmente llega a ser piadoso. ¿No es un ejemplo palpable del progreso del alma durante la vida, ejemplo que se repite todos los días? Este hombre muere en avanzada edad, y naturalmente su salvación está garantizada.
Pero, ¿cuál hubiera sido su suerte, si un accidente le hubiera hecho morir cuarenta o cincuenta años más pronto? Estaría en todas las condiciones para ser condenado, pero una vez condenado, su progreso se hallaba detenido.
He ahí, pues, un hombre salvado porque ha vivido largo tiempo, y que según la doctrina de las penas eternas, se hubiera perdido para siempre si hubiera vivido menos, lo que podía resultar de un accidente fortuito. Una vez que su alma ha podido progresar en un tiempo dado, ¿por qué no habría progresado en el mismo tiempo después de la muerte, si una causa independiente de su voluntad le hubiera impedido hacerlo durante su vida? ¿Por qué Dios le habría negado los medios?
El arrepentimiento, aunque tardío, no hubiera dejado de llegar a tiempo. Pero si desde el instante de su muerte hubiese sufrido una condena irremisible, su arrepentimiento hubiera sido infructuoso eternamente, y su aptitud para progresar destruida para siempre.
El dogma de la eternidad absoluta de las penas es, pues, inconciliable con el progreso del alma, puesto que le opondría un obstáculo invencible. Estos dos principios se anulan forzosamente
el uno al otro. Si el uno existe, el otro no puede existir. ¿Cuál de los dos existe? La ley del progreso es patente. Esto no es una teoría, sino un hecho acreditado por la experiencia. Es una ley de la Naturaleza, ley divina, imprescindible. Una vez que existe, y no pudiendo conciliarse con la otra, es porque la otra no existe. Si el dogma de la eternidad de las penas fuera una verdad. San Agustín, San Pablo y muchos otros, no hubiesen jamás subido al cielo, de haber muerto antes del progreso que les condujo a su conversión.
A este último aserto, nos arguyen que la conversión de estos santos personajes no es el resultado del progreso del alma, sino de la gracia que les fue otorgada y con la cual fueron investidos.
Pero aquí hay un juego de palabras. Si hicieron el mal y más tarde fueron buenos, es por que llegaron a ser mejores, luego progresaron. ¿Acaso Dios, por un favor especial, les concedió la gracia de corregirse? ¿Entonces, por qué se lo concedió a ellos y a otros no? Siempre tenemos que la doctrina de los privilegios es incompatible con la justicia de Dios y su equitativo amor hacia todas sus criaturas.
Según la doctrina espiritista, acorde con las mismas palabras del Evangelio, con la lógica y la más rigurosa justicia, el hombre es hijo de sus obras. Durante esta vida y después de la muerte, no debe nada al favor. Dios recompensa sus esfuerzos y castiga su negligencia tanto tiempo como insiste en seguir el mal camino.
La doctrina de las penas eternas no es de este tiempo. La creencia en la eternidad de las penas materiales ha permanecido como un temor saludable, hasta que los hombres estuviesen en condición de comprender la potencia moral. Tal sucede con los niños, a quienes se contiene, durante un tiempo, con la amenaza de ciertos quiméricos, con los cuales se les espanta. Pero llega un momento en que el niño se da razón de los cuentos que ha oído en su cuna, y sería absurdo pretender gobernarles por los mismos medios. Si los que le dirigen persisten en afirmarle la verdad de tales fábulas y obligarle a creerlas al pie de la letra, perderían su confianza.
Esta es la Humanidad actual: ha salido de la infancia, sacudiendo de su mente las preocupaciones que la ligaban.
El hombre no es aquel instrumento pasivo que se doblega bajo la fuerza material, ni aquel La creencia es un acto del entendimiento, por cuya razón no puede imponerse. Si bien durante un cierto período de la Humanidad el dogma de la eternidad de las penas ha podido ser inofensivo y aun saludable, llega un momento en que viene a ser peligroso. En efecto, desde el instante en que se impone como verdad absoluta la razón lo rechaza, resulta necesariamente una de estas dos cosas: o el hombre que quiere creer se forma una creencia más racional, en cuyo caso se separa de vosotros, o bien no cree en nada. Es evidente, para todo aquel que haya estudiado la cuestión fríamente, que en nuestros días el dogma de la eternidad de las penas ha hecho más materialistas y ateos que filósofos.
Las ideas siguen un curso incesantemente progresivo. No se puede gobernar a los hombres sino siguiendo este curso. Querer detenerlo, o hacerle retroceder, o simplemente pararse en su carrera, es perderse. Seguir o no seguir este motivo es una cuestión de vida o de muerte para las religiones, así como para los gobiernos. ¿Esto es un bien o es un mal? Seguramente es un mal a los ojos de aquellos que, viviendo a expensas de lo pasado, ven que se les escapa. Para los que ven el porvenir, es la ley del progreso, que es la misma ley de Dios, y contra las leyes de Dios toda resistencia es inútil. Luchar contra su voluntad es anonadarse.
¿Por qué, pues, querer sostener a la fuerza una creencia que cae en desuso, y que en definitiva hace más mal que bien a la religión? ¡Ay! Triste es tener que afirmar que la cuestión material domina en este caso a la cuestión religiosa. Esta creencia ha sido extensamente explotada con la idea errónea de que con dinero podía hacerse abrir las puertas del cielo y preservarse del infierno. Las sumas que ha producido, y produce todavía, son incalculables. Es el impuesto provisional sobre el miedo de la eternidad. Siguiendo facultativo este impuesto, el producto es proporcionado a la creencia. Si la creencia no existe, el producto es nulo. El niño da de buena gana la golosina al que le promete espantar al duende. Pero cuando el niño no cree en el duende, guarda la golosina. La nueva revelación, dando ideas más sanas de la vida futura, y probando que puede salvarse el hombre por sus propias obras, debe encontrar una oposición tanto más viva cuanto agota una fuente muy importante de productos. Así sucede cada vez que un descubrimiento o una invención viene a cambiar las costumbres. Los que viven de los antiguos usos predican y desacreditan los nuevos, aunque sean más económicos. ¿Se cree, por ejemplo, que la imprenta, a pesar de los servicios que debía prestar a la Humanidad, debió ser aclamada por la numerosa clase de los copistas? No, ciertamente, debieron maldecirla. Así ha acontecido con otros respecto de las máquinas, líneas de ferrocarril y otras cien cosas.
A los ojos de los incrédulos, el dogma de la eternidad de las penas es una cuestión fútil de la que se ríen. A los ojos del filósofo, tiene una gravedad social por los abusos a que da lugar. El hombre verdaderamente religioso ve la dignidad de la religión interesada en la destrucción de estos abusos y de su causa.
Documentación recogida de el cielo y el infierno o la justicia divina según el espiritismo: Allan Kardec

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