LA IGUALDAD DE DERECHOS DEL HOMBRE Y DE LA MUJER
Las desigualdades sociales provenientes de las más variadas condiciones económicas y espirituales, de los diferentes pueblos de la Tierra, siempre son obra del hombre y no de Dios. En realidad Dios creó a los Espíritus iguales y destinados al mismo fin, pero los hombres, debido a las imperfecciones morales que todavía poseen, crearon leyes, muchas de ellas injustas y hasta crueles, para regular las relaciones en la sociedad. Como consecuencia de esas leyes han surgido las desigualdades sociales, más o menos pronunciadas en determinadas naciones, conforme con el grado evolutivo de sus elementos humanos.
Sin embargo, el progreso sigue su curso ascendente y ininterrumpido y la desigualdad social, como todo lo que es inferior, día a día disminuye. Desaparecerá cuando dejen de predominar el egoísmo y el orgullo. Entonces, quedará solamente la desigualdad de merecimientos. Día vendrá en que los miembros de la gran familia de los hijos de Dios dejarán de compararse por la pureza de la sangre. Sólo el Espíritu es más o menos puro y eso no depende de la posición social. Aun las desigualdades tolerables o normales para la categoría de nuestro planeta, dejarán de existir.No se abolirán tan pronto como los unionistas desearían o imaginan. Ni se harán desaparecer con revoluciones ni con guerras, ni leyes, decretos o discursos, disturbios ni maldiciones. Las desigualdades irán desapareciendo de modo lento y gradual, de acuerdo con el ritmo de los esfuerzos individuales y colectivos, por el progreso moral, y entonces serán destruidos los privilegios de casta, sangre, posición, sexo, raza, religión, etc.
Debemos comprender que a pesar de ello, con el destierro de las desigualdades sociales no se producirá un proceso de uniformación de los hombres. La especie humana no se transformará en una máquina, en un sistema robotizado. Los hombres se orientarán por medio de las leyes divinas, a fin de que sus tendencias naturales puedan surgir y desarrollarse normalmente, sin actitudes coercitivas por parte de quien quiera que sea. Evidentemente, habrá quien ocupe cargos de mayores o menores responsabilidades, pero con el adelantamiento espiritual, los seres humanos ya no sufrirán los males provocados por el egoísmo, la envidia, el orgullo o los prejuicios. Del mismo modo, en una sociedad moralizada no se producirá la diferencia que aún hoy se observa entre el hombre y la mujer. En este sentido, los Espíritus Superiores preguntan: «¿ No otorgó Dios a ambos la inteligencia del bien y del mal y la facultad de progresar?»
Luego, ante los códigos divinos ambos poseen los mismos derechos; la diferencia de sexo existe por fuerza de la necesidad de las experiencias específicas, por las cuales el Espíritu precisa pasar. Además, el Espíritu, centella divina, no posee sexo conforme con las denominaciones humanas.
Entre el hombre y la mujer existe la igualdad de derechos; «… no la de funciones. Es necesario que cada uno esté en el lugar que le compete, ocupándose de lo exterior el hombre y de lo interior la mujer, cada uno de acuerdo con sus aptitudes. La ley humana para ser equitativa debe consagrar la igualdad de los derechos del hombre y de la mujer. Cualquier privilegio concedido a uno o a otro es contrario a la justicia. La emancipación de la mujer acompaña al progreso de la civilización, su esclavitud marcha a la par con la barbarie. Además de eso, los sexos sólo existen en la organización física. Visto que los Espíritus pueden encarnar en uno u otro, bajo este aspecto no hay ninguna diferencia entre ellos. Por consiguiente , deben gozar de los mismos derechos».
Por más que en el mundo se acentúen los cambios sociales, siempre serán diferentes las funciones del hombre y de la mujer, por necesidad de la planificación reencarnatoria. El hombre y la mujer, en la institución conyugal, son como el cerebro y el corazón del organismo doméstico.
Ambos son portadores de igual responsabilidad en el sagrado colegio que es la familia; y si en la vida, el alma femenina ha presentado siempre un coeficiente más avanzado de espiritualidad, es porque desde temprano el espíritu masculino intoxicó las fuentes de su propia libertad, a través de toda clase de abusos, perjudicando su posición moral en el transcurso de existencias numerosas, en múltiples experiencias seculares. La ideología feminista de los tiempos modernos, no obstante, con sus diversas banderas políticas y sociales, puede ser un veneno para la mujer desprevenida en cuanto a sus grandes deberes espirituales sobre la faz de la Tierra.
La desigualdad social es el más elevado testimonio de la verdad de la reencarnación, mediante la cual cada Espíritu tiene su posición definida de regeneración y rescate. En tal caso consideramos que la pobreza, la miseria, la guerra, la ignorancia, como otras calamidades colectivas, son enfermedades del organismo social, debidas a la situación de prueba de la casi generalidad de sus miembros. Una vez que cese la causa patógena, con la iluminación espiritual de todos a través del Evangelio de Cristo, la dolencia colectiva quedará eliminada del medio ambiente humano.
LA MUJER ANTE CRISTO
Cada vez que estemos dispuestos a considerar a la mujer en un plano de inferioridad, recordémosla en el tiempo de Jesús.
Hace veinte siglos, con excepción de las patricias del Imperio, casi todas las compañeras del pueblo, en la mayoría de las circunstancias, sufrían extrema humillación, convertidas en bestias de carga cuando no eran vendidas en subasta pública. Sin embargo, al ser alcanzadas por el verbo renovador del Divino Maestro, nadie respondió con tanta lealtad y vehemencia a los llamados celestiales. Entre las que habían descendido a los valles de la perturbación y la sombra, encontramos en Magdalena al más alto testimonio de recuperación moral, de las tinieblas hacia la luz; y entre las que se mantenían en el monte del equilibrio doméstico, sorprendemos en Juana de Cusa al más noble exponente de colaboración y fidelidad. Atraídas por el amor puro, conducían a la presencia del Señor a los afligidos y mutilados, a los enfermos y los niños. Y a pesar de que no integraran el círculo de sus apóstoles, fueron ellas – representadas por las hijas anónimas de Jerusalén – las únicas demostraciones de solidaridad espontánea que lo visitaran, sin prejuicios, bajo la cruz del martirio, cuando los propios discípulos se dispersaban. Más tarde, junto a los continuadores de la Buena Nueva se mantuvieron en el mismo nivel de elevación y de entendimiento.
Dorcas, la costurera jopense , después de recibir el amparo de Simón Pedro se transformó en la más activa colaboradora en la asistencia a los infortunados; Febe es la mensajera de la epístola de Pablo de Tarso a los romanos. Lidia, en Filipos, es la primera mujer con suficiente coraje para transformar su propia casa en santuario del Evangelio que estaba por nacer. Loide y Eunice, parientas de Timoteo, eran modelos morales de la fe viva.
Sin embargo, aun cuando semejantes heroínas no hubieran de hecho existido, no podemos olvidar que, un día, buscando a alguien para que ejerciera en el mundo la necesaria tutela sobre la vida preciosa del Embajador Divino, el Supremo Poder del Universo no titubeó en recurrir a la abnegada mujer, escondida en un hogar ignorado y simple… Humilde, tenía oculta la experiencia de los sabios; frágil como el lirio, llevaba consigo la resistencia del diamante; pobre entre los pobres, portaba en su propia virtud los tesoros incorruptibles del corazón y, desvalida entre los hombres, era grande y prestigiosa ante Dios.
He aquí el motivo por el cual, siempre que el razonamiento nos induzca a ponderar lo relativo a la gloria de Cristo – recordando la grandeza de nuestras propias madres en la Tierra -, habremos de inclinarnos, reconocidos y reverentes ante la luz inmarcesible de la Estrella de Nazareth.
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