miércoles, 13 de noviembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 1ª PARTE

JESÚS HABLA DE SU NACIMIENTO Y DE SU FAMILIA
Hermanos míos, escuchad el relato de mi vida terrestre como Mesías:
Yo fui el mayor de siete hermanos.
Mi padre y mi madre vivían en una pequeña casa de Nazaret.
Mi padre era carpintero. Yo tenía veintitrés años cuando él murió.
Tuve que irme a Jerusalén algún tiempo después de la muerte de mi padre, allí, en contacto con hombres activos y turbulentos, me metí en asuntos públicos.
Los romanos gobernaban Jerusalén como todos los pueblos que habían sometido. Los impuestos se establecían sobre la fortuna, pero un hebreo pagaba más que un pagano.
Se daba el nombre de iniciados a los hombres de Estado, y el poder de estos hombres de Estado se manifestaba con depredaciones de todas clases.
Los descontentos me convencieron de que debía unirme a ellos hasta el punto que me olvidé de mi familia. Confié a extraños la tarea de arreglar los asuntos de mi padre, y sordo a los ruegos de mi madre, escuchando y pronunciando discursos propios para excitar las pasiones populares, yo me privé de todas las alegrías filiales y me sustraje a toda influencia de mis hermanos.
Mis correligionarios me inspiraban lástima; y esta lástima no tardó en cambiarse en deseo de corregir sus errores; me fui exaltando cada vez más y Dios me otorgó esa claridad suprema que da estabilidad a la fe, fuerza a la voluntad y alimento a las energías espirituales.
Mis visiones, si este nombre puede darse a la felicidad interna que me acompañaba, me alejaban de mis ocupaciones materiales para trazarme una vida de Apóstol y prepararme para la gloria del martirio. Respecto a los milagros que me atribuyeron, queridos hermanos, ni uno sólo es cierto; pero conviene meditar la sabiduría y la profundidad de la gracia de Dios.
Todos los destinos dotados con una misión, precisan ser alentados por Dios, y la pureza de los ángeles cubre con una sombra protectora la fragilidad del hombre.
El pensamiento de Dios echa la semilla en el presente, y esta semilla dará frutos en el porvenir. La solicitud del Padre sueña la felicidad de todos sus hijos, y el Mesías es mandado por el Padre, para sostener a sus hermanos en medio de los peligros presentes y futuros.
La razón reconoce un Dios que baja de las gradas de su potencia, para compadecer los males de sus criaturas, pero no podría admitir un Dios que favoreciera a los unos, olvidando a los otros, la razón debe negar los honores divinos cuando estos honores no se han establecido para el bien general y explicados por la justicia eterna, de que ya tenéis las descripciones.
La gracia tiene siempre, como pretexto, los designios del Ser Supremo sobre todos, y los Mesías no son más que instrumentos en las manos de Dios.
Dejemos pues los cuentos maravillosos, las despreciables historietas hechas alrededor de mi persona y honremos la luz que Dios permite que se haga en este día, mediante la sencilla expresión de mi individualidad y por medio del luminoso desarrollo de mi misión.
Mi nacimiento fue el fruto del matrimonio contraído entre José y  María. José era viudo y padre de cinco hijos cuando se casó con María. Estos hijos pasaron ante la posteridad como primos míos. María era hija de Joaquín y de Ana, del país de Jericó, y no tenía más que un hermano llamado Jaime, dos años menor que ella.
Nací en Betlén. Mi padre y mi madre habían hecho este viaje, sin duda, por asuntos particulares y por placer, con el objeto de reanudar relaciones comerciales o también para estrechar amistades; he ahí la verdadera historia.
Mis primeros años transcurrieron como los de todos los hijos de artesanos acomodados, y nada ofrecieron como indicio de la grandeza de mi futuro destino.
Yo era de carácter tímido y de inteligencia limitada, tímido como los niños educados con severidad y de limitadas facultades intelectuales, como todos aquellos cuyo desarrollo intelectual se descuida. Para mi familia era un ser inofensivo, huérfano, de cualidades de valer, de lo cual resaltaron las primeras contrariedades de mi existencia y también los primeros honores que tributé a Dios. Débil y pusilánime delante de mis padres, fuerte y animoso ante la gran figura de Dios, el niño desaparecía durante la plegaria para dejar su lugar al espíritu, ardoroso y dispuesto al sacrificio. Me dirigía a Dios con arrebatos de amor y reposaba en brazos de lo desconocido, de la doble fatiga impuesta a mi físico débil y a mi espíritu rebelde.
De la multiplicidad de mis prácticas de devoción resultaba una penosa confusión, que establecía, de más en más, el convencimiento de mi desnudez intelectual. Era costumbre de los habitantes de Nazaret y de las otras pequeñas ciudades de la Judea, de encaminarse hacia Jerusalén algunos días antes de la Pascua, que se celebraba en el mes de marzo. Los preparativos de toda clase que se hacían, daban fe
de la importancia que se atribuía a tal fiesta. Montones de géneros se vendían en dicha ocasión y se combinaban diversas compras para traer algo de la gran ciudad. En el año a que hemos llegado y que es el duodécimo de mi edad, tenía que participar yo también del viaje anual de mi familia, juntamente con el primogénito de mis hermanos consanguíneos. Partimos mi madre, mis hermanos y yo con una mujer llamada María; mi padre prometió alcanzarnos dos días después. Al llegar a Jerusalén mis impresiones fueron de alegría, y mi madre observó el feliz cambio que se había efectuado en mi semblante. Paramos en la casa de un amigo de mi padre. Mi hermano, tenía entonces veintidós años, él merece una mención especial. Mi padre había manifestado siempre hacia este hijo, el más vivo cariño, y los celos oprimían mi corazón cuando me olvidaba de reprimir esa vergonzosa pasión que se quería apoderar de mí.
Yo me había visto privado de las alegrías de la infancia debido a esta predilección paterna. Mi madre percibía algo de mis sufrimientos, pero los cuidados que exigían una numerosa familia le impedían hacer un estudio profundo de cada uno de los miembros de la misma.
Mi padre era de una honradez severa, de un carácter violento y despótico. La dulzura de mi madre lo desarmaba, pero los hijos le daban trabajo a este pobre padre, que no soportaba con paciencia la menor contradicción, y la incapacidad de su hijo Jesús lo irritaba tanto como las travesuras de los otros.
La bondad de mi hermano mayor tuvo por efecto el de destruir mis anteriores descontentos, motivados por la diferencia con que nos trataba nuestro padre, y la tierna María se alegraba al ver nuestra intimidad. La igualdad de gustos y de ideas nos unía más de lo que pudiera parecer a primera vista, y si no hubiera sido por mis preocupaciones religiosas, yo hubiera comprendido mejor la felicidad de esta nuestra armonía.
Encontrándonos solos, mi hermano me preguntó respecto a las impresiones que había recibido en ese día, y pasó enseguida a querer investigar mis pensamientos como de costumbre.
Esta vez me causó muy mal efecto el sermón que me dio mi hermano por mi carácter retraído y por el abuso que hacía de la devoción que me arrastraba al olvido de mis deberes de familia.
Mi hermano se acostó irritado en contra mía y al otro día yo le pedí que olvidara mi descuido de los pequeños deberes, en aras de las elevadas aspiraciones de mi alma. Mi hermano hizo un movimiento de lástima y gruesas lágrimas surcaron sus mejillas. No hablaré más de mi hermano, muerto poco tiempo después de este incidente; mas este recuerdo que me conmueve, viene bien aquí para que el lector tenga una justa idea de mis aptitudes, y que pueda darse así mejor cuenta de cosas que de otro modo le parecerían increíbles, si no se encontrase preparado por los elementos en concordancia con los designios de Dios.
Durante el día llegaron algunas visitas, entre las cuales se encontraba José de Arimatea. Él como amigo de mi padre, pronto se familiarizó con nosotros. Rico, patricio y hebreo, José se encontraba por estas razones en relación tanto con los ricos como con los pobres y oprimidos de la religión judaica.
Nos habló de las costumbres de Jerusalén, de la Sociedad escogida, de los sufrimientos del pueblo hebreo, y la dulzura y naturalidad de su lenguaje eran tal que nadie hubiera podido sospechar la diferencia de posición social. Despertó el empeño de mi madre hacia el cultivo de mi inteligencia y me preguntó que cuáles eran mis aptitudes y mis deberes habituales. La fantasía de mis prácticas religiosas lo hizo sonreír y le pareció que mi inteligencia se encontraba en todo retardada. «Sé más sobrio en tus prácticas de devoción, hijo mío, y aumenta tus conocimientos para poderte convertir en buen defensor de nuestra religión. Practica la virtud sin ostentación, como también sin debilidad, sin fanatismo y sin cobardía.
Arroja lejos de ti la ignorancia, embellece tu espíritu tal como el Dios de Israel lo manda, para entender sus obras y para poder valorar su misericordia. Hablaré con tu padre, hijo mío, y deseo que todos los años te mande aquí durante breve tiempo para estudiar el comercio de los hombres y las leyes de Dios».
Desde la primera conversación de José de Arimatea con Jesús de Nazaret bien veis hijos míos, como Jesús pudo instruirse, aun permaneciendo en su modesta condición de carpintero. Hombres de la laya de José de Arimatea arrojan la simiente y Dios permite que esta simiente dé frutos. Hombres iguales a José de Arimatea, ponen de manifiesto a la Providencia y esta clase de milagros se efectúan hoy como se efectuaron en mis tiempos.
Fui por primera vez al Templo de Jerusalén, la vigilia del gran sábado, (la Pascua) llevándome una mujer llamada Lía, viuda de un negociante de Jerusalén.
Nos encontrábamos los dos recogidos hacia el lado occidental del Templo. El silencio sólo era interrumpido por el murmullo de muchos doctores de la ley que se ocupaban de los decretos recientemente promulgados y de los arrestos a que ellos habían dado lugar.
Yo rezaba en mi posición habitual, con la cara entre las manos y de rodillas.
Poco a poco las voces que interrumpían el silencio del Templo interrumpieron también mis oraciones e hicieron nacer en mi espíritu el deseo de escucharlas.
Encontrándome entre las sombras creí poderme acercar sin que de ello se percibiera Lía. Me subí sobre un banco ocultándome lo más posible. Los doctores de la ley discutían; los unos con el objeto de hacer una manifestación a favor de los israelitas, presos durante la función del día anterior, los otros aconsejando permanecer apartados. Me acerqué mayormente a los oradores sagrados; ellos se apercibieron y oí estas palabras:
«Haced atención a este muchacho, él nos escucha tal vez para ponernos de acuerdo. Dios manda a veces a los niños el don de la sabiduría en discusiones que sobrepasan la inteligencia de su edad».
Me levanté sobre la punta de los pies para observar mejor al que había pronunciado estas palabras. Éste se me aproximó diciéndome:
«La madre que te ha criado, te ha enseñado que Dios nos ama a todos, ¿no es cierto?, y tú relacionas este conocimiento del amor de Dios hacia sus hijos, con el conocimiento del amor de los hijos entre ellos; pues bien, ¿qué dirías a los hijos ricos, libres, llenos de salud, cuyos hermanos se encontraran en la pobreza, en el abandono, debilitados por una enfermedad y esclavos en una prisión?»
A estos hombres en la abundancia, contesté sin dudar, yo les diría: «¡Id hermanos, id, socorred a vuestros hermanos, Dios os lo manda y vuestro coraje será bendecido!»
Vi que sonreía el que me había hablado, quien dijo: «DIOS HA HABLADO POR BOCA TUYA, HIJO MÍO», tendiéndome al mismo tiempo la mano, que yo apreté entre las mías, trémulo de emoción. Enseguida fui a reunirme con mi compañera, que me había estado observando desde el principio de esta escena. Ella me dijo: hazme el favor niño, de enseñarme a mí también lo que Dios quiere decir
con estas palabras:
«Los niños tendrán que escuchar sin emitir juicio y crecer antes de pretender elevarse a la condición peligrosa de fabricantes de moral y de dar consejos».
Contesté: «Tu Dios, Lía, es un déspota. El mío honra la libertad de pensar y de hablar. La debilidad de los esclavos constituye la fuerza de los patrones y la infancia prepara la juventud».
Leí en los ojos de Lía la sorpresa llena de satisfacción, y regresamos.
Con José de Arimatea, que se encontraba en casa, mantuve una conversación tan fuera de lo habitual en mis labios, generalmente poco demostrativos, que mi madre le preguntó a Lía qué era lo que me había hecho tomar ese camino.
«Tu hijo, querida María, está destinado a grandes cosas, contestó Lía. Lo digo delante de él: Eres una madre aventurada y tus entrañas están benditas».
Yo me sentí como levantado al oír esta predicción y mi vida me pareció más que nunca bajo el influjo de los designios de Dios.
¡Mujer de Jerusalén, el pobre niño que te ha seguido hasta el Templo del Señor te bendice!
A la mañana siguiente volvimos al Templo. Grande era el gentío y nos costó algún trabajo el atravesar el atrio. Al fin encontré un lugar y me puse a observar con estupor todo lo que me rodeaba.
La luz penetraba por aberturas hechas a propósito en los puntos de juntura de las paredes con la cúpula del edificio. Todas estas aberturas estaban cubiertas de ramas cortadas, de manera que la luz quedaba interceptada y débil, reemplazándosele con haces de luz suministrada por aparatos gigantescos de bronce.
En la inspección que hice de todas las cosas, descubrí al doctor de la ley que me había interrogado el día antes. Mi madre me preguntó en ese momento el motivo de mi distracción y yo le di esta culpable contestación: «Madre mía, sigue con tus plegarias y no te ocupes de lo que yo hago. Nada hay de común entre vos y yo». Yo sacaba este consentimiento y esta insolencia del estado de exaltación de mi espíritu, motivado por lo sucedido anteriormente, en vista de mi futura superioridad, y comprendí tan poco mi falta, que enseguida llevé mi atención sobre otros detalles.
Un doctor hablaba de la Justicia de Dios y yo comparé este hombre con el ángel Rafael bajado del cielo, para hacerles comprender a los oyentes la palabra divina. Creí sobre todo a la palabra divina cuando gritó: «¡La justicia divina es tu fuerza en contra de tus opresores, oh pueblo! ¡Ella deslumbra tus ojos, se levanta delante de ti cuando contemplas el ocaso del Sol, cuando tu espíritu se subleva a la
vista de las crueldades de tus dueños! ¡Este Sol no se oculta, este mártir no muere, oh hombres! Él va a resplandecer y proclamar en otra parte la Justicia de Dios».
Yo escuchaba estas enseñanzas con una avidez febril. ¡Al fin se hacía la luz en mi espíritu… veía, oh, Dios mío, tus misterios resplandecer delante de mí, leía en tu libro sagrado y comprendía la magnificencia de tu eterna justicia! ¡Edificaba en mi mente concepciones radiantes, me iluminaba de las claridades divinas, formaba proyectos insensatos, pero generosos; quería seguir a este Sol y a esos mártires en los
espacios desconocidos!... Volví en mí a la llamada de mi madre. La miré por un instante con la desconfianza de un alma que no se atreve a abrirse, porque sabe que el entusiasmo, como el calor, se pierde al contacto del frío.
«Nuestro Padre Celeste, le dije al fin, echa en mi espíritu el germen de mis ideas seguras y fuertes. Manda en mi corazón, tiene en sus manos el hilo de mi voluntad, dirige hacia mí la sabiduría de sus designios, se apodera de todos los momentos de mi vida; quiere destinarme a grandes trabajos... En una palabra, madre mía, retírate, acude a tus tareas; deja tu hijo al Padre de él que está en los Cielos».
«¡Cállate!, me dijo mi madre. – ¡A ti te han calentado la cabeza, pobre muchacho! – ¡Yo te digo que Dios no precisa de ti!... ¡Vamos, vamos!»
Mi madre tuvo que recurrir a la intervención de mi padre para poderme llevar.
Al día siguiente volvimos a Nazaret, dejando Jerusalén.
documentación  la vida de de Jesús contada por él mismo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Es mucho mas que un libro el que lo percive sabe de su utilidad y del bien que conyeba a la persona que lo tiene

Unknown dijo...

Es mucho mas que un libro el que lo percibe sabe de su utilidad y de todo lo que puede ayudarte a nivel espiritual