jueves, 3 de marzo de 2016

VIDA DE JESÚS DICTADO POR EL MISMO CAPITULO XV 4ª PARTE

Cuantas cosas nos ha dejado Jesús en su corta vida terrenal y cuanto nos da para pensar y meditar en su maravillosa vida
 Mi hora se aproximaba.  A este respecto, hermanos míos, es necesario hacer resaltar la lucidez del alma, la penetración del espíritu. Nunca debéis atribuir a causas extra-naturales las faltas que son el fruto de vuestra incuria, las faltas cometidas por nuestro libre albedrío, los acontecimientos derivados de una acción de la voluntad, de un acuerdo o enredo de ideas, de un capricho furioso o de un estado de somnolencia. Nuestro destino, es cierto, se apoya en el pasado, mas es también indiscutible que él mejora o se agrava debido a los honores o a las vergüenzas del espíritu y que estos honores y estas vergüenzas preparan el porvenir. Mi muerte voluntaria coronaría mi obra, pero nada me obligaba a una muerte voluntaria. Yo era todavía un Mesías destinado a sufrir por los hombres y también a morir por ellos, puesto que en la época que yo vine a la Tierra como Mesías, los hombres llevaban a la muerte a sus Mesías. Pero, lo repito, yo podía huir, y si mi hora estaba cercana era porque, queriendo elevarme por el martirio, veía que no era posible alargar la lucha.
Judas me traicionó, no porque estuviera fatalmente predestinado para semejante acto, dependiente de mi acto personal, sino porque, su carácter celoso lo empujaba a la venganza. Si yo hubiera evitado el suplicio, Judas habría encontrado otro medio para demostrar su resentimiento.
Supongamos a los hombres menos crueles ahora que cuando yo vine a la Tierra como Mesías, de lo cual debiera resultar algunas modificaciones en los sufrimientos preparatorios de la muerte y en los de la muerte misma. ¿Por qué los Mesías están destinados a grandes sufrimientos en los mundos inferiores? Porque los Mesías traen verdades y en los mundos dominados por las tradiciones de la ignorancia, no pueden ser aceptadas las verdades sino a fuerza de trabajos, de humillaciones, de luchas heroicas y de loca desesperación hasta la muerte, cualesquiera que sean las peripecias de esta muerte.
Regresé a Betania contento de encontrar allí a los que yo había dejado y evoque las felices disposiciones de todos para festejar mi regreso.
Llegamos por la tarde, recibiendo la primorosa acogida de mis discípulos, el abrazo efusivo de mi madre, y la emoción de las demás mujeres, aunque se percibía un malestar general.
Pero Simón, grité, ¿dónde está Simón? Marta, inundada en lágrimas, salió de una sala contigua a la que nosotros ocupábamos. Ven, dijo ella, por lo menos él morirá tranquilo, puesto que te llama.
María mi pobre pequeña María, se arrojó entre mis brazos gritando: Sálvalo, Jesús, sálvalo.
Aparté a Marta y a María y entré en el cuarto de Simón. Mi amigo era presa de una fiebre ardiente, pero tranquilicé inmediatamente a todos haciéndome responsable de su salud. Me coloqué a su lado, permaneciendo así durante algunas horas y me hice dueño de ese delirio, que no anunciaba ninguna lesión mortal.
Cualquier otro, conocedor como yo de las ciencias médicas, hubiera obtenido el mismo resultado.
Seis días después, Simón se encontraba convaleciente y la eficacia de mi cura fue reconocida con el mismo entusiasmo que siempre se daba a mis actos más sencillos, una trascendencia funesta para mi seguridad presente y para mi dignidad de espíritu ante la posteridad.
Para celebrar la buena salud de Simón, Marta tuvo la idea de dar un banquete en el que debía honrarme especialmente, y para disimular a mis ojos lo que había de ofensivo en tal acto para mis principios, Marta me recordó una costumbre a la que nosotros habíamos dejado de someternos a mi llegada, debido a la tristeza que dominaba en la casa.
Esta costumbre designaba al visitante, como a un amigo esperado desde mucho tiempo antes; estaban prescriptas demostraciones a que no podía sustraerse el huésped, bajo pena de desmerecer el carácter de amigo que le confería la hospitalidad. Nos encontrábamos muchos en este banquete. Tomaron parte en él varios parientes, algunos notables del pueblo, todos mis discípulos de Galilea, Marcos,
  Jose de Arimatea, mi madre, Salomé, Verónica y muchas amigas y compañeras de Marta, formando en fin un total de treinta y nueve personas. Marta, que debía formar el número cuarenta, prefirió, según manifestaciones de ella al finalizar los preparativos, el honor de servirme, juntamente con María de Magdala, Juana, Débora y Fatmé.
María, hermana de Simón, permanecía casi constantemente detrás de él, que estaba sentado a mi frente, en el centro de la mesa. Su intención bien resuelta, era la de contemplar mi semblante, de sorprender mis más pequeños gestos, de saborear mis palabras, estudiando todas las graduaciones de mis impresiones, de abandonarse finalmente a ese instinto especulativo del alma, que desprecia las formas exteriores para elevar el pensamiento y concentrar su deseo en el sublime ideal. La conversación debía naturalmente girar alrededor del motivo de la reunión.
Mis conocimientos espirituales, mi dependencia divina, exaltaron las imaginaciones y me vi obligado a explicar el origen de mi fuerza moral, para luchar en contra de la efervescencia que pretendía hallar el don del milagro, en lo que tan sólo existía la armonía de las cualidades sensitivas del alma con la fácil penetración del espíritu.
Para mejor convencer a mis oyentes, pasé revista a mi vida de apóstol y di a cada uno de mis actos, tenidos por sobrenaturales, el justo valor que les correspondía dentro de mis afirmaciones. Me mostré como el Mesías preparado para su misión con sólidos estudios sobre el poder de los elementos, sobre la propiedad de las plantas, la debilidad del espíritu humano y el imperio de la voluntad. Hice depender todas mis alianzas espirituales de una misma fuente: la larga vida del espíritu,
y todas mis manifestaciones ostensibles del encadenamiento práctico y sabio de las causas y de los efectos.
Deduje de la ciencia humana, los caracteres ostensibles de mis medios curativos y de la ciencia divina, la felicidad de mi alma, la cual arrojaba sus reflejos sobre las almas oprimidas y los espíritus enfermos. Establecí finalmente la grandeza de mi fe, la inmensidad de mis esperanzas con tan fogosas imágenes y con tales arranques de entusiasmo, que Simón, presentándome un vaso lleno, me suplicó que mojara en él mis labios, a fin de mezclar el soplo divino con el soplo mortal, y de confundir el salvador con él, el humilde resucitado, honor que él pedía, gracia que recibiría con la ardiente fe, con el amor inextinguible que le inspiraba el hijo de Dios.
En ese momento y después de haber contentado a Simón, oí como un sollozo a mi lado. Me di la vuelta y vi a María. Ella se había separado de su hermano para acercarse a quien había sido llamado salvador; su gratitud, su culto se traducían en acentos entrecortados, en espasmos de la voz, y su espíritu sobreexcitado por mis demostraciones, venía a implorar el apoyo de mi fuerza en contra de la violencia de sus ilusiones. Tomé a la niña entre mis brazos, su cabeza se inclinó y sus cabellos
sueltos formaron un marco de ébano a su rostro inanimado. Todos los ojos quedaron fijos con semblantes ansiosos, a la espera del desenlace de tal crisis, cuyo final se anunció con algunas lágrimas y un débil sonrojo de la piel. María se despertó como de un sueño, sin darse cuenta de la emoción que había sufrido, y también con un sentimiento de felicidad. Expliqué a Simón la extremada sensibilidad de la hermana y le indiqué con insistencia que no debía jamás contrariar bruscamente en su excentricidades a esa alma tan exuberantemente dotada, a ese espíritu tan despóticamente gobernado por el alma.
Apenas vuelta en sí, María desapareció. Me encontraba, por consiguiente, en buenas condiciones para hablar de un accidente que me sugirió numerosas observaciones sobre las naturalezas corporales, dominadas por visiones demasiado fuertes del alma y por ambiciones demasiado fuertes del espíritu. Enseguida me dejé transportar, como siempre, por mi movediza fantasía, hablando con frases
sentenciosas y proféticas, en evocaciones de mi espíritu hacia el Ser Supremo.
Habíamos llegado al final del banquete, y nadie ya comía ni bebía, sino que todos habían quedado pendientes de mis palabras. Me elevé paulatinamente hacia lo absoluto de mis ideas, referente a las alianzas de los mundos y de los espíritus. Poco a poco me sentí como separado de los que fraternizaban conmigo en ese banquete, viéndome rodeado de los hombres del porvenir, y se me presentó, tras sucederse los siglos, mi emancipación de esta Tierra. Después, atraído por el sentimiento de la actualidad, hablé de mi muerte, rodeándola de todas las seducciones de la gloria
inmortal. Les anuncié que casi todos me abandonarían, les prometí que los honraría en sus esfuerzos o los consolaría en sus arrepentimientos, que los dirigiría hacia la luz mediante los dones del espíritu para con el espíritu y que los elevaría con la persistencia de mi amor.
Juan como siempre, se encontraba a mi izquierda y se esforzaba en ese momento por conocer a los que yo había querido aludir al hablar de abandono. A este deseo, manifestado en una forma de pregunta, contesté que la presciencia respecto a los sucesos se hace fácil mediante el esfuerzo del espíritu en el estudio de los hombres y de las cosas.
Muchos me abandonarán, añadí, porque muchos son débiles y miedosos. Algunos me renegarán, otros me traicionarán, tal vez para eludir la responsabilidad o para satisfacer su hastío.
Los hombres no son suficientemente creyentes en mi fuerza de Mesías y la proximidad del peligro los separará de mi lado. Pero después de mi muerte los hombres de quienes hablo, comprenderán la
cobardía de su conducta y mi espíritu se les aproximará nuevamente para continuar la obra que he fundado.
Hermanos míos, yo no señalé de un modo más preciso los que me habían de abandonar, renegar o traicionar. La razón, os la doy con mi contestación, a ese discípulo tan audaz en su fanatismo, como exagerado en sus testimonios de amor. La luz que brilla de la ciencia espiritual es la guardiana de las fuerzas humanas para perseverar en las actividades del alma y en el heroísmo del espíritu, mas no podría determinar una violación de la ley que quiere que la materia sea un obstáculo para la visión completa del alma y del espíritu. Yo gozaba deliciosamente con los honores que se me prodigaban y cuando Marta derramó agua perfumada sobre mis manos y su joven hermana me la salpicó por la cabeza y por las ropas, me mostré feliz al contemplar la felicidad que ellas experimentaban. La tarde terminó en medio de una alegría expansiva, que nada vino a turbar.
Hermanos míos, en el capítulo siguiente de este libro pasaremos revista a las causas del odio de los sacerdotes y de mi condena. Después continuaremos la exposición de los hechos que precedieron a mi muerte.
finaliza otro capitulo de la maravillosa vida de Jesús,

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