martes, 26 de abril de 2016

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO CAPITULO XVI 3ª PARTE

Jesús definía el amor como el gran motor de la religión universal, y enseñaba la igualdad de los espíritus, la comunidad de sus intereses delante de Dios, el desarrollo y el empleo de las facultades pensantes. Combatía por lo tanto los poderes fundados sobre el desprecio de las leyes de Dios y la inmovilidad del espíritu decretada por estos poderes. Las religiones basadas sobre la divinidad de Jesús, así como todas las doctrinas ajenas a esas religiones, llevan consigo defectuosas apreciaciones sobre la justicia divina. Para que una religión sea en definitiva la fuente de la felicidad humana, es necesario que ella resulte de la razón misma, esencia de Dios. Hagámonos nuevamente fuertes con la enunciación del elemento constitutivo de la razón divina y de la razón humana en su pureza. La razón divina es la preponderancia del amor en la obra de la creación. La razón humana, firmemente establecida, es la emulación del amor de las criaturas entre ellas, para responder al amor que el Creador desparrama sobre la creación. La justicia divina es una consecuencia del amor divino; los efectos de esta justicia demuestran el infalible raciocinio deducido de un poderoso trabajo de concepción infinita. Que los mundos conformados para determinadas categorías de espíritus, reciban otros más desmaterializados para ayudarles en su progreso; que las moradas humanas escondan, de tiempo en tiempo, luminosas inteligencias; que las pruebas carnales representen una cadena continua de intermitencias de reposo y de espantosas catástrofes, ¡qué importa, desde el momento que es la justicia de Dios la que resuelve y es el amor el que dicta su justicia! ¡Qué importa desde el momento que los Mesías, expresan el amor de Dios hacia todas las inferioridades y que los sufrimientos humanos representan actos de reparación hacia la justicia de Dios!. Jesús, ya lo dije, fustigaba los poderes, establecidos por el esfacelo de las conciencias y por el abuso de la fuerza y encontraba en sí el más ardiente patriotismo del alma para abatir todos los despotismos y para compadecer todas las miserias de la humanidad. Mas los enemigos de Jesús afirmaban que él había atacado el dogma de la unidad de Dios, al decirse hijo de Dios y que había debilitado la fe religiosa favoreciendo la revuelta. Aquí, hermanos míos, vamos a reasumir las principales enseñanzas de Jesús, mas no volveremos sobre el carácter de hijo de Dios, tan mal interpretado en todo tiempo y que ya he explicado suficientemente. Cuando Jesús dejó Jerusalén por primera vez y fue a países lejanos, adquirió la certidumbre de que las religiones no dividían a esos pueblos, por cuanto el amor de las artes y de las riquezas llevaba la preferencia con respecto a cualquier otra aplicación del espíritu. Cuando Jesús abandonó Jerusalén, por primera vez se vio libre y feliz en medio de los pueblos libres y llenos de fantasía. Él empezó proporcionando abundantes consuelos y manifestando su carácter llano y expansivo. De su doctrina puso a la vista tan sólo lo que era necesario para establecer el amor como base del equilibrio humano; pero no determinó el amor como una obligación del completo sacrificio, desde que sabía muy bien que para hombres debilitados por los goces mundanos, debía hacer concordar la habitual expansión de sus espíritus con las primeras exigencias de la razón de éstos. Jesús hacía necesario el amor por la necesidad que tenían los hombres de sostenerse los unos a los otros. ¿Acaso el amor no protegía los intereses del pobre, así como defendía al rico en contra de los insensatos deseos de igualdad material?. Jesús defendía la esperanza como un remedio para todos los males. Dirigía las miradas del espíritu hacia la felicidad del porvenir, con palabras de misericordia y de aliento. Él hacía de la muerte una luminosa transformación. Por espacio de dos años, Jesús evitó las críticas del mundo frívolo y la desconfianza de la gente seria. De buen grado se escuchaba al dulce profeta que prometía la abundancia a los que proporcionaran alivio a los pobres, que concedía el perdón de Dios a los que  perdonaran a sus enemigos, que anunciaba la paz y la felicidad a todos los hombres de buena voluntad, en nombre de Dios, Padre de ellos. Le seguían en los lugares públicos y en la plataforma de los edificios, al atrayente revelador de los destinos humanos, que explicaba la igualdad primitiva y la beatífica inmortalidad. Las jóvenes le llevaban a sus hijos y él los bendecía, los enfermos lo mandaban buscar y él se acercaba a ellos, los pobres lo tomaban como apoyo y los ricos se detenían para escucharlo predicar la fraternidad y el desinterés. Se le ofrecía siempre generosa hospitalidad al dispensador de la gracia de Dios, y tanto en las familias como en medio de las masas, Jesús se convertía en el padre, el amigo, el consejero y la alegría de los paganos, a quienes jamás habló del castigo y de la cólera divina. Él guardó el recuerdo consolador de ese tiempo en medio de la agitación y de la tristeza que, más tarde, le oprimieron. Mas Jesús no podría llamar la atención del espíritu humano, sobre las personas que lo rodearon en ese tiempo, y ello porque el espíritu humano no tendría ningún fruto que recoger del conocimiento de las intimidades de Jesús, cuando esas intimidades no se encuentran ligadas con acontecimientos conocidos o que merezcan serlo. Conoció a Juan, por primera vez, a la edad de treinta años y a la de treinta y tres y algunos meses murió. Juan disipó las irresoluciones de Jesús respecto a su misión como hijo de Dios y él prometió a Juan que se atendría a algunas prácticas externas, si sobrevivía al apóstol, lo cual mereció del apóstol las siguientes palabras: Yo soy el precursor, tú eres el Mesías. Te esperaba para continuar la obra y hacerla inmortal. Bendigamos a Dios que nos ha reunido y fundemos el porvenir con el precio de las tribulaciones y de las torturas de la muerte. Las tribulaciones, las torturas, la muerte, serán nuestros títulos para la gloria inmensa, para el poderío eterno. Juan murió asesinado por los que él había señalado con desprecio ante el pueblo, un año después de su entrevista con Jesús. Éste quiso entonces tomar la dirección de los discípulos de Juan y juntarlos con los suyos, pero habría tenido que vencer la obstinación de espíritus sin sagacidad y sin grandeza moral, por lo cual se vio obligado a renunciar a ello. Jesús lo había dicho; sus discípulos de Galilea, tan sólo más tarde lo comprendieron, y su conformación verdadera en la fe, no tuvo lugar sino después de la muerte del que abandonaron casi todos en el camino del dolor. Mantenidos en la gratitud por el respeto que profesaban hacia la memoria de su maestro, los discípulos de Juan me siguieron a distancia y me dieron pruebas de afecto. Dos años consecutivos me trasladé a orillas del Jordán, para observar el ayuno y darles la acostumbrada solemnidad a las prácticas de Juan. En las dos veces fui acompañado por los discípulos de Juan, cuyo número no había disminuido. Eran quince y el más anciano presidía las funciones de la doctrina, con el recogimiento a que lo había acostumbrado su preceptor de prudencia y saber. Estos hombres sobrios y severos daban a la virtud las lúgubres apariencias de venganzas celestes; depositarios de la voluntad de Juan, tenían que sufrir por las contradicciones que resultaban entre ellos y nosotros. Ellos querían la exterioridad de la contrición, el rigor de la forma, la evidencia del culto, nosotros la humildad en la penitencia, la plegaria de corazón, la libertad de los ejercicios religiosos, la abstención completa de pompa en los sacrificios y de métodos en la enseñanza. De nuestros hábitos, de nuestra existencia, alegre en relación con la de ellos, los discípulos de Juan no sacaban conclusiones tristes para el porvenir y siguieron  llamando siempre Mesías a quien su maestro había designado con ese mismo nombre. Lo repito, los discípulos de Juan se mostraron muy superiores a los discípulos de Jesús. Dejando de lado el fanatismo que alejaba al pecador de la esperanza en Dios y la exageración criticable de las prácticas, ellos poseían todas las cualidades del espíritu que determinan la inviolabilidad de la conciencia. Los discípulos de Juan no me acompañaron durante los días nefastos que precedieron a mi suplicio, por cuanto se encontraban entonces dispersos y errantes. Un decreto lanzado en contra de ellos, mientras me encontraba en Betania, los había expulsado de la Judea. La persecución religiosa fue siempre en aumento desde esa época, ésta anunciaba la ruina de Jerusalén y la decadencia del pueblo hebreo. Mis instrucciones, desde la separación de Juan hasta mi partida para Cafarnaúm, demuestran mi conocimiento en la ciencia divina, puesto que me dirigía a hombres capaces de comprenderme. Estos hombres, desgraciadamente, eran tímidos aliados o déspotas depravados, y los primeros no me podían sostener sino con la ayuda del pueblo. Apoyarme en el pueblo hubiera sido, tengo de ello la convicción hoy, crearme seguridades durante el tiempo necesario para la fundación de mi gloria humana como Mesías y revelador de la ley universal.
Hasta el próximo capitulo de esta divina y hermosa vida de Jesús.

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