MENSAJE
Carlos es un muchachito de 14 años, que la muerte lo arrebató muy pronto de la esfera física.
Recientemente internado en nuestros cursos de reajuste psíquico y preparación espiritual, reveló, desde el principio, notable aplicación al estudio y al esfuerzo renovador.
Una de las preocupaciones más fuertes que caracterizan su espíritu, es la de enviar algo a su hermano Dirceo, inolvidable y afectuoso compañero del techo familiar. Para eso escribió el mensaje que ofrecemos al joven lector, a través del cual nuestro dedicado amiguito
buscó describir los paisajes y las nuevas emociones que experimentó tras la muerte del cuerpo físico.
IMPRESIONES DEL ÚLTIMO DIA TERRESTRE
Mi querido Dirceo:
Te escribo esta carta para decirte que no me morí.
Jamás pensé que me sería posible enviarte noticias, después de apartarme del cuerpo terrestre. Algunas veces, vi el entierro de niños y personas mayores, desde la gran ventana de nuestro cuarto, cuando observábamos, en silencio, el coche fúnebre, adornado de flores, llevando a alguien que nunca volvería…
¿Recuerdas la muerte de Osorio, nuestro compañero de colegio? Nunca me olvidé del cuadro enternecedor. Doña Margarita, la madrecita llorando, nos llevó a verlo. Osorio, bromista y bondadoso, estaba mudo y helado. Parecía que estaba durmiendo, inmóvil bajo un montón de rosas y añoranzas.
Cuando escuché decir que él jamás volvería, mi corazón latió fuerte y empalidecí.
Nuestro viejo Tomás, el portero de la escuela que asistía a la escena, percibió lo que me pasaba y me apartó deprisa.
Ese día, no comí y pasé la noche asustado. Atormenté a papá con toda clase de preguntas sobre la muerte y se me erizaba el vello al recibir sus respuestas. Por fin, él reconoció mi inquietud y me aconsejó que evitara el asunto.
Pasó mucho tiempo, pero la experiencia quedó guardada en mi corazón.
Fue por eso, tal vez, que quedé, durante el período de mi enfermedad, impaciente y angustiado.
Y, hablándote francamente, tuve miedo, mucho miedo, al percibir que todo iba a acabarse, pues siempre oía decir que la muerte del cuerpo es el fin de todas las cosas.
Ahora, sin embargo, puedo afirmar que eso no es verdad.
¿Te acuerdas del último día que pasé en casa?
¡Mamá lloraba tanto!...
Papá, muy serio, iba de un lado para otro, en la sala contigua a nuestro cuarto.
El Doctor Martín, nuestro buen amigo, me tomaba las manos, y tú, Dirceo, sentado en la poltrona del abuelo, me mirabas ansioso y entristecido.
Quise hablar, pero no pude. Estaba cansado sin saber el motivo. Me faltaba el aire, como si yo fuese un pez fuera del agua. Me esforzaba para decir alguna cosa, por
lo menos para tranquilizar a mamá; entretanto, experimentaba un peso enorme, oprimiéndome la garganta y la boca.
Fue entonces que detuve mi mirada en sus ojos y lloré mucho, con recelo de quedar mudo y helado como Osorio, y partir para nunca más regresar.
No conseguí mover los labios, pero, en pensamiento, recé las oraciones que mamá me enseñó. Me acordé de Dios y esperé el sueño con indecible angustia…
Quería dormir, dormir mucho; no obstante, era tan grande mi temor de dormirme para no despertar, que, si yo hubiera podido, habría gritado intensamente, con toda la fuerza de mis pulmones, pidiendo al Doctor Martín que no me dejase morir.
TÍA EUNICE
En vano buscaba en vuestro rostro una expresión de tranquilidad y buen ánimo.
Hubiera dado todo para que sonrieseis, desapareciéndome el pavor. Entretanto, todos estaban consternados, llorosos…
Esperé que el Doctor Martín me alentara, asegurando que todo se resumía a una crisis pasajera, pero nuestro bondadoso médico me examinaba el pulso, sin disfrazar la tristeza que dominaba su alma.
Por esa razón, el miedo de morir creció mucho más fuerte en mi espíritu.
Cuando todo me parecía irremediable, sucedió alguna cosa, que me llamó la atención. Un leve ruido despertó mi curiosidad.
Desvié mi mirada hacia la puerta de entrada y vi que de ahí surgían, de manera inexplicable, delicados copos de sustancias fosforescentes.
Esos puntos de luz formaban un fino manto de gasa tenuísima, bajo el cual tuve la impresión de que alguien se movía…
Seguía la novedad, con enorme espanto, cuando apareció, rasgando la leve cortina, una mujer de bello porte que no tuve dificultad en reconocer…
Era la misma del gran retrato que mamá conserva en casa. Era tía Eunice, su hermana, que murió cuando nosotros dos éramos pequeños.
Llevaba un vestido de color verdeclaro, adornado con encajes luminosos. Estaba rodeada, principalmente a lo largo del tórax y de la cabeza, de una linda claridad de luz azulada, como si llevase una lámpara oculta. Sus ojos oscuros irradiaban simpatía y bondad sin límites.
Tía Eunice entró al cuarto y, con gran sorpresa para mí, abrazó a mamá, sin que mamá la viese, y, después, se sentó a mi lado, diciendo:
- Entonces, Carlitos, tu que eres tan valiente, ¿tienes miedo ahora?
Si fuese en otra ocasión, pienso que no me portaría bien, porque siempre oía decir que los muertos son fantasmas y nuestra tía ya estaba muerta. Me hallaba, sin embargo, tan angustiado que experimenté un gran consuelo con las palabras alentadoras que me dirigía. Necesitaba que alguien me reanimase.
Reparaba en el nerviosismo de papá, en las lágrimas de mamá, en la tristeza y el abatimiento del doctor
Martín, a mi lado, y concluí que las buenas disposiciones de ella eran favorables para mí.
En verdad, en los buenos tiempos de salud, escuché extrañas historias de “manifestaciones del otro mundo”, que me dejaban impresionado, sin sueño, pero tía Eunice no podía inspirar miedo a nadie. Estaba linda y risueña, llenándome de confianza y optimismo.
Me sentí, pues, reanimado, aunque reconociendo la desagradable rigidez de mi cuerpo, que yo no conseguía mover, ni levemente.
EL BUEN SUEÑO
Sorprendido, notaba que ninguno de vosotros hacía caso de la presencia de tía Eunice, dándome la impresión de que no la veíais; y hasta el doctor Martín, que estaba frente a ella, mostraba absoluta indiferencia.
Ella, con todo, no estaba menos satisfecha por eso.
Después de acomodarse a la cabecera, nuestra tía puso la mano suave sobre mi cabeza y un gran alivio me bañó el corazón.
Tuve la impresión de que rayos de sol me penetraban el cuerpo en desaliento.
No pude conversar como deseaba, pero conseguí pensar más claramente. Desvié la atención que tenía concentrada en la garganta dolorida y razoné sin la mayor aflicción. ¿Estaría mejor? ¿Permanecería la muerte rondándome el lecho? ¿Qué ocurriría en los próximos minutos?
Quise dirigir algunas preguntas a tía Eunice, explicándole, al mismo tiempo, que sentía inmenso recelo de morir; aunque, mis labios estaban casi inmóviles.
Ella, sin embargo, según mi observación, percibió, de pronto, lo que pasaba por mi cerebro.
Me sonrió, bondadosamente, y dijo:
- Tú, en verdad, ¿crees que alguien puede desaparecer para siempre? No creas en semejante ilusión… Es preciso tranquilizarse. Al final de cuentas, los días de dolor y las noches de insomnio han sido numerosos.
Sonrió, con ternura más acentuada, inspirándome una profunda confianza, y volvió a decir:
- Es necesario que duermas tranquilo, sin ninguna inquietud.
Y como yo oía sus consejos, añadió:
- ¡Descansa, Carlitos! Cede, sin temor, a la influencia del sueño. Yo velaré por ti…
En seguida, pasó la mano derecha, suave y repetidamente, sobre mi garganta llena de heridas. La transformación que experimenté fue completa. Creía que me estaban aplicando una deliciosa compresa de alivio. Los dolores que me atormentaban, hacía tanto tiempo, cedieron, poco a poco. Una indecible tranquilidad me dominó, por fin. Me entregué, confiante, a las caricias de tía Eunice, como me entregaba, habitualmente, a la ternura de mamá.
Luego, su mano, cariñosa y buena, me acarició el rostro, bañado de sudor, deteniéndose dulcemente sobre mis párpados…
Intenté, también, mirar hacia ti; pero no pude.
La inesperada visitante me cerró los ojos, con dulzura, y acentuó:
- ¡Duerme, Carlitos! Tú estás cansado…
Nada respondí con la boca; entretanto, concordé mentalmente, agradecido y reconfortado.
Tía Eunice observó mi silenciosa actitud de satisfacción, porque, en ese instante, se inclinó y me besó.
Me acordé, entonces, del beso de mamá, cada noche, y, en vista del alivio que yo sentía, me entregué finalmente al buen sueño.
EL GRAN VIAJE
¡Ah! Dirceo, no podía contarte lo que entonces pasó.
El sueño sin sueños duró apenas una pocas horas, porque una extraña pesadilla me dominó totalmente.
Me parecía vagar en una atmósfera oscura e indefinible.
Sentía que mamá se echaba de bruces sobre mí, pronunciando mi nombre, angustiosamente. Observaba sus manos ansiosas, tocándome el rostro y los cabellos. Oía sus gritos de dolor, pero inútilmente procuraba despertar y volver en mí.
Sufrí mucho en semejantes momentos de incertidumbre y aflicción.
Me ayudó tía Eunice, que me amparaba cuidadosamente.
Poco a poco, al mismo tiempo que me sentía envuelto en las llamadas de mamá, tuve la impresión de que una fuerza superior me levantaba de la cama, lentamente.
Comprendí que me encontraba agarrado a sustancias pegajosas, como un pajarillo preso en la goma. Noté,
también, que alguien me liberaba, despojándome de un fardo, como ocurre al deshacernos de la ropa común…
Desde entonces, a pesar de proseguir en la misma atmósfera de sueño, no sentí más las manos de mamá, solamente las de tía Eunice, que me acogió en su corazón.
- “¡Vamos, Carlitos!” – la oía, claramente.
Nos retiramos hacia la puerta de salida. Nuestra tía me pareció bastante interesada en apartarse conmigo, apresuradamente.
Allá fuera, el resplandor de la luna deslumbraba. Respiré el aire perfumado y fresco de la noche, como quien recibía una verdadera bendición celestial.
¡Habían transcurrido tantos días en que me esforzaba sin mejorar!
Tía Eunice me llevaba en los brazos, cariñosamente, como si yo fuera un niño pequeño. Con todo, aunque no conseguía coordinar mis pensamientos con exactitud, me espanté al ver que nos elevábamos del suelo.
Encantado por la caricia del viento suave, no sabía qué admirar más, si la mejoría que sobrevino, de súbito, si la belleza de la noche, embalsamada de aroma y maravillosa de luz.
Mi alegría no tenía límites. Estaba débil, vencido, incapaz de decir alguna cosa, pero me sentía transportado desde la Tierra hacia una fiesta en las estrellas.
De vez en cuando, tía Eunice posaba en mí sus ojos dulces y amigos y yo le respondía sonriendo, contento y agradecido por la bendición de respirar sin cansancio y sin dolor.
Los caminos aéreos, repletos del resplandor de la luna, me sorprendían con los ojos espantados.
Entonces, las impresiones de sueño fueron más nítidas en mí.
Estaba seguro de que todo era una fantasía y de que volvería a casa, despertando, nuevamente, en el lecho habitual.
DESPERTANDO
Cansado, no obstante, de interrogaciones interiores repitiéndose sin respuesta, me rendí a las caricias de nuestra tía y pasé a la inconsciencia completa.
¿Cuánto tiempo pasé, en ese sueño pesado, sin recuerdos?
No conseguiría responder.
Solamente sé que desperté, asustado, sin acertar con la situación.
Me encontraba sólo, encerrado en una habitación muy limpia e inundada de luz. La soledad me infundía una repentina tristeza; entretanto, semejante impresión era atenuada por la ventana abierta, dando paso a rayos de intensa luz.
Las paredes mostraban pinturas alegres; yo, no obstante, me preguntaba a mí mismo si no fui llevado a algún hospital.
A lo lejos, a través de la ventana de grandes proporciones, vi el paisaje desdoblarse…
El cielo azul radiante parecía enviarme una brisa suave y refrescante.
Examiné, atentamente, mi entorno. El mobiliario era muy diverso.
Por las poltronas acogedoras y divanes que invitaban, concluí que la sala era exclusivamente destinada al reposo.
Reparé en mí mismo, sorprendido. ¿Habría pasado la difteria? ¿El doctor Martín consiguió finalmente curarme? Mi garganta ya no me dolía. Si no fuese por la debilidad en la que me encontraba, casi podría levantarme e intentar dar algunos pasos. Toqué mis cabellos y mis pies.
¿Qué hecho me llevó a semejante modificación? ¿Estaría, por casualidad, en casa? Aquel compartimento me era totalmente desconocido.
Recordaba los últimos cuadros que habían precedido a mi gran sueño.
Con gran admiración, me acordé de sus mínimas particularidades.
¿Y mamá? ¿Por qué no aparecía? ¿Dónde estaba, sin darme el abrazo cariñoso de felicidades por la convalecencia? Recordando su ternura de las últimas horas de mi cuerpo terrestre, experimenté una profunda nostalgia, con un infinito deseo de llorar. Solamente entonces observé que pasé largas horas sin decir cosa alguna. ¿Mi garganta estaría en condiciones de auxiliarme? Intenté la prueba y grité:
- ¡Mamá! ¡Mamá!
Después una voz de lamento resonó dentro de mí. Bien noté que no la oía con los oídos. Parecía nacer de mi propio corazón, dilacerándolo. Era la voz de nuestra madrecita, exclamando con acento angustioso:
- ¡Carlos! ¡Carlos!... ¡hijo mío, vuelve, vuelve!... ¡no me abandones! ¡No me abandones!...
Antes de que yo pudiese reflexionar sobre la nueva situación, se abrió una puerta próxima, dando paso a tía Eunice, que se acercó a mí, sonriente, y, sentándose a mi lado, me dijo, comprendiendo perfectamente lo que me ocurría:
- ¡No te asustes, Carlitos! Tú estás presente entre nosotros.
CARIÑO Y CONFORT
¿Qué significaba aquella afirmación?
Próxima a mí, se conservaba tía Eunice, viva y bien dispuesta.
No tenía ninguna duda. Ya no me encontraba envuelto en la alucinación o en el sueño. Mi conciencia estaba lúcida.
Me intrigaban, con todo, varias cuestiones, atormentándome el raciocinio. Sabía que tía Eunice había muerto hacía mucho tiempo. ¿Y yo? ¿No me encontraba allí en un cuadro natural? Tocaba mi propio cuerpo, observaba paredes y muebles. “Aquello” ¿sería morir?
Bastó que yo formulase tales pensamientos para que ella me sonriese, bondadosa, acrecentando:
- Sí, Carlitos, tu permaneces ahora entre nosotros, los que ya pasamos por la sombra de la tumba.
Francamente, sentí escalofríos de miedo, pero tía Eunice, lejos de enfadarse, observó:
- ¡Cariño! ¿Por qué te acobardas? No temas.
Tanta serenidad me infundió confianza. Con todo, los gritos que yo oía perturbaban mi equilibrio. ¿Por qué motivo escuchaba semejantes voces de mamá, allí, donde no había razón de ser? Un inmenso malestar se apoderó de mí. Todos los dolores que yo sentía anteriormente, regresaron a mi cuerpo.
Comencé a llorar, convulsivamente.
Tía Eunice, comprendió todo y, dando muestras de saber todo lo que pasaba en mi interior, me acarició, diciéndome:
- No te asustes, hijito mío. Las voces que oyes son realmente de mamá, que aún no puede comprender la vida. Tú aún te encuentras unido a ella por vigorosos lazos de amor, lleno de apego desvariado y violento. Ten calma y procura distraerte.
Quise obedecer la orden afectuosa, pero no pude. Aquellas llamadas que me parecían llegar desde muy lejos y mis ansias de volver a ver a mi mamá querida eran demasiado fuertes para que me sintiese liberado en un instante.
¡Oh! ¡Pero era horrible! Los gritos maternos se hacían más altos y más fuertes, dentro de mí, a medida que yo cedía al deseo de recordar todo. Y, con eso, me volvieron todos los sufrimientos, uno a uno: el dolor en la garganta, la opresión en el pecho, la falta de aire.
Tuve la impresión de que recomenzaba también mi larga y dolorosa agonía.
Tía Eunice me exhortó a ser fuerte y a pensar en la Bondad Divina, para vencer las pesadas impresiones del momento, pero fue inútil.
Después de mojarme la frente con agua fresca, que había en un vaso próximo, acentuó, cariñosamente:
- No tengas duda. Aquí tenemos igualmente médicos dedicados y ya hemos mandado a buscar a un facultativo para atendernos.
Angustiado y desalentado, comencé a esperar.
FAMILIARES
Mientras esperaba al médico, tía Eunice, en un determinado instante, me avisó de que iría al interior a buscar a los familiares, y salió, dejándome entregado a los pensamientos nuevos que me invadían la cabeza.
Transcurridos algunos minutos, se abrió la puerta y nuestra tía llegó acompañada de otras personas.
Al principio, creí que eran muchas, pero eran sólo dos la abuela Adelia y primo Antoñito.
La abuela me causó una sensación más fuerte. No estaba temblorosa, ni curvada. Me pareció mucho más joven, alegre y fuerte. Sus ojos, serenos y lúcidos, irradiaban aquella misma bondad de otros tiempos.
La sorpresa de verla, junto a mí, me llenaba de encanto y satisfacción.
¡Qué alivio!
¿Te acuerdas de cuando la abuela se marchó de nuestra residencia, muy mal, para el hospital?
Desde entonces, no la volvimos a ver.
Mamá nos comunicó entonces la muerte de la santa viejecita, sin permitir que la acompañáramos, en el gran viaje que llevó a cabo para la última visita.
Frecuentemente, ambos comentábamos las grandes nostalgias que nos dejó la abuela. Ella siempre nos trataba con excesiva ternura. Nos dominaba con amor y bondad. Nos perdonaba todas las faltas. ¿Te puedes hacer una idea de la alegría que sentí, viéndola aproximarse?
A su lado estaba Antoñito, al que reconocí de pronto. Nuestro primo también había “muerto”, en un hospital lejos de nosotros. Puso sus ojos afectuosos y dulces en mí, tranquilizándome el corazón.
Un verdadero torrente de preguntas pasó por mi cerebro en aquellos rápidos instantes.
Muchas veces oía decir, ahí en la Tierra, que después de la muerte del cuerpo seríamos conducidos al Cielo o al Infierno. Lo que yo veía, sin embargo, era la continuación del paisaje familiar, querido y confortador. La abuela, tía Eunice y Antoñito estaban allí, delante de mí, más vivos que nunca, deshaciendo nuestro viejo engaño de que hubiesen desaparecido para siempre con la muerte.
Nuestra cariñosa viejecita y el primo me abrazaron, sonrientes.
La abuela lloró de alegría al besarme, acercándome a su pecho, como antiguamente.
Me preguntó por todos. Lamentó no haber podido acompañar mi venida, en lo que fue sustituida por tía Eunice..
y dijo que visitaría a mamá en la primera oportunidad. Indagó, bondadosa, si tú y yo aún éramos aquellos mismos pequeños diablillos que le escondían las lentes para conseguir juguetes y meriendas.
Amparándome en los brazos de la abuela, tan cariñosa y tan buena, sentí muchas nostalgias de mamá y lloré bastante.
Nuestra querida viejecita, sin embargo, me consoló, explicándome que, un día, mamá y vosotros vendréis también a nuestro nuevo hogar.
EL MÉDICO
Aun no habíamos terminado nuestros saludos de cariño y alegría, en el reencuentro, cuando el médico que estábamos esperando llegó. Tía Eunice fue a recibirlo y lo trajo hasta la habitación.
Simpático y bien dispuesto, él saludó cordialmente con mucha alegría.
Me examinó atentamente, me aplicó rayos de luz, accionando un pequeño aparato que no sé describir, y, en seguida, me pasó la mano derecha, en silencio, muchas veces, sobre el pecho y la cabeza, observando que de sus dedos se desprendían chispas de luz azulada y brillante.
Terminadas esas operaciones, llevadas a efecto delante de todos nosotros, comenzó a conversar, satisfecho y optimista, dándome la impresión de que se hallaba mucho más preocupado en darme ideas nuevas que remedios.
No me preguntó por el médico que me trató en casa, no se interesó visiblemente por mi garganta dolorida, ni hizo ninguna indagación que me pudiese transportar el pensamiento a la pasada situación.
Con habilidad, me obligó a olvidar el dolor y la aflicción, distrayéndome con temas muy interesantes.
Me preguntó qué profesión habría yo elegido en la Tierra, si hubiera continuado entre los Espíritus encarnados, y, cuando le dije mi tendencia para la aviación, comenzó a discurrir de modo tan fascinante sobre el progreso de la ciencia de volar, que me sentí francamente otro, despreocupado de las ideas de molestia y apego inferior al cuerpo físico que abandoné.
Él hablaba como experto profesor de navegación aérea.
Por eso mismo, yo lo escuchaba con gran asombro.
Después de una inteligente exposición sobre el tema que tanto me interesaba, me aseguró que conoce nuestro Santos Dumont, prometiéndome otras charlas sobre la aviación, en la primera oportunidad.
Percibiendo que el bondadoso médico iba a poner punto y final a la conversación, me arriesgué a preguntar, absolutamente olvidado de mi enfermedad:
- Doctor, ¿el señor cree que podré continuar estudiando aquí?
- ¿Cómo no? – respondió, contento nadie necesita interrumpir el servicio de la propia educación, por haberse privado del cuerpo de carne terrestre. Espero verte animado y fortalecido, en breve tiempo, para estudiar y adquirir nuevos conocimientos.
Esas palabras me llenaron de estímulo y satisfacción.
Al despedirse, recomendó que yo fuese matriculado en el Parque de los Muchachos, donde tendría los beneficios que me eran indispensables, en lo que abuela Adelia y tía Eunice accedieron, agradecidas.
Cuando el médico se fue, noté que había dejado de escuchar los gritos de mamá y que los dolores habían desaparecido inexplicablemente.
LA VILLA
Durante algunos días permanecí en el lecho de convaleciente, luchando, bajo el cariño de los familiares, con las impresiones nocivas que me dominaban el pensamiento.
Antoñito, nuestro primo, no estuvo más que un día a mi lado. Estaba en régimen de internado, en el Parque de los Muchachos, y no debía retrasar el regreso a los estudios. El médico, sin embargo, me visitó todos los días, en el espacio de dos semanas, hasta que me retiré del cuarto, mejorado y bien dispuesto, a pesar de encontrarme débil.
Abuela Adelia y tía eunice, visiblemente satisfechas, me acompañaron al exterior, amparándome en los primeros pasos.
¡Oh! ¡Qué alegría!...
Sólo entonces percibí que ambas residen en una casa deliciosa y confortable.
Después de atravesar un pequeño corredor, llegué a una espaciosa sala, bien amueblada, deteniéndome, admirado, en la puerta llena de luz, que comunicaba con el exterior.
Un nuevo mundo se abría ante mí.
El paisaje era bello y prodigioso. Bonitas casas, semejantes en algún modo a las nuestras, a pesar de ser mucho más lindas, se alineaban, de espacio en espacio, con gracia y encanto. Todas ellas estaban rodeadas de pequeños o grandes jardines, unidos al fondo por arboledas agradables a la vista.
Concluí que los vegetales fructíferos merecían, en todas partes, el mismo cariño que tenemos por las flores.
Bandas de aves, de plumaje brillante, volaban alegremente por los aires.
En la atmósfera había una tranquilidad que no conocí en la Tierra. Respiré, a largas bocanadas, el aire puro y suave.
La residencia de abuela Adelia está rodeada de diversas flores, predominando las de color rojo, lo que da al jardín un aspecto de permanente alegría. Dice la abuela que tía Eunice fue la organizadora de la plantación, haciendo la elección de las flores cultivadas.
Tú, naturalmente, desearías saber si son iguales a las que poseemos en la Tierra. Sí. Muchas se parecen a las rosas, a los claveles y nomeolvides que ahí dejé, pero con grandes diferencias que no me será posible describir. Entre el jardín y el pomar de la casa de la abuela, por ejemplo, hay dos pérgolas, cubiertas por una enredadera
cuyas simientes me gustaría enviar a mamá. Esa delicada planta desprende caprichosos y extensos hilos, cubiertos de hojas de un verde oscuro, entre las cuales se abren pequeñitas y abundantes guirnaldas de pétalos blancos, jaspeados de rojo, las cuales exhalan una deliciosa aro-ma. Además, los hilos de hojas y las flores son tan perfumados y bellos que no encuentro palabras para hacer una comparación.
Para serte sincero, nunca pensé que hubiese un lugar con tanta belleza, después de la muerte. Ante mis demostraciones de asombro, me esclareció la abuela que existen otras regiones mucho más lindas, donde sólo pueden penetrar las almas santificadas que utilizaron todo el tiempo de la existencia terrestre practicando el bien.
NOTICIAS
Pasando al compartimento próximo, una bonita sala de estar, observé, sorprendido, un retrato de mamá, de grandes proporciones, que, al notar por las apariencias, se guardaba allí con un inmenso cariño.
Me conmovió muchísimo aquel valioso recuerdo, colocado en uno de los ángulos de la sala.
¡Cuantas nostalgias rebosaban de mi corazón!...
Me abracé al retrato con ansiedad.
Abuela Adelia, con todo, aunque tuviese los ojos rasados de lágrimas, me dirigió la palabra, con energía endulzada de ternura:
- ¡Carlos, no te emociones! ¡Recuerda tu necesidad de equilibrio sentimental. Necesitamos colaborar con el médico y, para eso, recordemos a tu madre con alegría!
Reprimí la inquietud que parecía invadirme nuevamente, me tranquilicé a mí mismo, recompuse la fisonomía y procuré sonreír, satisfecho. La abuela y tía Eunice sonreían también, apreciando mi buena voluntad de obedecer sus recomendaciones.
A pesar de mi inexperiencia, procuré modificar el cuadro emotivo, preguntando:
- Abuela, ¿has visitado a mamá?
- Sí, siempre que puedo – esclareció ella sonriente, por observar mi propósito de renovación, y añadió: - sólo lamento que Arlinda no pueda comprender, por tanto, las verdades espirituales. Por eso, ha perdido mucho tiempo, dedicándose a muchas actividades inútiles.
Sí, la abuela hablaba con indiscutible acierto.
¡Ah! ¡Si todos supiésemos, ahí en la Tierra, qué grande y hermosa es la vida!
Ese pensamiento me llenó de nueva esperanza. Mis sentimientos se elevaron más alto y, abrazando a nuestra querida abuelita, indagué:
- ¿Crees, abuela, que yo aún pueda ser útil a mamá?
Los ojos de nuestra admirable viejecita se llenaron de alegría, me abrazó, a su vez, y exclamó:
¿Cómo no, hijo mío? Depende de tu buena voluntad, de tu esfuerzo en los servicios de preparación. Cuando llegues al Parque de los Muchachos, no busques el descanso antes del trabajo y recibirás, en breve, la alegría de auxiliar, no sólo a mamá, sino a mucha gente.
Absorto con la respuesta e interesado en saber más de mi nuevo ambiente, hice interrogaciones en cuanto al paradero del abuelo Antonio y de tío Álvaro, sobre los cuales mamá siempre se refería con gran estima. Faltaba la presencia de ellos en aquella casita llena de amor.
La abuela Adelia, sin embargo, me escuchó y quedó muy triste. Sus ojos estaban llenos de lágrimas que no llegaban a caer.
Esperaba su información, cuando tía Eunice se adelantó y dijo:
- Carlitos, por ahora tu no puedes recibir los esclarecimientos que deseas. Tu abuelo y tu tío aún no pudieron llegar hasta aquí. Más tarde, sabrás todo.
Ambas, todavía, se mostraron tan abrumadas, que procuré cambiar de tema, recordando la enseñanza de mamá de que nunca debemos proseguir en conversaciones que sean desagradables a otras personas. Creo, sin embargo, que el abuelo Antonio y tío Álvaro no van bien donde se encuentran.
La abuela Adelia, sin embargo, me escuchó y quedó muy triste. Sus ojos estaban llenos de lágrimas que no llegaban a caer.
Esperaba su información, cuando tía Eunice se adelantó y dijo:
- Carlitos, por ahora tu no puedes recibir los esclarecimientos que deseas. Tu abuelo y tu tío aún no pudieron llegar hasta aquí. Más tarde, sabrás todo.
Ambas, todavía, se mostraron tan abrumadas, que procuré cambiar de tema, recordando la enseñanza de mamá de que nunca debemos proseguir en conversacio-nes que sean desagradables a otras personas. Creo, sin embargo, que el abuelo Antonio y tío Álvaro no van bien donde se encuentran.
EN ORACIÓN
La primera noche que siguió a mi mejoría, permanecí en compañía de la abuela y tía Eunice, en el salón principal de la residencia.
Un lindo resplandor de luna bañaba el jardín, allá afuera, y la lámpara de una claridad suave, en el interior, se parecía a una enorme perla con forma de corazón.
La abuela, que miraba el reloj con atención, nos convidó a la oración, explicando que había llegado el momento justo.
Nos reunimos al rededor de una gran mesa, en cuyo centro había un gracioso jarrón con flores rojas, casi iguales a los claveles que conocemos ahí.
Transcurridos algunos minutos de silencio, para los cuales la abuela Adelia me pidió los mejores pensamientos, tía Eunice hizo una linda oración, en voz alta, rogando a Jesús nos amparase y esclareciese como siempre, ayudándonos a ser dignos de la bendición del Eterno Padre.
Terminada la rogativa, un gran espejo que se encontraba próximo comenzó, con gran asombro para mí, a iluminarse de una manera maravillosa, como si recibiese
de una zona desconocida una vigorosa proyección de luz dorada. En breves momentos, surgió allí la imagen de una señora encantadora, hablando con nosotros.
Abuela y tía la escuchaban, atentas, mientras yo no cabía en mí mismo de admiración.
Vencida la sorpresa del primer minuto, pasé a escucharla, fascinado por la belleza de las lecciones y de los comentarios, llenos de sabiduría, aunque no conseguí entender la profundidad de todos los asuntos expuestos.
Sus disposiciones de optimismo eran, sin embargo, admirables y contagiosas. Nos hablaba a través de un aparato de televisión, como si estuviese en persona, a tres pasos de nosotros, con notable serenidad y excelente expresión de buen ánimo.
Además de las valiosas elucidaciones que nos traía, comentó con más efusión, nuestra necesidad de entendimiento ante los designios superiores, con la firme decisión de unirnos a ellos, dentro del espíritu de servicio. Esclareció sensatamente que todo nos ocurre para el bien, siempre que no estemos en la posición lamentable de las criaturas rebeldes y caprichosas.
Francamente, oyéndola, me sentí animado y bien dispuesto. Tuve la idea de que la “visitante distante” irradiaba efluvios de paz que me reconfortaban profundamente el corazón, multiplicándome las esperanzas en el futuro sublime.
En aquellos cortos minutos, sentí que mi fe creció mucho, intensificando, dentro de mí, el optimismo y la confianza.
Cuando se apagó la luz dorada en el espejo cristalino, tía Eunice me informó de que, dos veces por semana, los hogares de la villa entraban en contacto con elevados instructores y gobernantes de nuestro nuevo plan de trabajo, por intermedio de los aparatos de televisión y radio.
No cabía en mí de alegría confiante.
Volviendo al descanso, abuela Adelia me notificó de que, en el día siguiente, yo sería recogido en el Parque de los Muchachos, desde donde escribo esta carta para ti.
EL PARQUE
Al día siguiente, muy temprano, tía Eunice me condujo a la gran institución.
El camino ofrecía un suave encanto a la vista y una indecible alegría a la imaginación.
Árboles floridos llenaban la atmósfera de delicioso perfume. Observé que había actividad alrededor de todas las residencias por donde pasábamos, pero raramente se podía ver uno que otro niño.
Comentando mi extrañeza, respondió tía Eunice que la villa se dedicaba casi exclusivamente a los trabajos de reeducación de niños y niñas, procedentes de la Tierra, pero que esos jóvenes, en la mayor parte, permanecían internados en el Parque, solucionando sus propios problemas. Me informó, también, de que solamente después del indispensable aprovechamiento espiritual los niños pueden volver a la Tierra o buscar las esferas superiores. Dijo que no todos los pequeños que “mueren” en el mundo son obligados a transitar por aquí, ya que existen niños de grandes virtudes, los cuales están libres de cualquier actividad de rectificación. No obstante, la mayoría de los niños que llegan de la Tierra son portadores de pequeños vicios, reclamando cuidado y enseñanza.
Mientras tita hablaba, yo me puse rojo de vergüenza, recordando la pereza y la vagancia que a mí me gustaban tanto.
Tras la agradabilísima caminata, legamos al final.
El Parque es lindo.
Fui confiado a la asistencia de un santo viejecito, que se encarga de los niños recién llegados aquí. Como no me encontraba, aún, suficientemente seguro de mí mismo, descansé varios días, a distancia del esfuerzo más activo.
Dispuse, así, de más tiempo para examinar el gran instituto.
Existen muchas edificaciones, situadas entre grandes árboles. Identifiqué una gran abundancia de flores. Muchas son diferentes de las que conocemos en los jardines terrestres y algunas de ellas tienen la propiedad de retener la luz del día, pareciendo, de noche, pequeñas estrellas radiantes, caídas del cielo. El viento, muy suave, está siempre impregnado de aromas. Y no existe un solo edificio sin flores a su alrededor.
Hay estudio y trabajo intensos.
El Parque está subdividido en diversas escuelas. Aquí colaboran muchos profesores y profesoras; haytantos niños aquí, que aún no pude calcular el número exacto de todos ellos.
Los veo de varias edades y tamaños, con excepción de los niños que vienen del plano físico con menos de siete años, para los cuales, según me ha dicho un nuevo amiguito, hay lugares y cursos especiales.
COMPAÑEROS
Después de ser apto para la nueva tarea, pasé a formar parte de un grupo de veintiocho alumnos, todos recién llegados de la Tierra.
Iniciándome en las lecciones, tuve la oportunidad de conocer a varios de esos compañeros. La mayoría permanece en la misma posición de lucha mental en la que yo me encuentro.
Las nostalgias del lejano hogar nos absorben a casi todos.
Recordando las enseñanzas de equilibrio que recibí de la abuela Adelia y tía Eunice, comprendí luego que no debería llorar, pero no todos los compañeros proceden así.
En el día inmediato a nuestra primera clase, cuando el profesor determinó que saliésemos al recreo, Abelardo, el alumno más joven de nuestra clase, después de aceptar nuestro convite para dar un paseo, se puso, en la puerta de salida, a llorar copiosamente.
Miguelito, el más veterano de nosotros, se aproximó a él y le pregunto:
- ¿Por qué lloras, Abelardo?
El interpelado no respondió, continuando llorando, angustiosamente.
- Ya sé – volvió a decir Miguelito, con buen humor –, es la nostalgia de casa, ansioso de volver, ¿no es así?
Sintiéndose comprendido, el compañero se volvió y se desahogó:
- ¡Sí, tengo nostalgias de mamá, muchas nostalgias de mamá!...
Aquellas palabras pronunciadas con tanta amargura, me cortaron el corazón. Yo estaba sufriendo el mismo dolor, y, acordándome de casa, me costó dominar las lágrimas que intentaban caer.
Miguelito percibió que todos nosotros asistíamos a la escena, afligidos y nostálgicos, por primera vez. Por eso mismo, dando a entender que se dirigía a todos nosotros, que nos emocionábamos tanto, explicó, paciente:
- Todos sentimos la falta de los seres queridos que permanecen en el mundo. El dolor de la distancia nos alcanza en común. Entretanto, ¿cómo podríamos auxiliar a los que quedaron, permaneciendo inconformes? ¿Resolveríamos tan importante problema, llorando sin consuelo? Al final de cuentas, no somos los únicos en semejante prueba. Aquí existen algunos millares de jóvenes en las mismas condiciones. Sufrieron, como yo, la separación de criaturas que les eran profundamente amadas
Experimentaron la nostalgia, la aflicción de volver. Pero comprendieron, en fin, que ninguna batalla puede ganarse sin el suficiente valor moral, y lucharon consigo mismos por poseer la más valiosa comprensión. Además de eso, no debemos olvidar que los nuestros también vendrán. Necesitamos prepararnos convenientemente, desarrollando nuestra capacidad de auxilio, para serles útiles a ellos, en el momento oportuno. Pidamos, pues, al Supremo Padre valor y fuerzas.
Aquella exhortación amiga nos penetró fuertemente el espíritu.
Abelardo enjugó las lágrimas, sonrió con esfuerzo y, en breves instantes, nos reuníamos bajo la copa de grandes árboles, consolados y entregados a interesantes conversacion
ENSEÑANZAS
Naturalmente, tú preguntarás cómo se desarrollan nuestros trabajos escolares y, de antemano, puedo establecimiento de enseñanza en la Tierra.
Tenemos material didáctico, en gran cantidad variada, inclusive libros y cuadernos de ejercicios.
El sistema de acción de los profesores, sin embargo, es bastante diverso. responderte que los servicios de esa naturaleza, en nuestra villa espiritual, son casi idénticos a los de un
No solamente enseñan: cuidan, confortan y orientan.
Me encuentro, por ejemplo, en un curso de buen comportamiento y rectificación sentimental.
Noto que los instructores no se descuidan de la parte intelectual propiamente dicha, preparándonos el conocimiento de las condiciones alusivas a la nueva vida en la que nos encontramos.
Para eso, se valen de las realizaciones que ya edificamos en la Tierra. No nos perturban con revelaciones prematuras, ni con demostraciones susceptibles de alterar el equilibrio de nuestras emociones. Toman, como punto de partida, las experiencias que ya adquirimos y nos ayudan a desarrollarlas, gradualmente, sin herirnos los raciocinios más agradables.
Tengo la impresión de que los orientadores de aquí reciben nuestros conocimientos terrestres como simiente de los conocimientos celestiales. En razón de eso, no nos afligen con la exposición sólida de la sabiduría de que son portadores. Nos rodean de cuidados y cariños especiales, para que nuestras facultades superiores germinen y crezcan.
Lo que asombra, sin embargo, es la vigilancia paternal que los abnegados orientadores desarrollan junto a nosotros, en el sentido de despertar nuestras ideas más elevadas.
En ese propósito, el curso de introducción a las aulas superiores está lleno de temas relativos a la mejoría espiritual que nos corresponde alcanzar. Largas horas son aprovechadas en el examen atento de interrogaciones como estas:
- ¿Qué pensamos acerca de Cristo?
- ¿Cómo recibimos los favores de la Naturaleza?
¿Qué hacemos de la vida? ¿Cuáles son los objetivos de nuestro esfuerzo personal?
- ¿Qué concepción alimentamos, relativamente al tiempo y a la oportunidad?
- ¿Cuáles son las directrices de nuestros pensamientos?
- ¿Estaremos utilizando para el bien los instrumentos y las posibilidades que el Señor de la Vida nos confió?
Semejantes temas, examinados inicialmente por nuestros profesores, en provechosas aulas de renovación espiritual, dentro de las cuales nos confesamos unos a los otros a través de comentarios tranquilos y francos, hacen luz sobre nosotros mismos, revelándonos ante nosotros la extensión de nuestras necesidades, por el egoísmo, por la indiferencia y ociosidad en que hemos vivido desde hace mucho en los círculos terrestres.
TRABAJO
Después de las lecciones, que son siempre agradables y edificantes, somos llevados a un gran taller, donde trabajamos en la composición de material de enseñanza para los jóvenes de cursos superiores, servicio ese que es siempre orientado por sabios instructores de nuestra nueva esfera de acción.
De esa forma, atendemos a las obligaciones con inmenso provecho, porque cumplimos con el deber que nos corresponde, preparándonos, al mismo tiempo, para tareas mayores.
Tanta atención y cuidado debemos, sin embargo, conceder al servicio, que Zacarías, uno de nuestros colegas más decididos, solicitó, respetuosamente, a uno de los orientadores, indagando:
- ¿Todos trabajan, como nosotros, después de la muerte del cuerpo?
- ¿Cómo no? – respondió él, sonriente.
- Es que – volvió a decir el compañero, tímido – nos enseñaron en la Tierra que, después de la muerte, solamente encontraríamos el descanso eterno, cuando somos buenos, y la eterna punición, cuando somos malos.
- Es una ilusión de los hombres – esclareció generosamente el instructor –, casi siempre interesados en crear artificios para el engaño de sí mismos. La mayoría de las criaturas encarnadas, en los círculos terrenos, no esconden el deseo vicioso de gozar sin esfuerzo, recibir beneficios sin proporcionarlos a otros y descansar sin servir.
En este punto de los esclarecimientos, sonrió con buen humor y continuó:
- A propósito de semejante verdad, la mayor parte de los niños que llegan, hasta aquí, son siempre portadores de enraizados defectos. Estaban muy mal acostumbrados en casa. Se esclavizaron al cariño excesivo, se ausentaron de las pequeñas responsabilidades y deberes que les correspondían en la organización familiar y, al ser sorprendidos por la muerte, sufren angustiosamente con la readaptación, porque la vida continúa, pura y simple, exigiendo servicio, esfuerzo y buena voluntad de cada uno de nosotros.
Aquellas palabras me quemaban la conciencia. Recordé mi antigua situación. Me vi, de nuevo, en casa, reclamando la atención de todos, sin ninguna resolución de ser útil a los demás. No sé si le ocurría lo mismo a otros compañeros de grupo, que, atentos, pero decepcionados,
escuchaban las explicaciones. Sólo sé que experimenté una íntima sensación de vergüenza.
A continuación del intervalo habido en las observaciones, el orientador continuó esclareciéndonos que sólo los malos y los indiferentes buscan medios de huir al trabajo, que el servicio nos es concedido como verdadera bendición de luz y paz. Por fin, nos exhortó a recordar que Jesús, siendo niño, trabajaba en la carpintería preparando piezas de madera, dándonos el ejemplo de cuando estábamos en los hogares terrestres, en el espíritu de servicio, correcto aprovechamiento del tiempo infantil, añadiendo, también, que si hubiésemos sido educados, no tendríamos tanta dificultad de readaptación a la vida espiritual.
Confieso que estoy plenamente de acuerdo con semejante punto de vista.
ORGANIZACIÓN
Hallándose nuestro primo Antoñito en el mismo Parque donde yo me encuentro, naturalmente te gustará tener noticias de él, suponiéndolo tal vez junto a mí.
Es verdad que respiramos el ambiente de la misma institución; no obstante, el gran colegio está dividido en secciones muy diversas entre sí.
Según ya te expliqué, formo parte de un pequeño grupo de niños recién llegados de ahí de la Tierra y Antoñito ya vino hace más tiempo. Además de eso, nuestro primo fue un modelo de bondad y obediencia. Era bueno. Complacía a los padres. Auxiliaba a los compañeros con alegría. Nunca persiguió a los animales y nunca los hirió por maldad. No perdía el tiempo con juegos de mal gusto. Se dedicaba a la lectura instructiva y al trabajo con la devoción sincera del muchacho correcto y estudioso. De todo eso fui debidamente informado por uno de los profesores que nos visitan en clase, al cual pregunté sobre la diferencia entre mi situación y la de nuestro querido amigo.
En vista de mi condición inferior, no puedo ir a verlo; pero Antoñito ya conquistó privilegios que yo aún no poseo, y, de vez en cuando, viene bondadosamente a animarme y consolarme.
En otras ocasiones, nos abrazamos en la reunión general del Parque, cuando todos los niños y niñas de los cursos superiores e inferiores se encuentran, una vez por semana, en el día dedicado a la oración y a la fraternidad.
Tal vez te cause sorpresa lo que te estoy contando, pero no todos los niños trabajan y estudian juntos.
En el enorme Parque existen muchas divisiones para niños y niñas, por separado, exceptuándose cierta región, la más elevada de todas, en que unos y otras se encuentran en común, tales los sentimientos sublimes de que son portadores. En cuanto a la gran mayoría de jóvenes internados en el instituto, ellos se reúnen en grupos mayores o menores, de acuerdo con las tendencias que los caracterizan.
Hay niñas y niños débiles, enfermos, ignorantes e instruidos, revelando atraso, inercia o adelantamiento en las expresiones evolutivas, habiendo, para cada categoría, una sección especializada.
Mi grupo se compone de niños recién venidos, sin ninguna preparación espiritual y con serios defectos para corregir.
En ese particular, no necesito recordarte que nunca fui inclinado a la disciplina y al trabajo.
Hacía cuestión de cultivar la pereza. Me gustaban los bollos, el café con leche, los refrescos, la bicicleta, mis canicas, pero nunca supe el precio, ni el esfuerzo que todo eso costaba a mamá y a papá.
Hoy, sin embargo, envidio a los niños obedientes y buenos, observando su felicidad cuando me aproximo a ellos en las horas de descanso y oración. Los veo son-rientes y dichosos, cuando pasan junto a mí, sin vanidad o falsedad, y pido a Jesús, con firmeza, me anime a ser trabajador y perseverante en el bien, a fin de que, un día, pueda unirme a ellos, en los grandes y benditos servicios de elevación
CONCIENCIA
He aprendido aquí muchas lecciones inesperadas.
Jamás pensé que un niño perezoso pudiese hacer tanto mal.
Desde que reconocí eso, hermano mío, he llorado mucho.
¿Te acuerdas de Bichanino, el gato de doña Susana, que yo maté a pedradas?
¡Oh!... ¡Cómo me gusta contártelo todo!...
Aquí, en las aulas del Parque, a medida que fui recibiendo las enseñanzas de nuestro profesor de derechos humanos, fui recordando mi falta más nítidamente. El conocimiento de nosotros mismos delante del Universo y de la Vida, a lo que me parece, enciende una luz muy fuerte en las zonas más íntimas de nuestro ser. Con esa claridad misteriosa, mis recuerdos de los días que se fueron surgen completos y con movimiento en mi imaginación. Es así que, penetrando en el fondo de mí mismo, he vuelto a ver a mi víctima, oyendo, de nuevo, sus gemidos angustiosos. Inundada por la luz de la verdadera comprensión, mi visión interior permanecía como alterada. Comencé a ver a Bichanino en todas partes. Lo llevaba conmigo en los estudios y en el recreo, en el servicio y en el descanso.
Llegó un momento en que no pude más. Grité con todas mis fuerzas. Pedí socorro al profesor y a los colegas. Nuestro instructor hablaba, justamente en ese instante, sobre el amor y la gratitud que debemos a los animales y, dentro de mi consciencia, en ese instante inolvidable, los ojos afligidos del gatito parecían buscar los míos, suplicando piedad.
Vencido, me arrodillé llorando, confesé mi grave falta en voz alta y supliqué al orientador de las lecciones que me apartase de aquél cuadro tan terrible.
Los compañeros se volvieron hacia mí, asustados, cuando caí, gritando.
El instructor, aun así, sonrió, benévolo como siempre, se aproximó, abrazándome paternalmente, y dijo:
- ¡Ya sé lo que te ocurre, hijo mío! Ten calma y paciencia. Tú estás mejorando, porque ya descubriste las propias faltas por ti mismo.
Vi que él estaba igualmente conmovido. Mostraba los ojos rasados de lágrimas.
Después de una larga pausa, me acarició la cabeza y explicó:
- Porque mataste a ese gato trabajador e inocente, sin necesidad, la imagen de la víctima está profundamente asociada a tus recuerdos.
Comprendiendo que el profesor descubría todo lo que se hallaba oculto en mis recuerdos, me abracé a él y supliqué:
- ¡Mi protector, amigo mío, ayúdeme, por piedad!
Escuchó con emoción mi súplica y se compadeció efectivamente de mí, porque impuso sus manos acogedoras sobre mi cabeza y oró con un sentimiento tan sublime, a favor de mi tranquilidad, que sentí una repentina renovación. Aquellas manos cariñosas irradiaban una intensa luz que inundó todo mi ser, y aquel baño de energías nuevas, aliado al alivio de la confesión delante de todos, me apaciguó el espíritu.
REPARACIÓN
Terminada la oración, recompuse la fisonomía, pidiendo al profesor que me enseñase el mejor recurso para rescatar el error cometido por mí en otro tiempo.
Entonces, me recomendó, con una lección que sirviese para todos los alumnos de la clase, que aprovechara la enseñanza y la experiencia, dando el posible cariño a los animales, que son igualmente criaturas de Dios en marcha progresiva para el perfeccionamiento, como todos nosotros, y me exhortó a renovar los recuerdos de aquella hora, con oraciones fervorosas y sinceros propósitos de no destruir nunca más la vida de los seres frágiles e inofensivos de la Creación Divina. A continuación, comentó las consecuencias desastrosas de nuestros gestos impensados criminales, que esparcen desarmonías y perturbacionesExplicó que había visto a muchos niños con los cuales se verificó lo que me ocurría, aunque fuesen otros los hechos lamentables recordados. Recordó a muchos niños de gran porte, con bastante entendimiento, que pasan largas horas destrozando nidos, capturando aves o matándolas sin consideración, persiguiendo perros trabajadores o apedreando, poerversos placer, animales útiles y dócilesEsclareció que todos los jóvenes de esa especie experimentan aquí pruebas muy amargas, siendo obligados a reparar las faltas que llevaban a efecto en el mundo, con absoluto menosprecio de las respetables determinaciones de los padres o de los buenos consejos de las personas más mayores.
Desde entonces, me acuerdo de Bichanino, sintiendo, aún, su imagen dentro de mí; entretanto, con el poder de la oración, mi pensamiento se tranquilizó, volviendo al pasado en actitud de sincero arrepentimiento, pidiendo perdón.
Humillé a mis sentimientos caprichosos, de los cuales siempre ocultaba el lado malo, y, por eso, he mejorado.
Ya no tengo más entretenimientos ni horas desaprovechadas.
En todos los instantes dedicados a recreos y diversiones, encuentro árboles para cuidar y animalitos de aquí, a los cuales puedo auxiliar con eficiencia y provecho.
Yo, que tanto me alegraba viendo a las aves perseguidas por los niños fuertes, hoy me dedico a ayudar a pequeños pájaros en la construcción de nidos.
Y observo que, ante mi actitud interior transformada, todas las personas que me rodean son como si se hubieran transformado para mí. Recibo miradas afectuosas y agradecidas por todas partes. Los profesores y colegas me parecen más simpáticos, más amigos.
Viendo mi sincero esfuerzo para corregirme, nadie me habló del gato apedreado.
El triste episodio fue olvidado bondadosamente por todos.
Se lo debo a los árboles y a los pajaritos, a los cuales he dedicado en los últimos tiempos, las alegrías que me llenan el corazón.
Tengo casi la seguridad de que Bichanino perdonó mi maldad. Siento que hice la paz conmigo mismo y creo que, si yo volviese ahora a casa, sería mejor hijo y mejor hermano.
¡Oh! ¡Dirceo, nunca atormentes ni mates a los animales útiles e inofensivos! He llorado mucho para repa-rar el error que cometí.
PREMIO
En la última semana, cumplí el primer año de mi permanencia en el Parque y debo decir que recibí un valioso premio de grata significación para mí.
Trabajé, esforzándome tanto como me fue posible para ser disciplinado, con aprovechamiento de las lecciones.
En los diez últimos meses, utilicé las horas de recreo en servicios de protección a los animales, que pasaron a quererme mucho, con amistad y simpatía; realicé estudios espirituales de mucha importancia para mi futuro, y participé, algunas veces, en misiones de auxilio fraternal, enviadas a compañeros de lucha. Una alegre tranquilidad me baña la conciencia.
Muchos muchachos de mi clase fueron promovidos a cursos más elevados, entre los cuales tuve la alegría de ser incluido.
Hubo una fiesta, llena de alegría y belleza, en la que recibí el distintivo de la “Buena Voluntad”, una linda medalla, esculpida en una materia semejante a plata luminosa, llevando esas dos palabras escritas, en relieve, con tinta dorada.
En ese día dichoso, el profesor me abrazó con emoción y me dijo que podía solicitar alguna cosa, alguna concesión en los trabajos finalistas.
En el fondo de mi corazón, tenía el deseo de ir a casa. Quería abrazar a mamá, a papá y verte a ti. Tenía la idea de que me encontraba distante desde hacía muchos años y, por eso mismo, recibí la notificación con inmensa alegría.
Respondí, ansioso, que, si me fuese permitido rogar por una alegría mayor que la de ser promovido a la categoría superior, pediría visitar el hogar terreno, a fin de abrazar a los seres amados de mi corazón.
El instructor, sin embargo, me acarició delicadamente, ponderó que yo aún no tenía las fuerzas necesarias para semejante cometido. Ave frágil, no disponía de piernas para un vuelo tan arrojado. Pero añadió que mi deseo sería atendido en parte.
Al día siguiente, me fue notificado que vería a mamá, sólo a mamá, por algunos momentos, en una institución caritativa situada en las regiones más próximas a la Tierra.
Después, una linda noche, acompañado de tía Eunice, a cuyos cuidados me dejó el orientador, fui al encuentro de nuestra madrecita, en una casa grande y bonita,
donde había un intenso movimiento de Espíritus amigos ya distanciados del cuerpo carnal.
Lo que fue esa hora divina, no lo puedo describir. Mamá fue traída por una señora iluminada y bella. Parecía sumergida en una indefinible admiración que la tornaba perpleja. Parecía no ver a la señora que la amparaba maternalmente, y, al aproximarse a nosotros, no percibió la presencia de nuestra tía, a mi lado. Cuando puso sus ojos sobre mí, me reconoció y gritó mi nombre muchas veces. Me lancé, llorando de alegría, a sus brazos y estuvimos así, unidos en lágrimas, durante todos los minutos reservados al encuentro.
Finalmente, la generosa mensajera que la trajo se aproximó a mí y dijo:
- ¡Basta, hijo mío! La alegría también puede perjudicar a los que aún se encuentran en el cuerpo.
A continuación, retiró a mamá, lentamente, como quien cuida de una persona enferma.
Volví, entonces, al Parque, junto con tía Eunice, con una esperanza nueva bañándome el corazón.
La Bondad de Dios no separa a las almas para siempre.
CONCLUSIONES
Ahora, hermano mío, que debo terminar esta carta, te envío un afectuoso abrazo, esperando que mi experiencia pueda ser útil a tu corazón.
No te creas, dentro de la vida, como alguien que nunca prestará cuentas de los actos más íntimos. Todo lo que practicamos, Dirceo, permanece grabado en el libro de la conciencia.
El bien es la sementera de la luz, portadora de cosechas sublimes de alegría y paz, mientras que el mal nos ennegrece el espíritu, como la tinta oscura que mancha los blancos cuadernos escolares.
Escucha la palabra esclarecedora de nuestros padres, los primeros amigos que la Bondad Divina colocó a las puertas de nuestra vida terrestre, y nunca desprecies los buenos consejos recibidos. Nuestra naturaleza, casi siempre, reclama ternura y comprensión de los que nos rodean, pero nuestra necesidad de preparación espiritual exige lucha y contrariedad. No siempre aprendemos lo necesario, recibiendo demasiadas caricias. Por eso mismo, en la mayoría de las ocasiones, necesitamos del socorro de advertencias más fuertes.
No seas, pues, rebelde a la orientación del hogar.
En resumen, Dirceo, sé bondadoso, fraterno, aplicado en el estudio y en el trabajo. Conserva amistad sincera a los libros. Hazte amigo servicial de todas las personas, aun cuando no puedas ser comprendido inmediatamente por ellas.
No seas incrédulo de la buena simiente, aunque la germinación sea tardía.
No maltrates ni persigas a los animales útiles o inofensivos. Es muy lamentable la actitud de todos aquellos que convierten la vida terrena en un instrumento de perturbación y destrucción para los más débiles.
Sé bueno, Dirceo, profundamente bueno, sincero y leal. Y cree que todos tus actos nobles serán grandemente recompensados.
Ahora, mi querido hermano, debo terminar.
Besa por mí a mamá y a papá. Estoy seguro de que un día nos reuniremos, de nuevo, en el Gran y Bendito Hogar, sin lágrimas y sin muerte.
Hasta entonces, conservemos, por encima de todos los dolores e inseguridades, nuestra fe viva en Dios y nuestra suprema esperanza en el destino.
Adiós.
Recibe muchos recuerdos de tu afectuoso , hermano
CARLOS.
ORACIÓN
Padre de toda la Creación,
Pon la dulzura en mis labios
Y la fe en mi corazón.
Señor mío, Sabio de los sabios, Sol de amor que me conduce,
En la vida en que me agasajo,
Llena mis ojos de luz
Y mis manos de trabajo.
Dame fuerzas en el camino,
Para luchar y vencer,
Transformando todo espino
En flores de mi deber.
Padre, no Te olvides de mí,
En las bendiciones de la compasión,
Guárdame en Tú corazón
De paz y de amor sin fin.
Extraido del libro"Jardin de Infancia" del espiritu
Juan de Dios recibido por chico Xavier
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