viernes, 22 de abril de 2011

EL ESPIRITISMO Y LAS CONTRADICCIONES DE LA IGLESIA

El Espiritismo y el Clero de León Denis...

Dejo mi pensamiento y un fragmento de lo que he leido
para saber como reaciona la Iglesia con el Espiritismo;
cuando yo empecé a saber cual era la verdad de la vida,
la que venimos a cumplir por nuestras equivocaciones de muchas otrasvidas.
Vi que esto no me lo habian dicho nunca al contrario.
Hace unos años que amo el Espiritismo porque en los años
que no lo entendia estaba al lado de la Iglesia: y en mis
vivencias con ella todo era pecado; un dia me puse a pensar
y abri los ojos y me di cuenta de cuantas cosas maravillosas
me habia dejado en el camino:
al leer este libro quiero compartirlo en el Blog. alguien lo podra leer
y darse cuenta que el diablo como diablo no existe, que son espiritus
bulgares, con mucho odio que se han ido de la vida sin que su corazón
se haya dado cuenta que es Amor: hay otros espiritus guiás, mentores,
hermanos muy buenos, superiores etc que nos ayudan nos protegen,
y un largo etc...
¿Tambien te decian que todo era pecado,¡cuando eres niño pequeño
que es pecado para estos, señores que les ponen miedo y les dicen esto es pecado
y Dios te castigara ¿como un catolico apostolico romano puede decir
que Dios castiga? yo he tenido en mi corazón mucho amor desde muy pequeña,
Jesús cuando vino hace 2000 años nos dejo su legado muy hermoso y si lo leemos muy despacio veremos muchas cosas que nos dejo, y se nos pasan por alto vino a decirnos que Dios Padre es amor y no castiga, que nos amaramos los unos a los otros como el nos ama: vino a darnos fe que hay otra vida la de ( mi reino no es de este mundo) leer el evangelio segun los espiritus, y vereis que cosas tan bonitas? y como nos hace pensar en lo que dice
palabra muy bonita y que debemos practicar
Fuera de la Caridad no hay salvación.. gracia
La campaña contra el Espiritismo, por el clero católico,
prosigue activamente.
El padre Coubé, en sus viajes de predicación y sus
conferencias en la Magdalena, en París, empezó los ataques,
continuados bajo la forma de artículos que ha publicado
mensualmente en la revista L’Idéal.
A su turno, el padre Mainage, dominico muy apreciado en su
medio, salió en socorro suyo en la Libre Parole y en la Revue
des Jeunes.
Su ejemplo fue imitado por todas partes. Dispararon contra
nosotros desde lo alto de los púlpitos y desde el fondo de los
confesonarios.
Todo esto aún no les parece suficiente. La artillería pesada
del Vaticano ha entrado en el combate. En una reunión plenaria,
los cardenales inquisidores del Santo Oficio, en Roma, prohíben
que los fieles frecuenten las reuniones y los estudios espíritas,
“aunque tengan una apariencia honesta y piadosa.”
Tras algunos días, el Papa Benedicto XV aprobaba esa
resolución y el arzobispo de París, en la Semaine Religieuse
solicitaba que sus diocesanos le diesen la más seria atención.
Así, todos los cañones de la Iglesia atruenan en conjunto
contra el pobre Espiritismo, que no por ello sufre cualquier mal.
El Espiritismo ya ha conocido otros muchos asaltos, es tan
antiguo como el mundo y durará tanto como él, porque reposa en
base indestructible: la Verdad.
Sus adversarios pueden revolverse contra él, pero solo
conseguirán llamar la atención del público a su favor y aumentar
el número de sus adeptos. Es lo que pasa en todos los casos
análogos. Solo nos cabe desear que nuestros contradictores
continúen tan eficaz propaganda.
Procuramos, en balde, una explicación justa en la decisión del
Santo Oficio. Su prohibición no viene seguida de explicación
alguna.
Quedamos limitados a socorrernos de los argumentos de los
predicadores de la prensa católica para descubrir los motivos que
dieron origen a tal resolución.
En sus sermones y durante una entrevista concedida a un
redactor del Matin, el padre Coubé reconoce la realidad de los
fenómenos espíritas e incluso presenta pormenores, demostrando
cierto interés, pero los atribuye a una intervención satánica. En
sus artículos en L’Idéal, repite, incesantemente, la cuestión del
infierno.
El padre Mainage, en la Revue des Jeunes, de 25 de abril de
1917, no se presenta menos radical.
Los fenómenos espíritas, dijo él tienen por origen “un mal
principio, muy artero al emplear los medios de cegar las almas y
perderlas.”
En el prefacio que hizo para el libro de la señora H. Minsk-
Jullien, Les Voices de Dieu, él habla aún de la intervención del
diablo en los hechos espíritas.
Nos encontramos frente a la antigua teoría satánica, bastante
odiosa. Da pena ver a hombres inteligentes, dotados de real
talento, recurrir a argumentos tan desgastados. Sin embargo, la
palabra de orden fue dada, el tema fue impuesto y ¡es preciso
obedecer!
¡Lo lamentamos por las buenas almas, constreñidas a aceptar
tarea tan ingrata!
Ya no nos detendremos más en una tesis que hemos refutado
muchas veces y que apenas hace despertar una sonrisa burlona
en los labios de aquellos a quienes osan presentarla.
No limitaremos a contraponer a las opiniones de los padres Coubé y
Mainage, las de los teólogos cuya autoridad es incontestable.
Para empezar, citemos a monseñor Chollet, obispo de
Verdún, antiguo profesor de la Facultad Católica.
En su obra titulada Contributions de l’Occultisme à
l’Anthropologie, página 58, criticando nuestra doctrina, él
reconoce que las ciencias llamadas “ocultas” presentan una
valiosa contribución a la Antropología, al igual que a la
Biología, a la Psicología, a la Moral, a la Ciencia de las
Religiones, a la Etnografía, y añade:
“Pensamos, pues, que no debemos admitir fácilmente la
acción del demonio en los hechos del ocultismo, y que si esa
acción en ellos se ejerce, eso solo se produce muy raramente.”
El eminente prelado inglés, monseñor Benson, hijo del
fallecido arzobispo de Cantorbery, convertido a la religión
católica, y que forma parte de la diócesis de Westminster, en
Londres, exponía al Daily Express v su manera de ver el
Espiritismo:
“Estoy convencido de que ciertas manifestaciones psíquicas
nos posibilitan relaciones con las almas de los muertos…
Toda la raza humana siente la presencia real de las almas a su
alrededor, desde hace muchos siglos. Ya se han registrado
manifestaciones de los espíritus y ya se ha hablado de casas
encantadas. El fenómeno tiene un fondo de verdad…
Por mi parte, imagino que el mundo de los espíritus se agita
en torno a nosotros, ejerciendo su poder, y que algunos de esos
espíritus, en casos cuyas condiciones exactas se nos escapan, se
aparecen verdaderamente.”
El célebre padre Lacordaire, en una de sus Lettres a Mme.
Swetchine (20 de junio de 1853), así se expresaba:
“¿Ya habéis visto girar las meses y ya las habéis oído hablar?
Yo desdeñé de verlas girar, como algo muy vulgar, pero las he
oído y las he hecho hablar. Ellas me han dicho cosas muy
importantes sobre el pasado y el presente.
Por más extraordinario que esto parezca, para un cristiano
que cree en los espíritus, es tan solo un fenómeno bien vulgar y
bien pobre.
En todas las épocas hubo procesos más o menos bizarros para
la comunicación de los espíritus, pero antiguamente se hacía
misterio con esos procesos, como se hacía misterio con la
Química. La Justicia, por medio de ejecuciones terribles,
arrojaba en la sombra estas extrañas prácticas.
Hoy, gracias a la libertad de los cultos y de la publicidad
universal, lo que era un secreto se ha vuelto fórmula popular.
Ciertamente, con esa divulgación, Dios ha querido proporcionar
el desarrollo de las fuerzas espirituales, a fin de que el hombre
no se olvidase, en presencia de las maravillas de la mecánica, de
que hay dos mundos incluidos el uno en el otro: el de los cuerpos
y el de los espíritus.
A los cardenales del Santo Oficio les recordaremos lo que
decía el no menos eminente cardenal Bona, tan justamente
apodado el “Fénelon de Italia”, en su Traité du Discernement des
Esprits:
“¡Es asombroso que haya hombres de buen sentido que hayan
osado negar enteramente las apariciones y las comunicaciones de
las almas con los vivos, o atribuirlas a una imaginación
alucinada o, entonces, al arte de los demonios!”
Aún es preciso citar autoridades más altas:
San Agustín, en De Cura pro Mortuis, da su opinión en estos
términos:
“Los espíritus de los muertos pueden ser enviados a los vivos;
pueden desvendarles el futuro, que ellos conocen, ya por
mediación de otros espíritus, por los ángeles o por una
revelación divina”.
Y más adelante, añade:
“¿Por qué no atribuir esas situaciones a los espíritus de los
difuntos y no creer que la Divina Providencia hace buen uso de
todo, para instruir a los hombres, consolarlos o asustarlos?”
De Santo Tomás de Aquino, el “Ángel de la Escolástica”, nos
dice el abate Poussin, profesor en el Seminario de Nice, en su
obra Le Spiritisme devant l’Èglise (1866): “se comunicaba con
los habitantes del otro mundo, con muertos que le informaban
sobre el estado de las almas por las cuales él se interesaba, con
santos que lo reconfortaban y le abrían los tesoros de la ciencia
divina.”
Ante tantas contradicciones, ¿cómo quedan la magnífica
unidad de miras, la pura doctrina infalible, el dogma intangible
que era la magnificencia de la Iglesia Romana?
Los hombres que se suponen los representantes de Dios en la
Tierra, los fieles intérpretes de su palabra, los que se juzgan con
el derecho absoluto de gobernar nuestras conciencias, esos
permanecen dubitativos, vacilantes, frente a esta cuestión capital:
¡las condiciones de la vida futura y las relaciones entre vivos y
difuntos!
Será, por tanto, al Espiritismo a quien irá a pedir la
Humanidad las certidumbres y los consuelos que le son
necesarios y de los cuales está hoy desprovista.
Las perplejidades del padre ante esos problemas se revelan de
forma chocante en el prefacio escrito por el padre Mainage para
el libro de la señora Minsk-Jullien, del que ya hemos hablado.
Se trata de una joven señora, “animada de un odio
inexplicable contra la Iglesia”, a quien los consejos del difunto
marido reconducen al Catolicismo. Diversos fenómenos espíritas
han concurrido para esa conversión: tiptología, premoniciones,
etc.
El autor del prefacio está bastante desconcertado. “¿Cómo
explicar ese retorno a la fe a través de una intervención del
demonio?” cuestiona.
Si bien la Iglesia califica esas prácticas como diabólicas, las
comunicaciones obtenidas por la señora Minsk no tienen
necesariamente esa característica.
¿Se habría Dios servido del Espiritismo para reconducir a esa
señora al Catolicismo?
Aunque la solución del problema sea tan sencilla, tan fácil de
encontrar, el padre Mainage se debate en un círculo de
contradicciones y dificultades. El distinguido religioso, cuyas
intenciones parecían sinceras, está como desorientado en ese
dominio que le es poco familiar. Sin embargo él presentó la
única explicación plausible, citando en la página 495 de la Revue
des Jeunes:
“La muerte no nos cambia, somos en el Más Allá lo que
hemos hecho en esta vida.”
Los espíritus conservan durante mucho tiempo después de la
muerte sus opiniones terrenas. Ahora bien, la señora Minsk-
Jullien, al casarse, había entrado para una familia católica. Su
cuñado era cura y su cuñada era apegada a la devoción. Su
marido, que ella había transformado en librepensador, se
convirtió, gracias a la Ultra-Tumba, por mediación de espíritus
creyentes.
En la primera manifestación espírita relatada, se produjo la
aparición del suegro difunto para afirmar su fe en la vida eterna y
su voluntad de atraer, hacia ella, a su hijo todavía vivo (página
43 del citado libro). Éste, después de muerto, cedió a las
sugerencias paternas. Esta es la única solución posible del
enigma.
La intervención del demonio nada tiene que ver aquí y esa
hipótesis no tiene otra finalidad más que desacreditar al
Espiritismo.
Tras haber vislumbrado la verdad como en un relámpago, el
padre Mainage recae en sus dudas. En el transcurso de sus
conferencias en S. Luis d’Antin (1920), 6º sermón, y en su libro
La Réligion Spirite (1921-1922), aún evoca el espectro de Satán.
Es ciertamente la neurosis diabólica, dolencia mental que
tanto perjudicó en la Edad Media, ha causado tantos males y se
perpetúa hasta nosotros.
La teoría del demonio y del infierno ha rendido tantas
ventajas a la Iglesia que ésta no vacilará en servirse de ella en las
horas difíciles. Sin embargo, lo que en el pasado podía
impresionar, hoy nada más suscita que un escepticismo burlón.
Frente a las afirmativas perentorias proferidas desde la
cátedra, el hombre actual preferirá las demostraciones positivas,
las experiencias siempre controlables de un Crookes, de un
Myers, de un Lodge, de un Aksakof, de un Lombroso.
El Espiritismo hace, poco a poco, su brecha en la Ciencia.
Los hechos, las pruebas y los testimonios se acumulan en su
favor. Gran número de sabios célebres, principalmente en
Inglaterra, se cuentan entre sus adeptos.
Puede mirar hacia el futuro con confianza, considerar con
indulgencia y serenidad las críticas vanas de que es objeto.
¿Puede la Iglesia Romana decir lo mismo? No, seguramente.
Bajo las intemperancias de lenguaje de sus defensores, se
adivina un despecho, un recelo de ver a nuestras creencias
sustituir, poco a poco, al oscuro y sofocante dogma católico.
¿No será también rebajar a Dios, como hace el padre
Mainage, creyendo en su intervención en el curso de las
manifestaciones de orden físico?
Se diría que el Catolicismo estaba empeñado en amezquindar
a Dios y que ha logrado su propósito con los hombres que, en su
mayoría, han llegado a perder de vista la majestad divina y el
esplendor de sus leyes.
La Iglesia tenía por misión conservar en el hombre la noción
clara y elevada de Dios y de la vida futura. Ahora bien, el
materialismo y el ateísmo son los que reinan como dominadores
en la sociedad moderna.
Socorriéndose siempre del espantajo del infierno y de las
penas eternas, haciendo de Dios el verdugo de sus criaturas,
atribuyendo a Satán un papel importante en el universo, ha
llevado al hombre a la negación.
En el transcurso de una conferencia en una ciudad del Sur, un
buen católico me hizo la siguiente objeción:
- Usted ha dicho que el infierno es un simple producto de la
imaginación. Yo he ido a Nápoles y he visto al Vesubio en
erupción; es una de las bocas del infierno que, por lo tanto, es
una realidad
Le repliqué:
- Entonces ¿usted cree que el infierno se encuentra en el
centro de la Tierra? Sin embargo, habiendo sido la Tierra una
gran masa ígnea, un globo de fuego, antes de hacerse sólida y de
ser habitada, de ahí resulta que Dios ha creado el infierno antes
de crear el hombre. Así, podría compararse a Dios con un gran
señor de la Edad Media que deseando fundar una ciudad,
empezaría por mandar construir, en el centro, la gehena, la casa
de los suplicios, el lugar de torturas y diría en seguida a todos:
“¡Venid, amigos míos, a instalaros en ese lugar, que he
preparado con cariño!”
Con esas palabras, toda la sala fue sacudida por una enorme
hilaridad, y mi contradictor se quedó con aire contristado.
He aquí a dónde llegan tales teorías. ¿Dudan nuestros
excelentes predicadores católicos del resultado obtenido por sus
efectos oratorios?
La noción de Dios es inseparable de la de justicia; cuando una
se desmorona arrastra también a la otra.
Ahora bien, pese a todas las argucias y a todos los sofismas,
jamás se podrá conciliar la noción de justicia con la de un
infierno perpetuo. El sentimiento, la piedad, la misericordia, no
se combinan con tales ideas.
Diré a nuestros contradictores:
¿¡Cómo recomendáis a los fieles, con convicción, el perdón
de las ofensas, el olvido de las injurias; aconsejáis a los padres la
indulgencia para con sus hijos; os gusta citar la parábola del hijo
pródigo, que no obstante sus errores, fue acogido por su padre,
de brazos abiertos, y hacéis de Dios, Padre de todos, un ser
despiadado y cruel?! ¡Despiadado por toda la eternidad!
¿No sentís temblar algo dentro de vosotros, cuando afirmáis
semejantes errores, tales absurdos?
El padre Coubé, en largo artículo publicado en L’Idéal, de
julio de 1917, se entrega a la exhaustiva tarea de demostrar la
existencia de Satán.
Para empezar, recurre a la leyenda oriental que el Judaísmo
ha tomado prestada a la India y a Persia y fue transmitida al
Cristianismo. A continuación, pasa en revista todas las fases de
la supuesta historia y los diversos modos de acción del “espíritu
del mal”.
Para él, los misterios sagrados de Egipto y de Grecia, las
brillantes escuelas filosóficas donde maestros venerables
enseñaban los altos principios a una elite intelectual, a una
juventud atenta e interesada, todas las manifestaciones del genio
antiguo no son más que obra del demonio.
Los sueños de los poetas, en todos los tiempos, los esfuerzos
de los escritores y de los artistas para fijar, en el papel o en el
mármol, los rasgos imaginarios de Satán, son, a sus ojos, otras
tantas pruebas de su existencia.
En fin, en un estilo colorido, él concluye diciendo que el
Espiritismo no es sino uno de los modos de intervención del
“maligno” en el mundo moderno.
No ignoremos que los hombres de las primeras edades
personificaban las fuerzas de la Naturaleza, los poderes del Bien
y del Mal, prestándoles formas humanas. Los orientales,
principalmente, grandes amadores de metáforas y de hipérboles,
enriquecieron todas sus concepciones.
Los libros sagrados de Asia, y la propia Biblia, están
saturados de alegorías y de imágenes que sería pueril tomar al
pie de la letra. Se trata de cosas orientales, creadas por orientales
para otros orientales y que no atienden al sentido práctico y
realista de las razas occidentales. ¡Y pretenden imponernos esas
fantasías, por veces burlescas, como verdaderas!
¿Qué pensará el padre Coubé que son sus lectores?
Él tiene la bondad de decirnos que los brahmanes le
afirmaron que la idea de Satán y del infierno se halla en su
religión. ¿No está ahí la prueba evidente de que los cristianos la
han copiado de las tradiciones anteriores de miles de años?
“¡El Espiritismo – escribe el padre Coubé – es el culto de
Satán!”
He aquí una acusación lanzada livianamente. Ella demuestra
que los estudios del eminente canónigo, respecto de ese punto,
han sido muy superficiales.
Un examen más atento, más profundizado, le hubiera
demostrado que el diablo no existe en las manifestaciones
psíquicas.
Hemos visto que el padre Coubé está en completo
desacuerdo, sobre este asunto, con monseñor Chollet, el actual
arzobispo de Cambray, y con otros prelados.
El propio Santo Oficio, condenando las prácticas espíritas, se
abstiene de tales comentarios y guarda una prudente reserva.
En efecto, he aquí un terreno peligroso para la Iglesia.
Atribuir nuestros fenómenos al demonio es olvidar las almas
del Purgatorio, la comunicación de los santos, la reversibilidad
de los méritos, etc., es decir, todo cuanto resulta de pactos
hechos con las entidades del Espacio.
Los verdaderos teólogos no pueden ignorar la analogía
clamorosa que hay entre los fenómenos espíritas y los de la
mística cristiana: audición de voces, casos de bilocación,
levitaciones, escrita directa, visiones y apariciones.
Además, los hechos de orden efectivo: Éxtasis, arrobos,
estigmas, olores balsámicos, extraordinaria acuidad de los
sentidos, como los de Santa Gertrudis, Santa Lydwine, la
extática María Luzzati, etc.
Todo esto se relaciona directamente con el Espiritismo
experimental. Sin duda las expresiones no son las mismas, pero,
en el fondo, los hechos y las ideas concuerdan.
Desafiamos a los teólogos a que expliquen de otra forma las
extrañas manifestaciones relatadas en la vida de los santos del
siglo XIV y XV, por ejemplo, las ocurridas en la vida de San
Vicente Ferrer, en la de Santa Brígida, en la de Colette-Boilet,
etc. De la misma forma, los fenómenos análogos relatados en las
vidas de San Crisóstomo y San Martín de Tours por diversos
autores.x
Solo el Espiritismo, facilitando el descubrimiento de los
estados sutiles de la materia, enrarecida hasta lo infinito, ha
hecho comprensible la existencia de las formas invisibles de la
vida y la poderosa acción de las fuerzas ocultas.
Los teólogos del futuro, menos ciegos por las prevenciones,
encontrarán fácilmente, en el Espiritismo, las pruebas
experimentales para combatir al materialismo y para amparar al
espiritualismo frágil de las Iglesias.
Es lógico que un católico ignorante, rutinario y crédulo no
aceptará estos datos, pero un cristiano instruido, despierto,
predispuesto por su cultura intelectual y moral a las revelaciones
del Más Allá, lejos de ver en el Espiritismo un enemigo de su
creencia, en él encontrará el complemento racional y necesario
para su fe, un nuevo medio de orientar su vida hacia rumbo más
elevado.
Satán no es más que un mito, sin embargo, existen espíritus
malos, que sabremos alejar mediante la oración. Conocemos la
palabra del apóstol:
“No deis crédito a todos los espíritus, mirad primero si los
espíritus son de Dios.”
Los desagradables encuentros que podemos tener en la
frontera de los dos mundos no son los del demonio, sino los de
los hombres viciosos desencarnados. Su estado de alma no es
eterno y ellos se perfeccionarán, tarde o temprano.
Ocurre, incluso frecuentemente, en nuestras sesiones, que los
espíritus atrasados y groseros son conducidos al bien por sus
conversaciones con los espíritas. Bajo este punto de vista,
nuestra acción sobre el Más Allá es eficaz y salutífera.
Si existen los malos espíritus, también hay los buenos.
Cuando, con un corazón sincero, suplicamos el socorro del
Cielo, él no nos envía legiones infernales.
La intervención de los buenos espíritus es indudable si, como
dice la Escritura, podemos juzgar el árbol por sus frutos.
¡Cuántos materialistas y ateos han sido reconducidos al
pensamiento de Dios y de la vida futura!
¡Cuántos pobres seres desolados, desesperados por la pérdida
de aquellos a quienes amaban, han gozado del consuelo y del
confortamiento en su intercambio con los queridos muertos!
¡Cuántos desgraciados, doblegados bajo el peso de la vida,
consumidos por los sufrimientos, por las enfermedades, por las
decepciones, envueltos por la idea del suicidio, han encontrado
en los consejos del Más Allá – con el coraje de vivir y la fuerza
moral – una suavización de sus sufrimientos!
En las horas de crisis que atravesamos, es particularmente
cruel procurar secar o envenenar, mediante insinuaciones
maldosas, la fuente donde tantos afligidos han logrado un
remedio para sus probaciones.
El padre Mainage escribió en la Revue des Jeunes:
“Que las almas, atrapadas por las dolorosas separaciones
causadas por la guerra, se vuelvan, confiadas, hacia la doctrina
de la Iglesia: en ella hallarán los más vivos consuelos, más
pacificadores que las engañosas fantasías del Espiritismo, que
presenta falaces y perturbadoras imágenes.”
Sin embargo, apreciado padre, los desesperados de quienes
hablamos han ido primeramente a la Iglesia, que ha sido
impotente para darles la menor palabra de afecto y de esperanza
de aquellos que les eran queridos.
Jamás se sabe, con la doctrina católica, si nuestros muertos
queridos están en el infierno, en el purgatorio o en otros lugares,
si los reencontraremos algún día o bien si estaremos separados
de ellos eternamente.
Solamente el Espiritismo puede darnos las pruebas tangibles
de la supervivencia y de la presencia de nuestros muertos
queridos, con la certidumbre de reunirnos, tras la muerte, en la
vida infinita.
A su vez, el padre Coubé nos hace parar y nos dice:
“¡Desconfiad, pues el diablo es muy fino, muy astuto; él sabe
adoptar todas las formas, todas las apariencias, fingirse apóstol, a
fin de mejor atraer hacia sus redes!”
Conocemos bien ese razonamiento, que no es nuevo. Hace
cerca de dos mil años los padres judíos ya acusaban al Cristo de
actuar bajo la influencia de Belcebú.
Nuestra Juana de Arco, cuya vida entera fue una epopeya
espírita, un poema de mediumnidad, fue condenada, como
“hechicera, evocadora de demonios”, por un tribunal eclesiástico
en el cual figuraban, no solo el vice-inquisidor y tres obispos,
sino a veces incluso hasta un centenar de padres de todas las
categorías.
Hoy, la Iglesia, tras haber, en el Syllabus, lanzado anatema
contra la Ciencia, la Razón y el Progreso, condenó, por su turno,
al Espiritismo. Está conforme a su lógica. Estaba anunciado que
todos los enviados de Dios serían maldecidos, humillados,
perseguidos por los religiosos.
La Iglesia no percibe que, condenando el Espiritismo, ella
misma se condena, porque entonces elimina el milagro, es decir,
el fenómeno espiritual que es su propia base.
¿Por cuáles poderes, con qué autoridad la Iglesia Romana se
arroga para juzgar y condenar?
¿Cuál es, por tanto, el valor de sus condenaciones?
Sus pretensiones de infalibilidad reposan únicamente en las
palabras de Jesús a Pedro, citadas en el Evangelio de San Mateo:
“Tú eres Pedro; sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las
llaves del Reino de los Cielos y todo cuanto desatéis sobre la
Tierra quedará también desatado en los Cielos.”
La Iglesia afirma que esas palabras, pasando por Pedro, se
dirigían a la larga sucesión de los papas del futuro.
Para empezar, ¿serán auténticas? Ciertos exegetas dudan de
ello y de la secuencia de las modificaciones sufridas por las
Escrituras en diferentes épocas. Notemos que esas palabras no
se encuentran en los otros evangelios canónicos y que, cuando
menos, no hablan de infalibilidad.
Se sabe que originariamente había cincuenta y cuatro
Evangelios. Fue la Iglesia, ella sola, quien procedió a elegirlos y
decidió que cuatro, los actualmente conocidos, eran de
inspiración divina. De ello resulta que el Evangelio extrae su
autoridad de la Iglesia y que ésta, a su vez, extrae la suya del
Evangelio. Ahí está un círculo vicioso, es decir, el más pobre de
los razonamientos posibles.
No hay, realmente, cómo justificar la actitud autoritaria del
clero sobre ciertas cuestiones, ni su tendencia a fulminar todo lo
que le haga sombra y pueda perjudicar su dominación.
Más adelante, el Evangelio de San Mateo relata un incidente
ocurrido entre Jesús y Pedro, a propósito de un viaje a Jerusalén.
Jesús lanza al príncipe de los apóstoles la siguiente exclamación:
“Apártate de mí, Satanás, tú eres para mí motivo de
escándalo, porque no comprendes las cosas que son de Dios, sino
tan solo las que son de los hombres.”
Esas palabras ¿se dirigían también a todos los papas del
futuro? En ningún caso ellas consagran su infalibilidad.
Muestran, igualmente, que el Cristo no atribuía a las palabras
“infierno” y “Satán” el sentido que la Iglesia les da, es decir, de
una prisión eterna donde reina el genio del mal.
Los Evangelios están llenos de contradicciones y la Iglesia
Romana desaconseja su lectura a los fieles sin el concurso de un
cura que los interprete.
Las Iglesias Reformadas, muy diferentes en el caso,
recomiendan su estudio y libre examen, obteniendo así
resultados morales superiores.
No se podría deducir de esas críticas que somos un enemigo
de las religiones; por el contrario, pretendemos ser su amigo
sincero y clarividente.
Reconocemos, sinceramente, que la religión es necesaria para
el orden social. Ella puede y debe introducir en la vida individual
y colectiva elementos de disciplina, desarrollar el papel
salutífero del freno, amparando las almas en el declive del vicio
y del crimen.
Para ejercer tal influencia moral, para producir todos sus
efectos deseables, es preciso que ella esté en armonía con las
necesidades intelectuales, con los conocimientos y las ideas de la
época.
Por el contrario, si el divorcio se establece entre la razón y la
creencia, entre las inteligencias y las conciencias, de ello resulta
una perturbación profunda y la sociedad se encamina hacia el
desorden, la anarquía y la confusión.
Como todas las religiones de la Tierra, las Iglesias Cristianas
han recibido su parte de revelaciones divinas.
El pensamiento de Jesús ha visitado durante mucho tiempo
sus santuarios, pero las religiones han cometido el error de creer
que la comunión espiritual establecida por el Cristo, entre ellas el
Mundo Invisible, tenía un carácter exclusivo y temporal, cuando
esa comunión es permanente y universal.
Se concluye que ha secado, para ellas, la fuente de donde
manan abundantemente las fuerzas, los socorros y las
inspiraciones de lo Alto.
Las voces del Espacio solo eran oídas por los santos o fieles
privilegiados.
La amenaza de las hogueras y de los suplicios había impuesto
silencio a la mayoría de los intérpretes del Más Allá, y el espíritu
de la Iglesia Romana, en particular, ya no estaba fecundado por
el influjo divino.
Poco a poco, su enseñanza se amezquindó, su concepción de
la vida y del destino se achicó; la onda de descreencia, de
materialismo y de ateísmo aumentó, creció y ahogó nuestro país.
Hoy, la Iglesia Católica se ha vuelto impotente cara a las
doctrinas del negativismo porque sus participantes, ya hemos
tenido ocasión de decirlo, exigen pruebas sensibles y
demostraciones científicas y positivas.
Asociándose estrechamente a la política reaccionaria, a los
partidos retrógrados, la Iglesia se ha vuelto impopular en Francia
y ha perdido su prestigio y autoridad.
Sin duda durante el curso de la guerra, muchos de sus
miembros cumplieron noblemente su deber, pero el Vaticano ha
agravado su situación al tender ostensivamente hacia los
imperios centrales, tan pronto como creyó en su victoria.
En medio de las probaciones terribles que nos asaltan, ante el
creciente peligro, la voz de Dios se hace oír y las incontables
legiones del Espacio han sido convocadas. Ellas han retomado el
contacto terrestre, a fin de despertar en el hombre el sentimiento
de la inmortalidad, con la noción de los deberes y de las
responsabilidades que de ello resultan.
Si la Iglesia hubiese comprendido sus verdaderos deberes,
hubiera corrido a acoger ese socorro del cielo y hubiera dado a
los fenómenos el lugar que les era debido.
Hubiera presentido que allí hay una manifestación de la
voluntad superior, a la cual sería pueril e inútil oponerse; hubiera
obtenido en los hechos psíquicos los elementos para una
renovación, el medio de infundir en su cuerpo desgastado,
disecado por los siglos, una sangre, un espíritu nuevo, y de
desempeñar todavía un papel importante en la obra del progreso
humano.
En cambio, si en su ceguera ella sigue guardando una actitud
hostil, como la de calificar de satánico lo que es de orden divino;
si ella persiste en rehusar la mano que se le tiende desde lo Alto,
para salvarla, entonces ella misma se condenará a una muerte
lenta, a la caída y a la ruina.
Se podrá aplicar a sus representantes, a sus defensores, las
palabras de la Escritura:
“Tienen ojos pero no ven, tienen oídos pero no oyen.

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