Leyendo este magnifico libro. León Denis
me he detenido en estos capítulos que son muy importantes para saber un poquito más
de la reencarnación como piensa el espirita y el clero católico.
leí hace un tiempo sobre el espiritismo y la Iglesia y comentaron:la Iglesia católica sabe del espiritismo ,pero no lo ha puesto en practica y lo ha clausurado
me hizo pensar en estas palabras,
si lo saben y el clero no les interesara que la gente lo entienda,
porque es mas fácil decir que Dios castiga con el infierno a los malos y a los buenos con el cielo.
y pienso se acaba todo. yo como espirita creo qoe hay vida despues de dejar la tierra, y que hay espiritus superiores e inferiores, y cada uno vamos, a la esfera que nos corresponde segun nuestra evolución, y Dios es Amor y no castiga porque cada uno tiene libre albedrio,
en el libro de León Denis esta muy bien explicado.
que nos expliquen, donde están todos: pensemos lo que Jesucristo nos dijo
desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis recibirlo, él es aquel Elías que había de venir. El que tiene oídos para oír, oíga"(San Mateo, 11:12 a 15)
Hablando con propiedad la encarnación no tiene limites claramente trazados si se entiende por ésta la envoltura que constituye el cuerpo del. Espíritu.
En un grado más elevado, se desmaterializa y concluye por confurdirse.?
La Reencarnación y la Iglesia
En la revista católica L’Ideal, de 1917, el canónigo Coubé consagró tres extensos artículos a combatir lo que él llama “la reencarnación o la metempsicosis”.
Inicialmente, observemos la intención que se revela en el
hecho de reunir y de confundir dos ideas diferentes, a fin de
arrojar sobre la primera el descrédito que recae sobre la otra.
Los antiguos entendían por metempsicosis el paso del alma
para el cuerpo de los animales. Es verdad que ciertos escritores y
filósofos aplican esa palabra también al paso de las almas a otros
cuerpos humanos. La reencarnación se designa mucho más frecuentemente bajo
el nombre de “palingenesia”. En la opinión corriente, el término metempsicosis ha
guardado su sentido estrecho y peyorativo.
El padre Coubé, como conocedor del tema, iguala dos
términos que generalmente se excluyen, con la esperanza de
aprovecharse de los equívocos que de ello puedan resultar para la
mayor parte de sus lectores. No obstante, él no ignora que los
espíritas repelen con energía toda hipótesis de la caída del alma
hacia el reino animal. Nosotros creemos en la evolución y no en
el retroceso. Nuestro periespíritu o cuerpo fluídico, que es el molde del
cuerpo material en el nacimiento, no se presta a las formas
animales y tal razón por sí sola, bastaría para hacer imposible
semejante regresión.
Los mismos argumentos encontramos en otras críticas del
padre Coubé. Todas las sutilezas de la dialéctica, todos los
recursos de la casuística y del silogismo, han sido puestos en
acción para lanzar el descrédito sobre la doctrina de la
reencarnación. Sin embargo, pese a las habilidades de una inteligencia
maleable, insinuante, ingeniosa en desfigurar, en tergiversar las
cosas más sencillas y más claras, la gran ley de los renacimientos
se impone con tanta fuerza que obliga por veces al elocuente
predicador a doblegarse y rendirle homenaje.
Por ejemplo, tras haberla calificado de “sistema mediocre y
ridículo”, e incluso “locura o impostura”; tras haber dicho: “La
reencarnación lleva el mal al triunfo universal”, el autor deja
escapar (en la página 218 de la citada revista): “La reencarnación
no es por sí misma una idea impía y no parece intrínsecamente
imposible”; y más adelante: “La reencarnación, en rigor, podría
conciliarse con el dogma del cielo cristiano.”
¡Extraordinario poder, el de la Verdad, que hace inclinarse a
sus propios detractores y los obliga a proclamarla!
He aquí un caso bastante notable de psicología, y aunque el
estudio crítico del padre Coubé sobre la reencarnación no
produjese otro resultado más que ponerla en destaque, aún
deberíamos agradecer su tentativa.
Fiel a la acostumbrada práctica, el padre Coubé asemeja
doctrinas opuestas, a fin de poder englobarlas en una sola
condenación. Así hace él al confrontar el Espiritismo con la
Teosofía; no nos ocupamos con esta última porque tiene quien la
defienda. En cuanto al Espiritismo, por sus fenómenos que son de todas
las épocas y de todos los lugares, por mil circunstancias en la
vida de los santos, por toda la mística cristiana, ha sido
clasificado en el mismo rol y, para expulsarlo de ahí, sería
necesario demoler, por entero, todo el edificio católico.
Los testimonios de las más respetables autoridades
eclesiásticas son concluyentes sobre este punto. Hemos citado
tan solo algunos de ellos, pero hay otros muchos.
En la Doctrina Espírita también los encontramos. La doctrina
de las vidas anteriores y sucesivas imperaba en toda la
cristiandad en los tres primeros siglos, y hay eminentes prelados
que todavía la aceptan en nuestros días.
La reencarnación es afirmada en los Evangelios con una
precisión que no deja lugar a cualquier duda:
“Él es el propio Elías que debía venir.” (Mateo, 11: 14-15),
dijo el Cristo, respecto de Juan el Bautista.
Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Qué dicen los judíos del
Hijo del Hombre?” y ellos le responden: “Unos dicen que es
Juan el Bautista; otros Elías y, otros más, Jeremías, o uno de los
profetas.” (Mateo, 16:13-14 y Marcos, 8:27-28).
Los judíos, y con ellos los discípulos, creían entonces en la
posibilidad del renacimiento del alma en otros cuerpos humanos.
Los Evangelios, normalmente ricos en metáforas, son de una
nitidez notable sobre esta cuestión.
La misma convicción se deduce de la conversación con
Nicodemo y de la cuestión del ciego de nacimiento. Es preciso
estar ciego para negar una evidencia tal.
No es a nuestros obstinados contradictores, a nuestros
adversarios intransigentes, sino a los hombres imparciales,
desprovistos de prejuicios mezquinos, libres en sus
enjuiciamientos, a quienes presentamos la cuestión, dejando que
ellos se manifiesten.
El Cristianismo primitivo estaba enteramente impregnado de
esa doctrina de las vidas sucesivas, que fue también la de Platón
y la de la Escuela de Alejandría. Todas las corrientes del pensamiento oriental coincidían y
transmitían, a la nueva religión, una vida joven y ardiente. Los
más ilustres de entre los cristianos, bebían en esas fuentes los
elementos de su ciencia y de su genio.
Orígenes, Clemente, la mayor parte de los padres griegos,
enseñaban la pluralidad de las existencias del alma.
Ya en el siglo IV, San Jerónimo, en su controversia con
Vigilantius, reconocía que la creencia en las vidas sucesivas era
la de la mayoría de los cristianos de su tiempo.
Sobre ese punto de doctrina, Orígenes no fue condenado por
la Iglesia, como cree en padre Coubé.
El Concilio de Calcedonia y el V de Constantinopla
rechazaron no la creencia en la pluralidad de las vidas del alma,
sino, simplemente, la opinión de Orígenes de que la unión del
espíritu al cuerpo es siempre una punición y que el alma,
inicialmente, vivió en un estado angélico.
Ese ilustre pensador, San Jerónimo, consideraba cómo “el
mayor de los cristianos, después de los apóstoles”, no se daba
cuenta de la ley de la educación y de la evolución de los seres.
En realidad, la Iglesia nunca se ha pronunciado sobre la
cuestión de las existencias sucesivas, quedando como un
problema para solución futura.
En todas las épocas, eminentes miembros del clero católico
adoptaron esa creencia y la afirmaron públicamente.
En el siglo XV, el cardenal Nicolás de Cusa sostuvo, en pleno
Vaticano, la teoría de la pluralidad de las existencias del alma y
la de los mundos habitados, no tan solo con la aquiescencia, sino
con los aplausos sucesivos de dos papas: Eugenio IV y Nicolás V
Y he aquí otros testimonios más recientes:
G. Calderone, director de La Filosofía della Scienza, de
Palermo, que abrió una gran encuesta sobre las ideas de nuestros
contemporáneos sobre la reencarnación, publicó algunas cartas
intercambiadas entre monseñor L. Passavalli, arzobispo vicario
de la Basílica de San Pedro, en Roma, y Tancredo Canonico,
senador del Reino, guarda de los sellos, presidente de la Corte
Suprema de Casación en Italia y católico convicto.
Citemos dos fragmentos de una carta de monseñor Passavalli:
“Han desaparecido para siempre de mi espíritu, esas
dificultades que me perturbaban, cuando Estanislao, de santa
memoria,xix a cuyo espíritu yo atribuyo en gran parte esa nueva
luz que me esclarece, me anunciaba, por primera vez, la doctrina
de la pluralidad de las vidas del hombre. Estoy bastante feliz por
ver el efecto saludable de esa verdad sobre el alma de mi
hermano.” Otra cita:
“Me parece que si pudiésemos propagar la idea de la
pluralidad de las existencias, tanto en este como en el otro
mundo, como un medio para llevar a cabo la expiación y la
purificación del hombre, con la finalidad de hacerlo digno de sí y
de la vida inmortal de los Cielos, ya se habría dado un gran paso,
porque eso bastaría para resolver los más difíciles y arduos
problemas que agitan, actualmente, las inteligencias humanas.
Cuanto más pienso en esa verdad, más ella me parece grande
y fecunda en sus consecuencias prácticas para la religión y la
sociedad.”
Firmado: Louis, arzobispo.
De la correspondencia inédita de T. Canonico, publicada
últimamente en Turín, resulta que el mismo había sido iniciado
en la creencia de la reencarnación por Towiansky, escritor
católico bien conocido. En una extensa carta de fecha 30 de diciembre de 1884, él
expone las razones por las cuales considera que esa creencia
nada tiene contra la religión católica, apoyándose en varias citas
de la Santa Escritura.
Podríamos multiplicar las citas, si no temiésemos fatigar al
lector. Ya hemos dicho lo bastante para demostrar que, sobre la
cuestión de las reencarnaciones, al igual que sobre la de los
fenómenos y sus causas, nos hallamos ante las mismas
contradicciones, las mismas incertidumbres, por no decir
incoherencias de la Iglesia Romana. No obstante sus
pretensiones en cuanto a la unidad de visión y a la infalibilidad,
las oposiciones y las divergencias no faltan en su seno.
Así, causa asombro el tono arrogante de sus representantes
cuando entre ellos hay tantas dudas y vacilaciones en lo que se
refiere a los más esenciales problemas de la vida futura y del
destino humano.
El padre Coubé, según sus propias palabras, hace comparecer
la reencarnación ante el tríplice tribunal de la Religión, de la
Moral y de la Filosofía. Es una temeraria empresa, porque el
enjuiciamiento que él provoca podrá terminar en un fracaso
completo. Observemos, inicialmente en lo que atañe a las religiones,
que seiscientos millones de asiáticos, brahmanistas y budistas
comparten nuestra creencia.
Fue también la creencia de los egipcios, de los griegos y de
los celtas, nuestros ancestros; por consiguiente, ella forma parte
de nuestra herencia nacional.
Hemos visto que el primitivo Cristianismo estuvo
impregnado de esas ideas hasta el siglo IV; en nuestros días, las
encontramos también en el Islamismo, en forma de ciertas
suratas del Corán.
De ello resulta que la reencarnación es, o fue, admitida por
todas las religiones; solamente el Catolicismo y las otras ramas
del Cristianismo moderno escapan a la regla universal, después
de hacer el silencio y la oscuridad sobre ciertos pasajes de la
Escritura que afirmaban las vidas anteriores.
La Filosofía también le ha proporcionado las más bellas
inspiraciones. Pitágoras, que la divulgó, fue considerado como
un genio por toda la Antigüedad. Platón fue apodado el divino
por los padres de la Iglesia de Oriente.
La Escuela de Alejandría, con su pléyade de escritores, Filón,
Plotino, etc., le dio sus más brillantes obras. Kant y Spinosa la
entreveían; más recientemente, la lista de los hombres ilustres
que la adoptaron, desde Víctor Hugo hasta Manzini, llenaría una
página entera.
Aún ahora ella reaparece en las teorías de Bergson, que
parecen revolucionar el pensamiento contemporáneo.
En cuanto a la moral, ésta solo puede beneficiarse con la
doctrina de las vidas sucesivas.
La convicción de que el hombre es el constructor de sus
propios destinos, de que todo cuanto le ocurre, bueno o malo,
recae sobre él, en sombras o luces, estimula su andadura
ascensional y lo obliga a velar, escrupulosamente, por sus actos.
Siendo cada una de nuestras existencias, buenas o malas, la
consecuencia rigurosa de las que la han precedido y la
preparación de las que le siguen, veremos en los males de la vida
el correctivo necesario de nuestros errores pasados y evitaremos
recaer en ellos.
Tal correctivo será mucho más eficaz que el temor a los
suplicios infernales, en los cuales ya nadie cree, ni siquiera
aquellos que hablan de ellos con una seguridad más fantástica
que real. Con el principio de las reencarnaciones, todo se aclara; todos
los problemas se resuelven; el orden y la justicia aparecen en el
Universo. La vida toma un carácter más noble, más elevado; se
convierte en una conquista gradual y, por nuestros esfuerzos y
con el concurso de lo Alto, se adquiere un futuro siempre mejor.
El hombre siente aumentar su fe, su confianza en Dios y, de esa
concepción ampliada, la vida social recibe profundas
repercusiones.
Por el contrario, ¿no es una pobre y lamentable idea, la que
consiste en creer que Dios nos concede una sola existencia para
mejorarnos y progresar?
¿Cómo una existencia cuya duración es de algunos años, de
algunos meses o solamente de pocas horas para algunos, de
ochenta a cien años para otros, tan diferente según las
condiciones y el medio donde estemos colocados, según las
facultades y los recursos que nos son ofrecidos, puede ser la
única base sobre la cual reposa todo el conjunto de nuestros
inmortales destinos? ¿No ve el padre Coubé la contradicción, la falta de equilibrio
que existe entre una concepción tan estrecha, tan insuficiente de
la vida, y la amplitud, la majestad que se revelan en el plan
general de la naturaleza? ¿Cómo puede él conciliar la justicia y la bondad de Dios con
la situación de las criaturas mortinatas, la de los que solo viven
pocos instantes, o la de los condenados a sufrir desde la cuna y
por veces durante muchos años?
¿No sabe él que esos problemas han constituido la
desesperación de numerosos teólogos?
La existencia humana no se armoniza con el conjunto de las
cosas, si no encontramos en ella la misma relación que existe en
el orden universal. Ahora bien, esa relación solo puede
producirse bajo la forma de vidas anteriores y sucesivas.
El Ser Infinito no nos niega ilimitados medios para la
reparación, el rescate y la renovación. Sin embargo nuestro
respetable contradictor se niega a ver en la ley de las
reencarnaciones una aplicación posible y satisfactoria de la idea
de justicia, y escribe:
“Con semejante doctrina, Dios está desarmado frente al mal.
El culpable, en lugar de enmendarse, permanecerá obstinado en
el mal y se hundirá en él, cada vez más. La reencarnación no es
una sanción, porque deja al hombre libre.”
¿Para expresarse así, el padre Coubé nunca ha evaluado toda
la extensión de los sufrimientos de nuestro mundo?
¿No ha visto la larga fila de las enfermedades, de los flagelos,
en una palabra, todo el doloroso cortejo de las miserias
humanas? Basta una mirada atenta, lanzada a nuestro alrededor, para
reconocer en el dolor físico y moral, bajo sus múltiples aspectos,
mil maneras de realizar la expiación en la justicia y, al mismo
tiempo, de propiciar la educación de las almas, mientras que las
perspectivas de un infierno quimérico no presentan sentido
práctico, ni objetivo útil, y no satisfacen, de manera ninguna, las
exigencias de la sabia razón y de la soberana equidad.
En cuanto a la argumentación del olvido del pasado, que
tantas veces hemos refutado, nos limitaremos a remitir al padre
Coubé a las experiencias sobre la renovación de la memoria de
las vidas anteriores, a las reminiscencias de ilustres
personalidades, a las de los niños prodigio y a tantos otros
hechos, controlados, verificados, reconocidos como exactos y
que el espacio de este artículo no nos permite reproducir.
Bastará apelar, sobre este punto, del padre Coubé poco
esclarecido en esa materia, para el padre Coubé mejor
informado. En presencia de las catástrofes que conmocionan al mundo,
muchas veces los corazones sufren, los pensamientos se perturban
y preguntamos: ¿Por qué Dios permite tantos males?
Ante tal pregunta, la Iglesia Católica solo presenta respuestas
vagas y confusas. Es, dice ella, la consecuencia de la impiedad de los pueblos,
de su alejamiento de la religión, del desprecio a sus preceptos y a
sus derechos temporales.
La Iglesia olvida que el más católico y el más practicante de
los pueblos, Bélgica, fue el primero que sufrió, con más
intensidad, los horrores de la última guerra..
Olvida que otra nación católica, Austria, contribuyó para
que la guerra se desencadenase.
Dos monarcas devotos, meticulosos y observantes de las
prácticas religiosas, teniendo siempre el nombre de Dios en la
boca, uno católico y el otro protestante, cargarán para siempre la
pesada responsabilidad de los crímenes cometidos y de los ríos de
sangre derramada.
La enseñanza de la Iglesia, con su doctrina de una única
existencia para cada alma, es impotente para explicar tales
dramas. Es necesario buscar otra explicación.
Solamente la filosofía de las vidas sucesivas, la comprensión de la
ley general del progreso, puede darnos la solución del problema y
conciliar la bondad y justicia de Dios con las tragedias de la
Historia.
Recordemos primeramente que cuando invaden la atmósfera
los vapores maléficos y el aire se torna difícilmente respirable, la
tempestad se desata y viene a purificar el ambiente terrestre.
De la misma forma, cuando en el seno de nuestro organismo
se desarrollan elementos mórbidos, cuando los microbios
infecciosos aumentan en número, sobreviene una crisis y la fiebre
aparece.
Es la lucha entre los buenos y los malos infusorios que
pueblan el cuerpo humano. Si estamos destinados a vivir, la lucha
proseguirá hasta destruir los peligrosos parásitos y nuestro cuerpo
recuperará la salud y el vigor.
Es así el organismo social y planetario.
Dios no se desinteresa de nuestros males. Él vela por la
humanidad sufriente como un padre médico por su hijo enfermo,
dosificando sus medicamentos, de forma a conseguir de sus
sufrimientos un estado de vida más saludable y mejor.
La Humanidad, ya lo hemos dicho, está compuesta, en su gran
mayoría, por las mismas almas que retornan por varias vidas,
prosiguiendo en su progreso, en su perfeccionamiento individual,
contribuyendo al progreso general. Renacen en el ambiente
terrestre hasta que hayan conseguido las cualidades morales
necesarias para subir más alto.
En su evolución, a través de los siglos, la Humanidad ha
sufrido crisis que marcan las etapas de su evolución. Actualmente,
ella está apenas saliendo de su capullo, de su ganga impura y
grosera, para despertar rumbo a una vida superior. Nuestra
civilización es toda superficial y oculta un fondo considerable de
atraso.
La reciente guerra representa la lucha de los instintos egoístas
y brutales contra las aspiraciones al Derecho, a la Justicia y a la
Libertad.
En el curso de sus primeras existencias terrestres, el alma
debe, por encima de todo, construir su personalidad y desarrollar
su conciencia. Es el período del egoísmo, cuando el ser atrae todo
hacia sí, retirando del dominio común las fuerzas, los elementos
necesarios para constituir su “yo”, su propia originalidad.
En el período siguiente, restituirá, irradiará, repartiendo con
todos lo que ha adquirido, sin disminuirse con ello, porque, en ese
orden de cosas, quien da se acrecienta y, el que se sacrifica,
acumula.
La Humanidad, en su andadura, ya lo hemos afirmado, ha
llegado al punto de transición entre tales estados. Para cada uno
de nosotros, la juventud es el momento más crítico de la vida,
porque, por nuestra inexperiencia, nuestro arrebatamiento, ella
puede cometer actos que retarden nuestra evolución y
comprometan nuestro destino.
Lo mismo pasa con la Humanidad. Hoy, su pasado se depara
con las faltas, los errores, los crímenes, las traiciones, las
perfidias, las expoliaciones que necesitan expiación a través del
dolor y las lágrimas. De ahí la crisis actual.
La tempestad ha barrido los miasmas deletéreos que
envenenaban nuestra atmósfera. El capital del egoísmo y del odio,
acumulado por los siglos y acrecido por los males del presente,
debe ser saldado.
Es además la reacción de los elementos sanos contra los
elementos en descomposición y, por consiguiente, un medio de
educación y de mejoramiento.
En presencia de los males causados por la guerra, los
corazones más fríos, los más indiferentes, se emocionan; la piedad
y la sensibilidad se despiertan.
Es necesario todavía el crisol del sufrimiento para que el
orgullo feroz de unos, la apatía, la indiferencia y el sensualismo
de otros se atenúen, se deshagan y desaparezcan. En una palabra,
son necesarias duras lecciones para despertar a nuestro mundo
material atrasado.
En cuanto a las víctimas de la guerra, ellas habían aceptado
sus probaciones antes de renacer, ya fuese para un rescate o bien
para progresar.
Sin duda, el recuerdo de las resoluciones tomadas fue borrado
de sus cerebros materiales y los padres Coubé y Mainage no
dejarían de extraer argumentos de ese olvido temporal.
Que ellos reflexionen sobre la situación del hombre que
conociese anticipadamente su destino y viese acercándose a él,
día a día, acontecimientos terribles que habrían de envolverlo y
masacrarlo entre sus engranajes.
Las almas humanas aún son muy frágiles para soportar un
fardo tan pesado.
Es una bendición de Dios el dejar esto para un último instante,
en la ignorancia del futuro, facultando entera libertad de acción.
Para comprender lo que sucede en nuestro entorno es preciso
por tanto reunir en un mismo concepto la ley de evolución y de
las responsabilidades o de la consecuencia de los actos, que
recaen, a través de los tiempos, sobre los que los han practicado.
La ignorancia de estas leyes, de los deberes y de las sanciones
que ellas determinan, es la razón de los males y de los
sufrimientos del momento actual. Si la Iglesia las hubiese
enseñado, no veríamos, ciertamente, abrirse bajo nuestros pies un
tal abismo de males.
Esos principios ella los ha conocido otrora y su doctrina
extrajo de ellos un brillo y un provecho incomparables; no
obstante, en los tiempos bárbaros, ha preferido los espantajos
infantiles, inventados para impresionar a un mundo ignorante. Ahora, frente a los grandes problemas que se levantan, ella permanece vacilante, confundida, impotente para atender a las lamentaciones y a las recriminaciones que se elevan por todas partes; para disipar las dudas que despiertan, en muchos espíritus, la injusticia aparente de la suerte y la crueldad del destino.
Pues bien. Lo que la Iglesia no quiere o no puede hacer, el
Espiritismo lo llevará a cabo. Él ha abierto todas las grandes
puertas del mundo invisible que la Iglesia había cerrado hace siglos, y por ellas rayos de luz y tesoros de consuelo y de esperanza se esparcirán, cada vez más, sobre las aflicciones humanas. Pasada la tormenta, las nubes oscuras que nos ocultaban el
cielo se disipan. Un claro rayo de sol brilla sobre las ruinas amontonadas y una
nueva era comienza para la Humanidad.
Las ciencias psíquicas adquieren una extensión considerable y
aportan elementos de renovación para todos los dominios del
pensamiento y del arte. La propia religión deberá tener en cuenta
las pruebas de la supervivencia.
Grandes cosas sucederán, dicen los Espíritus. Almas valerosas
se reencarnarán entre nosotros para dar un vigoroso impulso al
progreso general.
La conciencia humana se desprenderá de las estrechuras del
materialismo y la filosofía se espiritualizará.
La incredulidad, que constituye el fondo del carácter francés,
incluso en la mayor parte de los católicos, que solo actúan por la
costumbre y por la rutina, se transformará, poco a poco, en una fe
esclarecida, basada en la razón y en los hechos.
La vida social se transformará con la educación, y la moral
ejercerá sus derechos.
No hay duda de que estaremos aún lejos de la perfección, pero,
por lo menos, se habrá dado un paso considerable en la vía del
progreso, acercándonos a la unidad de visión a través de una
comprensión más alta y más clara de la idea de Dios y de las leyes
universales de Justicia y Armonía.
Ya hemos examinado todas las razones presentadas por los
padres Coubé y Mainage para combatir la doctrina de las vidas
sucesivas. La mayor parte son pueriles; todas son injustas,
erróneas y se vuelven con fuerza contra ellos.
Sus críticas, que no inspiran ningún sentimiento de
imparcialidad, que no se sostienen en un conocimiento profundo
del tema, se disipan como vana humareda al menor examen.
Incluso en el seno de la iglesia Romana, ellas están en
contradicción sobre esos puntos esenciales con los pensadores y escritores ilustres.
Es bien evidente que la campaña emprendida por orden
superior contra nosotros no ha sido precedida de un estudio serio
de la cuestión. La debilidad de los razonamientos demuestra la
insuficiencia de la preparación. El mayor recurso, el refugio supremo del padre Coubé, es
siempre la teoría del infierno. En cada página de L’Idéal, él
retorna a esa teoría como una verdadera obsesión. Para él, eso lo
resuelve todo. Se complace en métodos ya trasnochados, que la mayoría de
los predicadores ya no emplea, desde hace mucho tiempo.
¿No es de extrañar ver ese odio que, durante siglos, ha
causado tantas perturbaciones mentales, ha provocado tantas
devastaciones, ha engendrado abusos incontables, afectando aún a
ciertos cerebros eclesiásticos?
A su vez, el padre Mainage osa escribir en la Revue des
Jeunes: “El Espiritismo conduce al desequilibrio de las facultades
mentales.” Sería oportuno recordar los casos de locura mística causados
por el tema de las penas eternas. Por ejemplo, el de aquel padre de
familia (del cual todos los periódicos han dado noticia) que
estranguló a sus hijos pequeñitos para que gozasen de las delicias
del paraíso, dado su estado de inocencia… Si bien no hemos de
insistir más en ese asunto.
En su apología sobre el infierno, el padre Coubé así se
expresa:
“El infierno no es, en sí, una crueldad, porque la crueldad
consiste en hacer sufrir a una criatura para regocijarse con sus
dolores, por tanto, más allá de lo que ella merece y de lo que el
orden reclama.”
Responderemos que es siempre cruel infligir a un ser
sufrimientos que no dejan cualquier esperanza y que no admiten
solución alguna. En el Universo entero, el sufrimiento es,
principalmente, un proceso educativo y purificador.
Considerándolo como una expiación temporal, desde el
punto de vista de la justicia divina y según el Espiritismo, él se
nos aparece como un recurso de evolución, pues, desarrollando
nuestra sensibilidad, nos hace progresar, volviendo más intensa
nuestra vida, al paso que, con las penas eternas, no es más que
una baja venganza, una crueldad inútil.
Ahora bien, Dios nada hace sin una finalidad y ese objetivo
es siempre grande, generoso y provechoso para sus criaturas.
El padre Coubé no debe ignorar que la mayor parte de los
teólogos ha renunciado a la teoría de las penas eternas. En efecto,
se ha establecido que el término en hebraico, que se traduce por
“eterno”, no significa “sin fin”, sino tan solo “de larga duración”.
La Biblia califica como eternas muchas cosas que ya han
desaparecido con el tiempo, por ejemplo, el monumento que
Josué mandó erigir para conmemorar la llegada del pueblo de
Israel a la Tierra prometida.
¿No sería un estudio bien curioso el de los esfuerzos de
imaginación intentados por nuestros adversarios para escorar esa
teoría que se desmorona por todos los lados?
Con ese objetivo, ellos han venido acumulando las
contradicciones sobre los errores y las imposibilidades. Por
ejemplo ¿cómo entender que Dios haya podido imponer a Satán la
tarea de atormentar, en el Más Allá, a los que lo han servido en
este mundo?
Las almas de los condenados, dicen, sufren al mismo tiempo
tormentos físicos y torturas morales, pero como causa asombro
que los espíritus puedan sufrir materialmente, se ha creado el
dogma de la resurrección de la carne, es decir, la reconstitución
final del cuerpo humano, cuyos elementos, dispersos por todas las
corrientes de la naturaleza, servirían, sucesivamente, a mil formas
de vida.
¿A cuál de esas formas humanas serán restituidos tales
elementos? ¡Terrible cuestión!
Otra consideración más, no menos embarazosa: Dios, en su
presciencia, conociendo por anticipación la suerte de las almas,
¿las habría creado, en su gran mayoría, para perderlas, ya que
según la célebre sentencia “muchos son los llamados y pocos los
elegidos”?
¡Cuánta confusión, cuando es más fácil descubrir la Verdad!
Basta echar un vistazo en torno a nosotros para reconocer que el
dolor físico reina, soberano, en nuestro mundo.
La Tierra es el verdadero purgatorio, el infierno temporal.
El sufrimiento de las almas, en la vida del Espacio, solo
puede ser moral. Éste resulta, dicen los espíritus, de la acción de
la conciencia, que se revela imperiosa, hasta entre las almas más
atrasadas. El espíritu sufre, principalmente, por el recuerdo de sus
existencias pasadas.
En medio de tantas oscuridades acumuladas por la Iglesia,
no es extraño que la pobre Humanidad haya perdido su rumbo, y
vaya errante, sin brújula, a merced de las tempestades de la
pasión, de la duda y de la desesperación.
Ojalá que el Espiritismo venga a aclarar, para todos, el
camino de la vida. Con él ya no hay afirmaciones sin pruebas y,
por consiguiente, sin efecto posible sobre los materialistas.
El Espiritismo reposa sobre un conjunto de hechos y de
testimonios que, aumentando siempre, garantizan su lugar en la
Ciencia y le preparan un espléndido futuro. Todos los recientes
descubrimientos de la Física y de la Química han confirmado sus
experiencias.
La aplicación de los rayos X, los trabajos de Becquerel y de
Curie sobre las maravillosas propiedades radiantes de los cuerpos
han demostrado, objetivamente, aquello que los espíritus han
enseñado hace mucho tiempo, es decir, que hay estados sutiles de
la materia y formas de vida hasta entonces desconocidas por los
sabios.
El Espiritismo no nos revela tan solo las leyes profundas de
ese mundo invisible al que pertenecemos. Desde ahora, por los
elementos esenciales e imperecederos de nuestro ser, él nos
muestra, por todas partes, el orden y la justicia en el Universo;
establece las responsabilidades de la conciencia humana y la
certidumbre de las divinas sanciones, cosas que exasperan a los
ateos y perturban la calma de los gozadores.
¡Y son esas doctrinas, esas enseñanzas del más elevado y
austero espiritualismo, lo que se afirma ser dictadas e inspiradas
por Satán!
El Espiritismo es, al mismo tiempo, una ciencia y una fe.
Como fe, pertenecemos no a ese cristianismo desfigurado,
amezquindado, rebajado por el fanatismo, por la beatería de los
corazones amargados y de las almas pequeñitas, sino a la religión
que une el hombre con Dios, en Espíritu y Verdad.
Jamás hemos soñado crear un Nuevo Evangelio. El de Jesús,
en su interpretación real, nos basta plenamente. Estamos por las doctrinas amplias, en las cuales el alma humana encuentra un
abrigo, donde el corazón se expande, donde la Verdad
resplandece como un diamante puro de mil facetas, donde las alas
del pensamiento ya no quedan oprimidas en su vuelo hacia lo
Infinito, según la propia palabra de la Biblia: Ubi spiritus, ubi
libertas
¡La Iglesia que no admite esta divisa no es la nuestra!
Apoyados en esa ciencia y en esa fe, somos invulnerables y
aguardamos confiados el futuro.
Si, un día, el gran ideal intelectual deseado por los sabios,
entrevisto por todos los renovadores, llega a realizarse por el
acuerdo entre la Ciencia y la Fe, al Espiritismo, a sus laboriosas
investigaciones, a su consoladora y elevada filosofía, es a quien lo
deberá la Humanidad.
Gracias a él se cumplirá la bella profecía de Claude Bernard:
“Vendrá la hora en que el sabio, el pensador, el cura y el poeta
hablarán el mismo idioma.”
Conclusión
Al término de este trabajo, lanzo una mirada panorámica
sobre la obra de la Iglesia Católica Romana y resumo mi
pensamiento en estos términos: pese a sus manchas y sus
sombras, es grande y bella la historia de la Iglesia, con su larga
serie de santos, de doctores y de mártires.
Ella fue, en los tiempos bárbaros, el asilo del pensamiento y
de las artes y, durante siglos, la educadora del mundo. Todavía
hoy, sus instituciones beneméritas cubren la Tierra.
En cambio, la obra de la iglesia hubiera sido
incomparablemente más bella, más eficiente, si hubiese enseñado
siempre la Verdad en su plenitud, si hubiese hecho la luz
completa sobre el destino humano, si hubiese mostrado a todos el
objetivo noble y elevado, aunque lejano, de nuestras existencias.
¡Cómo hubiera crecido su autoridad, cómo hubiera
aumentado su prestigio, si, en lugar de arrullar a las generaciones
con vanas quimeras, ella les hubiese mostrado a Dios en la
majestad de sus leyes, en el esplendor y en la armonía de sus
universos, ofreciendo a todos sus hijos las posibilidades de la
reparación por las probaciones, del rescate por el sufrimiento, y
guiando la ascensión eterna de todos los seres hacia estados
siempre mejores, en una creciente participación en sus obras
sublimes!
Si la Iglesia hubiese hecho esto, no veríamos la indiferencia,
la incredulidad y el materialismo expandirse, provocando sus
destrucciones por todas partes.
Si la Iglesia hubiese enseñado, bajo sus formas reales, las
leyes de justicia y de responsabilidad, la comunión íntima de los
dos mundos y la certidumbre del reencuentro con aquellos que
amamos, no veríamos tantas rebeliones contra Dios, tanta
desesperación y suicidios. No veríamos las pasiones, las codicias,
los furores desencadenarse sobre nosotros y, tal vez, tampoco a
nuestro desgraciado país amenazado de caer en un estado de
decadencia moral irremediable.
También, constatando los efectos de sus enseñanzas,
podemos preguntar si nuestros contradictores en sus afirmaciones
y sus críticas, están realmente seguros de sí mismos, para seguir
la vía trazada por lo Alto.
Las dudas, las vacilaciones de numerosos curas, sus luchas
interiores y sus confidencias, nos llevan a creer lo contrario.
Cruel es la situación de tantos hombres respetables, puestos
entre las exigencias de su razón y las del dogma. Esta situación se agravará aún más y hará doloroso el día en que, trasponiendo los
portales del Más Allá, ellos se hallen en presencia de la multitud
de aquellos a quienes tenían el deber de guiar, de aconsejar, de
dirigir, que les preguntarán, con insistencia, por qué las
condiciones de la vida espiritual se encuentran tan diferentes de
todo cuanto les habían enseñado en este mundo.
Y si el Cristo, el Maestro de todos nosotros, apareciendo en
el brillo de su gloria, les pide cuentas, a su vez, de la misión
confiada y del uso de su verdadera doctrina, ¿qué respuesta le
darán?
Ante esas eventualidades temibles, no insistiremos y
dejaremos a la conciencia de nuestros adversarios la obligación de la respuesta.
Del Libro El Espiritismo y el Clero Católico de León Denis
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