domingo, 7 de agosto de 2011

LA ORDEN DEL MAESTRO

Acercándose la Navidad, había también en el Cielo un bullicio de
suaves alegrías. Los Ángeles encendían estrellas en las colinas de neblinas
doradas y vibraban en el aire las armonías misteriosas que hinchieran un
día de encantadora dulzura la noche de Belén. Los pastores del paraíso
cantaban y, mientras las arpas divinas tañían sus cuerdas bajo el esfuerzo
cariñoso de los céfiros de la inmensidad, el Señor llamó al Discípulo Muy
Amado a su trono de jazmines matizados de estrellas.
El vidente de Patmos no traía el estigma de la decrepitud como en
sus últimos días entre las Espóradas. En su fisonomía sobresalía aquel
mismo candor de la adolescencia que lo caracterizaba al comienzo de su
apostolado.
—Juan — le dijo el Maestro — ¿Recuerdas mi aparecimiento en la
Tierra?
—Recuerdo, Señor. Fue en el año 749 de la era romana, a pesar de
la arbitrariedad de fray Dionisio, que colocó erradamente vuestro natalicio
en 754, calculando en el siglo VI de la era cristiana.
—No, Juan — retornó dulcemente el Señor — no es la cuestión
cronológica lo que me interesa arguyéndote sobre el pasado. ¡Es que en
esas suaves conmemoraciones viene hasta mí el dulce murmullo de los
recuerdos!…
—¡Ah! Sí, Maestro Amado — contestó apresurado el Discípulo —
os comprendo. Habláis de la significación moral del acontecimiento.
¡Oh!… Sí me acuerdo… el pesebre, la estrella guiando a los poderosos al
humilde establo, los cánticos armoniosos de los pastores, la alegría
resonante de los inocentes, figurándosenos que los animales os
comprendían más que los hombres, a los cuales ofrecíais la lección de la
humildad con el tesoro de la fe y de la esperanza. En aquella noche divina,
todas las potencias angélicas del paraíso se inclinaron sobre la Tierra llena
de gemidos y de amargura para exaltar la mansedumbre y la piedad del
Cordero. Una promesa de paz brotaba para todas las cosas con vuestro
aparecimiento sobre el mundo. Se estableciera un noviazgo tierno entre la
Tierra y el Cielo y me recuerdo del júbilo con que vuestra Madre os recibió
en sus brazos hechos de amor y de misericordia. ¡Diríase, Maestro, que
las estrellas de oro del paraíso fabricaran, en aquella noche de aromas y de
luminosidades indefinibles una miel divina en el corazón piadoso de María!…
Retrocediendo en el tiempo, mi Señor muy amado, veo el transcurso
de vuestra infancia, sintiendo el martirio del que fuiste objeto; el exterminio
de los niños de vuestra edad, la fuga en los brazos cariñosos de vuestra
progenitora, los trabajos manuales en compañía de José, vuestras
maravillosas visiones en el Infinito, en comunión constante con vuestro y
nuestro Padre, preparándoos para el desempeño de la misión única que os
hizo abandonar por algunos momentos los palacios de sol de la mansión
celestial para descender sobre las lamas de la Tierra…
—Sí, Juan, y, por hablar de mis deberes, ¿cómo siguen en el mundo
las cosas atinentes a mi doctrina?
—Van mal, mi Señor. Desde el concilio ecuménico de Nicea,
efectuado para combatir el cisma de Arrio en 325, vuestras verdades son
deturpadas. Al arrianismo le siguió el movimiento de los iconoclastas en
787 y tanto contrariaran los hombres vuestra enseñanza de pureza y de
sencillez, que ellos mismos nunca más se entendieron en la interpretación
de los textos evangélicos.
—Mas, ¿no recuerdas, Juan, que mi doctrina era siempre accesible
a todos los entendimientos? Dejé a los hombres la lección del camino, de
la verdad y de la vida sin haber escrito una sola palabra.
—Todo eso es verdad, Señor, pero luego que regresaste a vuestros
imperios resplandecientes, reconocimos la necesidad de legar a la posteridad
vuestras enseñanzas. Los evangelios constituyen vuestra biografía en la
Tierra; sin embargo, los hombres no dispensan, en sus actividades, el velo
de la materia y del símbolo. A todas las cosas puras de la espiritualidad
adicionan la extravagancia de sus concepciones. Ni nosotros ni los
evangelios podríamos escapar a ello. En diversa basílicas de Ravena y de
Roma, Mateo es representado por un joven, Marcos por un león, Lucas
por un toro y yo, Señor, estoy allí bajo el símbolo extraño de un águila.
—Y mis representantes, Juan, ¿qué hacen ellos?
—Maestro, me avergüenzo en decirlo. Andan casi todos sumergidos
en los intereses de la vida material. En su mayoría, se aprovechan de las
oportunidades para explotar vuestro nombre y, cuando se vuelven hacia el
campo religioso, es casi sólo para condenarse unos a los otros, olvidándose
que les enseñasteis a amarse como hermanos.
—Las discusiones y los símbolos, querido Juan — le acota
suavemente el Maestro — no me impresionan tanto. Tuviste, como yo,
necesidad de estos últimos, para las prédicas y, sobre la lucha de las ideas,
¿no recuerdas cuanta autoridad fui obligado a usar, incluso después de mi
regreso de la Tierra, para que Pedro y Pablo no se tornasen enemigos? Si
entre mis apóstoles prevalecían semejantes desuniones, ¿cómo podríamos
eliminarlas del ambiente de los hombres, que no me vieran, siempre
inquietos en sus indagaciones?… ¡Lo que me entristece es el apego de mis
misioneros a los placeres fugitivos del mundo!
—Es verdad, Señor.
—¿Cuál es el núcleo de mi doctrina que posee de momento mayor
fuerza de expresión?
El departamento de los obispos romanos, que se recogieron dentro
de una organización admirable por su disciplina, mas altamente perniciosa
por sus desvíos de la verdad. El Vaticano, Señor, que no conocéis, es un
amontonado suntuoso de las riquezas de las trazas y de los gusanos de la
Tierra. De sus palacios confortables y maravillosos se irradia todo un
movimiento de esclavitud de las conciencias. Mientras vos no teníais una
piedra donde reposar la cabeza, dolorida, vuestros representantes duermen
su siesta sobre almohadas de plumas y de oro; mientras traíais vuestros
pies dilacerados por las piedras del camino escabroso, quien se inculca
como vuestro embajador trae vuestra imagen en las sandalias matizadas
de perlas y de brillantes. Y junto a semejantes superficialidades y absurdos,
sorprendemos a los pobres llorando de cansancio y de hambre; al lado del
lujo ostentoso de las basílicas suntuosas, erigidas en el mundo como un
insulto a la gloria de vuestra humildad y de vuestro amor, lloran los niños
desamparados, los mismos pequeñuelos a quienes extendíais vuestros
brazos compasivos y misericordiosos. Mientras sobran las lágrimas y los
sollozos entre los desafortunados, en los templos, donde hace culto a
vuestra memoria, transbordan monedas a manos llenas, pareciendo, con
amarga ironía, que el dinero es una defecación del demonio en el suelo
acogedor de vuestra casa.
—Entonces, mi Discípulo, ¿no podremos alimentar ninguna
esperanza?
—Desgraciadamente, Señor, es necesario que nos desengañemos.
Por un extraño contraste, existen más ateos bienquistos en el Cielo que de
aquellos religiosos que hablaban en vuestro nombre en la Tierra.
— Entre tanto —susurraran los labios divinos dulcemente —
consagro el mismo amor a la humanidad sufridora. No obstante la negativa
de los filósofos, las osadías de la ciencia, el apodo de los ingratos, mi
piedad es inalterable… ¿Qué sugieres, querido Juan, para solucionar tan
amargo problema?
—¿No nos dijiste, un día, Maestro, que cada cual tomase su cruz y
os siguiese?
—¡Mas prometí al mundo un Consolador en tiempo oportuno!
Y con los ojos claros y límpidos, puestos en la visión piadosa del
amor del Padre Celestial, Jesús exclamó:
—Si los vivos nos traicionaron, mi Discípulo Muy Amado, si trafican
con el objeto sagrado de nuestra casa, corrompiendo la fraternidad y el
amor, mandaré que los muertos hablen en la Tierra en mi nombre. Desde
esta Navidad en adelante, querido Juan, descubrirás un fragmento más de
los velos misteriosos que cubren la noche triste de los sepulcros para que
la verdad resurja de las mansiones silenciosas de la Muerte. ¡Los que ya
regresaron por los caminos yermos de la sepultura retornarán a la Tierra
para difundir mi mensaje, llevando a los que sufren, con la esperanza
puesta en el Cielo, las claridades benditas de mi amor!…
Y desde esa hora memorable, hace más de cincuenta años, vino el
Espiritismo, con sus lecciones prestigiosas, a traer felicidad y dar amparo
en la Tierra a toda la Humanidad.
(Comunicación recibida por el médium Francisco Cândido Xavier, en
Pedro Leopoldo, Minas Gerais, Brasil, el 20 de diciembre de 1935, transcripta de
Palabras del Infinito, LAKE —Librería Allan Kardec Editora. Pp. 42 – 4
En las obras de André Luiz, recibidas por el médium Francisco Cândido
Xavier, encontramos referencias a varios modos de transitar de una Esfera a
otra, que, a continuación, transcribiremos con algunos subrayados nuestros
en los textos.
1- “En el gran parque no hay solamente caminos para el Umbral
(…)” La Vida en el Mundo Espiritual – El caso de la Colonia Nuestro Hogar.
Editorial Kier. Capítulo 32.
2- “Francamente, nuestra peregrinación, fue muy pesada y dolorosa,
y, solamente ahí evalué, de hecho, la enorme diferencia del camino común, que
une la Costra a Nuestro Hogar y aquella recorrida ahora a pie, venciendo
obstáculos de importancia.” Los Mensajeros Espirituales, Editorial Kier,
Capítulo 33.
3- “(…) viajando siempre a través del camino luminoso es fácil de
ser recorrida la distancia, en vista de las posibilidades de volar, (…)” Los
Mensajeros Espirituales.
4- Transporte por las aguas, en un pequeño barco, cuando André
Luiz fue a visitar a su madre, que residía en una Esfera más elevada. La Vida en
el Mundo Espiritual – El caso de la Colonia Nuestro Hogar, Capítulo 36.
5- Por los “campos de salida”, expresión que “define lugares
fronterizos, entre las Esferas inferiores y superiores.” Liberación, IDE-Mensaje
Fraternal, Capítulo 3 y 19.
Un pintor moralista
Jeoren van Aeken, llamado Hieronymus Bosch, nació y desencarnó en
Hertogenbosch, Holanda, en los años 1450 ó 1460 y 1516, respectivamente.
En su extenso trabajo, siendo que a ninguno le puso la fecha, Bosch se
mostró muy ligado al espíritu religioso de la Edad Media. Siempre volcado a la
moralidad, en la pintura Los siete Pecados Capitales llegó a colocar en el
centro de la misma la inscripción latina, traducida así: “Cuidado, cuidado, Dios,
ve.”
Sus principales obras son los trípticos, entre ellos: El Jardín de las
Delicias y La tentación de San Antonio. Otras pinturas famosas: Jesús
Cargando la Cruz, Corona de espinas, San Juan Bautista en el Desierto.
documentación recogida del Anuario Espiríta del 2004

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