jueves, 20 de octubre de 2011

EL INFIERNO

Intuición de las penas futuras
1. En todos los tiempos el hombre ha creído, por intuición, que la vida futura debía ser
dichosa o desgraciada, en proporción al bien o al mal que hizo en la Tierra. La idea o cuadro que de ella se forma está en relación con el desarrollo de su sentido moral y de las nociones más o menos exactas que tiene del bien y del mal; las penas y los premios son el reflejo de los instintos
predominantes. Así es que los pueblos guerreros colocan la suprema felicidad en los honores
tributados al valor; los pueblos cazadores, en la abundancia de la caza; los pueblos sensuales, en las delicias de la voluptuosidad. Mientras el hombre está dominado por la materia, sólo puede
comprender de una manera imperfecta la espiritualidad, y por eso se crea, de las penas y goces
futuros, un cuadro más material. Se figura que debe uno beber y comer en el otro mundo, pero
mejor que la Tierra y cosas mejores. Más tarde se encuentra en las creencias respecto al porvenir una mezcla de espiritualidad y de materialidad, y por eso es que al lado de la beatitud
contemplativa, se coloca un infierno con tormentos físicos.
1. Un subyugado, a quien el cura de su aldea pintaba la vida futura de un modo seductor y atractivo, le preguntó si allí todo el mundo comía pan blanco como en París.
2. Al no poder comprender más que lo que vio, el hombre primitivo calcó naturalmente su
porvenir en el presente. Para comprender otros tipos distintos de los que tenía a la vista, necesitaba de un desarrollo intelectual que debía conseguirse con el tiempo. Por tanto, el cuadro que se imagina de los castigos de la vida futura no es más que el reflejo de los males de la Humanidad, pero en mayor extensión. Reúne en él todos los tormentos, todos los suplicios, todas las aflicciones que sufren en la Tierra. De este modo, en los climas abrasadores, imaginó un infierno de fuego, y en las regiones boreales, un infierno de hielo. No habiendo desarrollado todavía el sentido que debía hacerle comprender el mundo espiritual, sólo podía concebir penas materiales. He aquí la razón por la que, con algunas diferencias en la forma, el infierno de todas las religiones se asemeja.
El infierno cristiano imitado del infierno pagano
3. El infierno de los paganos, descrito y dramatizado por los poetas, ha sido el modelo más
grandioso en su género. Se ha perpetuado en el de los cristianos, el cual también tuvo sus cantores poéticos. Comparándolos se encuentra en ellos, salvo los nombres y algunas variaciones en los detalles, numerosas analogías: en uno y en otro el fuego material es la base de los tormentos, porque simboliza los más crueles padecimientos. Pero, ¡cosa extraña!, los cristianos, en muchos puntos, han sobrepujado al infierno de los paganos. Si estos últimos tenían en el suyo el tonel de las Danaides, la rueda de Ixan, la roca de Sísifo, eran suplicios individuales, pero el infierno cristiano tiene, para todos, sus calderas hirviendo, cuyas coberturas levantan los ángeles para ver las contorsiones de los condenados,2 y Dios oye sin piedad los gemidos de éstos durante la eternidad. Jamás dijeron los paganos que los moradores de los Campos Elíseos recreasen su vista con los suplicios tártaros.
sermón predicado en Montpellíer en 1860
con los suplicios del Tártaro.
3. “Los bienaventurados, sin salir del lugar que ocupaban, saldrán de cierto modo, en virtud de su don de inteligencia y de clarividencia, a fin de contemplar los tormentos de los condenados. Y viéndoles, no sólo no sentirán ningún dolor, sino que les enajerará la alegría, y darán gracias a Dios de su propia dicha asistiendo a la inefable calamidad de los impíos” (Santo Tomás de Aquino).
4. Como los paganos, los cristianos tienen su Rey de los infiernos, que es Satanás, con la
diferencia que Plutón se limitaba a gobernar el sombrío Imperio que le toco en suerte, pero no era malo: guardaba allí detenidos a los que habían obrado mal, porque era su misión, pero no se
ocupaba en inducir a los hombres al mal para darse el placer de hacerles sufrir, mientras que
Satanás busca en todas partes víctimas, que se complace en atormentar por sus legiones de
demonios armados de garfios para removerlos en el fuego. Se ha llegado incluso a discutir
seriamente sobre la naturaleza de este fuego que quema sin cesar a los condenados, sin consumirles jamás; se ha dicho si era o no un fuego de alquitrán. El infierno cristiano no es, pues, inferior en nada al infierno paganos.
Sermón predicado en París en 1861.
5. Las mismas consideraciones que movieron a los antiguos a localizar la mansión de la felicidad,
hicieron circunscribir también el lugar de los suplicios. Habiendo los hombres colocado la primera
en las regiones superiores, era natural colocar la segunda en las regiones inferiores, es decir, en el
centro de la Tierra, cuya entrada creían eran algunas cuevas sombrías y de aspecto terrible.
También allí los cristianos colocaron, durante largo tiempo, el lugar de los réprobos. Notemos
todavía sobre este asunto otra analogía.
El infierno de los paganos contenía, en un lado, los Campos Elíseos, y en el otro, el Tártaro.
El Olimpo, mansión de los dioses y de los hombres divinizados, estaba en las regiones superiores.
Según el Evangelio, Jesús descendió a los infiernos, es decir, a los lugares bajos, para sacar de allí
a las almas justas que esperaban su venida.
Los infiernos no eran, pues, únicamente un lugar de suplicios, lo mismo que los de los
paganos estaban en los lugares bajos. Así como el Olimpo, la mansión de los ángeles y de los
santos, estaba en las regiones elevadas, la habían colocado más allá del cielo de las estrellas, que se creía era limitado.
6. Esa mezcla de ideas paganas y de ideas cristianas no debe extrañarse. Jesús no podía
inmediatamente destruir creencias arraigadas. Los hombres carecían de los conocimientos
necesarios para concebir el infierno del espacio y el número infinito de mundos. La Tierra era para ellos el centro del Universo. No conocían ni su forma, ni su estructura interior. Todo para ellos estaba limitado a su punto de vista. Sus nociones sobre el porvenir no podían extenderse más allá de sus conocimientos. Jesús se encontraba, pues, en la imposibilidad de iniciarlos en el verdadero estado de las cosas. Pero, por otro lado, no queriendo con su autoridad sancionar preocupaciones admitidas, se abstuvo de ocuparse en ellas, dejando al tiempo el cuidado de rectificar las ideas. Se ciñó a hablar vagamente de la vida bienaventurada y de los castigos que sufrirán los culpables, pero en ninguna parte de sus enseñanzas se encuentra el cuadro de los suplicios corporales, hecho artículo de fe por los cristianos.
He aquí como las ideas del infierno pagano se han perpetuado hasta nuestros días. Ha sido
necesaria la difusión de los conocimientos de los tiempos modernos y del desarrollo general de la
inteligencia humana para condenarlas. Pero entonces, como nada positivo había suscitado a las
ideas admitidas, al largo período de una creencia ciega sucedió, como transición, el período de
incredulidad, al cual la nueva revelación viene a poner término. Era preciso demoler antes de
reconstruir, porque es más fácil hacer admitir ideas justas a aquellos que en nada creen, porque ven que les falta algo, que no a los que tienen una fe robusta en lo que es absurdo.
7. Por la localización del cielo y del infierno, las sectas cristianas han venido a admitir para
las almas sólo dos situaciones extremas: la perfecta dicha y el padecimiento absoluto. El purgatorio sólo es una posición intermedia momentánea, al salir de la cual pasan sin transición a la mansión de los bienaventurados. No podría ser de otro modo, según la creencia en la suerte definitiva de las almas después de la muerte. Si sólo hay dos mansiones, la de los elegidos y la de los réprobos, no se pueden admitir varios grados en una sin admitir la posibilidad de alcanzarlos, y por consiguiente, el progreso. Pues si hay progreso, no hay suerte definitiva y, si hay suerte definitiva, no hay progreso.
Jesús resuelve el problema cuando dice: “En la mansión de mi Padre hay muchas moradas.”
5. El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III.

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