lunes, 10 de octubre de 2011

EL HOMBRE DE BIEN

El verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de justicia, amor y caridad, en
su mayor pureza. Si interroga su conciencia sobre los actos practicados, se preguntará
si no transgredió esa ley, si no hizo mal, si realizó todo el bien que podía, si nadie tiene
algún motivo para quejarse de él, en fin, si hizo por los otros lo que desearía que
hiciesen por él. Poseído por el sentimiento de caridad y de amor al prójimo, hace el bien
por el bien mismo, sin esperar ninguna recompensa, y sacrifica siempre sus intereses en
favor de la justicia. Es bondadoso, humanitario y benevolente con todos, porque ve a los
hombres como hermanos, sin distinción de razas, ni de creencias. Si Dios le otorgó el
poder y la riqueza, las considera como un depósito que le compete utilizar para el bien.
No se envanece de ellas porque sabe que Dios, que fue quien se las dio, también puede
quitárselas. Si el orden social puso a otros hombres bajo su dependencia, los trata con
bondad y benevolencia, porque son sus iguales ante Dios. Utiliza la autoridad que posee
para elevar la moral de esos hombres, y no para oprimirlos con su orgullo. Es indulgente
con las flaquezas ajenas, porque sabe que también precisa de la indulgencia de los
otros, y tiene bien en cuenta aquellas palabras de Cristo: “El que de vosotros esté sin
pecado, que arroje la primera piedra”. No es vengativo. Siguiendo el ejemplo de Jesús,
perdona y olvida las ofensas, y sólo recuerda los beneficios, porque no ignora que, así
como haya perdonado, será perdonado a su vez. Respeta, en fin, en sus semejantes,
todos los derechos que las leyes de la Naturaleza les conceden, así como quiere que se
respeten en él esos mismos derechos. Allan Kardec: El Libro de los Espíritus: Pregunta
918. ¿Por qué signos se puede reconocer en un hombre el progreso real que debe elevar a su Espiritu en la jerarquía espírita?El Espíritismo prueba su elevación cuando todos los actos de su vida material ponen en prácticala ley de Dios y cuando comprenden por adelantado la vida espiritual.
El verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de justicia, amor y caridad en su mayor pureza Si interroga a su conciencia acerca de las acciones que ejecuta, se preguntará si no ha violado esa ley:si no hizo mal: si ha realizado todo el bien que pudo; si nadie tuvo que quejarse de el; en suma, si ha hecho a los demas cuanto hubiera querido que se hiciese con el:esta es la contestación del libro de los espiritus
En consonancia con las enseñanzas de la Doctrina Espírita, el Espíritu
demuestra su elevación, cuando todos los actos de su vida corporal evidencian la práctica
de la ley de Dios y cuando comprende anticipadamente la vida espiritual. Un Espíritu en
esas condiciones morales, cuando está encarnado, se convierte en el prototipo del hombre
de bien. Se puede decir, que el verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de
justicia, amor y caridad en su mayor pureza. Si interroga a su conciencia sobre los actos
practicados, se preguntará si no transgredió esa ley, si no hizo mal, si realizó todo el bien
que podía, si desaprovechó voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si nadie tiene algún
motivo para quejarse de él; en fin, si hizo por el otro todo lo que desearía que hiciesen por
él. Deposita su fe en Dios, en Su bondad, en Su justicia y en Su sabiduría. Sabe que sin
Su permiso nada sucede, y se somete a Su voluntad en todo.
Tiene fe en el porvenir, razón por la cual coloca los bienes espirituales por encima de los
bienes temporales.
Sabe que todas las vicisitudes de la vida, todos los dolores, todas las decepciones
son pruebas o expiaciones y las acepta sin quejarse.
Imbuido del sentimiento de caridad y de amor al prójimo, hace el bien por el bien mismo,
sin esperar ninguna recompensa; retribuye bien por mal, asume la defensa del débil contra
el fuerte, y sacrifica siempre sus intereses en favor la justicia.
Siente satisfacción por los beneficios que esparce, por los servicios que presta, por
hacer dichosos a los otros, por enjugar lágrimas, por los consuelos que brinda a los
afligidos. Su primer impulso es pensar en los otros antes que en sí mismo, y cuidar los
intereses de los otros antes que su propio interés. El egoísta, por el contrario, calcula los
provechos y las pérdidas que pueda obtener de toda acción generosa.
El hombre de bien es bondadoso, humanitario y benevolente con todos, porque ve a
los hombres como hermanos, sin distinción de razas ni de creencias.
Respeta las convicciones sinceras de los otros y no condena a los que no piensan
como él.
En todas las circunstancias toma como guía a la caridad, y está convencido de que
aquel que perjudica a alguien con palabras malévolas, que hiere con su orgullo o con su
desprecio la sensibilidad de otro, que no retrocede ante la idea de causar un sufrimiento,
una contrariedad, por mínima que sea, cuando puede evitarlo, falta al deber de amar al
prójimo y no merece la clemencia del Señor.
No alimenta odio, ni rencor, ni deseo de venganza. Siguiendo el ejemplo de Jesús,
perdona y olvida las ofensas y sólo recuerda los beneficios, porque no ignora que así como
haya perdonado, será perdonando a su vez.
Es indulgente con las flaquezas ajenas, porque sabe que él también necesita de la
indulgencia de los otros y tiene bien en cuenta las palabras de Cristo: “El que de vosotros
esté sin pecado que arroje la primera piedra”.
No se complace en buscar los defectos ajenos, y menos aun, en ponerlos en
evidencia. Si se ve obligado a hacerlo, procura siempre el bien que pueda atenuar el mal.
Estudia sus propias imperfecciones y trabaja incesantemente para combatirlas.
Emplea todos sus esfuerzos para poder decir al día siguiente que hizo algo mejor que lo
realizado en la víspera.
No procura darle valor a su inteligencia ni a su talento a expensas del menoscabo de
los otros, sino que por el contrario, aprovecha todas las ocasiones para resaltar lo que ellos
tengan de beneficioso.
No se envanece de su riqueza ni de sus ventajas personales porque sabe que todo lo
que se le ha concedido, pueden quitárselo.
Usa pero no abusa de los bienes que se le han otorgado, porque sabe que es un préstamo
del que tendrá que rendir cuentas, y que el empleo más perjudicial que pueda hacer del
mismo, es utilizarlo para satisfacer sus pasiones.
Si el orden social puso a otros hombres bajo su dependencia, los trata con bondad y
benevolencia, porque son sus iguales ante Dios. Utiliza la autoridad que posee para elevar
la moral de esos hombres y no para oprimirlos con su orgullo. Evita cuanto le es posible
tornar más penosa la posición de subordinados en la que se encuentran.
A su vez, el subordinado comprende los deberes que le competen en la posición que
ocupa y se empeña en cumplirlos a conciencia.
Finalmente, el hombre de bien respeta en sus semejantes todos los derechos que las
leyes de la Naturaleza les concede, así como quiere que se respeten en él esos mismos
derechos.
No quedan así enumeradas todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero,
aquel que se esfuerce por poseer las que acabamos de mencionar, se encuentra en el
camino apropiado que lo conducirá a todas las demás.
Sintetizando todas las cualidades del hombre de bien, encontramos en el Evangelio,
la figura del buen samaritano, verdadero paradigma que debería ser seguido por todos
aquellos que anhelan alcanzar la perfección moral. Para responder al doctor de la ley que
le pregunta quién es su prójimo, al cual debería amar como a sí mismo, el Maestro Divino
narró: Un hombre que descendía de Jerusalém a Jericó, cayó en manos de asaltantes, que
lo despojaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. Aconteció que descendió un
sacerdote por aquel camino, y viéndole, siguió de largo. De igual modo, un levita que
pasaba por aquel lugar lo vio, y tomando otro camino, siguió de largo. Mas un samaritano
que viajaba, al llegar al lugar donde yacía aquel hombre, al verlo, tuvo gran compasión, y
acercándose a él, le puso aceite y vino en las heridas y los vendó. Después, lo colocó
sobre su caballo, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y se
lo dio al posadero diciéndole: “cuida muy bien de este hombre, y todo lo que gastes de
más, yo te lo pagaré cuando regrese”.
¿Quién de los tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los
asaltantes? — El doctor respondió: “Aquel que tuvo misericordia de él”. Entonces Jesús le
dijo: “Vete y haz tú lo mismo”. (Lucas, 10: 25 a 37)
¿Cuál es la enseñanza que nos brindó el Maestro? Esa enseñanza es que, para
poseer la vida eterna no basta con que memoricemos los textos de la Sagrada Escritura.
Lo necesario, lo esencial para obtener ese objetivo, es que pongamos en práctica, es que
vivamos la ley de amor y de fraternidad que él nos reveló y ejemplificó.
Jesús nos enseña que ser prójimo de alguien consiste en asistirlo en sus
aflicciones, es socorrerlo en sus necesidades, sin indagar sobre su creencia o nacionalidad
Muestra aún el Maestro que todos nosotros estamos en condiciones de brindar amor al
prójimo, aunque no seamos bien considerados por la sociedad, ya que toma un
hombre despreciable a los ojos de los judíos ortodoxos, a quien se lo consideraba hereje.
Este hombre, es un samaritano, e ¡increíblemente, lo pone como modelo, como patrón de
aquellos que deseen penetrar en los tabernáculos eternos! Y es que aquel renegado sabía
realizar buenas obras, sabía amar a sus semejantes, y para Jesús, lo importante, lo que
vale, lo que pesa, son los buenos sentimientos, porque son ellos los que modelan las
ideas y dinamizan las acciones
Efectivamente, según especifica Kardec, toda la moral de Jesús se resume en la
caridad y en la humildad, esto es, en las dos virtudes contrarias al egoísmo y al orgullo.
Todas sus enseñanzas señalan a esas dos virtudes como las que conducen a la felicidad
eterna: Bienaventurados, dice, los pobres de espíritu, es decir, los humildes, porque de
ellos es el reino de los cielos; bienaventurados los que tienen puro el corazón;
bienaventurados los que son mansos y pacíficos; bienaventurados los que son
misericordiosos; amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos; haced por los otros lo
que quisierais que hagan por vosotros; amad a vuestros enemigos; perdonad las ofensas
si queréis ser perdonados; practicad el bien sin ostentación; juzgaos a vosotros mismos
antes de juzgar a los otros. Humildad y caridad, es lo que no cesa de recomendar y de lo
que Él mismo nos da ejemplo. Orgullo y egoísmo, es lo que no se cansa de combatir. Y no
se limita a recomendar la caridad, sino que la expone claramente y en términos explícitos
como condición absoluta de felicidad futura.
El hombre de bien, por lo tanto, es todo aquel que vivencia el sentimiento de caridad
en todos los actos de su existencia.
Aún, en ese contexto, es oportuno resaltar que las cualidades del hombre de bien son
las que todo espírita sincero debe buscar para sí mismo. Esto porque el Espiritismo no
establece ninguna nueva moral; simplemente facilita a los hombres la comprensión y la
práctica de la moral de Cristo, posibilitando que los que dudan o vacilan puedan adquirir
una fe inquebrantable y esclarecida.
Por eso Kardec afirma: Se reconoce al verdadero espírita por su transformación moral
y por los esfuerzos que realiza para dominar sus malas inclinaciones.
Finalmente, diremos, también con Kardec: Caridad y humildad, tal es la única senda de
salvación. Egoísmo y orgullo, tal es la de la perdición. Todos los deberes del
hombre se resumen en esta máxima: FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN.

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