jueves, 30 de agosto de 2012

LA EXISTENCIA DE DIOS

Toda doctrina tiene sus principios básicos, de los cuales derivan otros, que son
consecuencias naturales o lógicas de los primeros. Uno de los principios básicos de la
Doctrina Espírita es el de la existencia de Dios, como el Creador necesario de todo lo
que existe. Otro, evidentemente fundamental, es el de la existencia de los Espíritus,
como sus criaturas; y otro más es el de la naturaleza espiritual del alma humana, considerada
como Espíritu encarnado, que constituye la individualidad consciente, permanente e
imperecedera del hombre. Todo lo demás que los Espíritus revelaron – la pluralidad de
los mundos habitados, la encarnación y las reencarnaciones, con la consecuente pluralidad
de existencias corporales, la ley de causa y efecto, el principio de la necesidad de las
pruebas, como medio de progreso y de las muy dolorosas pero redentoras expiaciones
—, todo eso, que revela suprema sabiduría, que armoniza bondad con infalible justicia,
es consecuencia natural de aquellos principios básicos. Al frente de todos, no obstante,
resplandece luminoso el principio de la existencia del Eterno Creador.
Ya hicimos notar en la Guía Nº 01 del Programa II, el hecho tan significativo de
que Kardec haya comenzado «El Libro de los Espíritus» con un capítulo II, acerca de la
existencia de Dios, mostrando que ésta constituye el más importante principio de la
Doctrina Espírita, conforme veremos a continuación.
1 – Por ser Dios la causa primera de todas las cosas, el origen de todo lo que existe,
la base sobre la que reposa el edificio de la creación, es también el punto que interesa que
consideremos ante todo.
2 – Constituye un principio elemental, el de que por sus efectos se juzga una causa,
aún cuando ésta se mantenga oculta.
Si al surcar el aire, un pájaro es alcanzado por una mortífera perdigonada, se deduce
que un hábil tirador la ha disparado, a pesar que este último no sea visto, para saber que
existe. No siempre, pues, es necesario que veamos una cosa, para saber que existe. En
todo, observando los efectos se llega al conocimiento de las causas.
3 – Otro principio igualmente elemental y que de tan evidente pasó a ser
axioma, es el que todo efecto inteligente tiene que provenir de una causa
inteligente.
Si preguntasen cuál es el constructor de cierto mecanismo ingenioso, ¿qué
pensaríamos de quien respondiese que fue hecho por sí mismo? Cuando se contempla
una obra maestra del arte o de la industria, se dice que ha de haberla producido un
hombre de genio, porque sólo una gran inteligencia podría concebirla. Se reconoce, sin
embargo, que es obra de un hombre, porque se verifica que no está por encima de la
capacidad humana; pero a ninguno se le ocurrirá la idea de decir que salió del cerebro de
un idiota o de un ignorante, ni mucho menos que es el trabajo de un animal o producto
del acaso.
4 – En todas partes se reconoce la presencia del hombre por sus obras. La existencia
de los hombres antidiluvianos no fue probada únicamente por medio de los fósiles
humanos: también dio prueba de ella, con mucha certeza, la presencia en los terrenos de
aquella época, de objetos elaborados por los hombres. El fragmento de un recipiente,
una piedra tallada, un arma, un ladrillo, bastarán para atestiguar su presencia. Por lo
grosero o acabado de un trabajo se reconocerá el grado de inteligencia o de adelanto de
quienes lo han ejecutado. Si, pues, hallándoos en una región habitada exclusivamente por
salvajes, descubrierais una estatua digna de Fideos, no dudaríais en decir que por ser
incapaces de hacerlas los salvajes, es obra de una inteligencia superior a la de éstos.
5 - ¡Pues bien! Al dirigir una mirada a su alrededor, sobre las obras de la Naturaleza,
al notar la providencia, la sabiduría, la armonía que presiden esas obras, el observador
reconoce que no hay ninguna que no supere los limites de la más portentosa inteligencia
humana.
Ahora bien, como el hombre no las puede producir, son producto de una inteligencia
superior a la de la Humanidad, a menos que se sostenga que hay efectos sin causa.
Considera luego Kardec la opinión de los que oponen a ese razonamiento tan
lógico el que  las obras consideradas de la Naturaleza son producidas por fuerzas
materiales que actúan mecánicamente, en virtud de las leyes de atracción y repulsión,
 806) en cuyo imperio todo ocurre, sea en el reino inorgánico o en los reinos vegetal
y animal, con una regularidad mecánica que no causa la acción de ninguna inteligencia
libre.  El hombre – dicen esos opositores – mueve el brazo cuando quiere y como
quiere, pero aquél que lo moviera en el mismo sentido, desde el nacimiento hasta la
muerte sería un autómata. Ahora bien, las fuerzas mecánicas de la naturaleza son
puramente automáticas.
Todo eso es verdad – replicó Kardec – pero, esas fuerzas son efectos que deben
tener una causa  Son materiales y mecánicas; no son por sí mismas inteligentes,
también eso es verdad; pero son puestas en acción, distribuidas, apropiadas a las necesidades de cada cosa por una inteligencia  que no es la de los hombres. La aplicación útil de esas fuerzas es un efecto inteligente que denota una causa inteligente.
Dios no se muestra, pero se revela por sus obras.
El Espiritismo, por lo tanto, da al hombre una idea de Dios que, con la sublimidad
de la Revelación, está conforme con la más perfecta y justa racionalidad. Nos convence de la divina. Existencia sin necesidad de recurrir a otras pruebas que no sean las que provienen de la simple contemplación del Universo donde Dios se revela a través de obras admirables y de las leyes sabias, que constituyen un conjunto grandioso de tanta armonía y donde existe una perfecta adecuación de los medios a los fines, que se torna imposible no ver detrás de tan portentoso mecanismo, la acción de una Suprema Inteligencia. Por eso, a la pregunta del Codificador: «¿Qué es Dios?  los Espíritus
reveladores respondieron:
«Dios es la inteligencia suprema, causa primera de todas las cosas».
Así lo comprenden, en una innata intuición de Su existencia y de Su poder, todos
los que no se dejaron dominar totalmente por el terrible entorpecedor de la inteligencia y
del sentimiento humano que es el orgullo y así, reconocen en el armonioso mecanismo
que mantiene los movimientos universales, la existencia imprescindible de un primer
motor trascendente. «La mecánica celeste no se explica por sí misma – escribe León
Denis, - y la existencia de un motor inicial impone. La nebulosa primitiva, madre del Sol
y de los planetas, estaba animada por un movimiento giratorio. ¿Pero quien le imprimió
ese movimiento? Respondemos sin dudar: Dios.
Así como León Denis, ya entonces iluminado por la radiante luz del Espiritismo, lo
reconoció, lo hizo también Albert Einstein, con todo el rigor de su razonamiento lógico,
puramente matemático. Por mucho razonar en busca de la verdad, Einstein adquirió un
alto grado de intuición que lo llevó del mismo modo que a muchas otras cosas, al
reconocimiento de la existencia de Dios, como fuente necesaria de energia que da el
primer impulso a todo lo que se mueve en el Universo.
Mucho antes de Einstein, el no menos genial, Isaac Newton tuvo incluso que
reconocer la existencia necesaria de una causa trascendente y de un primer motor, para
explicar el movimiento de los planetas. A pesar de descubrir la gran ley de la gravitación
universal, que vendría aparentemente a resolver ese milenario problema, al final de su
libro» Principios Matemáticos de Filosofía Natural» se declara impotente para explicar
aquellos movimientos tan solo por las leyes de la Mecánica.
 En un transporte de entusiasmo, su noble Alma se exalta hacia Aquel que por
sí solo puede, con su poderosa mano, lanzar a los mundos sobre la tangente de sus
órbitas. Nunca la ciencia humana y el genio del hombre se elevaron más alto que en esa
página celebre, digno coronamiento de ese libro grandiosa Conforme con lo que
escribió en la « Revue du Bien» el profesor Bulliot, citado por León Denis en su libro «El
gran Enigma

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