martes, 10 de diciembre de 2013

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 3ª PARTE

APOSTOLADO DE JESÚS EN DAMASCO
Hermanos míos: Mi estancia en Jerusalén durante seis años consecutivos pone de manifiesto los preparativos de mi misión.
A los veintinueve años salí de Jerusalén para hacerme conocer en las
poblaciones circunvecinas. Mis primeras tentativas en Nazaret no fueron coronadas por un buen suceso. De ahí me dirigí a Damasco donde fui bien acogido. Me parecía necesaria una gran distancia de Jerusalén para desviar de mí la atención de los sacerdotes y de los agitadores de dicha ciudad. Los sacerdotes habían empezado ya a fijarse demasiado en mí; los segundos me conocían desde hacía mucho tiempo y yo tenía que evitar las persecuciones en esos momentos y abandonar toda participación en las turbulencias populares. En Damasco no tuve fastidios por parte de las autoridades gubernativas ni por parte de los elementos de discordia, que se infiltran a menudo en el seno de las masas, y tampoco por la indiferencia de mis oyentes. Felicitado y tenido por la
mayoría como un profeta, llevé ahí el recuerdo de un poco de bien esparcido en parte
con mis instrucciones generales y en parte con los consejos de aplicación personal
para las situaciones de mis consultantes. Abandoné esa ciudad a mitad del verano y
me dirigí hacia Tiro, otro centro de población.
Estudié antes que todo, la religión y las costumbres de los habitantes y pude
convencerme de que la religión pagana, profesada por el estado, hacía pocos devotos
verdaderos. Los hombres dedicados al comercio, no eran nada escrupulosos en
materia religiosa. Las mujeres, ignorantes y dominadas por el loco apego al cuerpo,
sumían su existencia en la triste y degradante esclavitud del lujo y de la degradación
moral. Los sacerdotes enseñaban la pluralidad de los dioses. Diversos sabios
predicaban sofismas, inculcando la existencia de una Divinidad superior que tenía
otras inferiores bajo su dependencia. Algunos discípulos de Pitágoras humillaban la
naturaleza humana en el porvenir condenándola a entrar en la envoltura de un animal
cualquiera. Algunos honraban a la Tierra como el único mundo y otros comprendían
la majestad del Universo poblado de mundos. Había quienes divagaban en el campo de las suposiciones y quienes enseñaban la moral basándola en la inmortalidad del alma, cuyo origen divino sostenían. Había hombres condenados fatalmente al embrutecimiento de la humanidad, haciendo predicciones y lanzando oráculos.
Había, en fin, hombres que adoraban al Sol como el rey de la naturaleza y el bienhechor de todo lo que existe.
Queriendo dar un desmentido a la mayor parte de estas creencias, tuve que limitarme en un principio, a la enseñanza de la adoración de un sólo Dios y del cumplimiento de los deberes fraternos. Mas, gracias a los protectores de que pude rodearme entre los interesados en sacudir el poder de los sacerdotes, pronto me encontré en muy buenas condiciones para enseñar la doctrina de la vida futura. Penetrado de la alta protección de Dios, mis palabras llevaban la fuerza de mi
convicción. Lejos de mi patria y pobre, era buscado por los hombres de buena voluntad, y
las mujeres, los niños y los viejos se disputaban el honor de servirme y de conversar
conmigo. Un día en que el calor había sido sofocante, me hallaba sentado, después de la
caída del Sol, delante de una casa en que había descansado. Densas nubes corrían
hacia el Oeste; se acercaba el huracán y la gente retardada pasaba apurándose para
llegar a sus casas. Como siempre, yo estaba rodeado de niños y de mujeres, y los
hombres, un poco más distantes esperaban que la lluvia, que caían ya algunas gotas,
me hiciera entrar en casa. La naturaleza en lucha con los elementos, presentó ante mi espíritu la siguiente observación:
«En todo se manifiesta la bondad de Dios y los hombres tendrán que comprender los deberes que les impone el título de Señores de la Tierra, que se dan aprovechando las lecciones que les proporciona el Señor del Universo».
«Penetraros, hermanos míos, de la tempestad que se levanta en vuestros corazones cuando las pasiones lo invaden, comparándole con los esfuerzos de la tempestad que  aquí se está preparando
los mismos fenómenos se ponen en  evidencia. La mano soberana de Dios es la dispensadora de los dones del aviso, así como el testimonio de los reproches».
«La tempestad muy pronto estallará. ¿Dónde están los pájaros del cielo y los
insectos de la tierra? Al cubierto de la tempestad, respecto a la cual la Divina
Providencia os ha prevenido».
«¡Ay de los imprudentes y de los orgullosos que han descuidado el aviso para
dormirse en la pereza y desafiar las leyes de la destrucción! Serán barridos lejos por
el soplo del huracán».
«La tempestad que surge en vuestros corazones, hermanos míos, se anuncia
con la necesidad de placeres ilícitos o degradantes para vuestros espíritus. ¿Dónde se
encuentran los hombres débiles o los hombres orgullosos después del desahogo de
sus pasiones? En el lugar maldito en que la tristeza del espíritu es una expiación de
sus locuras».
«La serenidad del cielo, hermanos míos, es la imagen de vuestras almas,
cuando se encuentran libres de las negras preocupaciones de la vida. El huracán
seguido de la dulce armonía de los elementos, es la del hombre vencedor de sus
pasiones»
«Hermanos míos, el huracán se estremece amenazador… ¡Pero bendigamos la
Divina Providencia! Los pájaros del cielo se encuentran al descubierto. Las pasiones
os solicitan, el huracán está cerca, la tempestad se prepara, mas vosotros estáis advertidos y saldréis victoriosos».
La voz de una jovencita contestó a mi voz: «Sé bendito tú, Jesús el profeta,
que demuestras la bondad de Dios y que derramas la dulzura y esperanza en nuestros corazones». La familiaridad de mis conversaciones permitía estas formas de admiración, al
mismo tiempo que favorecía a menudo, las preguntas que se me hacían con un fin
personal. Un instante después, el huracán se encontraba en todo su furor.
Me quedan recuerdos claros de mis emociones en medio de ese pueblo tan
diferente de los pueblos que visité después, y no hay ejemplo de los peligros que sólo
con habilidad evité ahí. En todas partes, el Mesías hijo de Dios, se anunciaba con palabras severas,
dirigiéndose a los ricos y poderosos; en todas partes el hijo de Dios, era insultado y
despreciado por los que él acusaba, pero ahí las precauciones y la paciencia de Jesús
le valieron el amor sin reticencias del pueblo y el apoyo de los grandes.
Toda la perspicacia de Jesús fue puesta en juego en esa ciudad famosa y de los
goces mundanos, en el centro de los placeres y del lujo más desenfrenado, en la parte
del mundo más ejercitada en las transacciones, los cambios, y demás minuciosos
detalles comerciales. Jamás Jesús desplegó tanta habilidad y se hizo de tantos amigos
como allí. Jamás el apóstol fue tan sentido como por esos paganos de Espíritu frívolo
y sumergidos en los hábitos de una existencia alegre y dulce.
El triste objetivo de Jesús, humanamente hablando, data tan sólo del día en
que abandonó los pueblos lejanos para dirigirse únicamente a la
poblaciones  hebreas siempre obstínadas en desmentirlo y calumniarlo. Pocos son los hombres que tienen el coraje de aceptar opiniones que choquen con las de los demás. La
mayoría de los hebreos creía que la autoridad del dogma descansaba sobre la autoridad de Dios y que predicar la majestad de Dios independientemente de las ataduras que le había proporcionado la ignorancia de los pueblos bárbaros, era
profanar el culto establecido, haciéndole experimentar modificaciones humanas, desaprobadas por Dios, autor del mismo culto. Después de la purificación de mi vida terrestre y del camino hecho en los honores espirituales, yo desciendo con alegría a la narración de esta vida cuando ya mis recuerdos se encuentran desembarazados de la ingratitud humana y participo en una forma más amplia de los males de la totalidad de los seres, cuando me reposo en la afección de algunos de ellos.
Alejemos pues hermanos míos, lo que me separa de los días que pasé en
medio de ese pueblo, alegremos aún el alma mía con la multitud que me rodeaba con
tan respetuosa ternura y no anticipemos los dolorosos acontecimientos que
empezaron a desarrollarse con mi salida de dicha ciudad.
En adelante me encontraréis en esa historia como apóstol, predicando el reino
de Dios, pastor que reúne su grey, maestro que catequiza a sus alumnos. En esa
ciudad en cambio yo era el amigo, el hermano, el profeta bendecido y consolador.
Tanto los ricos como los pobres, los ociosos como los trabajadores, venían hacia mí y me colmaban de amor. Quedémonos por un momento aún ahí, hermanos míos, y escuchad la dolorosa circunstancia de la muerte de una joven:
Yo no la he resucitado, pero hice brotar en el alma de los que lloraban, la fe en la resurrección y la esperanza de volverse a reunir. Consolé al padre y a la madre, haciéndoles comprender la locura de los que lloran por la vida humana frente a la suntuosidad de la vida espiritual. Inculqué en todos los que se encontraban presentes el pensamiento del significado de predilección por parte de Dios para con los espíritus que llama hacia sí en la infancia o en la adolescencia de esta penosa estación de nuestro destino. Mis amigos se demostraban ávidos de escuchar las demostraciones de la naturaleza humana y de la muerte, sobre todo de ésta, que dejaba en sus almas una impresión tan dolorosa que el demolerla rodeándola de una aureola de luz, era como arrojar una llama en medio de las más densas tinieblas y dar movimiento a un cadáver. Para las imaginaciones más ardientes y para los caracteres
movedizos, no conviene llamar la atención sobre un punto, sino cuando este punto toma proporciones enormes, debido a la actualidad de los acontecimientos. Elegía mis ejemplos en los hechos presentes y jamás mis discursos fueron preparados con anticipación para esos hombres, fáciles para conmoverse, pero difíciles para ser dominados con la atracción de una ciencia privada de la excitación de los sentidos. Al acercarse la muerte de esta muchacha, el padre vino a buscarme en medio
de la multitud y me arrastró hacia su casa. Ya el frío de la muerte invadía las extremidades y la naturaleza había abandonado toda lucha. La cara demacrada revelaba un mal profundo y los ojos no miraban… la vida se retiraba poco a poco. El silencio del cuarto mortuorio sólo era interrumpido por los gemidos, entre cuyo murmullo desolante se confundían los últimos suspiros de la jovencita. Me acerqué entonces a la muerta y pasándole la mano por la frente, la llamé tres veces con la voz
de un inspirado. En esta evocación no tomaba el menor lugar la idea de llamarle a la
vida. Los presentes no eran víctimas de una culpable maquinación, puesto que mis
actos no podían significar otra cosa a sus ojos sino esfuerzos para convencerlos de la
vida espiritual. Me di la vuelta enseguida hacia el padre con la alegría de un
Mensajero Divino: Tu hija no ha muerto, le dije. Ella os espera en la patria de los
espíritus y la tranquila esperanza de su alma irradia en el aspecto de esta cara cálida
aún por el contacto del alma. Ella ha experimentado en estos momentos el efecto de
las inexorables leyes de la naturaleza, mas la fuerza divina la ha reanimado y levanta
el velo que os ocultaba el horizonte para deciros:
«¡Oh padre mío, consuélate! La alegría me inunda, la luz me deslumbra, la
dulce paz me envuelve y Dios me sonríe».
«¡Padre mío! Los prados se adornan de flores, el esplendor del Sol las encorva
y marchita, pero el rocío las reanima y la noche les devuelve la frescura».
«¡Padre mío! Tu hija se marchitó por los soles de la Tierra, pero el rocío del Señor la transformó y la noche de la muerte te la devuelve brillante y fuerte».
«¡Padre mío! La misma alegría te será concedida si repites y practicas las enseñanzas de mi madre. Tú eres el pobre depositario de los días malos, yo en cambio soy la privilegiada del Señor, puesto que no merecía sufrir por más tiempo, siendo que la Providencia distribuye a cada uno las penas y las alegrías según sus méritos».
La infeliz madre estaba arrodillada en la parte más oscura del cuarto. Las personas de la familia la rodeaban y al aproximarme a ella se hicieron de lado. «¡Mujer, levántate!, le dije con autoridad. Tu hija está llena de vida y te llama.
No creas a estos sacerdotes que te hablan de separación y de esclavitud, de noches y de sombras. La luz se encuentra siempre dondequiera que esté la juventud pura y coronada de ternura filial».
«La libertad se encuentra en la muerte. Tu hija es libre, grande, feliz. Ella te seguirá de cerca en la vida para darte la fe y la esperanza. Dirá a tu corazón las palabras más apropiadas para darle calor, dará a conocer a tu alma la reunión y el dulce abrazo de las almas. Te hará conocer el verdadero Dios y caminarás guiado por la luz de la inmortalidad».
«Hombres que me escucháis, vosotros todos que deseáis la muerte en medio
de la adversidad y que olvidáis en medio de los placeres de los favores terrestres,
aproximaos a este cadáver, el espíritu que lo anima doblará su cabeza sobre las
vuestras y el consuelo, la fuerza y la esperanza descenderán hacia vosotros».
«Padre y madre, poned de manifiesto la felicidad de vuestra hija, elevando
preces al Dios de Jesús: Dios, Padre mío querido, manda a este padre y a esta madre
la prueba de tu poder y de tu amor».
Todas las miradas estaban fijas sobre la muerta, y la pobre madre se había
adelantado como para recibir una contestación de esos labios ya para siempre
cerrados… El último rayo de Sol que declinaba, se reflejaba sobre el lecho fúnebre y
las carnes descoloridas tomaban una apariencia de vida bajo ese rayo pasajero. El
rubio cabello ensortijado formaba un marco alrededor de la cara de la niña y el calor
de la atmósfera hacía parecer brillante y agitada esa cabellera en-rulada y húmeda
delante de la muerta. La penosa emoción de los presentes se había convertido en
éxtasis. Ellos pedían la vida real a la muerte aparente y la grandeza del espectáculo
calentaba sus imaginaciones desde ya tan febriles; mis palabras se convirtieron en
conductores de electricidad y el gentío que llenaba el aposento cayó de rodillas
gritando: ¡Milagro!
Habían visto a la muerta abrir los ojos y sonreírle a la madre. Le habían visto
agitarse los cabellos bajo el movimiento de la cabeza y la razón, sucumbiendo en su
lucha con la pasión de lo maravilloso. Esto agrandó mi personalidad en un momento,
con intensas manifestaciones de admiración.
El milagro de la resurrección momentánea de la joven quedó establecido con
la espontaneidad del entusiasmo, y el profeta, llevado en triunfo, creyó obedecer a
Dios no desmintiendo la fuente de sus próximos sucesos.
Pude desde ese día hablar con tanta autoridad, que los sacerdotes se resintieron al fin y tuve que decidirme a partir.
Empecemos a ocuparnos, hermanos míos, de la preparación de la primera
entrevista con Juan apodado El Solitario por sus contemporáneos y que los hombres
de la posteridad convirtieron en un bautizador. La apariencia de Juan era realmente
la de un bautizador, puesto que también me bautizó a mí en las aguas del Jordán,
según dicen los historiadores. Tengo que aclarar algunos hechos que han permanecido oscuros por el errorde los primeros corruptores de la verdad.
Juan, era hijo de Ana, hija de Zacarías y de Facega, hombre de la ciudad de
Jafa. Él era el «Gran Espíritu», el piadoso solitario, que era distinguido por el general
afecto, y los hombres tuvieron razón en hacer de él un Santo, porque esta palabra
resume para ellos toda la perfección. Predicaba el bautismo de la penitencia y la ablución de las almas en las aguas espirituales. Había llegado al ápice de la ciencia divina y sufría por la inferioridad de los hombres que lo rodeaban. No tenía nada de fanático y la severidad para consigo mismo lo pone a salvo de los reproches que podrían hacérsele por la severidad de sus discursos. La fe ardiente que lo devoraba, comunicaba a todas sus imágenes la apariencia de la realidad y permanecía aislado de los placeres del siglo, cuyas vergüenzas analizaba con pasión. La superabundancia
de la expresión, la hábil elección de las comparaciones, la fuerza de sus argumentos, colocaban a Juan a la cabeza de los oradores de entonces. Mas la desgraciada humanidad que lo rodeaba, lo llevaba a excesos de lenguaje, a terribles maldiciones, y fanatizaba cada vez más al hombre fuerte que comprendía la perfección del
sacrificio. Hombres del día, vosotros estáis deseosos de los honores de las masas, Juan lo estaba de los honores divinos. Vosotros ambicionáis las demostraciones efervescentes; oh, hombres afortunados y encargados por Dios para honrar las cualidades del espíritu y la virtud del corazón, él ambicionaba solamente las
demostraciones espirituales y el amor divino. Vosotros hacéis poco caso de la moralidad de los actos cuando la suntuosidad externa responde de vosotros ante los hombres; él despreciaba la opinión humana y no deseaba sino la aprobación divina.
Juan habitaba durante una parte del año en los sitios más agrestes y los pocos discípulos que lo acompañaban proveían sus necesidades. Frutas, raíces y leche componían el alimento de estos hombres y ropas de lana grosera los defendían de la humedad y de los rayos solares. Juan se dedicaba en la soledad a trabajos en comiables y los que lo seguían eran honrados con sus admirables conversaciones.
Él meditaba sobre la generosa ternura de las leyes de la naturaleza y deploraba la ceguera humana. Descendía de los ejercicios de apasionada devoción a la descripción de las alegrías temporales para los hombres sanos de espíritu y de corazón, y el cuadro de la felicidad doméstica era descrito por esos labios austeros con dulces palabras y delicadas imágenes. El piadoso cenobita coordinaba los
sentimientos humanos y gozaba con las evocaciones de su pensamiento, cuando se encontraba lejos de las masas.
El melodioso artista poetizaba entonces los sentimientos humanos y el amor divino le prestaba sus pinceles. Pero en el centro de las humanas pasiones, el fogoso atleta, el apóstol devoto de la causa de los principios religiosos, se mostraba irritado y desplegaba el esplendor de su genio para abatir el vicio y flagelar la impostura. En el desierto, Juan reposaba con Dios y se dejaba ver al hombre con sus íntimas
aspiraciones; en la ciudad él luchaba con el hombre y no tenía tiempo de conversar
con los espíritus de paz y mansedumbre. La principal virtud de Juan era la fuerza. Esta fuerza lo llevaba al desprecio de las grandezas y al olvido de los goces materiales. La fuerza lo guiaba en el estudio de los derechos de la criatura y en la meditación de los atributos de Dios. La fuerza le hacía considerar el abuso de los placer es como una locura y el sabio dominio sobre las pasiones, como una cosa sencilla. La fuerza se encontraba en él y la justicia salía de su alma. La elevada esperanza de las alegrías celestes, lo atraía hacia ideales contemplativos y la aspiración hacia lo infinito lo llenaba de deseos… Él no comprendía la debilidad y las atracciones mundanas. Hacía de la grandeza de Dios la delicia de su espíritu, y la Tierra le parecía un lugar de destierro en el que él tenía el cuidado de las almas.
«Otro vendrá después que yo, decía, que lanzará la maldición y la reprobación sobre vuestras cabezas; oh judíos endurecidos en el pecado, oh paganos feroces e
impuros, niños atacados de lepra antes de nacer… y vosotros, grandes de la Tierra
¡Temblad! La Justicia de Dios está próxima».
El fraude y las depravaciones de las costumbres, Juan los atacaba con frenesí,
y la marcha de los acontecimientos demostró, que él no respetaba a las cabezas
coronadas más que a los hombres de condición inferior.
La centella de su voz potente iba a buscar la indignidad en el palacio y
revelaba el delito fastuosamente rodeado. Las plagas de la ignorancia, las orgías de la
pobreza lo encontraban con una compasión agria, que se manifestaba con la
abundancia de la palabra y con la dureza de la expresión.
Juan pedía el bautismo de fuego de la penitencia y quería el estigma de la
expiación. Predicaba, es cierto, el consuelo de la fe, mas era inexorable con el
pecador que moría sin haber humillado sus últimos días en las cenizas de sus
pecados. Él permanecía una parte del año en la ciudad y la otra en el desierto. He
dado ya a conocer la diferencia de humor que se manifestaba por efecto de estos
cambios. Me queda que describir las abluciones y las inmersiones generales en el
Jordán. Los judíos elegían para dichas abluciones parciales y para las inmersiones
totales un río o un canal, y las leyes de la higiene se asociaban en ello con las de la
religión. El Jordán, en la estación de los calores, veía correr hacia sus riberas multitudes innumerables, y Juan bajaba de su desierto para hacer escuchar de esas gentes sus discursos graves y ungidos.
Su palabra tenía entonces ese carácter de dulzura que él adquiría siempre en la soledad, y su reputación aumentaba el apuro de las poblaciones circunvecinas por practicar las inmersiones del Jordán.
Juan recomendaba el deber de la penitencia y del cambio de conducta después de la observancia de la antigua costumbre, y establecía que la penitencia debía ser una renovación del bautismo.
A menudo les gritaba: «De vuestro lavaje corporal deducid vuestro lavaje espiritual y sumergid vuestras almas en el agua de la fuente sagrada. El cuerpo es infinitamente menos precioso que el espíritu y sin embargo, vosotros nada descuidáis para cuidarlo y embellecerlo, mientras abandonáis el espíritu en la inmundicia de las manchas del mal, de la perdición y de la muerte».
«De la pureza de vuestro corazón, de la blancura de vuestra alma, haced mayor caso y cerrad los oídos  los vanos honores del mundo».
«Resucitad vuestro espíritu mediante la purificación, al mismo tiempo que conserváis vuestro cuerpo sano y robusto con los cuidados higiénicos».
Juan hablará él mismo en el cuarto capítulo de este libro y describirá nuestra primera entrevista, que tuvo lugar en Bethabara.

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