lunes, 30 de diciembre de 2013

LA VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 4ª PARTE

EL MAESTRO SE OCUPA DE SU MESIANISMO
Hermanos míos, el título de hijo de Dios elevaba mi misión, purificando mi personalidad humana en el presente y aseguraba mi doctrina para el porvenir. Con este título de hijo de Dios, yo renunciaba a todos los honores, a todas las ambiciones de la Tierra y mi espíritu debía resultar victorioso en sus luchas con la naturaleza carnal. El título de hijo de Dios, habría de convertirse en un medio de prestigio para dominar a las masas, mientras podría después explicarlo oportunamente a los hombres más iluminados. Dicho prestigio me proporcionaría la posibilidad de llevar a cabo mi fundación y asegurarla. Me preocupaba sobre todo la posteridad, y su consentimiento parecía depender de la fe que yo llegara a inspirar, considerándose mi luz como un reflejo de la luz celeste. Con todo, la soledad suscitaba, a veces, dudas y temores en mi espíritu y yo me preguntaba entonces si consistiría realmente en todo ello el objetivo de mi vida. ¿Espíritus perversos me habrían tal vez empujado por un falso camino? ¿Sería fructífero el sacrificio de mi tranquilidad y mis alegrías humanas? ¿O mi poder de hijo de Dios se vendría miserablemente al suelo? ¡Indecisiones fatales, vosotras ponéis bien de manifiesto la debilidad del espíritu cuando se encuentra envuelto en la naturaleza corporal! Jerusalén me parecía lugar poco favorable para implantar mi doctrina. Pero antes de dejarla yo quería medir mis fuerzas e intentar mis medios de acción sobre la multitud; me presenté pues en el Templo rodeado de mis más fieles secuaces. Era costumbre que todo hombre de alguna fama, tomara ahí la palabra, cosa que yo había hecho muchas veces. Mas debo confesar que la elocuencia sagrada me era difícil y que en todos mis discursos, mi debilidad se hacía evidente por la lucha que se establecía entre mi naturaleza física y el deseo vehemente de manifestar mi pensamiento. Las miradas que se fijaban en mí muy de cerca y las interrupciones frecuentes eran suficientes para turbar mis sentidos y desviar mi memoria. Me veía entonces lanzado en cierto desorden de ideas y desarrollaba teorías ajenas al tema que primitivamente me había propuesto. Si bien vencí más tarde esta dificultad, es digno de notarse que la presión de la actualidad dominaba siempre en mí. Mas en ese día debía cuidarme mucho de las apariencias, del efecto que debía producir delante de personas dispuestas a hacerme daño y delante de otras prontas a creerme, a seguirme y a defenderme. Tomé como tema de mi conferencia el siguiente: «La Majestad Divina en permanente emanación con sus obras», y me constituí en el negador de la eterna venganza de mi Padre amado. El terror de la gente, que hasta entonces me había tenido por un extravagante, cuyas máximas no podían inspirar aprensiones, llegó al colmo. La mayor parte de los oyentes, pendía de mis labios cuando desarrollé la idea de la correlación de los espíritus de Dios en la habitación pasajera del hombre. Hablando respecto de mi filiación divina, con la ciencia de los honores de Dios hacia la criatura, vine a colocarme a la cabeza de los reformadores de todos los tiempos y como el precursor de un porvenir de paz y de luz. En esa filiación a favor de uno sólo, se encerraba en promesas para la humanidad entera, por cuanto si bien yo me hacía el honor de dicha filiación, añadía que todos los hombres adquirían el mismo honor. Después, llegando al último juicio, yo dije: «Dios vendrá sobre una nube acompañado por su hijo y dirá a los justos: Aproximaos a mí y dirá a los réprobos: Alejaos de mí, permaneced en el infierno hasta la purificación de vuestras vidas». Era la primera vez que alguien se atrevía a admitir la purificación en el infierno y la extrañeza de mis oyentes provocó repetidas objeciones, a las que yo contestaba desarrollando mis doctrinas. Mi presencia al lado de Dios fue interpretada como una explosión imaginativa, lo cual acepté. La predicación en ese tiempo, hermanos míos, no imponía esa atención muda y respetuosa como actualmente. La mala fe del orador se denunciaba por su indecisión al contestar a las objeciones de los oyentes, y la paciencia de estos en escuchar las demostraciones sabias y religiosas era una prueba del trabajo de sus espíritus que buscaban comprender los preceptos y la moral que resulta de ellos. La mayor parte de los hombres que estaban presentes a las manifestaciones de mi pensamiento en ese día, opinaron que era yo una persona muy excéntrica y que mis palabras encerraban al anuncio de una misión divina. Mas una minoría de mis oyentes interpretó mis propósitos como un atentado al culto que se debía a Dios, y clasificó de rebelión mi resolución de quebrantar las antiguas creencias. Salí del Templo aclamado por la muchedumbre, mas no se me ocultaron las miradas de odio y las amenazas de los que se habían declarado mis enemigos. Al volver a entrar fui aclamado frenéticamente, quedando en ese momento equilibrado por mis fieles, el poder de los sacerdotes. Creo que si mis perseguidores hubiesen demostrado entonces sus intenciones y hubiesen puesto en práctica la primera parte de su programa, mi personalidad se hubiera colocado enseguida a una altura inaccesible para los asaltos y para las falsas interpretaciones de los que querían oscurecer mi fama, ya sea intentando divinizar una criatura, ya sea combatiendo groseramente el doble sentido con la injuria, o sosteniendo la impiedad al negar el carácter divino de mi mensaje. Me separé de esa muchedumbre que tal vez me hubiera mareado, pero repito que si hubiera permanecido por más tiempo en Jerusalén, habría persistido el entusiasmo de mis aliados y la impotencia de mis enemigos. La misma forma de muerte habría terminado mi vida, en la misma época, pero ¡Cuántos trabajos se hubieran logrado, cuántos discípulos inteligentes reunidos, cuánta resonancia y qué resultados conseguidos! Hermanos míos, ¡pidamos a Dios el advenimiento de esa religión universal tan esperada, que hará resplandecer a Dios y a su providencia, a Dios y su amor! La naturaleza humana es viciosa porque el hombre nace de la lubricidad. Mas pasando por las pruebas de la carne, el hombre se desliga de esta naturaleza por la fuerza de su voluntad, y hallándose el sentimiento humano replegado bajo el sentimiento religioso, el espíritu adquiere el desarrollo que lo aproxima hacia la pura esencia de Dios. Trabajad en este desarrollo, hermanos míos, la sublime religión de Dios os lo recomienda. Yo soy el ángel de vida y digo: «La vida es eterna, los sufrimientos sólo duran pocos días; sufrid pues con coraje, la sublime religión de Dios os lo recomienda». Yo soy el espíritu de luz y digo: «La alegría inundará a los que habrán caminado en la luz». Hermanos míos, la sublime religión de Dios os ordena demostrar vuestra fe, aspirando el aire de la libertad de vuestra alma; adornad vuestro espíritu, buscando el sendero de la verdadera felicidad, humillad vuestro cuerpo, cansándolo con el ejercicio de la caridad, privándolo de los honores fastuosos y de los goces groseros, elevándolo por encima de los instintos de la naturaleza animal en lo que ésta tiene de más feroz y asqueroso. Pedid a la luz la verdad del porvenir por encima de las mentiras y locuras de la Tierra. Pedid y recibiréis, hermanos míos, por cuanto yo soy el espíritu de luz y os amo. ¡Purificad vuestra naturaleza carnal, oh vosotros que queréis entrar en relación con los espíritus puros; pedid la luz a la ciencia de Dios, oh vosotros que deseáis vivir y morir en la paz y en el amor! Me fui de Jerusalén a Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del lago Tiberiades y casi completamente habitada por pescadores, mercaderes y empleados de gobierno. Cafarnaúm me pareció totalmente adaptada para mis miras de proselitismo, que desde el primer momento hice de ella el centro de mi acción y de la esperanza de mi vida de apóstol. Los pescadores de Cafarnaúm me eran simpáticos por su alegría franca y honrada. Los mercaderes me parecían restos de pueblos diversos, arrojados ahí casi por un capricho de la suerte, y los oficiales del gobierno me producían el efecto de testigos, felizmente colocados ahí para la protección de un hombre, cuyos discursos no irían más allá de lo permitido por el Estado. La mediocre fortuna de los más ricos de Cafarnaúm, me aseguraba un tranquilo ascendiente tanto sobre las clases pobres como sobre las más favorecidas. Las costumbres sencillas y las limitadas ambiciones, favorecían el ensanchamiento del círculo de mis oyentes y mi poder como hijo de Dios, se establecería en los corazones de los fieles depositarios de mi palabra con mayor tenacidad que en ninguna otra parte. La benévola acogida que se me dispensó en Cafarnaúm tenía sus motivos en las recomendaciones de mis amigos de Jerusalén. Mis primeros protectores fueron aquí también mis primeros discípulos, y mis tareas fueron de lo más fácil en un principio. Hagamos por merecer, queridos hermanos, con esfuerzos elevados y con el tierno reconocimiento de nuestros corazones, que Dios nos allane los senderos que nos tiene abiertos delante de nuestro espíritu, para llevarlo al apogeo de la ciencia y de la prudencia, pero jamás digamos que la Providencia nos lleva; no afirmemos que nuestros pasos están señalados y que tal espíritu está guiado por tal espíritu. No, la Justicia de Dios es más grande y todos los hombres tienen derecho a su misericordia. ¿Qué género de alianza con los espíritus de Dios queréis hermanos míos, que engendre vuestras alegrías si vosotros no lo merecéis con el ardor y la perseverancia de vuestras resoluciones? ¿Qué manifestaciones podríais esperar de Dios si entre vosotros no reinara la concordia y la justicia? ¿De cuántos errores, en cambio, y de cuántas mentiras no seríais vosotros el juguete, si con vuestra vergonzosa vida facilitarais la alianza de vuestro espíritu, con los espíritus embusteros de la humanidad, muertos en la vergüenza? Desligaos del error, desligaos de los amores corrompidos y la verdad os descubrirá sus tesoros y el amor divino manifestará su calor a vuestra alma. Haced los preparativos de vuestra elevación, adornad la casa en que aguardáis al espíritu de Dios para que ella sea digna de él. Arrojad de lado las cosas malsanas y lavad las llagas dejadas por ellas para que el espíritu del Señor no se sienta rechazado y se aleje. Limpiad la cabeza, limpiad el corazón, limpiad el espíritu, limpiad la conciencia y facilitad la entrada en la habitación con tiernas llamadas, con firmes promesas y con ardientes deseos. ¡Ah, hermanos míos! ¡Cuánto se equivocan los que creen que el camino de los acontecimientos está sometido a la fatalidad y que dicha fatalidad, cuyos golpes retumban en el corazón del hombre, golpea ciegamente, proclamando a la criatura la ausencia de un Ser Inteligente! Una vez más: no. La justicia de Dios existe, y para todos, la fatalidad no es otra cosa que el castigo merecido. La fatalidad os respeta cuando os encontráis bajo la protección de un espíritu de Dios, mas esta protección no se adquiere sin sacrificios y los sacrificios son expiaciones. La supremacía del mando, la servidumbre, la riqueza, la esclavitud, son expiaciones. La virtud en los reyes es poco común, el coraje de los esclavos es poco común, el vigor del espíritu en los deprimidos es poco común, la liberalidad en los ricos es poco común. Mientras tanto todos se liberarían de la fatalidad mediante la virtud, el coraje, la energía del espíritu y la liberalidad. Todos progresarían en el sendero del propio mejoramiento si estuvieran convencidos de la justicia de Dios y de las promesas de vida eterna. La justicia de Dios a todos nos protege con el mismo apoyo y nos carga con igual fardo. Ella nos promete la misma recompensa y nos humilla del mismo modo, nos alumbra con la misma antorcha y nos abandona con el mismo rigor. No preludiemos nuestra decadencia intelectual con la aceleración de nuestros principios religiosos, alimentemos en cambio nuestro espíritu, con el cuadro colocado constantemente en la luz ante nosotros, de la infalibilidad de la Justicia Divina. Pidamos la protección de los espíritus de Dios, mas no nos imaginemos que ellos han de proteger a los unos más que a los otros sin la purificación del alma protegida. Yo me había alejado de mi objetivo al alejarme de Jerusalén, pero remedié en parte mi error estableciéndome en Cafarnaúm. Pero los espíritus de Dios no me habían guiado en estas circunstancias, por cuanto la parte intelectual de mi obra me pertenecía completamente. El objetivo de mi vida debía honrarme o llenarme de arrepentimiento, y los espíritus de Dios se apartarían de mí si mis alegrías humanas ofendieran su pureza. Espíritus de desorden me inspiraban penosas indecisiones, espíritus de tinieblas agitaban mi mente con dudas sobre mi destino, espíritus de orgullo hacían resplandecer ante mis ojos la pompa de las fiestas mundanas y el placer de los amores carnales. Perdido en medio de una turbación indecible, levantaba los ojos al cielo con mirada escudriñadora, y más firme después de la plegaria, luchaba con coraje. Bien lo saben los que dicen: «Jesús fue transportado sobre una montaña y el demonio le mostró los reinos de la Tierra para tentarlo». Hermanos míos, el demonio, figura alegórica del espíritu del mal, se encuentra dondequiera que haya espíritus encarnados en la materia, y yo me encontraba entregado a las olas de ese mar que se llama Vida Humana. La ley de perdición, la ley de conservación, los goces materiales, los goces espirituales, se disputan el espíritu del hombre y la victoria corona al espíritu que ha sabido luchar hasta su completa purificación. Yo reprimía los instintos de la naturaleza carnal, tomando fuerzas en el eterno principio del poder de la voluntad, pues la luz de mi espíritu sólo me iluminaba durante el reposo que sigue a la lucha, durante la calma que viene después de la tempestad. Debido a mi fuerza de voluntad yo era dueño de las pasiones funestas para el progreso del ser, y durante el descanso de mis fuerzas parecía que la memoria espiritual renaciera en mí; consideraba entonces la habitación temporaria del cuerpo como una estrecha cárcel para el espíritu y el aire de la libertad anímica entraba en mi pecho en celestes aspiraciones. La facilidad que yo tenía para descubrir las debilidades de los hombres, los colocaba bajo mi dependencia. Mis palabras adquirirían el alcance de revelaciones, cuando las llagas venían a quedar al descubierto, y la apariencia de predicciones, cuando la indignación desbordaba de mi pecho. Mis esfuerzos en el curar se dirigían también al cuerpo, cuyos sufrimientos me era dado apreciar por algunos estudios adquiridos al respecto. Por lo que respecta a mis medios de cura, consentí en admitir, hermanos míos, que su virtud era puramente humana, y dejad que mis milagros duerman en paz. Estos han arrojado sobre mí esa oscuridad de la que ahora vengo a librarme. El centurión de Cafarnaúm es un personaje tomado de entre los que me debieron la salud y la tranquilidad. A todo lo que se ha dicho referente a este hecho, yo le opongo un desmentido formal, por cuanto esas palabras no podían ser favorables a la creencia en mi divinidad, mientras que nadie en mi vida carnal me tomó por un Dios, porque las multitudes eran mantenidas por mí en la adoración de un solo Dios, Señor y dispensador de la vida, porque mi título de hijo de Dios no implicaba la transgresión del principio sobre el que descansa la personalidad divina, porque la eterna ley de los mundos coloca la muerte corporal en el abismo del olvido, mientras el pensamiento sigue al espíritu en el campo de la inmortalidad, porque la muerte es el término prescrito por la voluntad divina, que no puede desmentirse, porque la resurrección se debe entender tan sólo en el sentido de la liberación del espíritu; porque la resurrección del cuerpo sería un paso hacia atrás mientras el Espíritu camina siempre hacia adelante. La resurrección, hermanos míos, jamás tiene lugar; la muerte nunca devuelve su presa. La muerte, emblema de la petrificación, es el aniquilamiento de la forma material. El espíritu que ha abandonado dicha materia no se preocupa más de ella y sólo la vida que se abre delante de él lo cautiva y lo arrastra. Jesús no ha podido resucitar a nadie. Tampoco es Jesús quien curó con la imposición de sus manos y con sus palabras. Él oró, pidió la liberación de los enfermos y consoló a los pobres, hizo nacer alegrías en el corazón de los afligidos, y esperanzas en el alma de los pecadores. La tierna melancolía de sus conversaciones atraía a su derredor a los melancólicos y a veces su dulce alegría despejaba los más siniestros semblantes. Los pobres eran sus asiduos compañeros y las mujeres de mala vida corrían hacia él para buscar en sus palabras el olvido, la fuerza, la compasión y el alentamiento. El temerario ardimiento del justo no arrastró jamás a Jesús hacia el desprecio, y encima de la vergüenza, él tendía con premura el velo radiante de la purificación. Mi Padre decía: «conoce nuestra debilidad. Él nos espera y nos llama con cariñoso empeño. Corramos a arrojarnos en sus brazos y los más grandes delitos serán perdonados». «Mi padre es también el vuestro; mi habitación será igualmente la vuestra. Dejad pues a vuestros muertos y venid a habitar con los vivos». Con las palabras vuestros muertos yo quería indicar los excesos y los proyectos insensatos, las desilusiones y las manchas de la vida, los goces desordenados, los infortunios fatales para la prosperidad material y las malas influencias del amor, del odio, del remordimiento y del terror, del pecado y del temor del castigo. Las alegrías inocentes devolvían la sonrisa a mis labios y los niños eran siempre por mí bien recibidos. «DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN HACIA MÍ», decía, y tomaba sus manos entre las mías y los colmaba de caricias. Los odios y las discusiones se calmaban por la virtud de mi ascendiente. Todas las rivalidades desaparecían del círculo que yo había formado, y la tierna simpatía de las mujeres echaba sobre mi vida la sombra protectora de las madres, por los cuidados que eran inherentes a mi persona. Yo descansaba en una lancha pescadora durante la noche de las fatigas del día, escuchando las alegres conversaciones de mis amigos. Los deberes del apostolado, las enseñanzas del pastor, dejaban lugar, durante esas horas de reposo, a expansiones llenas de atractivos, de confidencias y de afectos. Los hijos me entretenían con las alegrías y tristezas propias de su edad, y los padres me interrogaban respecto a las aptitudes de cada uno y de la posición que les convenía. ¡Qué noches deliciosas nos proporcionaban el esplendor de la bóveda celeste, la transparencia del agua, el ansia de los corazones, la sencillez de las almas, las plegarias al Creador y la felicidad resplandeciente en medio de la mediocridad y del trabajo! Hermanos míos, yo bebo en estos momentos en mis recuerdos y quisiera reproduciros la emoción de mis fieles cuando, de pie sobre una tabla colocada al través de la lancha, yo les explicaba las grandes verdades del porvenir. Así se terminaba con los festejos luminosos del espíritu, las cálidas fiestas del corazón, y no dejaba a mis amigos sino rodeado y bendecido por ellos. Mi hospedaje era en la casa de Barjonne, padre de Cephas y de Simón, el primero llamado más tarde Pedro, el segundo llamado por los hombres Andrés; los tres eran pescadores. Las prerrogativas de Cephas tienen su origen en el cariño extraordinario que me demostró desde los primeros días. El carácter sombrío del hermano no dio lugar a la misma confidente expansión. Pocas caras me han quedado tan profundamente grabadas como la de Cephas. Veo aún la expresión de esa cara llena de franqueza y de cierta finura. Sus ojos eran azules y lanzaban relámpagos de inteligencia por encima de unos carrillos frescos y sonrosados y sus labios gruesos sonreían a menudo con el descuido ingenuo de un alegre hijo de la naturaleza. La cabeza de Cephas era grande, sus cabellos abundantes y de color dorado, anchas espaldas y elevada estatura. Sus movimientos, más bien lentos, anunciaban la reflexión. Aun en medio de los trabajos más activos, su fisonomía reflejaba con fidelidad las emociones del alma. Cuando pensé en atraerme su cariño, me detuvo con estas palabras: «Puesto que la oración es eficaz cuando sale de tus labios, Señor, ordena a los vientos que me sean favorables durante la noche. Llenad mis redes, y yo creeré en el poder de tu palabra». «La oración, le contesté, honra a quien la eleva; pronuncia tú mismo, amigo mío, la fórmula de tus deseos y Dios te oirá si esos deseos son la expresión de la sabiduría y de las necesidades de tu vida». Mi pobre Cephas no estaba acostumbrado a la elevación del corazón mediante la plegaria y hasta mi llegada poco se preocupaba de las cosas de la vida futura. La oración le fue dictada por mí y al día siguiente, a media mañana fui a informarme del resultado. Encontré a los pescadores muy ocupados, encontrándose ya en el séptimo mercado de pescados, tomados durante la noche. Se me festejó y Cephas se puso de rodillas diciendo: «¡Señor! ¡Señor! Tú eres seguramente aquel que Dios ha enviado para hacerme paciente en las adversidades y alegre en la abundancia». Levanté a Cephas y le dije: «Solamente Dios es grande, solamente Dios merece tus transportes de reconocimiento y de amor. Tan sólo Dios, fuerte y poderoso, distribuye la abundancia y las bendiciones entre los que dirigen sus oraciones». Me retiré dejando a los pescadores en libertad de entregarse a sus faenas. No faltó quien, exagerando el alcance de este hecho, favoreció la creencia en los milagros. La religión pura y sencilla de Jesús no existe más. Con rumbosidad delirante, honores tontos y frías reliquias, cayó esta religión al nivel de las más burdas fábulas. Las elevadas verdades enseñadas por Jesús, han sido sustituidas por fantasías, y los fanáticos partidarios de mi Divinidad han arrastrado mi nombre entre el lodo y la sangre, en los abominables espectáculos de la Inquisición y sobre los campos de batalla. ¡Pobres mártires! ¡Y vosotros, intrépidos luchadores de la razón, marchad a través de los mundos, corred en busca de la verdad eterna, ascended por encima de las sofocantes humanidades y derramad luz sobre ellas! Tus esfuerzos y tu patrocinio sirvieron para la emancipación de algunos hombres, ¡oh joven e intrépido atleta de las arenas de la inteligencia! Y tú en cambio… ¡Mueres pobre, cansado, deseoso de vivir aún, para dar término a la página empezada! La página empezada se terminará en otra parte y tú te verás libertado de este cuerpo de fango, alejado de estos estertores de muerte, desilusionado de las sombras, empujado hacia la luz infinita, saciado de amor y de libertad. Firme campeón de una nueva idea, tú vas a expiar tu delito… La muerte está ahí; la muerte en medio de una muchedumbre gritona y estúpida… Mas, te sostendrán los ángeles en tu hora suprema y ascenderás hacia la eterna luz. Desciende, hermano mío, los últimos peldaños de la vida humana, ellos te llevarán hacia el vestíbulo de la eternidad. La tumba abrirá para ti los esplendores del día y te serán reveladas las armonías del poder creador. La vejez de tu cuerpo es pesada, mas el alma joven está por salir de esa tumba y te será dada, hermano mío, la revelación sublime de lo que has presentido. Habla a tus hermanos, sé aún útil a la humanidad. Estudia, pide a Dios la llave que abre la mansión fastuosa de su pura luz, penetra hacia la bóveda de los esplendorosos astros y vuelve a la Tierra para darle la prueba de tus nuevos descubrimientos. A todos vosotros, hombres pensadores, y hombres de acción, a vosotros, amigos míos, os corresponde la admiración de los espíritus que os han precedido. A vosotros os corresponde la fuerza, el poder y la perseverancia en la palabra y en los pensamientos de regeneración. En la manifestación de la verdad, hermanos míos, hay que manifestarse en contra de los excesos de la indignación, hacia los que pueden empujarnos el recuerdo del pasado, y conviene mostrarse fuertes en presencia del presente para fundar el porvenir. Yo dirijo a todos palabras de perdón y de consuelo. Deponed las armas y amaos los unos a los otros. Un solo lazo existe para enlazar a la humanidad entera: él es el amor. No hay más que una puerta de salida de la degradación: el arrepentimiento, y si en la hora postrera el arrepentimiento hace inclinar la cabeza del culpable, la justicia de Dios, impregnada de su misericordia, se inclina sobre esa cabeza. La expiación de las culpas es inevitable, mas el arrepentimiento del pecador quita a la expiación su carácter ignominioso del castigo y la desesperación de la vergüenza. Hermanos míos, os doy la palabra de paz, os doy la promesa de vida y os bendigo.

No hay comentarios: