viernes, 17 de enero de 2014

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO 5º PARTE

LOS PRIMEROS APÓSTOLES DE JESÚS
Os he dado ya, hermanos míos, una idea sobre mi cometido como Mesías y de mi poder como hijo de Dios.
Vosotros comprendéis ahora mi misión, que no ha terminado, y mi carácter de hijo de Dios, que distinguirá a todos los que se alimentarán de la gracia y se aproximarán a la llama divina, a todos los que acreditarán bellas doctrinas y practicarán el eterno mandamiento del amor, a los que desempeñarán misiones de
espíritus inteligentes en medio de espíritus inferiores y turbulentos, a los que harán la luz en medio de las tinieblas y harán crecer el grano entre el polvo, a los que se habrán emancipado de la dependencia odiosa de las pasiones para elevarse en la atmósfera pura de la espiritualidad.
El título de hijo de Dios les pertenece a los espíritus de pacientes investigaciones y de abnegación personal. El título de hijo de Dios les pertenece a los espíritus de penetrante ardor, de dulce humanidad, de emanaciones benéficas y de fuerzas fecundas, de empujes espontáneos hacia los sacrificios por el bien y de perseverante energía en la persecución de los trabajos emprendidos.
Todos nosotros somos hijos del mismo Padre. Las esperanzas del alma, los alicientes del espíritu, los vicios de la naturaleza carnal nos son comunes, y el poder divino nos llama hacia la perfección con el supremo honor de nuestro libre albedrío.
Pongamos de manifiesto nuestros recursos, permanezcamos firmes en la lucha, y pidamos a Dios la protección de sus mejores espíritus; mas no contemos con esta protección mientras no nos enmendemos de nuestros hábitos fatales y mediante nuestros esfuerzos, puestos en evidencia como un llamamiento y como promesa de purificación.
Elevemos nuestras plegarias con fe y sencillez. Obremos con humildad y justicia. Destruyamos los malos gérmenes y volvamos a emprender la marcha por otros senderos. Busquemos la ley de Dios en el fondo de nuestros corazones, y elevémonos por encima de las costumbres de un mundo corrompido, por las desviaciones que hace de esta ley santa. Dirijamos las miradas de nuestro espíritu en el libro de las manifestaciones gloriosas y gocemos del amor de los ángeles, colmando de amor a los que nos desconocen.
Definamos la religión de manera que no quede lugar a equívocos, y declaremos con energía que las guerras, los odios, las venganzas y todas las horribles carnicerías, cualesquiera que sean las víctimas, son sin excepción impías, sacrílegas y merecedoras del castigo del Creador.
Los grandes espíritus han experimentado disgustos ante las alegrías humanas
en virtud de las alegrías de la gracia. Mas estos espíritus también han tenido que dar sus primeros pasos, ya que nadie puede eximirse de los sacrificios necesarios para obtener la gracia.
Inclinémonos una vez más ante la justicia de Dios y continuemos la relación interrumpida al fin de mi último capítulo.
Mediante el estudio de la naturaleza, todos los hombres pueden llegar hasta la concepción del inteligente autor de la misma. He ahí lo que me empujaba a buscar a los hombres que se encontraban en contacto con las maravillas de la creación. Yo me arrimaba a Cephas y a Andrés buscando convencerlos de mi poder moral e intelectual. Preparaba mis medios de acción, instruyendo a mis émulos, y deducía pruebas para mis palabras en las obras de Dios y en las manifestaciones de su
munificencia y de su amor.
El continente lleno de respeto de mis fieles se había convertido en un verdadero culto después de la pesca milagrosa, como llamaban a la abundante pesca que he referido, y los cerebros estaban dispuestos para exaltarse cuando ocurría alguna discusión respecto a la naturaleza de mi poder.
La luz no se había hecho en estos corazones ingenuos y entusiastas, y sin creerme dueño absoluto de los elementos, me atribuían la influencia pasajera de los profetas, cuya historia fabulosa conocían. Mis instrucciones se practicaban con la mayor deferencia hacia mi persona y la naturaleza del impulso, explicaba la debilidad de los espíritus. Mas yo, de acuerdo con mi penosa misión, debía
aprovechar esta debilidad y purificar los instintos, sin comprometer mi prestigio.
Tenía que apoyar mis demostraciones ya sea sobre la tradición ya sea sobre los
recursos de mi propio Espíritu y mantener así la creencia en las predicciones,
haciéndome el apóstol de la nueva verdad.
El temerario ardor de mis discursos y los hábitos sencillos de mi vida, ofrecían un contraste que impresionaba a todos los corazones y llevaba el convencimiento a los espíritus. Me retiraba muchas veces en los momentos de mayor entusiasmo y mi desaparición contribuía a establecer lo sobrenatural de mis formas oratorias, así como la luz de la nueva doctrina que explicaba.
Convencido de mi misión y desilusionado, sin haber experimentado los goces mundanos, desmaterializado moralmente con el alimento de mis idealismos y dulzuras de imaginación, adelanté rápidamente en la espiritualización del pensamiento y mi palabra estaba impregnada de los tiernos ecos de la poesía celeste. Tenía aún algunas ligaduras humanas y mi corazón quedaba, a veces, indeciso entre la radiante esperanza y la realidad de la alegría presente, mas estas indecisiones eran
pasajeras, y mediante una voluntad invencible, adquiriría nuevas fuerzas después de cada lucha.
Los primeros apóstoles de Jesús, hermanos míos, después de Cephas y
Andrés, fueron Jaime y Juan, hijos de un pescador llamado Zebedeo.
Aquí debo dedicar una página a Salomé, madre de los nuevos discípulos.
Esta mujer heroica, pero sencilla en el heroísmo es conocida tan sólo por la celebridad de sus hijos, y mientras tanto ella poseía más grandeza de alma que sus dos hijos reunidos. Esposa cariñosa de un trabajador, madre admirable, mujer inteligente y de una devoción elevada, Salomé fue, entre mis oyentes, una de las más asiduas y fervorosas. Yo no he elevado a Salomé; ella se elevó sola, mediante la intuición de mi misión divina y los dos nos encontrábamos marchando unidos en la fuerza de la fe hacia el calvario, yo para morir y ella para verme expirar en medio de las torturas. No es cierto que Salomé me haya pedido que colocara a sus dos hijos uno de cada lado mío en la mansión de mi Padre. Si Salomé hubiera formulado semejante pedido no la tendría que presentar aquí en la forma que lo hago.
Los dos hermanos estaban llenos de vivacidad y de ardor. Yo les había puesto los apodos de relámpago y de rayo y aprovechaba con éxito sus cualidades. Mas ¡Ay! ¡Cuántas amarguras después del placer! ¡Cuántos arrepentimientos resultaron de mis debilidades! Jaime, el mayor, no era más que el molde de Juan, es decir, que los mismos sentimientos, las mismas facultades, los mismos gustos, los mismos hábitos, se manifestaban en los dos, pero Juan empleaba más ardor en la discusión,
más extravagancia en su entusiasmo, más pasión en la amistad y también más vanidad en el apego hacia mi persona. Yo no me preocupaba en combatir las tendencias de Juan hacia la exageración, y su hermano, menos exagerado, me inspiraba temores que jamás se realizaron. ¡Fatal ceguera! Juan era la estrella de mi reposo, como Cephas era el instrumento de mi voluntad, el brazo de la acción, y
entre estos dos hombres establecía la misma diferencia que establezco hoy. Mas en las discusiones que se promovían entre todos, yo solía inclinarme con preferencia del lado de Juan. ¡No me daba cuenta que sus caprichos de preferido, que sus exaltaciones de ánimo sembraban el desorden en el presente y preparaban las oscuridades del porvenir!.
Hermanos míos, este discípulo, cuyas ternuras formaban mi felicidad, fue realmente el más querido, pero en este momento yo le quito delante de la posteridad el prestigio de discípulo fiel a su mandato, porque todo lo llenó con lo inverosímil, refiriendo los hechos, no tal como ellos habían tenido lugar, sino como él deseaba que hubieran sucedido.
A los cuatro discípulos familiares de Jesús se agregaron otros cuatro, cuyos nombres son: Mateo, el aduanero, Tomás, el mentor de mis apóstoles por la inteligencia de los asuntos externos, Tadeo, el mercader; y Judas, célebre por su traición.
En la creación de mi pequeña brigada, había establecido que sus componentes debían ser entre ellos hermanos y que el último llegado debía tener las mismas prerrogativas que el más anciano.
Una noche en que después de comer, me hallaba rodeado de todos mis
hermanos, su alegría se manifestaba con bromas picarescas y acertados dichos, cuando a alguien se le ocurrió llamarme Rabí, que significa maestro y padre, como más expresivo que el de Señor.
Para participar del buen humor de mis hermanos, me dirigí a todos y a cada uno de ellos, buscando los signos de su porvenir en el carácter de cada uno, que yo había estudiado. De las cabezas ardientes de Jaime y de su hermano, de la penetración de Mateo, de la capacidad administrativa de Tomás, de la natural bondad de Tadeo, deduje horóscopos confirmados más tarde por los hechos. Calmé también los celos de Judas favoreciéndolo más que a los otros.
A Andrés le di ánimo, diciéndole: «Mi querido Andrés, abrázate a tu hermano y apoya sobre él tus débiles manos. Los pasos de Cephas te llevarán a trabajos a los que tú solo no conseguirías
dar término; su fuerza cubrirá tu debilidad. Líbrate de la languidez que debilita tu alma, la fe y la resolución no precisan de la fatiga de los órganos y de la pesadez en la ejecución. Honrémonos imitando nuestros lazos fraternales y nuestra confianza en el porvenir. De los cuidados que demanda la grandeza futura de nuestra empresa no te preocupes. Descansa en el Maestro y después del Maestro, sobre tu hermano, que es la piedra fundamental de nuestro edificio». Cephas se levantó radiante y dijo:
«Maestro, bendice la piedra fundamental y jamás se vendrá abajo el edificio».
Hermanos míos, jamás salió de mis labios el mezquino juego de palabras que se me atribuyó a este respecto. El origen del nombre de Pedro fue debido
sencillamente a la facilidad de comparación que me proporcionó ese momento de confidencial abandono entre hombres, cuyo valor yo había aquilatado.
El nombre de Cephas fue reemplazado inmediatamente por el de Pedro. Así lo designaremos en adelante, como Pedro el apóstol de Jesús, fundador de esa religión, materialmente pobre por sus miembros, resplandeciente de riquezas por sus aspiraciones, dulce y caritativa, fuerte y majestuosa, tierna y paciente para todos, devota de todos los deberes, poderosa a pesar de los asaltos sufridos, eterna por los ejemplos de virtud, que debían levantarla hasta Dios y conquistar el mundo.

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