jueves, 4 de diciembre de 2014

TERNURA

Madrecita querida.
Te recuerdo en este momento en que me desperté para evocarte. Inclinada sobre mi cuna, cantabas, en voz baja y derramabas sobre mi rostro diminutas gotas de luz que más tarde supe que eran lagrimas.
Me abrigaste en tu seno, como si me transportaras en un blando nido y, a partir de entonces, nunca más me dejaste.
Cuando los demás se iban de fiesta, velabas conmigo y me enseñabas a pronunciar el bendito nombre de Dios. En otras ocasiones trabajabas con la aguja entre los dedos, mientras me contabas cuentos
de bondad y alegría para que me durmiera con sueños agradables.
Si yo huía por haber roto el peine o si volvía de la escuela con la ropa hecha jirones, cuando muchos aludían a castigos, tu tomabas mis manos entre las tuyas o besabas mis cabellos desordenados. Después crecí; te veía a mi lado como si fueras un ángel entre cuatro paredes. Crecí para el mundo, pero nunca dejé de ser en tus brazos, el niño a quien dedicaste tu vida. Hasta ahora, día tras día, pacientemente aguardas  con tu dulzura en el momento en que busco tu mirada, para sonreírme y bendecirme siempre, ¡incluso cuando mis problemas te destrocen el pecho como filos de aflicción!.
Hoy escuché la música de los millones de voces que te ensalzan.
Quise tomar las constelaciones del Cielo y combinarlas con el perfume de las flores que brotaron en el suelo, para tejerte una corona de reconocimiento y cariño pero como no pude vengo a traerte los pétalos de amor que recogí en mi alma.
¡Recibelos, Madrecita!. No se trata de perlas ni brillantes de la tierra. Son las lágrimas de ternura que Dios me concedió, a fin de que te ofrende mi propio corazón transformado en un poema de estrellas.

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