domingo, 20 de septiembre de 2015

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO CAPITULO XIV 1ª PARTE

Sigo con la vida de Jesús porque tiene tanto amor y nos dice tantas cosas que seria imposible no terminarla, por lo apasionante y hermosa que es, y cautiva mi alma.
JESÚS PERSONÁNDOSE A JOSÉ DE ARIMATEA
Entré solo en Jerusalén. El lugar para reunirnos había sido fijado en Betania. Yo tenía así que salir todas las tardes. Privado de noticias desde algún tiempo, me acerqué a la casa de mis amigos con mucha aprensión. José de Arimatea me recibió con expansión de alma y noble devoción de espíritu. Me acompañó por todas partes en que teníamos que ser vistos, como iniciadores de la libertad y de la verdad que todos buscaban y cuya expresión, todos deseaban. José era ahora de mi parecer, pero
contaba con que se obtendría el objetivo sin que nosotros sucumbiéramos materialmente en la empresa.
Respeté la ilusión de mi amigo, porque si hubiera intentado destruirla, la indecisión de José habría cansado mi alma y tal vez debilitado mi resolución. Me hacían falta testimonios de las laboriosas manifestaciones de mi espíritu. ¿Qué me importaba, después del éxito moral, la ruina material? ¿Qué me importaba un poco más o un poco menos de celebridad en el presente, si sólo me preocupaba el
porvenir?. El sacrificio de Jesús, me decía, no comprendido en el momento de su realización, será más tarde una llamada hacia la resignación, hacia el sentimiento de la fe, hacia el desahogo del alma y hacia la paz del corazón para todos los infelices.
Por grande que sea la soledad de Jesús ahora y el silencio de la historia contemporánea, su personalidad habrá dictado leyes de fraternidad y de amor a todos los hombres y esas leyes serán inmortales. Por medio de José conocí a muchos personajes importantes y a Marcos, de
quien hablaré más tarde.
Nicodemus era un rico vecino de Jerusalén. Me acordaba de sus liberalidades, cuando yo vivía separado de mi familia y que me había comprometido como revolucionario. Fui a su casa. Él, su esposa, sus hijos, sus hermanos, y toda la familia me recibieron con la más grande cordialidad. Amplia hospitalidad, ternura activa, armonía de corazón y de voluntad. ¡Cuán dulce y consolador es el honraros por medio del recuerdo!.
Hermanos míos, acusando a los depositarios de la autoridad religiosa, a los depositarios de la ley, a los afortunados y poderosos yo tenía en vista tan sólo reformas sociales. Glorificando la pobreza, exhortando a los ricos a sacrificar los bienes de la Tierra para conquistar los tesoros de la luz de Dios, yo estaba convencido de que el espíritu se emancipa cuando sufre el martirio de la pobreza,
con la sabiduría y con la resignación, y mi desprendimiento de las riquezas tenía su razón de ser en mis observaciones de la debilidad humana y por las vergüenzas inherentes a los goces carnales. Pero entonces como ahora, yo sabía que en todas las clases se encuentran naturalezas fuertes, dignos mandatarios, espíritus independientes capaces de hacer germinar los designios de Dios, y mis amigos me hacían justicia al tomarme por un filósofo religioso y no por un utopista o soñador.
Mis parábolas respecto a los malos ricos y de la participación de los pobres a la majestuosa felicidad del cielo, tenían todos los caracteres de la estrechez que me imponían las condiciones de los espíritus, y las figuras de Lázaro como la de Abraham me eran familiares, para hacer resaltar la justicia de las represalias y la participación de los grandes hombres, que veneraban el pueblo hebreo en las
manifestaciones de esta justicia.
Lázaro, abreviado de Eleázaro, era un nombre muy esparcido en la Judea, y Abraham a quien la leyenda convertía en un padre desnaturalizado, un sacrificador impío, representaba ante los ojos de estos hombres crueles, en la infancia espiritual, la idea de la obediencia pasiva y el modelo de las virtudes religiosas.
Lázaro, el pobre, cubierto de úlceras, recogía las migajas que caían de la mesa del rico, y el rico, lleno de alegría y rodeado de numerosos comensales, aleja sus miradas del pobre y cierra su corazón a toda piedad. La muerte cae sobre el rico y el pobre. El rico sufre los tormentos sufridos ya
por el pobre, y mucho más, puesto que del fondo de la Gueenna, donde se encuentra encerrado, retumban sus alaridos. Después su voz se enternece suplicando una intercesión.
El cielo se abre, pero tan sólo para aumentar los sufrimientos del rico. Divisa a Lázaro y después de esta visión, las tinieblas se cierran a su alrededor. Por Gueenna yo quería significar un lugar lúgubre, sinónimo de infierno. La palabra Gueenna era aún más expresiva que la de infierno en algunas localidades. En la época a que hemos llegado hermanos míos, mi posición podía permanecer estacionaria todavía por mucho tiempo. Por lo que me convenía crear una escuela y esperar, en medio de luchas sordas y pacientes, un nuevo estado de cosas. Mis amigos así me aconsejaban. Se decían mis discípulos y me hablaban sin descanso de las aspiraciones del pueblo hacia la libertad, del odio del pueblo en contra de la familia sacerdotal que reinaba entonces. Pero yo quería apoyarme en
probabilidades, aunque no fuesen tan sólo aparentes, y tenía que garantizarme en contra de la vergüenza de escudarme detrás de la amistad, salvaguardando mi vida a expensas de mis aspiraciones espirituales, mientras tanto era necesario afirmar mi título de Mesías con la fuerza de la publicidad de mis enseñanzas, así como mi título de hijo de Dios, con la aureola del martirio. José, y con él algunos hombres de buena voluntad que comprendían mi doctrina, cuyos preceptos divulgaban, tuvieron que someterse a mi resolución cuando se demostró que no era posible cambiarla por medio del razonamiento. Me rodeaban en Jerusalén, me amaban y me daban pruebas diarias de ello. Después de
haberme abierto el camino de los honores populares, me defendieron en contra de los devotos y de los hipócritas, intentaron defenderme del furor de las muchedumbres.
Después de mi muerte se apoderaron de mis restos mortales, con intención de honrarlos mediante piadosas demostraciones y ahorrar una profanación a mi memoria, que hacía probable la creencia en mi resurrección corporal, divulgada por fanáticos, a quienes los acusadores y los negadores de Jesús, hijo de Dios, hubieran querido darles un grosero desmentido. Mis amigos, pues, no fueron culpables de ninguna maquinación, pero preferían dar pábulo a la superstición antes de abandonar mi cuerpo a la posibilidad de una mancha, sin duda insignificante delante de la razón, pero dolorosa para el alma influenciada por la encarnación humana y para el mismo espíritu conmovido aún por los sentimientos fraternales.
Di libre curso a mis pensamientos, cada vez más desprendidos de la vida de relación y libres de los temores humanos. Mis formas oratorias tomaron desde estos momentos una gran semejanza con las negras imágenes y proféticas amenazas de Juan. Me separé repentinamente de esa dulce y plácida expresión del semblante, que me atraía la confianza y el afecto de mis oyentes, de esa dicción llena de humildad y de benevolencia, que cicatrizaba las heridas del alma y provocaba las resoluciones
del espíritu. Lancé anatemas, no ya como antes, en medio de transiciones hábilmente desarrolladas y medidas, fijas, por así decir, en todos mis discursos. La dureza de mis afirmaciones con respecto de los tormentos de la vida futura, tenían el propósito de poner de manifiesto los excesos de la fuerza bruta, erigida en lugar del derecho común. Yo acometía en contra de todas las alturas, quemaba todos los ideales, desalojaba todas las autoridades, denunciaba todas las potestades de la Tierra ante las
iras de mi Padre predilecto. Mi reino no es de este mundo. Los que quieran seguirme deberán distribuir todo lo que poseen entre los pobres. Felices de los que se empobrecen voluntariamente, la luz los acompaña y la fuerza los sostiene; la gracia los colma y la virtud los corona. Yo soy el consuelo y el maná celeste; la luz y el pan de la vida.
Los que crean en mí, vivirán en la abundancia, el que huya de los honores del mundo, recibirá honores en la casa de mi Padre. Quien quiera que ame a los hombres como a sus hermanos, será
recompensado, pero los egoístas, los orgullosos y los hipócritas, los patrones y los poderosos del mundo serán maldecidos y arrojados como leña seca en el fuego eterno Se oirán gritos y rechinar de dientes, blasfemias y quejidos, mas Dios permanecerá sordo a todos los ruidos de las tinieblas y la paz de los justos no se verá turbada.
Asocié a mi gloria futura mis discípulos más íntimos, pero hacía depender el cumplimiento de mis promesas del cumplimiento de sus deberes. Os reconoceré, les decía, si habéis prestigiado mi doctrina con vuestras obras y habéis sembrado virtudes con vuestros ejemplos, más que con vuestras palabras; si me habéis honrado con la humildad y pobreza de vuestra vida, con la marcha hacia Dios de vuestros espíritus y con vuestro amplísimo amor para con todos los hombres. Anunciad mi ley, pero dad al mismo tiempo pruebas de vuestras esperanzas, despreciando los bienes de la Tierra y diciendo como yo: nuestro reino no es de este mundo.
Acostumbraos a defender a vuestro Maestro, poniendo en práctica lo que él mismo puso en práctica. El ejemplo impone la fe y produce el respeto, mucho mejor que las bellas armonías del lenguaje y que las más sólidas demostraciones de espíritu a espíritu. Los dones del espíritu son improductivos cuando no emanan de la ciencia adquirida en un estado de pureza de intención y de seguridad de vistas; son efímeros cuando no determinan cada vez más la emancipación de la fe y del amor.
Predicad mi doctrina, pero sostened válidamente el derecho que tenéis para predicarla. Este derecho consiste en el abandono de toda supremacía humana y en el sacrificio completo de vuestros intereses terrestres.
Os daré fuerzas para triunfar ante vuestros enemigos, y mi casa será vuestra casa, pero si vosotros os volvéis prevaricadores de la ley, me retiraré de vosotros. Mis discípulos me alcanzaron y rodeado de todos ellos fue como yo me hice de un círculo de oyentes, y principalmente en las dependencias del Templo. Entre ellos había más denunciadores que verdaderos creyentes. La costumbre de esos tiempos, hermanos míos, era la de que los hombres colocados en evidencia por su erudición e inclinación del espíritu a las cosas públicas, se viesen honrados con atención de los otros hombres, en todas las circunstancias que les permitieran establecer nuevas ideas y sostener una opinión ya
formulada. En el Templo las piadosas demostraciones eran seguidas a menudo de discusiones científicas y de atrayentes conferencias, pero esas discusiones científicas y esas conferencias de alto valor, no tenían por lo general al pueblo como testigo. El pueblo prefería los análisis rápidos de lo que había tenido lugar en las asambleas, y la multitud, es decir, el pueblo menos iluminado pero más impresionable, se alimentaba de emociones en los sitios públicos, y principalmente en las galerías del
Templo, donde se encontraban reunidos los accesorios de una devoción ignorante y de excitación hacia todos los atractivos banales de la curiosidad y vanidad humanas. Como simple jefe de escuela, yo habría podido inspirar confianza en los hombres más letrados del pueblo, exponiéndoles el extracto de las doctas asambleas y no mezclando, sino con prudencia, a las opiniones de cada uno las expansiones de mi propio espíritu, mas el sentimiento de mi destino era demasiado dominante en mí,
para que yo me sometiera a la lentitud de un éxito paulatino (ya hablé de ello al referirme a las instancias de mis amigos al llegar a Jerusalén), y me coloqué enfrente de los odios y de las venganzas.
La ley judaica no representaba a mis ojos sino el código grosero de un pueblo esclavizado por las fuerzas especulativas de dos aristocracias: la de la inteligencia, guardiana severa de la superioridad relativa, y la de la materia libre, luchando sin descanso por los derechos que dan y conservan la posesión del mando feroz. Usurpación de clases privilegiadas, acciones restrictivas de la libertad del espíritu humano creado para la libertad, fanatismo e hipocresías, yo empleaba para combatirlos todo el ardor de mi alma, todas las potencias de mi voluntad, todos los recursos de mi espíritu, a través de las vergüenzas morales y de las vituperables acciones. Me sostenía en ese ardor del alma calculando los pocos instantes de vida que me quedaban y alimentaba y mantenía vivas esas energías de mi voluntad, esos estremecimientos de cólera en el recuerdo y la contemplación de delictuosos deseos,
de contagiosas depravaciones, de cobardías y de asquerosidades humanas. Las dependencias del espíritu me inspiraban un profundo disgusto por la humanidad entera. No decía ya: Acatad la ley del César, sino: No hay más que una ley y ésta es la que yo os traigo. Todos los hombres son iguales y tienen que dividirse entre ellos todos los bienes de la Tierra.
La continua tensión de mi espíritu hacia los honores espirituales, ocultaba lo que estas enseñanzas tenían de defectuoso, y después de dieciocho siglos no veo todavía el mundo de mis aspiraciones sino mediante la óptica de mis esperanzas.
Hermanos míos, la dependencia de los espíritus a las bajas pasiones de la Tierra, tendrá lugar hasta el momento de su elevación en la jerarquía de los espíritus de la patria universal, y hagamos resaltar aquí la aberración del espíritu de Jesús, aberración propia de todos los espíritus adelantados, a objeto de examinar las causas y los efectos de estas desviaciones. La desproporción de luces espirituales de un espíritu, con la situación temporal de éste en la naturaleza carnal, establece luchas y transiciones que se parecen a turbaciones intelectuales.
El espíritu, oprimido por una ciencia que se excede de la fuerza de concepción de los que lo rodean, desvía a menudo su mirada de los horizontes luminosos y deja invadir su pensamiento por las combinaciones de un orden material, para asociar fuerzas diferentes hacia la consecución de un objetivo, si no inmediatamente glorioso inmediatamente, al menos aprovechable para una gloria futura. El espíritu honrado por productivas alianzas en el pasado, de visiones y realidades llenas de promesas en la hora presente, camina con paso seguro, especialmente en medio de las dificultades
de las insidias que le crean y se sublevan en su contra los ignorantes y los perversos. Enseguida este espíritu desfallece y no recobra su coraje más que convulsivamente y se arroja en las extravagancias de las ideas, de acuerdo con las opiniones de los hombres y da a la linterna que posee, las dimensiones de una tea incendiaria. Así procedió el espíritu de Jesús en los últimos años de su vida de Mesías. Para que la aplicación de los preceptos de igualdad y de fraternidad, tengan fuerza de ley, en un mundo, es necesario que la mayoría de sus espíritus estén penetrados de la misma fuerza moral para conseguir idéntico fin. Conviene que la espiritualidad se encuentre muy por encima de la materialidad y que ésta se encuentre libre de todas las deprimentes formas de conservación, así como de todas las estrechas modalidades del gusto y de los deseos.
En una palabra: La Ley de Dios en su expresión más pura no puede ponerse en práctica sino por espíritus perfeccionados, que se encuentren en un medio también perfeccionado. Jesús estaba equivocado cuando decía: Todos los hombres son iguales y deben dividirse los bienes de la Tierra.
Jesús, y después de él todos los que han pronunciado esta máxima, se han equivocado de fecha; Jesús y todos los que querían o quieren el desarrollo de una humanidad, no debían y no deben, en ninguna circunstancia, determinar acciones con teorías no apropiadas a la inteligencia de los miembros de tal humanidad. Permanezcamos firmes hermanos míos, sobre las ideas procreadoras del porvenir;
hagamos resplandecer en la soledad de nuestra alma el rayo de oro que ha de calentar todas las almas, pero no arrojemos nuestras esperanzas, nuestra ciencia, nuestra felicidad como juguete de los estudios juveniles y procuremos no exponer la llama en los parajes en que sopla el vendaval.
El porvenir empieza a la hora siguiente, preocupémonos en saber medir bien la parte de cada hora. No confiemos nuestros tesoros sin saber antes a quien los entregamos; no introduzcamos en el mundo la confusión de las lenguas, hablemos de conciliación y esperanza a todos, pero hablemos de libertad tan sólo con los sabios: La fraternidad sin la luz de la fe es imposible. El amor separado de la fraternidad universal no es más que un simulacro de amor. Descubrid a Dios, ya lo sabréis adorar. Descubrid vuestro destino y os amaréis los unos a los otros y Dios os amará. Consultad la moral que se desprende de la ley de Dios y despedazad las armas homicidas en nombre de la fraternidad de los pueblos. Siempre existirán pobres y ricos, jefes y subordinados en el mundo Tierra, pero la emancipación gradual les dará a todos la comprensión, y de la emancipación completa surgirá el bienestar general. Jesús tenía que contemplar con impaciencia el espectáculo de la falsa devoción, de la incuria moral de las ilógicas creencias, del embrutecimiento de los espíritus y trataba con dureza en las galerías del Templo a los apresadores de los pobres animales, destinados al suplicio, a los mercaderes de objetos fútiles, de muestras de amuletos, de sortilegios y de pretendidas imágenes religiosas. Vosotros convertís la Casa de mi Padre en una caverna de ladrones, decía él.
Los corrompidos hipócritas lo hacían sufrir aún más y no les perdonaba en ninguna circunstancia.
Vosotros sois sepulcros blanqueados. El ojo de los hombres no se detiene sino en las apariencias, pero Dios ve la podredumbre que reina bajo de ellas.
Vosotros tenéis la dulzura sobre los labios y el odio en el corazón; vuestras limosnas, vuestras plegarias, vuestras penitencias no son sino medios para engañar a los hombres y gozar de prerrogativas en medio de ellos. Pero Dios se cansará y vosotros seréis tragados bajo las ruinas del Templo que diariamente profanáis. ¡Sí!
Este Templo perecerá y yo construiré otro, que será inmortal, porque todos los hombres adorarán en él a Dios como hermanos, porque todos los hombres se reunirán en la fe, siendo la palabra de Dios eterna y soy yo quien la trae.
Seguiré contando
esta hermosa vida de Jesús.

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