jueves, 6 de octubre de 2016

MARÍA MADRE DE JESÚS 1ª PARTE

Estoy leyendo este libro, tan sincero y maravilloso,"Buena Nueva." de Chico Xavier. Es un libro para entender como era Jesús de Nazaret, como pensaba, como amaba, con que amor hablaba y aconsejaba, como Oraba, como enseñaba a sus discípulos, como los quería y lo bondadoso que  era  con todos cuando el estaba entre nosotros en la tierra.
Cada capitulo de este libro nos enseña pasajes del Evangelio, Jesús nos hablaba con parábolas para que lo entendiésemos todos, hay un capitulo a nuestra madre Maria que pasó desde que a Jesús lo detuvieron en el monte de los olivos, su madre Maria estuvo con él hasta la crucifixión, aquí en este capitulo explica muy bien como vivió la madre de Jesús Santísima Madre Maria.
MARÍA
Junto a la cruz, el agobiado bulto de Maria ocasionaba dolorosa e inolvidable impresión. Con el pensamiento ansioso y torturado, ojos fijos en el madero de las perfidias humanas, la ternura materna volvía al pasado en amargos recuerdos. Allí estaba, en su hora extrema, el hijo bien amado.
Maria se dejaba transportar por la corriente sin fin de los recuerdos. Eran las maravillosas circunstancias en el que el  nacimiento de Jesús le fue anunciado, la amistad de Isabel, las profecías del viejo Simón, reconociendo que la asistencia de Dios se tornó incontestable en los menores detalles de su vida. En aquel supremo instante, parecía rever el establo en su belleza campestre, sintiendo que la Naturaleza parecía querer dejarle oír nuevamente el cántico de gloria de aquella noche inolvidable. A través del velo espeso de las lágrimas, repasó, una por una, las escenas de la infancia del hijo querido, observando la alarma interior de las más dulces reminiscencias.
En las menores cosas, reconocía la intervención de la Providencia celestial; entretanto, en aquella hora, su pensamiento también vagaba por el vasto mar de las más aflictivas interrogaciones.
¿Qué había hecho Jesús para merecer penas tan amargas? ¿No lo vio crecer de sentimientos inmaculados, bajo el calor de su corazón? Desde los más tiernos años, cuando lo conducían a la tradicional fuente de Nazaret, observaba el cariño fraterno que dispensaba a todas las criaturas. Frecuentemente, iba a buscarlo en las calles empedradas, donde su palabra cariñosa consolaba a los transeúntes desamparados y tristes. Viajeros miserables venían a su modesta casa a loar su hijito idolatrado, que sabía distribuir las bendiciones del Cielo. ¡Con qué deleite recibía a los huéspedes inesperados que sus minúsculas manos conducían a la carpintería de José!.Recordaba bien que, un día el divino niño guió a la casa a dos malhechores públicamente reconocidos como ladrones del valle de Mizhep. Y era de verse la amorosa solicitud con que su pequeño cuidaba de los desconocidos, como si fuesen sus hermanos,. Muchas veces, comentó la excelencia de aquella virtud santificada, recelando por el futuro de su adorable hijito .
Después del agradable ambiente doméstico, era la misión celestial, dilatándose la misma, en cosecha de frutos maravillosos. Eran paralíticos que retomaban los movimientos de la vida, ciegos que se reintegraban en los sagrados dones de la vista, criaturas hambrientas de luz y de amor que se saciaban en su lección de infinita bondad.
¿Qué profundos designios habían llevado a su hijo adorado al suplicio de la cruz?. Una voz amiga le hablaba a su espíritu, dialogando sobre las determinaciones impenetrables y justas de Dios, que necesitan ser aceptadas para la redención divina de las criaturas. Su corazón reventaba en tempestades de lágrimas irreprimibles; con todo, en el santuario de la conciencia, repetía su afirmación de sincera humildad; "¡Que se haga en la esclava la voluntad del Señor!".
De alma angustiada, noto que Jesús había llegado al último límite de sus inenarrables padecimientos. Algunos de las gentes más exaltadas multiplicaban los golpes, mientras las lanzas rayaban el aire, en audaces y siniestras amenazas. mordaces ironías eran proferidas de repente, dilacerando su alma sensible y afectuosa. En medio de algunas mujeres piadosas, que la acompañaban en el angustioso trance, Maria sintió que alguien le posaba levemente las manos sobre los hombros. Se encontró con la figura de Juan que, venciendo la pusilanimidad criminal en que se habían hundido los demás compañeros, le extendía  los brazos amorosos y reconocidos. Silenciosamente, el hijo de Zebedeo se abrazo a aquel triturado corazón maternal. Maria se dejo acoger por el discípulo querido y ambos, al pie del leño, en gesto de súplica, buscaron ansiosamente la luz de aquellos ojos misericordiosos, en el cúmulo de los tormentos. fue entonces que la frente del divino martirizado se movió lentamente, revelando percibir la ansiedad de aquellas dos almas en extremo desaliento.
"¡Hijo mio! Hijo mío!." exclamo la mártir, en aflicción delante de la serenidad de aquella mirada de intraducible melancolía.
El Cristo pareció meditar en el auge de sus dolores, pero, como si quisiera demostrar, en el último instante, la grandeza de su coraje y su perfecta comunión con Dios, replico con significativo movimiento de los ojos vigilantes:
"¡Madre, he ahí tu hijo!." Y dirigiéndose, de forma especial, con un leve saludo, al apóstol, dijo:
" Hijo, he ahí a tu madre".
Maria se envolvió en el velo de su doloroso llanto, pero el gran evangelista comprendió que el Maestro, en su lección final, enseñaba que el amor universal era el sublime coronamiento de su obra. Entendió que, en el futuro, la claridad del Reino de Dios revelaría a los hombres la necesidad del fin de todo egoísmo y que, en el santuario de cada corazón, debería existir la más abundante cuota de amor, no sólo para el circulo familiar, sino también para todos los necesitados del mundo, y que en el templo de cada habitación permanecería la fraternidad real, para que la asistencia recíproca se practicase en la Tierra, sin ser necesarios los edificios exteriores, consagrados a una solidaridad claudicante. Por mucho tiempo, se conservaron aún allí, en oraciones silenciosas, hasta que el Maestro, exánime, fue arrancado de la cruz, antes que la tempestad hundiese el castigado paisaje de Jerusalén en un diluvio de sombras.
Después de la separación de los discípulos, que se dispersaron por lugares diferentes, para la difusión de la Buena Nueva, Maria se retiro para Batanea, donde algunos parientes más próximos la esperaban con especial cariño. Los años comenzaron a pasar, silenciosos y tristes, para la angustiada nostalgia de su corazón. Tocaba por grandes sinsabores, observó que, en tiempo rápido, los recuerdos del hijo amado se convertían en elementos de ásperas discusiones entre sus seguidores. En Batanea, se pretendía mantener una cierta aristocracia espiritual, por causa de los lazos de consanguinidad que allí la prendían, en virtud de su unión con José. En Jerusalén, se combatían los cristianos y los judíos, con vehemencia y acidez. En galilea, los antiguos cenáculos simples y amorosos de la Naturaleza se encontraban tristes y desiertos.
Para aquella madre amorosa, cuya alma digna observaba que el generoso vino de Caná se transformaba en el vinagre del martirio, el tiempo era siempre una nostalgia mayor en el mundo y una esperanza cada vez más elevada en el cielo. Su vida era devoción incesante al inmenso rosario de la añoranza, de los más queridos recuerdos. Todo lo que el pasado feliz había construido en su mundo interior revivía en la tela de su memoria, con minucias solamente conocidas del amor y le alimentaban la savia de la vida.
Recordaba a su Jesús pequeñito, como en aquella noche de belleza prodigiosa, en que lo recibío en los brazos maternales, iluminado por el más dulce misterio. Aún se le figuraba escuchar el balido de las ovejas que venían, presurosas, a acercarse a la cuna que se formo de improviso. ¿Y aquél primer beso, hecho de cariño y de luz? Las reminiscencias envolvían la realidad lejana de bellezas singulares para su corazón sensible y generoso. En seguida, era el río de sentimientos y ternura. A su imaginación volvía Nazaret, con sus paisajes de felicidad y de luz,. La casa simple, la fuente amiga, la sinceridad de los afectos, el lago majestuoso y en el medio  de todos los detalles, el hijo adorado, trabajando y amando, en la formación de la más elevada concepción de Dios, entre los hombres de la Tierra. De vez en cuando, le parecía verlo en sus sueños repletos de esperanzas; Jesús le prometía el júbilo encantador de su presencia y participaba de la felicidad de sus recuerdos.
En ese tiempo, el hijo de Zebedeo, teniendo en cuenta las observaciones que el Maestro le había hecho desde la cruz, surgió en Batanea, ofreciendo a aquél espíritu nostálgico de madre, el refugio amoroso de su protección, Maria aceptó el ofrecimiento con inmensa satisfacción. Y Juan le contó su nueva vida. Se había instalado definitivamente en Efeso, en donde las ideas cristianas ganaban terreno entre almas devotas y sinceras. Nunca había olvidado las recomendaciones del Señor y en lo íntimo, guardaba aquel titulo filial como una de las más altas expresiones de amor universal para con aquella que recibió al Maestro en los brazos venerables y cariñosos. Maria escuchaba sus confidencias, con una mezcla de reconocimiento y ventura. La llevaría consigo; ambos comulgarían en la misma asociación de intereses espirituales.Seria su hijo desvelado, y recibiría de su generosa alma la ternura maternal, en los trabajos del Evangelio. El hijo de Zebedeo explico, que se demoro en venir, porque le faltaba una cabaña, en donde pudiesen abrigarse; entretanto, uno de los miembros de la familia real
de Adiabene, convertido al amor de Cristo, le dono una casita pobre, al Sur de Efeso alrededor de tres leguas de la cuidad, La habitación simple y pobre estaba en un promontorio donde se divisaba el mar. En lo alto de la pequeña colina, lejos de los hombres y en el altar de la Naturaleza, se reunirían ambos para cultivar el recuerdo permanente de Jesús. Establecerían  un hospedaje y refugio para los desamparados, enseñarían las verdades del Evangelio a todos los espíritus de buena voluntad y, como madre e hijo, iniciarían una nueva era de amor, en la comunidad universal.
  Maria acepto alegremente. Dentro de poco tiempo, se instalaron en el seno amigo de la Naturaleza, en frente del océano. Efeso quedaba distante; sin embargo nuevos núcleos de habitaciones modestas al cabo de algunas semanas, la casa de Juan se transformó en un punto de asambleas adorables, en donde los recuerdos del Mesías eran cultivados por espíritus ;humildes y sinceros. María exteriorizaba sus memorias. Hablaba sobre El con enternecimiento maternal, mientras, el apóstol comentaba las verdades evangélicas, apreciando las enseñanzas recibidas. Innumerables veces, la reunión sólo terminaba altas horas de la noche, cuando las estrellas tenían mayor brillo. Y no fue solamente esto. Pasados algunos meses, grandes hileras de necesitados llegaban al lugar simple y generoso. La noticia de que María descansaba, ahora, entre ellos, había expandido una claridad de esperanzas para todos los sufridores. Al paso que Juan predicaba en la ciudad las verdades de Dios, ella atendía, en el pobre santuario domestico, a los que la buscaban exhibiéndole sus ulceraciones y necesidades.
Su cabaña era, entonces, conocida por el nombre de "Casa de la Santísima".
El hecho tuvo origen en cierta ocasión, cuando un miserable leproso, después de aliviado de sus llagas, le besó las manos, murmurando reconocidamente:
"¡Señora, sois la madre de nuestro Maestro y nuestra Madre Santísima!" La tradición creó raíces en todos los espíritus. ¿Quien no le debía el favor de una palabra maternal en los momentos más duras? Y Juan consolidaba el concepto, acentuando que el mundo le sería eternamente grato, pues había sido por su grandeza espiritual que el Emisario de Dios pudo penetrar la atmósfera oscura y pestilenta del mundo para balsamizar los sufrimientos de la criatura. En su sincera humildad, María se esquivaba de los afectuosos homenajes de los discípulos de Jesús, pero aquella confianza filial con que le reclamaban su presencia era para su alma un era para su alma un blando y delicioso tesoro del corazón. El título de maternidad hacía vibrar en su espíritu los más dulces cánticos. Diariamente, llegaban los desamparados, suplicando su asistencia espiritual. Eran viejos enclenques y desengañados del mundo, que venían a oír sus palabras confortadoras y afectuosas, enfermos que invocaban su protección, madres infortunadas que pedían la bendición de su cariño.
La próxima semana terminare, esta vello capitulo.

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