jueves, 13 de octubre de 2016

MARÍA MADRE DE JESÚS 2ª PARTE

Sigo con la segunda parte de esta bella historia.
El título de maternidad hacía vibrar en su espíritu los más dulces cánticos. Diariamente, llegaban los desamparados, suplicando su asistencia espiritual. Eran viejos enclenques y desengañados del mundo, que venían a oír sus palabras confortadoras y afectuosas, enfermos que invocaban su protección, madres infortunadas que pedían la bendición de su cariño.
"Madre mía decía uno de los más afligidos ¿cómo podré vencer mis dificultades? Me siento abandonado en el oscuro camino de la vida."
María le enviaba la amorosa mirada de su bondad, dejando en ella aparecer toda la tierna dedicación de su espíritu maternal. "Eso también pasa! decía ella, cariñosamente sólo el Reino de Dios es lo bastante fuerte para nunca pasar de nuestras almas, como eterna realización del amor celestial".
Sus palabras ablandaban el dolor de los más desesperados, tranquilizaban el oscuro pensamiento de los más desanimados.
La iglesia de Efeso exigía de Juan la más alta expresión de sacrificio personal, por lo que, con el pasar del tiempo, casi siempre María estaba sola, cuando la humilde legión de los necesitados bajaba el promontorio desordenado, rumbo a los hogares más confortados y felices. Los días y las semanas, los meses y los años pasaron incesantes, trayéndole los recuerdos más tiernos. Cuando sereno y azulado, el mar hacía que volviese a su memoria el distante Tiberíades. Sorprendía en el aire aquellos vagos perfumes que llenaban el alma de la tarde, cuando su hijo, de quien ni un instante se olvidaba, reuniendo a los discípulos amados, transmitía al corazón del pueblo las lozanías de la Buena Nueva. La edad avanzada no le trajo ni cansancios ni amarguras. La seguridad de la protección divina le proporcionaba consuelo ininterrumpido. Como quien atraviesa el día en labores honestas y provechosas, su corazón experimentaba grato reposo, iluminado por la luz de la esperanza y por las estrellas fulgurantes de la creencia inmortal. Sus meditaciones eran suaves coloquios con las remembranzas del hijo muy amado.
Súbitamente recibió noticias de que un periodo de dolorosas persecuciones se había abierto para todos los que fuesen fieles a la doctrina de su Jesús divino. Algunos cristianos expulsados de Roma traían a Efeso las tristes informaciones. En obediencia a los más injustos edictos, se esclavizaban a los seguidores de Cristo, se destruían sus hogares y eran sujetos a hierros en las prisiones. Se hablaba de fiestas públicas, en que sus cuerpos eran ofrecidos como alimento a fieras insaciables, en horroro espectáculos.
Entonces, en un crepúsculo lleno de estrellas, María se entregó a sus oraciones, como de costumbre, pidiendo a Dios por todos aquellos que se encontrasen en angustias del corazón, por amor a su hijo.
A pesar de la soledad del ambiente no se sentía sola: una especie de fuerza singular le bañaba toda el alma. Brisas suaves soplaban del océano, extendiendo los aromas de la noche que se poblaba de astros amigos y afectuosos, participando en pocos minutos, igualmente la luna, en ese concierto de armonía y de luz. Concentrada en sus meditaciones, María vio que se aproximaba el bulto de un mendigo.
Madre mía exclamó el recién llegado, como tantos otros que recurrían a su cariño, vengo a hacerte compañía y recibir tu bendición.
Maternalmente, ella lo invitó a entrar, impresionada con aquella voz que le inspiraba profunda simpatía. El peregrino le habló del cielo, confortándola delicadamente. Comentó las bienaventuranzas divinas que aguardan a todos los devotos y sinceros hijos de Dios, dando a entender que comprendía sus más tiernas nostalgias del corazón. María se sintió asaltada por especial sorpresa. ¿Qué mendigo sería aquél que calmaba los dolores secretos de su alma nostálgica, con bálsamos tan dulces? Hasta entonces nadie había surgido en su camino para dar; era siempre para pedir alguna cosa. No obstante, aquel viajero desconocido derramaba en su interior los más santos consuelos. ¿¡Dónde había ella escuchado en otros tiempos aquella voz delicada y cariñosa?! ¿Qué emociones eran aquellas que hacían pulsar su corazón con tanta caricia? Sus ojos se humedecieron de ventura, sin que consiguiese explicar la razón de su tierna emotividad.
Fue cuando el huésped anónimo le extendió las manos generosas y le dijo con profundo acento de amor: "¡Madre mía, ven a mis brazos!"
En ese instante, observó las manos nobles que se le ofrecían, en un gesto de la más bella ternura. Tomada de profunda conmoción, vio en ellas dos llagas, como las que su hijo revelaba en la cruz y, por instinto, dirigió la mirada ansiosa para los pies del peregrino amigo, divisando también allí las úlceras causadas por los clavos del suplicio. No pudo más. Comprendiendo la visita amorosa que Dios le enviaba al corazón, exclamó con infinita alegría:
"¡Hijo mío! ¡Hijo mío!  ¡Las úlceras que te hicieron!.."
Y precipitándose hacia él, como madre cariñosa y desvelada, quiso cerciorarse, tocando las herida que le fue producida por el último lancetazo, cerca del corazón. Sus manos tiernas y solícitas lo abrazaron en la sombra visitada por los rayos de la luna, buscando impacientemente la úlcera que tantas lágrimas provocó a su cariño maternal. La llaga lateral también allá estaba, bajo la caricia de sus manos. No consiguió dominar su intenso júbilo. en un ímpetu de amor trató de hacer el movimiento de arrodillarse. quería abrazarse a los pies de su Jesús y besarlos con ternura. El, sin embargo, cercado de un halo de luz, la levantó y se arrodilló a sus pies, y besándole las manos, dijo en cariñoso transporte: "¡Sí madre mía, soy yo!. Vengo a buscarte, pues mi padre quiere que seas en mi reino la Reina de los Ángeles."
María osciló, tomada de inexprimible ventura. Que ría hablar de su felicidad, manifestar su agradecimiento a Dios; pero el cuerpo como que se le paralizó, mientras a sus oídos llegaban los suaves ecos de los  saludos del Ángel, como si se entonasen mil voces cariñosas, entre las armonías del cielo.
Al otro día, dos mensajeros humildes bajaban a Éfeso, de donde regresaron con Juan, para asistir a los últimos instantes de aquella que era para ellos la devota Madre Santísima. María ya no hablaba. En una inolvidable expresión de serenidad, por largas horas aún esperó la ruptura de los últimos lazos que la prendían a la vida material.
La alborada desdoblaba su hermoso abanico de luz cuando aquella alma electa se elevó de la tierra, en donde tantas veces llegó a llorar de júbilo, de nostalgia y esperanza. No veía más a su hijo bien amado, que con seguridad la esperaría, con las bienvenidas, en su reino de amor; pero, extensas multitudes de seres angelicales la cercaban cantando himnos de glorificación.
Sintiendo la sensación de estarse alejando del mundo, deseó rever Galilea con sus sitios preferidos. Bastó la manifestación de su voluntad para que la llevasen a la región del lago Genesareth, de maravillosa belleza. Revió todos los cuadros del apostolado de su hijo y, sólo ahora observando el paisaje desde lo alto, notaba que el Tiberíades, en sus suaves contornos, presentaba la forma casi perfecta de una citara. Entonces recordó, que en aquél instrumento de la Naturaleza Jesús cantó el más bello poema de vida y amor, en homenaje a Dios y a la humanidad. Aquellas aguas mansas, hijas del Jordán caudaloso y tranquilo, había sido las cuerdas sonoras del cántico evangélico.
Duces alegrías invadían su corazón y ya la caravana espiritual se disponía a partir, cuando María recordó a los discípulos perseguidos por la crueldad del mundo y deseó abrazar a los que permanecerían en el valle de las sombras,  en espera de las claridades definitivas del Reino de Dios.
Emitiendo ese pensamiento, imprimió nuevo impulso a las multitudes espirituales que la seguían de cerca. en pocos instantes, su mirada divisaba una ciudad soberbia y maravillosa, extendida sobre colinas adornadas de carros y monumentos que provocaron su asombro. Los más ricos mármoles resplandecían en las magnificas vías públicas, en donde las literas patricias pasaban sin cesar, exhibiendo joyas y pieles, sustentadas por esclavos miserables. Después de algunos momentos su mirada descubría otra multitud trancada a hierro en oscuros calabozos. Penetró las sombrías cárceles del Esquilino, donde centenares de rostros amargados retrataban atroces padecimientos. Los condenados experimentaron en el corazón un consuelo desconocido.
María se aproximó a uno por uno, participó de sus angustias y oró con sus plegarias, llenas de sufrimiento y confianza. Se sintió madre de aquella asamblea de torturados por la injusticia del mundo.
Extendió la claridad misericordiosa de su espíritu entre aquellas fisonomías, pálidas y tristes. Eran ancianos que confiaban en Cristo, mujeres que por él habían despreciado el confort del hogar, jóvenes que depositaban en el Evangelio del Reino todas sus esperanzas. María les alivió el corazón y, antes de partir, deseó sinceramente dejarles en los espíritus abatidos un recuerdo perenne. ¿Qué poseía para darles? ¿Debería suplicar a Dios para ellos la libertad? ¡Pero, Jesús había enseñado que con él, todo yugo es suave y todo fardo ligero, pareciéndole mejor la esclavitud con Dios que las falsas libertad en los desvaríos del mundo. Recordó que su hijo dejó la fuerza de la oración como un poder sin contraste entre los discípulos amados. Entonces, rogó al Cielo que le brindase la posibilidad de dejar entre los cristianos oprimidos la fuerza de la alegría. Fue cuando, aproximándose a una joven encarcelada, de rostro descarnado y flaco, le dijo al oído.
"¡Canta hija mía! ¡Tengamos buen ánimo!. ¡Convirtamos nuestros dolores de la tierra en alegría para el Cielo!." La triste prisionera nunca sabría comprender el por qué de la emotividad que le hizo vibrar súbitamente el corazón. De ojos estáticos, contemplando el luminoso firmamento, a través de los fuertes barrotes, ignorando la razón de su alegría, cantó un himno de profundo y tierno amor a Jesús, en que traducía su gratitud por los dolores que le eran enviados, transformando todas sus amarguras en consoladoras rimas de júbilo y esperanza. De allí a instantes, canto melodioso era acompañado por las centenas de voces de los que lloraban en la cárcel, aguardando el glorioso testimonio.Luego la caravana majestuosa condujo al Reino del Maestro la bendita entre las mujeres y, desde ese día, en los más duros tormentos, los discípulos de Jesús han cantado en la Tierra, expresando su buen ánimo y su alegría, guardando la suave herencia de nuestra Madre Santísima.Por esta razón, mis hermanos, cuando escuchareis el cántico de los templos de las diversas familias religiosas del Cristianismo, no os olvidéis de hacer en el corazón un blando silencio, para que la Rosa Mística de Nazaret extienda allí su perfume.
Termina este maravilloso capitulo de María Madre de Jesús. que nos a envuelto en un bálsamo de Amor y Paz a nuestros corazones.

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