domingo, 3 de octubre de 2010

LA FAMILIA DE PRÍETO

La familia de Pietro
¿Has estado en Nápoles, lector querido? Para los que
no conozcan esta deliciosa y pintoresca ciudad, voy a
hacer una ligera descripción.
Es una extensa y populosa villa, muellemente
recostada, en forma de anfiteatro, en una montaña que
defienden tres castillos. Tiene 300 iglesias muy bellas,
muchos palacios y lindas casas que terminan generalmente
en terrados llenos de tiestos y árboles frutales. Magníficos
jardines y paseos la rodean, y a sus pies se extiende,
tranquilo y murmurante, el azul Mediterráneo.
Nada más encantador que la deliciosa perspectiva que
ofrece su hermosa bahía, circundada de alegres y risueñas
islas, que parecen nacer de la espuma del mar.
Allí están la isla de Prócida con sus blancas casas y
sus terrados, que recuerdan el Oriente; la de Ischia, que
con sus encantadoras viñas y árboles frutales separa el
golfo de Gaeta del de Nápoles; la de Capri, donde se
recuerda la sombría figura de Tiberio; Cumas con sus
espesos laureles y sus espesas higueras; Baja y otros
muchos lugares, cuya descripción sería demasiado larga.
Volviendo a Nápoles, después de haber visitado la
elevadísima montaña del Vesubio, donde aún la
imaginación, retrocediendo dos mil años, se la imagina
vomitando lava y destruyendo la bonita e infortunada
ciudad de Pompeya, hermosa joya de los emperadores
romanos, se dejan atrás, Resina, Portici y otros bellos
pueblecitos, y cruzando el puente de la Magdalena, se
sigue la ruta para entrar en Nápoles por la Porta del
Carmine.
La parte más notable de la población es su magnífico
paseo Villa Reale, el más bello del mundo quizá, que a su
frondosidad y elegancia reúne la bellísima vista del azul
Mediterráneo y sus frescas y agradables brisas.
La mayor parte de las calles de la ciudad, pendientes
y mal configuradas, forman notable contraste con las de
Toledo (hoy de Roma) y Chiapa, que son las principales.
La de Toledo tiene en uno de sus extremos el palacio de la
Villa y el palacio Real, en el otro el Museo Nacional, y en
el centro el de Domenico Barbaja, el rey de los
empresarios, que en el suntuoso teatro de San Carlos dio a
conocer a los grandes maestros Rossini y Donizzetti, y
formó los principales cantantes que fueron después la
gloria de su siglo.
En esta misma calle de Toledo desemboca la de San
José, llamada así por el altar que en ella consagraron al
Santo Carpintero, esposo de la madre de Jesús. Casi frente
al retablo había en la época de nuestra historia, que fue en
el primer tercio del pasado siglo, una pequeña casita
compuesta de piso bajo y principal. Habitábanla un
honrado matrimonio, llamado Pietro y Marietta, con su
hija Francesca. Eran unos pobres hortelanos que tenían un
puesto de frutas y verduras en la plaza del Mercato nuovo,
donde concurrían todas las mañanas para la venta de sus
mercancías. Por la tarde iban a la huerta, que estaba
situada frente a la bahía, en el camino que se dirige hacia
el monte Pausilipo. Con motivo de la ocupación de sus
padres, Francesca solía estar casi siempre sola en su casita.
Era una encantadora niña, de diez y seis años, blanca,
rubia y sonrosada, de condiciones de carácter angelicales,
ocupándose tan sólo en la práctica de las virtudes y en el
tiernísimo amor que sus padres la inspiraban. Con el
mayor afán se esmeraba en tener su casa limpia y
arreglada para cuando estos volvieran de su cotidiano
trabajo, lo que conseguía con poco esfuerzo, porque era
hacendosa y activa, y siempre le quedaba tiempo para
dedicarse a sus labores y devociones especiales.
En el piso superior tenía su cuarto, que era un
pequeño aposento, con un balcón a la calle. ¡Aquel era el
santuario de la inocencia y de la pureza!... En un extremo
estaba el blanco lecho que aparecía adornado con una
cubierta de sarga, color de cereza, ostentando en la
cabecera un crucifijo de marfil. Además de esta imagen, a
la que rezaba todas las noches antes de entregarse al
sueño, tenía a la derecha de su cama, en un sencillo altar,
una escultura que representaba la Virgen del Carmen,
colocada en el centro de la mesa, entre jarrones de flores y
varios adornos, y detrás un cuadro con el retrato de San
Pablo. Este lienzo era regalo de un religioso que había
protegido siempre a su padre, y como recuerdo suyo, le
llevó aquel cuadro con la imagen del santo de su nombre.
Los demás muebles del aposento eran sencillos y en
armonía con la pobreza de los dueños de la casa, que
poseían apenas lo bastante para sostenerse con el producto
de su comercio.
Francesca, que estaba sentada junto al balcón
ocupándose en hilar cáñamo, manejaba la rueca con suma
facilidad y destreza, lo que demostraba su costumbre en
esta labor, y así era en efecto, porque toda la ropa blanca
que se usaba en la casa, se había hilado por ella y por su
madre. En esta tranquila y sencilla ocupación pasaban
ambas las largas veladas de invierno.
Al sentir ruido en la calle, la joven alzó la cabeza y
escuchó. A poco se detuvo a la puerta un gran carretón
onde su padre conducía las verduras y las frutas que traía
de la huerta, para llevarlas al mercado al amanecer del
siguiente día.
-¡Francesca! –gritó con voz un poco fuerte, pero de
agradable timbre, el recién llegado. -¡Francesca, hija mía,
baja pronto!
La joven, al reconocer la voz de su padre, dio un salto
y bajó de dos en dos los peldaños de la escalera,
dirigiéndose a la puerta de la calle, donde ya el buen
hombre estaba descargando sus canastos. Le abrazó con
alegría la tierna niña, limpiando con amoroso anhelo el
sudor que corría por su tostada frente, y ayudándole
después a colocar todos los fardos en el ancho portalón de
la casa, donde entraron también el carretón y la caballería
que le conducía.
-¿Sabes, hija mía –dijo Pietro besándola en la frente, -
que estás hoy más hermosa que nunca? Tú eres el encanto
de nuestra ancianidad y serás el consuelo de nuestros
últimos días.
-¡Ah, padre mío! Quiera Dios que lo sea muchos
años, y que vosotros a la vez seáis mi apoyo y mi
felicidad. Pero mi madre ¿no viene?
-Se quedó detrás –contestó el buen Pietro; -pues te
trae con mucho cuidado un hermoso canastillo de uvas, de
aquellas de Santa Lucía que tanto te agradan. Mira si es
buena, que no quiso exponerlas a los vaivenes del
carretón.
-¡Ay! ¡Madre querida! Pues voy a buscarla y la
aliviaré de su carga. Ya no me necesitáis, ¿no es verdad,
padre mío?
-Puedes ir; pero si tardáis un poco, me comeré yo
solo la cena. ¡Traigo un apetito! –exclamó Pietro.
-Eso sí que no –dijo la alegre niña riendo y
abrazándole con cariñoso extremo; -antes de cinco
minutos estaremos de vuelta.
Y estampando un sonoro beso en la tostada frente del
anciano, echó a correr la calle abajo, hacia la de Toledo,
en cuya esquina encontró a su madre que regresaba a su
casa.
Apenas la vio a lo lejos apareció en su rostro la
sonrisa del júbilo, y como una ligera cervatillo, estuvo en
dos saltos junto a la anciana, arrebatándole el primoroso
canastillo que llevaba lleno de uvas alma! ¡Cuánta
felicidad! ¿Esto es para mí? –decía levantando en alto el
canastillo.
y cubierto de
pámpanos y de flores.
-¡Ah! ¡Qué buena sois, madre del -Las uvas para ti; las flores para la Madonna- repuso
la anciana. –No olvidé tu empeño de llevarla todos los días
un bello ramo, y aquí están todas las que he podido
recoger en la huerta. ¡Como estamos en otoño, hay ya tan
pocas!... y estas poquísimas se agostan rápidamente, con
esos abrasadores huracanes que nos envía el Vesubio.
Las dos volvieron a su casa satisfechas y contentas.
Era la madre de Francesca una mujer del pueblo, pero de
tan bondadoso natural y de tan simpática fisonomía, que
con sólo verla, encantaba granjeándose amistades
duraderas por su carácter dulce y blando.
Los tres constituían una familia honrada, buena y
feliz en su modesta esfera. Nunca habían tenido disgustos vivían de su
graves, sino esas pequeñas contrariedades de la vida, que
son inherentes a la flaqueza humana, y
honrado trabajo, que aunque no muy productivo, les
bastaba para atender a sus necesidades más precisas. Si
hombres honrados había en Nápoles, Pietro estaba seguramente enprimer término; sus mujeres hacendosas y buenas, ¿Cómo de tronco tan bello y sano no había de brotar una rama florida y pura?
Francesca era un ángel de blancas alas y alma inocente,
que aun no había sentido el contacto de las pasiones
mundanas. Pero esa ley de la naturaleza tenía
indispensablemente que cumplirse en la casta y tierna niña.
del libro Alfaire el Marino.....

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