del Centro “La Buena Nueva” de Gracia (Barcelona) Quedamos en la época en la cual se
publicaba mi Luz del Porvenir, revista que se llevaba a los presidios, y cuando recibía carta de los reclusos, mi gozo era inmenso, y me decía a mí misma: — ¡Gracias, Padre mío! ¡Ya soy útil a los desgraciados! Si puedo salvar un alma, daré por bien empleados todos los sufrimientos de esta existencia. Y más de una vez me decía a mí misma: —No sé si podré sostener esta revista. Y entonces, por mediación del médium, me daban aliento y seguía adelante. Pero muchas veces había estado a punto de cesar, y salía, no sé de dónde, una mano protectora y me decía: — ¡Amalia! ¡Adelante! Y así pasaron todos los años de mi Luz hasta que el último protector no pudo ayudarme más. — ¡Pobre Luz! —Dije con sentimiento—.
¡Ya no darás más consuelo a las almas afligidas! Desde entonces, tenía correspondencia directa con los hermanos que me contaban sus cuitas y sus penas, a quienes, valiéndome del médium, seguía dando consuelo. ¡Cuántas cosas pasaron en mi humilde hogar! La compañera de Luis me quería y me respetaba. Se desvivía para que yo no careciera de nada, y sus hijos veían en mí un ser privilegiado, marchando todo bien hasta el día en que la enfermedad de Luis llamó a la puerta, y desde entonces empezaron largos disgustos. Yo entonces tuve que hacer poderosos esfuerzos para sostener aquel hogar. Luis, aunque era hombre fuerte, si no hubiera sido por su Ideal y po
r el respeto que le inspiraba mi presencia, hubiera caído. Pero yo, entonces, comprendí que había llegado el momento de demostrarle mi gratitud, y más fuerte que nunca, me puse a trabajar y con el concurso de Eudaldo salimos adelante. Nadie que no sienta la gratitud sabe lo que es. Yo, que siempre he sido alma agradecida, pensé: “Ahora ha llegado el momento de dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.” Al ver que aquella buena mujer, que siempre estaba dispuesta a servirme, se había quedado inútil, yo pedía a los espíritus la resolución que había de tomar y el padre Germán me dijo: — ¡Ahora ha llegado el momento de dar la mano a tu protector! Yo entonces le dije, con lágrimas del alma: —Desde hoy en adelante seré tu amparo. ¡Qué grande me vi en aquellos momentos! ¡Ya no era un ser inútil! Quien me había abierto las puertas había encontrado en mí una hermana. ¡Ya podía yo dar consuelo de cerca! ¡Ya había un alma que me bendecía! ¡Ya tenía quien esperara mi llegada cuando salía! Yo entonces daba mil gracias a Dios de haberme con cedido un hogar donde podría progresar. Porque el contemplar las miserias de lejos no tiene valor, pues cuando uno las oye contar no se conmueve como cuando las ve, y así no se puede progresar. Vosotros no sabéis qué se siente cuando uno está ya convencido de que es árbol seco, y de pronto sale un retoño de placer. Entonces es cuando uno, rebosando de alegría, se dice a sí mismo: — ¡Ya puedo vivir! ¡Cuán equivocada
estaba al considerar que el árbol que no daba fruto era inútil! Cuando empecé a ser útil es cuando empecé a vivir. Y en esta situación se pasaron algunos años hasta que lo que se llama muerte vino a buscar a aquella mujer. Yo entonces, mirando aquel cuadro, me decía: — ¿Qué sucederá aquí? Porque yo, lo confieso, en mi última existencia fui muy cobarde. Las escenas de familia me asustaban. Cuando todo había pasado y estábamos un tanto más tranquilos, vino Luis y me dijo: — ¡Amalia! Tengo que darte un encargo, que yo ya sé que lo cumplirás. Yo pensaba: “¿Qué encargo será éste?” Y él adivinó mi pensamiento, porque Luis era muy listo, y leyendo en mi interior me dijo: —No te asustes que yo ya sé de lo que tú eres capaz y así me prometerás que serás madre de mi hija. Yo no pude contestar. La emoción me embargaba, y pasado el primer momento de tan fuerte impresión, le dije: —Tú, que lees en mi pensamiento, sabrás si estoy dispuesta a cumplir tu deseo. Y entonces él me dijo: —Así estaré tranquilo, porque mi hija, bajo tu amparo, no hallará
en falta a su madre y de este modo todo marchará bien. Yo le contesté: —Mucho te agradezco la confianza que te inspiro —pues yo sabía lo mucho que Luis quería a su hija. En esta forma empezamos una nueva vida, vida de amarguras, porque cuando se tiene un deber, todo cambia de aspecto. Yo, que nunca había soñado con tener un cargo tan sagrado, empezaba a ser víctima de insomnios, no por la hija, sino por temor a la gente. Porque cuando una joven no está bajo el amparo de sus padres, todo el mundo se cree con derecho de cuidarse de ella. Y como todo esto ya lo sabía, por eso eran mis apuros e inquietudes, y de esta forma iba pasando el tiempo. Concha, la hija de Luis, era una joven lista y dispuesta como no había otra, así que nuestro hogar marchaba muy bien. Teníamos una joven recogida, a quien Concha se había propuesto curar de la neurastenia que padecía, siendo ella la única que nos daba quehacer. Mas yo, lo confieso, si de mí hubiera dependido, más de una vez la hubiera puesto en la calle. Pero Concha quería acabar la labor que había comenzado, y por la lástima que le tenían tanto ella como
su hermano, y como todos los refranes son verdad, y entre ellos hay uno que dice: “El roce engendra el cariño”, poquito a poco me fui encariñando con ella hasta llegarla a querer. Mas ella, cuando comprendió que yo la quería, se enseñoreó de mí hasta el extremo de llegarla yo a temer, pasando así los años, hasta que sucedió lo que tenía que suceder. Concha encontró en su camino su alma gemela, y un día me dijo: — ¡Ahora sí que tendré que dejarte!... ¡Amalia! Yo encontré muy natural este acontecimiento y le respondí: —Por mí no te detengas, porque ésta es la “Ley”, y yo siempre he sido amante de que la mujer forme nueva familia. Entonces me apresuré a notificárselo a Luis. Y él, que como ya dije era un buen padre, pensando que era un buen partido no titubeó en dar su consentimiento. Pronto llegó el día en que me quedé, otra vez, muy sola: ya no me restaba más familia que Luis, y éste ya no estaba en contacto conmigo, pues se había formado una nueva familia que no era de mi Ideal. Por consiguiente, si bien me respetaban, ya no me querían como de familia. Concha, al casarse, se marchó muy lejos, dejando en mi corazón un vacío difícil de llenar. Pero como el tiempo se encarga de todo, poquito a poco me fui acostumbrando a la soledad. Y digo mal, porque si bien huérfana de familia, en cambio tenía muchísimos amigos que no me desamparaban un
instante. Y entre ellos había uno que me llenaba todo el vacío de mi alma, era el médium que tenía por costumbre venir a tomar café en mi compañía, y de esta manera podíamos hablar de nuestros trabajos espirituales. Repuesta algún tanto de esta lucha, me puse a trabajar de nuevo, siguiendo los consejos del padre Germán, que era para mí un espíritu que me inspiraba respeto y cariño, y siempre que se posesionaba del médium, me decía: — ¡Amalia, no te impacientes! Tú piensas que corriendo se llega más pronto y te equivocas, porque tú has padecido de este defecto en muchas de tus existencias, y ahora ha llegado el momento de refrenar los impulsos de tu espíritu. ¡Amalia! No has terminado tu labor en esta existencia, aún tienes que luchar y llorar mucho, porque encontrarás en tu camino muchas espinas, pero vencerás, y como el peso de los años ya te acobarda, por eso vengo yo a darte fuerzas. ¡Sigue, sigue, Amalia, que aún has de perder lo poco que te queda! ¡Ay! Entonces yo pensaba: “¿Qué será lo que tengo que perder?” Y el espíritu, que veía en mí la falta de aliento, me daba fuerzas, prometiendo una felicidad espiritual. Yo no sabía a quién dirigir mi
pensamiento, y me con fundía el pensar quién de los dos que sostenían el Centro sería el primero en dejarme. Y digo esto, porque todo mi ideal era mi Centro, no teniendo más ilusión que la de hacer el bien, y porque si me faltaba Luis me escasearían los recursos, y si me faltaba el médium, me vería privada de las instrucciones para continuar mi labor. Todo esto me preocupaba en gran manera, porque yo sólo pensaba en dar consuelo a las almas afligidas, sumidas en la indigencia, sin poderlas socorrer por falta de recursos. Me asustaba el pensar si me llegaba a faltar la inspiración, porque comprendía que sin el médium no podría continuar. Lo confieso, me asustaba, pero como nadie está solo en la tierra, cuando más triste me encontraba llegaban algunas de mis amigas q
ue venían a contarme sus cuitas, a quienes prodigaba consuelo y consejos, y ellas, como todas eran madres de familia, creían que yo, no teniendo hijos, no tenía penas. Pero cuando ellas se marchaban, me quedaba sola y pensativa, diciendo: —Esas infelices vienen a contarme sus penas creyendo que yo soy muy feliz. Y poco se pensaban ellas que, más de una vez, hubiera querido ocupar
su puesto porque, a decir verdad, yo no he padecido de esa enfermedad que se llama “celos” y únicamente les he envidiado sus momentos de placer. Yo bien comprendo que el tener hijos y no poderles dar pan ha de ser el infierno más horroroso que puede sufrir un espíritu, y por eso, cuando a mí se dirigía una de esas madres para hacerme confidente de sus desdichas, procuraba, por todos los medios posibles, favorecerla, y cuando me quedaba sola, daba gracias a Dios por no haberme dado hijos, lo cual proporcionaba a mi espíritu gran dicha y tranquilidad. Yo no tenía a nadie que me pidiera pan, pero en cambio tenía muchos amigos que procuraban que yo no careciera de nada. Más de una vez me habían sucedido escenas como la que acabo de relatar, y de momento, como si una mano protectora se cuidara de mí, yo encontraba mi óbolo centuplicado. Entonces yo, sin creer en los milagros, exclamaba: — ¡Padre!... ¡Ahora sí que me han dado una prueba de que todo lo ves!... Otras veces, cuando estaba más triste, venía alguna de mis amigas a contarme sus alegrías, y aquello me dejaba muy satisfecha, dando también gracias a Dios al ver que no todos
sufren en la Tierra, que también hay quien goza, que también hay hogares donde brilla el sol de la felicidad. Si la felicidad existe en la Tierra, ahora lo he visto mejor que antes, y esto depende de la misión que cada uno escoge al descender a ella. Como quiera que yo hubiera sido la nota discordante de muchos hogares, era más que justo que me sucediera todo lo que aconteció en mi última existencia. Es inútil pedir a Dios hijos si no hay espíritus dispuestos a descender entre vosotros, o bien que no seáis acreedores de tanta dicha, por motivos ignorados de momento, porque cuando estamos en la Tierra un velo nos oculta todo lo del espacio, siendo la causa de que siempre pidamos que se nos concedan los mayores imposibles. Yo no pensaba que todo lo que me decían no era más que para darme aliento, para que pudiera escribir. Así iba pasando el tiempo hasta que llegó la hora de la desencarnación de Luis, golpe mortal que recibió mi espíritu, que, si no hubiera sido por el consuelo y aliento del médium y su familia, yo no sé lo que hubiera pasado por mí. Pero como yo no me pertenecía, no tuve más remedio que hacer un esfuerzo de voluntad para seguir adelante y no dejar a mi numerosa familia huérfana de mis escritos. Se sucedieron tantas cosas con la separación de aquel ser, que mi organismo quedó abatido y marchito, cual las azucenas que se inclinan bajo la influencia funesta del vend
aval. Ya no tenía a quien comunicar mis impresiones porque me faltaba aliento, y Luis me lo daba porque él conocía el estado de mi organismo y aliviaba todas mis dolencias. En verdad os digo, que no hay en la Tierra otro ser que pueda sufrir más que yo, porque todo mi organismo estaba desequilibrado hasta el extremo de que un pequeño disgusto me dejaba inútil para mis trabajos. Yo comprendía que mi misión era trabajar, y por eso, cuando me veía imposibilitada, me desesperaba y lloraba en silencio. Pero como el que quiere derramar luz para bien de la Humanidad nunca está solo, y así yo lo comprendía, me reanimaba, porque cuando más aturdida estaba, me sentía una fuerza superior a mí y era cuando salían mejor mis escritos, por lo que daba gracias a Dios por su misericordia para conmigo. Un día, cuando estaba más pensativa, vino a visitarme una de mis antiguas amigas y me dijo: — ¡Amalia, es llegada la hora de que yo te pueda ayudar! ¡Ya siento la inspiración de los buenos espíritus! ¡Ya me hablan de cerca y me dicen que te podré prestar buenos servicios! Entonces no sé lo que sentí en mí, si era alegría o miedo. Porque siempre que se acercaba a mí un ser y me hablaba de mediumnidad, me asustaba, y yo, que no veía en mi amiga más que buena fe, no sabía cómo tornar su facultad y le dije: —Ten mucho cuidado con lo que tienes entre manos, porque tu buena fe podría perjudicarle y perjudicar a toda tu f
amilia. A lo cual ella me contestó: —No tengas miedo, que yo ya conozco bien lo que tengo entre manos y si tú supieras la felicidad que disfruto desde el día que siento la influencia de los invisibles no tendrías tanto miedo, y para que te convenzas, vendré todos los días a contarte mis impresiones y le persuadirás de que te podré ser útil algún día. Tan verdad fue, que su mediumnidad nocturna me servía para que yo no tuviera que evocar a los espíritus en mis trabajos, y esto era un gran alivio para mí, dado mi estado de precaria salud. En vista de este cambio de cosas, yo no cesaba de preguntar al padre Germán si habría peligro en mi segunda médium, y él me decía: — ¡No tengas miedo!, porque ese espíritu no ha cogido el fruto antes de sazón, y más de una vez servirá para todos. De esta forma íbamos siguiendo, ella inspirándose y yo trabajando, dando así consuelo a todos los que necesitaban. Mi primer médium me decía: — ¡Qué hallazgo hemos hecho! Ya no tendrás tanta necesidad de mí porque yo ya voy perdiendo las fuerzas y lo siento más por ti que por mí. ¿Qué sería de ti, si un día en un arrebato de mi enfermedad te quedaras sola? Pero yo no me conformaba con esta solución, porque de él había recibido tan hermosas enseñanzas y tan buenos consejos que, en verdad, con ellos me había regenerado. De mi segunda médium, hasta entonces, sólo había recibido débiles comunicaciones que servían de consuelo a los que estaban lejos. Mas como al hombre en la Tierra le está vedado el conocimiento del porvenir, yo no sabía lo que daría con el tiempo
aquella mediumnidad, pues el tiempo, que nunca se detiene y siempre sigue su
curso, es el que va poniendo en claro lo que, entonces, para nosotros estaba vedado. Cada día venía a visitarme y cada día me daba nuevas pruebas de su mediumnidad verdadera, porque ella no había soñado siquiera que me llegara a ser útil. Pues cuando me contaba lo que le sucedía de noche, lo hacía con miedo, mirando con cierto recelo mi rostro para ver, por la impresión que en mí hacía su relato, si aquello era una ilusión suya o una realidad. Como ella veía en mí a un ser inteligente respecto a la mediumnidad, no me ocultaba nada de lo que le pasaba, y yo iba de sorpresa en sorpresa al ver tal maravilla, y con lágrimas en los ojos le besaba con el mayor respeto y le decía: —Sigue, hija mía, sigue, que me estoy convenciendo de que tú nunca llegarás a ser juguete de espíritus obsesores. Entonces ella, por el respeto y confianza que yo le inspiraba, se entregaba con toda su buena fe, y era cuando con la cooperación de mi primer médium podíamos comprobar la realidad de aquellas comunicaciones. Recuerdo perfectamente que un día el espíritu encargado de mis trabajos me dijo: —No sólo en la Tierra, sino en el espacio te será útil. ¡Cuán grande fue mi alegría por haber hecho un hallazgo de tal naturaleza! Ya no me quedaría huérfana de comunicaciones. Pero me preocupaba mucho pensar en aquella frase del espíritu amigo: —No sólo en la Tierra, sino en el espacio te será útil. ¿Qué quería decir todo ello? Mucho me daba que pensar el que si yo tendría que partir pronto. Pero como a los espíritus nada está vedado, el espíritu del padre Germán, que leía en mi pensamiento, me decía: — ¡Cómo te acobardas, mujer, cómo te acobardas! ¿No comprendes que, por r
azón natural, ella, que es más joven que tú, tiene que quedarse en la Tierra, aunque tú tardes mucho en marchar? No te acobardes, que tienes bastante que hacer en el planeta. Hay muchos seres que te necesitan y tú aún tienes que trabajar mucho. Entonces me ponía tan contenta que me rejuvenecía y me decía a mí misma: —A trabajar, Amalia, que el que mucho debe es justo que aproveche el tiempo en bien de los demás. Todo esto me lo guardaba, para no dar importancia a mi segunda médium, porque es muy peligroso adular a los médiums por cuanto la vanidad está reñida con la virtud, y cuando un médium se envanece de lo que recibe de lo Alto, es cuando desaparece todo lo bueno y loable que podía atesorar y llega a ser víctima de espíritus rastreros y falsos, y por eso yo, al parecer, no le daba importancia alguna, aun cuando ella se desvivía diciéndome: — Los espíritus me dicen que te seré muy útil y a mí me parece que no es verdad, por eso dudo y temo ser engañada. Yo entonces le decía: —No temas, hija mía, que mientras no pidas nada para ti y si pidas todo para los demás, no se acercaran a ti fuerzas negativas. A lo que ella me contestaba: —Te hablo con toda sinceridad, Amalia. Yo no pido nada para nadie, sólo pido para ti, porque, como te veo tan animosa y con una voluntad de héroe para prodigar consuelo y a la vez con un cuerpo que
se niega a trabajar, efecto de tu decaído organismo, por eso mismo pido ser tu auxiliar y así la Humanidad no carecerá de tus consuelos que harto los ha de menester. ¡Pobrecita!... ¡Qué buena fe tenía entonces!... Así yo lo comprendía y le decía: — ¡Hija mía! Pensando de este modo, no temas ser engañada. ¡Qué hermosa misión cumple el espíritu que vive sólo para el bien! En medio de mis inquietudes, estaba yo un tanto más tranquila porque veía que, a medida que de día en día se iba apagando una luz, otra se encendía. Y en mis momentos de soledad, daba gracias a Dios al ver que no me abandonaba, convenciéndome, una vez más, de que cuando uno quiere hacer el bien no se le niegan los medios para practicarlo, y así me sucedía a mí. ¡Qué dolor sentía yo cuando veía al pobre de Eudaldo que, por más esfuerzos que hacía, no podía con su cuerpo!, y esforzándose me decía: —No te asustes, Amalia, no te asustes. Yo no me iré, yo no puedo irme, porque, ¿qué sería de ti? ¿Cómo te las arreglarías para tus trabajos espirituales? Como estoy convencido de que tú me necesitas, aun en medio de mis sufrimientos, tengo la esperanza de que no me iré. Pobrecito, ¡cómo se engañaba! ¡No sabía él que todos los adagios se cumplen!, y hay uno que dice: A rey muerto, rey puesto, y tal sucede cuando llega el fatal instante,
aunque, en un momento dado, parece que en realidad todo ha terminado. Así íbamos pasando día tras día, cuando él acordó venir a vivir en mi hogar porque ya no se veía capaz de acudir, con la presteza que siempre lo había hecho, cuando yo le llamaba. Por fin, un día me dijo: — ¡Amalia! ¿Sabes lo que he pensado? Que tú estás muy sola y yo estoy muy enfermo, y que habitando contigo aprovecharemos los momentos que tenga de lucidez y a la vez mis hijos, que ya son mayorcitos, me cuidarán y te servirán de compañía No encontré mal su plan y así le dije: —Cuando quieras y lo más pronto posible, porque de este modo no tendrás que sufrir tanto para ayudarme en mis trabajos. Convinimos y vino a vivir conmigo en compañía de un hijo y una hija que tenía, a quienes yo quería mucho porque los había visto nacer y crecer. ¡Cómo no quererlos, pobrecitos! Habían compartido conmigo todas sus alegrías infantiles, y más tarde, cuando tenían algo que les molestaba y temían decírselo a su padre, corrían hacia mí para que yo les librara del peligro que corre la juventud cuando hace travesuras que no son del agrado de los autores de sus días. Yo, entonces, cumpliendo con mi deber todo lo arreglaba, y ellos, agradecidos, se echaban en mis brazos y me bendecían. ¡Qué hermosa
es la bendición de los seres que entran de nuevo en la vida que, como no conocen los escollos, se encuentran sin saber cómo salir! Comprendiendo yo el bien que hacía en salvarlos no les negaba mi apoyo, dando gracias a Dios porque ya podía representar el papel de madre de los hijos de un hombre a quien tanto debía. El tiempo que Eudaldo estuvo en mi compañía fue tan corto, que comprendí en seguida que no era él quien, motu propio, había venido, sino que una fuerza superior le había impulsado para que realizara su propósito de acabar sus días en mi compañía y dejar bajo mi amparo aquellos seres que eran toda su ilusión, porque Eudaldo era un padre como pocos hay en la Tierra. Fue muy justo que “fuerzas invisibles” impulsaran a quien tanto se había desvivido para ser su fiel instrumento y que en señal de gratitud, viendo ya su tumba abierta, le inspiraran la idea de venir a habitar conmigo, y junto a él, aquellos dos seres que tanto quería. Hasta que llegó el día en que el fantasma de la “muerte”, que tanto aterra a la Humanidad, hizo que en la Tierra todo terminara pa
ra él. ¡Qué
momentos más amargos para mí! Me parecía que el sol ya no alumbraba y que todo había quedado envuelto en el silencio de la “muerte”. Mucho sentimiento tuve con la “muerte” de Luis, porque le quería de verdad, pero la pérdida de Eudaldo me hizo huérfana de un hermano cariñoso, dejándome en herencia un sagrado deber a cumplir. Me quedaban sus hijos y yo no sabía de qué manera podríamos vivir juntos. Mas como Dios es justo, cuando queremos hacer el bien encontramos siempre los medios para salir del paso. Cuando más abismada estaba en mis meditaciones, me asaltó una idea, y fue la de poner en venta todos mis libros para poder hacer frente a tan triste situación, sin que por eso me faltaran penas y sufrimientos. Pero al menos tenía solucionado el primer problema, y emprendimos una nueva vida de aquellas en que uno mismo no sab
e ni cómo la pasa ni si la podrá continuar. A mi alrededor todo estaba oscuro y silencioso. Yo no sabía qué determinación tomar y me decía a mí misma: — ¿Qué haremos ahora del Centro? Como mi deseo era ver si hallaba medio de que continuara funcionando para bien de todos, mandé llamar a algunos espiritistas que me inspiraban confianza para que me aconsejaran lo que tenía que hacer respecto al Centro. Fue un verdadero fiasco. Uno se miraba a otro y se encogían de hombros sin darme contestación alguna satisfactoria, y viendo yo que los hombres no daban solución a aquel conflicto, hice venir a mi segunda médium, que me dijo: —No temas, Amalia, que lo que los hombres no resuelven, Dios se cuidará de hacerlo resolver. Ten ánimo y fe y no desmayes, porque yo siento una voz oculta que me dice que el Centro volverá a ser lo que era. Yo en aquellos momentos, lo confieso, perdí la fe, por que, ¿cómo habían de volver a mí los que ya se habían alejado? Y dirigiéndome a la médium, le dije: — ¡Hija mía!... Si yo tuviera recursos para poder sostener este Centro, no digo que los “invisibles” no tuvieran razón, pero como esto es un imposible, desde hoy mismo mandaré a buscar otra casa donde mis fuerzas lleguen para poder pagar. Al oír mi solución la médium se marchó cabizbaja y disgustada al yerme tan resuelta a no escuchar a los “invisibles”, y aún no había llegado a
su casa, cuando recibí la visita de una Comisión del Centro Barcelonés que venía decidida a prestarme su apoyo. Entonces comprendí perfectamente que los “invisibles” tenían razón y les pedí mil perdones por haber desoído un momento sus consejos. Ya se había abierto otra puerta. ¿Dónde me conduciría? No lo sabía, pero era dar tiempo al tiempo, porque, como de un momento a otro las circunstancias cambian, yo pensaba: — ¡Quién sabe si esto es para esperar cosas mejores! Y como ya hacía tiempo que por la médium me venían anunciando la llegada de un opulento espiritista, decidí esperar el resultado. Mi pobre Centro se quedó al igual que una frágil barquilla en medio del océano en un día de tempestad. Los unos lo dejaban, los otros lo tomaban, sufriendo los embates de la indiferencia de los hombres. Yo allí no representaba nada y nadie sabe lo que se sufre cuando uno ve lo suyo en poder de seres que ni lo quieren ni lo entienden. Así pasaron algunos meses sin saber dónde íbamos a parar. Mi organismo, harto delicado, iba agravándose cada día más. Cuanto más me medicaba peor me encontraba. Bien comprendía yo que todos cuantos se proponían curarme no entendí
an mi enfermedad, y de esta manera se iban acabando mis fuerzas y agotándose mis energías, comprendiendo yo misma cómo mi organismo se doblegaba y se iba quedando sin aliento. Tenía ya tantos años, que aquello me parecía natural, mas como todas mis amigas me querían tanto, no estaban con formes en que yo me “marchara”, y mi segunda médium no cesaba de aconsejarme que llamara al médico que visitaba a su madre. Mas yo no hacía caso, porque, a la verdad, tenía miedo de entregarme en manos de un hombre que no pertenecía a nuestro ideal y ella, comprendiendo todo lo que pasaba por mí, me decía: —Mira, Amalia, aunque nada me digas, ya sé que tienes reparo, pero como yo te quiero tanto y conozco mucho al médico, te garantizo que puedes entregarte con toda con fianza, que él te mirará como si fueras su madre. Te hablo así porque yo misma le he visto visitar a enfermos pobres y los trataba con el mismo interés y cariño que si d
e ellos pudiera sacar un caudal. Tal fue su empeño, que se puso de acuerdo con la muchacha que me servía, consiguiendo sitiarme, y yo no tuve más remedio que rendirme y acceder a su demanda. ¡Qué impresión sentí al ver por primera vez a mi buen doctor! Como yo tenía desarrollada esa mediumnidad de comprender y juzgar a las personas a la primera vez que las trataba, ningún trabajo me costó comprender que poco era lo que habían dicho en favor de aquel ser. ¡Con qué respeto me escuchaba! ¡Con qué cariño me trataba! Con la sonrisa en los labios me dijo: —No tenga usted cuidado, señora. Si los que la rodean me ayudan, yo le pondré a usted bien. Entonces, un antiguo espiritista lo tomó a pecho y reunió a todas mis amigas, a quienes dijo: —La vida de Amalia depende de nosotros, según ha dicho el doctor, así
es que ni de día ni de noche se le puede desamparar un momento, para lo cual cuento con ustedes, porque estoy convencido de que ninguno se negará a velarla. ¿Cómo negarse, ¡pobrecitas!, si me querían de verdad? Acordaron, y así fue, que cada día y por turno viniera una por la noche, sacrificio que duró durante ocho meses consecutivos, sin que ni una noche me quedara sola. ¡Qué contento estaba mi buen doctor al ver que todos sus esfuerzos darían el resultado apetecido! Tan fielmente se cumplieron sus prescripciones, que yo pude triunfar de aquella enfermedad que me tenía atada de pies y manos. Durante este tiempo crítico, mi pobre Centro se reanimó porque vino uno de los médiums del Centro Barcelonés y me dijo: —Amalia, si usted quiere, yo no la abandonaré.
Yo me presto de buena fe a ser el méd
ium de este Centro. Agradecida a tan espontáneo ofrecimiento, le dije: —Hijo mío, yo no quiero que por mí, si es que allí te necesitan, los abandones. A lo que él me respondió: —No, no. Es que quiero retirarme de allí en definitiva, tanto si usted acepta como si no acepta mi proposición. Yo, entonces, me quedé muy agradecida y le dije: —Te entrego mi Centro. Entonces él y su esposa, una de las que me velaban, seguían al frente del Centro. Pero como yo no había venido a la Tierra para gozar, sino al contrario, para sufrir, una vez restablecida de mi enfermedad hubiera sido demasiado feliz si aquellos dos seres que salieron a mi encuentro hubieran sido “espíritus” afines. Pero por desgracia no lo eran y se fueron luego complicando las circu
nstancias de tal manera, que tuvimos que separarnos, porque se llegó al extremo que mi voz y mi autoridad les molestaba. Este contratiempo hizo que yo tomara una resolución enérgica, y en este arranque de mi espíritu, no me di cuenta del abismo que se abría a mis pies. Pero como mi espíritu no estaba acostumbrado a retroceder, ni por un momento se arrepintió, y entregándome a la voluntad del Padre, exclamé: — ¡Ahora sí que, en verdad, sucumbirá mi pobre Centro! Pero no fue así, porque el médium que me había brindado su apoyo no me abandonó, y como tantas y tantas veces había yo recurrido a mi segunda médium, en casos de apuro, y aquél era uno de los más grandes que había encontrado en mi camino, le dije: —Amiga mía: entrégate de buena fe y cuéntame todo cuanto te digan los “espíritus”. Y así lo hizo, ya que por entonces aún no se le había desarrollado su segunda mediumnidad, que era la parlante,
y como recibía de lo Alto y directas las instrucciones, me dijo: — ¡Amalia! Me dicen que no seas cobarde, que esto ha pasado porque así tenía que suceder, y que las pequeñeces de los hombres en nada influirán en la marcha de tu Centro. Y me dicen, además, que de hoy en adelante recobrará nueva vida porque se desarrollará una nueva mediumnidad que es la que ha de sostener el Centro por mucho tiempo. Todo se cumplió al pie de la letra, pero me había olvidado decir que, en el transcurso de mi enfermedad, el tan anunciado millonario espiritista llegó, para mí, en una situación tan crítica que casi de nada me sirvió, porque, en aquel lapso de tiempo, yo no me pertenecía. Siempre tenía miedo de ofender a quienes me rodeaban, por cuyo motivo a ellos recomendé tan digno hermano. — ¡Infelices! Poco sabían cómo se tenía que tratar aquel gran personaje, y pronto conoció que los que le rodeaban ni conocían ni respetaban ese hermoso Ideal que le había atraído a mi lado. Cuando a mí se dirigía, yo no le daba muestras de comprender todo lo que él pensaba. Y como mi afán no era buscar su “oro”, me hacía la desentendida. ¡Cuánto sufrió mi pobre espíritu al comprender que en vez de aprovechar la ocasión para dar vida a mi pobre Centro, la despreciaba por un exceso de cobardía! Tan sólo un día, después de muchos exhortos por su parte, pues todo era preguntarm
e “de qué carecía”, yo le dije: —Estoy tan acostumbrada a sufrir y a carecer de todo, que en este momento me considero rica. Y es porque me veo rodeada de seres que piensan en mí, y entre éstos te encuentras tú. Como yo sé que eres muy amante de la enseñanza de la infancia, mucho me gustaría que montaras una escuela en mi Centro. No se hizo rogar. Tan pronto se lo pedí, la escuela se puso en marcha, figurando al fre
nte de ella una antigua amiga mía, una digna profesora que no sólo enseñaba a los niños a leer y escribir, sino que les inculcaba el amor y respeto que debían a sus mayores y entre sí, considerando a todos como hermanos. Era mi amiga una espiritista convencida y amante de la verdad. Y como esta escuela no tenía el nombre de “escuela espiritista”, siendo el afán de su fundado inculcar al niño la moral y educación que necesita el niño pobre para desarrollar sus sentimientos para que el día de mañana sea modelo de virtud, ella era la más
indicada para llevar a cabo este trabajo, como lo demostró en su buena marcha. Poquito a poco me fui restableciendo de mi enfermedad y pude volver de nuevo a mis antiguas tareas. ¡Qué razón tenían los espíritus cuando en los momentos de abatimiento me llamaba cobarde! — ¿No ves que tienes que trabajar mucho? —me decían, y era verdad por más que yo no lo creía. Cuando todo marchaba bien, vino otra vez ese furioso oleaje de la contrariedad que casi me derrumbó otra vez, como en otra o
casión, mi pobre baluarte, mi pobre Centro. La causa fue que el fundador y mantenedor de la escuela tuvo que subir las gradas de una clínica para que le operaran de una antigua dolencia, con tan mala suerte, que sucumbió en dicha operación. ¡Otra vez mi pobre “nave” se quedó a merced de las olas! Tuvo que cerrarse la escuela y, con ella, la esperanza de poder continuar el Centro. ¡Pobre Centro mío! ¡Cuánto sufrí por él! Sus altas y bajas eran los dardos que se clavaban en mi pobre espíritu. Para mí todo había y
a terminado. ¿De qué habían servido tantas comunicaciones anunciándome la llegada de tan buen hermano? ¿Es que yo no sabía aprovechar esta ocasión, o es que mi espíritu se empeñaba en no querer gozar? Ahora, desde el mundo de los espíritus, veo que lo segundo es la verdad, porque cuando un espíritu desciende a esa penitenciaría con el solo propósito de encontrar espinas, cuando se le presenta una flor, la desconoce por completo y la echa al olvido. Tal me sucedió a mí. Yo no había venido a gozar, vine a saldar una de esas deudas que tanto molestan al espíritu cuando se encuentra en estado libre. ¡Cuán justo es Dios! ¡Qué grande es su providencia! Uno mismo es el que se condena o se salva, y así me pasó a mí, pues si bien en mi última existencia no había podido gozar por faltarme la salud, en cambio pudo sobrarme el “oro”, que es lo que en la Tierra hace “felices” a los humanos. Pero mi espíritu, cuando se encontraba cerca de ese peligro, se asustaba, y éste es el motivo por que yo cometía la mar de torpezas al despreciar las ocasiones en que me lo brindaban, y así mi espíritu volvía a quedar tranquilo viendo que carecía de todo. Porque yo, como los d
emás, pensaba en algunos momentos que, si hubiera sido rica, hubiera empleado bien mi fortuna, pero ahora veo que no habría sido así, que habría retrocedido, al punto que, así como faltándome todo sólo pensaba en los pobres y sufría por no poderles ayudar, entonces quizás no hubiera frecuentado con ellos por el orgullo que da la riqueza en la Tierra. Nuestro espíritu no progresa dando el óbolo al mendigo, sino sufriendo en silencio por no poderle socorrer, y en este caso me hallaba yo. ¡Cuánto sufría, cuando a mí llegaban seres pidiéndome auxilio y más cuando estaban en la creencia de que yo lo podía hacer, encontrándome completamente triste es trabajar mucho y que el trabajo no produzca para ilitada de darles nada, por ser yo tan pobre como ellos! ¡Cuánto sufría! Sufría más que ellos, porque ellos sufrían por su situación y yo sufría al pensar que estaban en la convicción de que yo podía hacerlo. Y así pasé un “infierno”, sin que nadie lo comprendiera. En cambio, cuando a mí se acercaba un rico con las atenciones que le merecía mi pluma, le contemplaba y me daba tanta lástima, que no me atrevía a pedirle nada, porque frente a frente de él me veía yo tan rica que todo mi afán era darle la riqueza de mi espíritu, sin pensa
r que él me pudiera haber dado la felicidad
material para recreo de mi cuerpo. Por toda respuesta les decía que mi pluma daba mucho consuelo, pero que a mí no me daba ni lo más necesario para el sostenimiento de la vida, y entonces ellos, al igual que el que hace una limosna, me entregaban pequeñas cantidades para que pudiera continuar mi trabajo, cantidades que yo recibía con el rubor en el alma y que me hacían exclamar: — ¡Padre mío! ¿Por qué no haces que yo pueda vivir de mi trabajo? ¡Cuán atender las más apremiantes necesidades de la vida! Al ver tantos desengaños es cuando llegué a convencerme de que mi misión era la de pedir limosna, y ahora es cuando veo clara la verdad de por qué, por más esfuerzos que hacía, siempre me encontraba en la misma precaria situación. Hay un adagio que dice: Bienvenido seas, “mal”, si vienes solo, porque no tenía yo bastante con lo que me pasaba, que venía a colmar mis desdichas la suerte de mi pobre Luz del Porvenir, que tuvo que desaparecer por falta de suscriptores, debido a que, por aquel entonces, en España los hombres estaban poco acostumbrados a leer. Y así iba yo cumpliendo mi misión, llegando a convencerme de que en esta existencia no podría complacer a los necesitados, que era lo que más apesadumbraba a mi espíritu. ¡Qué triste es para el espíritu el verse impotente de hacer
su voluntad, y más cuando a uno se acercan todos los seres que sufren pensando encontrar alivio a sus penas! ¡Qué momentos más amargos se pasan, cuando uno se encuentra solo, con el recuerdo de los que sufren y no se les ha podido socorrer! Esto mismo me sucedía a mí, porque no basta pertenecer a un ideal, cuando no se practica la caridad. Cuando más abatida estaba, llegaba a mí el recuerdo de las comunicaciones, y entonces, como el que despierta de un letargo, me levantaba y daba gracias a Dios por tan grato recuerdo. Lo confieso con toda sinceridad, si no hubiera sido por el Credo que profesaba y los consejos de los buenos espíritus, yo no hubiera podido soportar mi cruz. Más de una vez, cuando me hallaba en esta situación, llegaba mi segunda médium, y como siempre le tenía trabajo guardado, esto me distraía. Porque la verdad es que en la Tierra las penas ajenas amenguan las nuestras. Y como todo el afán de la médium era preguntarm
e qué es lo que quería, y corría a mi despacho a buscar lo que tenía guardado y se lo leía. ¡Con qué atención me escuchaba! Parecía, en aquellos momentos, que no pertenecía a la Tierra, y cuando dejaba aquella actitud, me decía: —Pide, que todo c
uanto tú quieras me darán los espíritus. Yo, entonces, daba gracias a Dios porque aún había en la Tierra un alma que deseaba servirme, y sirviéndome a mí servía a los desgraciados. Así iba pasando los días de mi calvario porque, en aquel entonces, yo casi no podía salir de casa por estar muy decaído mi organismo. A no haber sido por la correspondencia que tenía de mi numerosa familia espiritista, hubiera estado enterrada en vida. Mas no era así, porque cada vez que recibía una carta de uno de mis hermanos y por su contenido veía que aún podía serles útil prodigándoles consuelo, entonces me rejuvenecía y le pedía al Padre que alargara mi existencia, si era que yo podía servir de faro y consuelo a las almas doloridas, y parecía que oía una voz misteriosa, pero dulce, que me decía: — ¡Pide, Amalia! Pide que todo cuanto necesitarás te será otorgado. Y por eso no me faltaban nunca elementos para prodigar consuelo y dar luz a los ciegos de entendimiento. Pobre, muy pobre es el concepto que los humanos tienen del espaci
o, porque, cuando estamos en la Tierra, aunque se nos conceda todo lo que pedimos somos tan ingratos, que no lo queremos reconocer y todo nos lo apropiamos como nuestro. Pero cuando se llega a la vida de verdad, cuando se vive en esas moradas donde me encuentro yo ahora, entonces es cuando uno está enfrente de la realidad y dice: — ¡Qué descuidado se vive en la Tierra cuando se desconocen las fuerzas ocultas sin las cuales sucumbiríamos a la mitad de la jornada! Como yo cuando estaba entre vosotros no las desconocía, aunque no en el grado que ahora las conozco, por esta razón pude llegar a cumplir la misión que llevé a la Tierra. Ahora comprendo perfectamente que en una existencia como la mía, si yo no hubiera tenido más de una fuerza protectora, habría sucumbido en la mitad de mi camino. Pero cuando se viene a saldar el pasado, cuando el espíritu voluntariamente se dispone para querer sufrir, todas las espinas que encuentra en su camino le parecen pocas. El cuerpo gime y llora, y el espíritu goza como yo estaba plenamente convencida de lo poco que valía mi organismo y de los goces que en la Tierra no se puede apreciar. Esa especie de
disparidad entre el cuerpo y el espíritu es incomprensible para el hombre. Y si para comprender algo se necesita de una fe a toda prueba, yo tenía esa fe, pero entiéndase bien, una fe razonada, porque fuerzas de las cuales disponía. En momentos dados, comprendía perfectamente que aquella fuerza era desconocida y no había más remedio que rendir tributo de admiración al que todo lo puede, a esa fuerza desconocida llamada Dios. Nombre único que hasta el presente le han dado las humanidades y que más tarde, cuando la ciencia esté en su verdadero desarrollo, dejará de ser, sustituyéndolo por otro más adecuado. Entonces, los hombres, estudiando la verdadera ciencia, analizando esa fuerza prote
ctora, le darán su verdadero nombre, porque hasta el presente no ven los hombres en El más que un ser que hace y deshace a su antojo. Pero la razón se abrirá paso, y será cuando la ciencia, juntamente con el amor, ambos pondrán las cosas en su verdadero lugar, y entonces será cuando se derrumbarán los ídolos de la hipocresía y de la mentira. Sólo ese faro que ahora empieza a alumbrar y que se llama Espiritismo es el único que tiene la clave de cambiar el malestar de ese planeta. ¡Paso a la luz, porque la luz del Espiritismo, comprendido razonablemente, es la única que puede cambiar la manera de ser del hombre! ¡Bendito seas, Espiritismo, que por ti he luchado y por ti he vencido! Si no te hubiera encontrado en mi camino, ¿qué hubiera sido de mí, pobre mendigo de la Tierra? Mi alma, cubierta de harapos, se presentó en ese planeta donde nada me sonreía a mi llegada. Triste fue mi entrada en la Tierra, como llena de flores mi partida al espacio. ¿A quién debió mi alma esas flores? A mi hermoso Ideal. Sin él, toda mi existencia hubiera sido un calvario de amarguras, y sólo él fue quien endulzó la copa convirtiéndola en ese líquido divino lla
mado fe que cuando el hombre no puede más, lo acerca a sus labios y una sola gota le reanima y le ayuda a luchar y a vencer. Poco es lo que digo, para lo mucho que me ha dado mi hermoso Ideal. A él se lo debo todo. Hoy ya no sufro, ya no lloro, hoy sólo vivo para los que me necesitan. Ya he ganado un sitio desde donde puedo ver a todos los seres que luchan por su progreso y vengo a ellos cuando tienen necesidad. ¡Bendita mil veces, ciencia divina! Si todos los que cobijas bajo tu manto te comprendieran como yo te comprendí, la Tierra se transformaría en un Edén, donde los hombres ya no sufrirían las ingratitudes de los demás, ya no llorarían sino un pasado, pero todo cuanto les rodearía les haría grata su expiación. En esta profunda meditación me pasaba yo tantas y tantas horas, cuando salía de uno de esos pasos borrascosos de la vida y cuando ya en un momento de calma estudiaba mi pasado, comprendía perfectamente las fuerzas que me rodeaban, y era cuando se acrecentaba mi fe y se elevaba mi espíritu a esas regiones desconocidas para mí, donde me rejuvenecía para volver a luchar y vencer. Así se pasaban los meses y los años, y mi pobre organismo iba decayendo. Mi cuerpo pedía descanso y mi espíritu no lo quería, pero como por ley natural llega el plazo prefijado, así llegó el mío. Durante el curso de mi enfermedad, todos los seres que rodeaban mi lecho me querían de verdad, disputándose el puesto que, decían, les correspondía, para estar más cerca de mí. Y yo, comprendiendo su cariño y el afán q
ue tenían de alargar mi existencia, daba gracias a Dios, porque no es poco llegar a ser querido por seres que en la Tierra no nos une ningún lazo de familia. ¡Cómo se afanaban los pobrecitos en llamar a los invisibles para que les dijeran que tardaría en llegar la hora de mi partid
a! En más de una ocasión habían recibido el mensaje por medio de la comunicación de que aún no había llegado el vencimiento de mi plazo. Mensaje que les tranquilizaba mucho, y llenas de júbilo y animosas venían a contármelo. A decir verdad, yo no quería partir porque, entonces más que nunca, me veía querida de veras, y como yo siempre había carecido de la felicidad de ser amada, en aquellos momentos, para mí tan gratos, me encontraba tan bien en la Tierra, que no creía que hubiera dicha mayor para mi espíritu. Cuando analizaba las comunicaciones que mis amigas obtenían en secreto, en todas encontraba el mismo tema: que aún no era hora. Sin duda no había trabajado lo bastante para ganar lo que mi espíritu quería. Y era la palma que recogen los héroes cuando regresan del campo de batalla y que mi espíritu se había propuesto ganar en esa existencia de amarguras. Respecto a la palma que en tantas comunicaciones me habían anunciado los invisibles, cierto día y cuando menos lo pensaba, se presentó una renom
brada espiritista, la esposa de mi buen amigo Serrillosa, que ignoraba lo de la referida palma, porque vivía muy lejos de nosotros, y me dijo: —Amalia: viene conmigo una médium que dice que te dará todo cuanto te corresponde. Y en efecto, se puso la médium a trabajar en mi presencia y tomando lápiz de diferentes colores trazó en el papel una hermosa palma y me dijo: —Me dictan los invisibles que esta palma es suya, que ya la tiene bien ganada. Difícil es describir qué es lo que pasó en mí en aquel momento. Una lucha terrible de impresiones entre las que se abismaba mi espíritu pasando del temor a la alegría. La palma tan anunciada por mi segunda médium, había llegado en el momento que se me había concedido. Y comprendiendo yo perfectamente que aquel símbolo anunciaba mi partida, exclamé: —Ahora sí que he concluido mi tarea, termino felizmente mi campaña, señal inequívoca era que mi cuerpo ya no podía más. ¡Qué doloroso es
p
ara el ser que se ha impuesto deberes, el haberlos de dejar! Yo, en momentos de lucidez, hablando conmigo misma, me decía: — ¿Qué harán estos infelices después de mi “muerte”? Pero como no hay quien detenga a la ley, ésta va siguiendo su curso y llega el momento “fatal”, y digo “fatal” porque el hombre en la Tierra está convencido de que nada se pierde después de la transformación. Siempre se ve que lo que nos cubre el mañana hace que dudemos de la verdad, y esto mismo me sucedió a mí. Esperando el desenlace me rodeaban todos y se decían entre sí: —A ver si con nuestras lágrimas la podremos detener. Porque bien comprendían, aunque jóvenes, en la orfandad que quedaban. Parece imposible que, cuando el organismo está pasando una crisis tan grande, el espíritu, perfectamente y con toda lucidez, se aperciba de todo lo que le rodea. De ahí viene que, cuando el espíritu rompe los lazos que le unen al cuerpo, los guías y amigos de uno mismo lo envuelven con su manto fluídico para que no se aperciba de aquel crítico momento. Y pasada la primera impresión, cuando todo en la Tierra vuelve a estar en su verdader
o lugar, nos descorren el velo y nos dejan contemplar aquellos lugares tan queridos por los recuerdos que de ellos tenemos. Porque cuando uno ha sufrido y llorado mucho en el santuario de su hogar, en santuario se transforma para dejarnos contemplar lo provechosa que ha sido aquella existencia de amarguras. Cuando en la Tierra estuvo todo en su verdadero lugar, fue cuando yo, al igual que la paloma mensajera, volví a mi verdadero palomar sin quererme mover de allí, aunque es taba plenamente convencida de que nadie me veía ni oía, pensando tan sólo que aún les podía ser útil y así era en realidad. Entonces comprendí que mi pobre Centro iba a sucumbir, y fue cuando, haciendo un esfuerzo de voluntad, pedí al que todo lo puede que no permitiera que sucediera. Y en el mismo instante oí una voz grave y lejana que solemnemente me prometió que podía partir de aquellos lugares sin temor alguno, porque mi Centro quedaría bajo su tutela. Al oír esta promesa, yo no sé lo que pasó por mí... ¡No puedo más!... Aquí termina el manuscrito de un espíritu que vino a la Tierra con grandes deudas y partió algo limpio de conciencia.
¡Adiós! 10 de julio de 1912
Escribo unas lineas para darte las gracias por el reconocimiento y valor que temereces:
Escribiendo esta parte de su Autobiografia desde el Mundo Espiritual: Amalia nos da una leción de Fe y Amor y Humanidad, cuando esta dictando este magnifico pergamino, de temor, dolor y fe y de mucho amor ha Dios. y contar todo lo que vino hacer a la Tierra su existencia tan dolorosa, saco fuerzas de su gran espiritu para concluir todo el lastre que traia de otras existencias. y supo llegar hasta el final como ella se lo merecia como una Gran Señora del Espirítismo: a la que no mecanso de darle las gracias por ser tan baliente y por sus obras que son maravillosas:
y aprendamos aser buenos espiritas y seguir tus pasos y que podamos fortalecer tu estar: y podamos con la luz del progreso estar a tu lado cuando nos toque marchar al Mundo Espiritual:
Mucha Paz con nuestro Maestro Jesús
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