CAUSAS QUE MOTIVAN EL MIEDO A LA MUERTE
El hombre cualquiera sea su grado de adelanto, aun en estado
salvaje, posee el sentimiento innato del futuro. Su intuición le dice que la muerte no es el fin y que aquellos que nos han dejado no están irremediablemente perdidos para él. La creencia en el porvenir es intuitiva y muchísimo más generalizada que la del nihilismo. ¿Por qué motivo, entonces, quienes creen en la inmortalidad del alma están tan apegados a las cosas terrenales y temen tanto a la muerte?
El miedo a la muerte es un efecto de la sabiduría de la providencia y una consecuencia del instinto de conservación, inherente a todos los seres vivos. Este temor es necesario en tanto el hombre no comprenda con absoluta claridad las condiciones de su vida futura y ellos le sirva para refrenar el impulso que, de no ser controlado, lo llevaría a dejar la vida terrestre prematuramente y a descuidar el trabajo que debe realizar en la. Tierra para su propio adelanto. Por esta razón el porvenir es para los seres primitivos una vaga intuición, más tarde una esperanza y luego una certeza, aunque siempre equilibrada por un secreto apego a la vida corporal. A medida que el hombre comprende mejor la vida futura, el temor a la muerte decrece, pero al mismo tiempo, al comprender más cabalmente su misión en la tierra, espera su fin con más calma y resignación y sin temores. La certeza en el porvenir imprime un curso distinto a sus ideas, una finalidad diferente a su labor. Antes de tener esa certeza, trabajaba con la vista exclusivamente puesta en el momento presente: al adquirirla, su trabajo mira hacia el futuro pero sin descuidar el presente, ya que no ignora que su porvenir depende de la dirección que tome su presente. La seguridad de volver a encontrar a sus amigos después de morir, certeza de poder retomar las relaciones interrumpidas, el hecho de saber que el fruto de sus esfuerzos le valdrá y que cuando haya logrado en inteligencia y perfección no estará perdido todo ello le otorga paciencia para saber esperar y valor para soportar las fatigas momentáneas de esta vida terrenal. La solidaridad que ve establecerse entre los muertos y los vivos le hace reflexionar acerca de la que debe exirtir entre los vivos, la fraternidad adquiere valor ante sus ojos y la caridad se convierte en una meta presente y futura. Para liberarse del temor a la muerte, hay que poderla entender a ésta como es realmente, es decir penetrar con el pensamiento en el. Mundo Espiritual y abarcarlo de la manera más completa. Tal actitud denota un cierto grado de adelanto espiritual y una derterminada aptitud para desembarazarse de la materia; quienes no tienen un progreso suficiente, seguirán prefiriendo la vida material a la espiritual, el hombre que sólo ve lo exterior, cree ver vida únicamente en el cuerpo mas la verdadera vida está en el alma, al morir el cuerpo ante sus ojos todo está perdido, y entonces se desespera. Si en lugar de concentrar su pensamiento sobre el vestido exterior lo fijase en el origen de la vida, en el alma, que es el ser real que sobrevive a todo, se dolería menos de su cuerpo, origen de tantas miserias y dolores. Pero para esto se necesita una fuerza que el espíritu sólo adquiere con la madurez. El temor a la muerte procede, pues, de la insuficiencia de las nociones de la vida futura, pero manifiesta la necesidad de vivir, y el miedo de que la destrucción del cuerpo sea el fin de todo está provocado por el secreto deseo de la supervivencia del alma, todavía semioculta por la incertidumbre.
El temor se debilita a medida que la certeza se forma, y desaparece cuando la certidumbre es completa. He aquí el lado providencial de la cuestión. Era prudente no deslumbrar al hombre cuya razón no era todavía lo bastante fuerte para soportar la perspectiva, demasiado positiva y seductora, de un porvenir que le habría hecho descuidar el presente, necesario a su adelantamiento material e intelectual. Este estado de cosas es mantenido y continuado por causas puramente humanas, que desaparecerán con el progreso. La primera es el aspecto bajo el cual está representada la vida futura, aspecto que bastaría a inteligencias poco adelantadas, pero que no puede satisfacer las exigencias de la razón de hombres que reflexionan. Luego, refieren estos, si se nos presentan como verdades absolutas principios contradictorios por la lógica y los datos positivos de la ciencia, es que no son tales verdades. De aquí, en algunos, la incredulidad, y en muchos, una creencia mezclada con la duda. La vida futura es para ellos una idea vaga, una probabilidad más que una certidumbre absoluta. Creen en ella, quisieran que así fuese, pero a pesar suyo dicen: “Sin embargo, ¿y si no fuese así? El presente es positivo, ocupémonos de él por de pronto, el porvenir vendrá por añadidura.” Y después, dicen: “¿Qué es en definitiva el alma? ¿Es un punto, un átomo, una chispa, una llama? ¿Cómo siente, cómo ve, cómo percibe?” El alma no es para ellos una realidad efectiva, sino una abstracción. Los seres que les son amados, reducidos al estado de átomos en su pensamiento, están, por decirlo así, perdidos para ellos, y no tienen ya a sus ojos las cualidades que los hacían amar. No comprenden ni el amor de una chispa, ni el que se puede tener por ella, y están medianamente satisfechos de ser transformados en nómadas. De aquí el regreso al positivismo de la vida terrestre, que tiene algo de más sustancial. El número de los que están dominados por estos pensamientos es considerable.
Otra razón que une a los asuntos de la materia a los que creen más firmemente en la vida futura es la impresión que conservan de la enseñanza que se les dio en la niñez. El cuadro que de ella hace la religión no es, hay que convenir en ello, ni muy seductor, ni
muy consolador. Por un lado se ven las contorsiones de los condenados, que expían en los
tormentos y llamas sin fin sus errores de un momento, para quienes los siglos suceden a los siglos sin esperanza de alivio ni de piedad. Y lo que es todavía más despiadado para ellos, el arrepentimiento es ineficaz. Por otro lado, las almas lánguidas y atormentadas en el purgatorio esperan su libertad del buen querer de los vivos que rueguen o hagan rogar por ellas y no de sus esfuerzos para progresar. Estas dos categorías componen la inmensa mayoría de la población del otro mundo. Por encima se mece la muy reducida de los elegidos, gozando, durante la eternidad, de una beatitud contemplativa. Esta eterna inutilidad, preferible sin duda al no ser, no deja de ser, sin embargo, una fastidiosa monotonía. Así se ven, en las pinturas que representan los bienaventurados, figuras angelicales, pero que más manifiestan hastío que verdadera dicha. Este estado no satisface ni las aspiraciones, ni la idea instintiva del progreso que sólo parece ser compatible con la felicidad absoluta. Cuesta esfuerzo concebir que el salvaje ignorante, con inteligencia obtusa, por la sola razón de que fue bautizado, esté al nivel de aquel que llegó al más alto grado de la ciencia y de la moralidad práctica, después de largos años de trabajo. Es todavía más inconcebible que un niño muerto en muy tierna edad, antes de tener la conciencia de sí mismo y de sus actos, goce de iguales privilegios, por el solo hecho de una ceremonia en la que su voluntad no tiene participación alguna. Estos pensamientos no dejan de conmover a los más fervientes, por poco que reflexionen. El trabajo progresivo que se hace sobre la Tierra, no siendo tomado en cuenta para ladicha futura; la facilidad con que cree adquirir esa dicha mediante algunas prácticas exteriores; la posibilidad también de comprarla con dinero, sin reformar seriamente el carácter y las costumbres, dejan a los goces mundanos todo su valor. Más de un creyente manifiesta en su fuero interno que, puesto que su porvenir está garantizado con el cumplimiento de ciertas fórmulas, o por legados póstumos que de nada le privan, sería superfluo imponerse sacrificios a una privación cualquiera en provecho de otro, desde el momento en que podemos salvarnos trabajando cada uno para sí. Seguramente no piensan así todos, porque hay grandes y honrosas excepciones. Pero hay que convenir en que aquél es el pensamiento del mayor número, sobre todo de las masas poco instruidas, y que la idea que se tiene de las condiciones para ser feliz en el otro mundo desarrolla el apego a los bienes de éste, cuyo resultado es el egoísmo. Añadamos a lo citado que todo, en las costumbres, contribuye a mantener la afición a la vida terrestre y temer el tránsito de la tierra al cielo. La muerte sólo está rodeada de ceremonias lúgubres que más bien horrorizan sin que promuevan la esperanza.
Si se representa la muerte es siempre bajo un aspecto lúgubre, nunca como un sueño de transición. Todos esos emblemas representan la destrucción del cuerpo, lo muestran horrible y
descarnado, ninguno simboliza el alma desprendiéndose radiante de sus lazos terrenales. La salida para ese mundo más feliz únicamente está acompañada de las lamentaciones de los sobrevivientes, como si les sobreviniese la mayor desgracia a los que se van. Se les da un eterno adiós, como si nunca se les hubiera de volver a ver. Lo que se siente por ellos son los goces de la tierra, como si no debieran encontrar otros mayores. ¡Qué desgracia, se comenta, morir cuando se es joven, rico, feliz y se tiene ante sí un brillante porvenir! La idea de una situación más dichosa apenas se ofrece al pensamiento, porque no tiene en él raíces. Todo concurre, pues, a inspirar el espanto de la muerte en lugar de originar la esperanza. El hombre tardará mucho tiempo, sin duda, en deshacerse de las preocupaciones. Pero lo logrará a medida que su fe se consolide, y se forme una idea sana de la vida espiritual.
La creencia vulgar coloca, además, a las almas en regiones apenas accesibles al
pensamiento, en las que vienen a ser, en cierto modo, extrañas para los sobrevivientes: la iglesia
misma pone entre ellas y estos últimos una barrera insuperable. Declara rotas todas las relaciones, e imposible toda comunicación. Si están en el infierno, no hay esperanza de poder volver a verlas, a no ser que uno mismo vaya. Si están entre los elegidos, la beatitud contemplativa las absorbe eternamente. Todo esto establece entre los muertos y los vivos tal distancia, que se considera la separación como eterna. Por esto se prefiere tener cerca de sí, sufriendo en la Tierra, los seres a quienes se ama, a verlos partir, aunque sea para el cielo. Además, el alma que está en el cielo, ¿es realmente feliz al ver, por ejemplo, a su hijo, su padre, su madre o sus amigos, sufriendo en el fuego eterno?
documentación recogida del libro el cielo y el infierno o la justicia divina segun el espiritismo, de Allan Kardec..
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