Nací en un lugar donde el sol abrasaba los campos, hija de padres muy
obres y rudos, que no se ocupaban de sus muchos hijos más que en sus primeros
meses, porque en cuanto los niños se arrastraban por el suelo, ya no se fijaban más
en ellos, la naturaleza era muy pródiga y se encargaba de vigorizar a los
pequeñuelos. Yo crecí en el campo, mi color era moreno, muy moreno, no era fea
cuando niña, pero estaba muy lejos de ser hermosa, si bien mis ojos brillaban
extraordinariamente y mi cabellera era negra, rizada, muy rizada y abundante; ligera
y esbelta, me enroscaba por los troncos de los árboles, me deslizaba entre las
peñas, me escondía entre la maleza y los chicuelos me llamaban El Reptil,
sobrenombre que conservé hasta mi juventud.
Contaría pocos años, cuando en unión de otros muchachos abandoné mi
hogar, donde no lamentaron mi falta, por estar acostumbrados a mis largas y
frecuentes correrías; anduve largo rato con mis compañeros de expedición, y
después, entré sola por un atajo y seguí adelante hasta encontrar poblado, allí me
detuve y una pequeña tribu que en aquel lugar reposaba, me brindó su apoyo para
seguir con ellos cruzando el mundo. Yo acepté muy gozosa, porque era mi espíritu
muy dado a las aventuras; y emprendí mi marcha en unión de aquellos vagabundos
que de todo me enseñaron, menos a ser buena. Cuántas impurezas, cuántos
engaños, cuántas malas artes se pueden conocer en la tierra, todo lo conocí
viajando con aquellos desgracia dos, que me llamaban El Reptil, y lo era en realidad;
pero mi espíritu comenzó a cansarse de aquella vida, y aprovechando una ocasión
propicia, los engañé, diciendo que iba a probar fortuna y me dirigí a un hombre que
me pareció a propósito para secundar mis planes. Le conté del modo que me hacía
trabajar esa gente, engañando a unos, robando a otros, mintiendo siempre, y le pedí
su apoyo para libertarme de aquella esclavitud.
El hombre me escuchó atentamente y dijo:-Salvada estás, si quieres
salvarte, tengo autoridad suficiente para reclamarte; y cuando mis compañeros
llegaron en mi busca, mi protector les dijo que si no se alejaban inmediatamente
todos quedarían encarcelados. Ante tal peligro me dejaron en paz, aunque con
mucha pena, pues yo les era muy útil.
Respiré mejor cuando me encontré sola en aquel puerto de salvación,
donde mi trabajo no era mucho y nadie me molestaba. Allí reposé bastante tiempo,
hasta que me cansé de aquella vida tan monótona y una mañana, sin despedirme
de nadie me dirigí a la ciudad en busca de aventuras.
En aquella época había llegado al completo desarrollo de la juventud, y era
hermosa para mi daño, porque en la gran ciudad donde me detuve, caí con placer
en el abismo del vicio; me entregué al libertinaje de tal manera, que me hice célebre
por mis locuras, y a tanto llegó mi desenfreno, que caí enferma con la más
repugnante dolencia; estuve meses y meses entre la vida y la muerte, parecía
imposible que pudiera salvarme, pero triunfó la juventud y al fin me levanté pálida,
débil, convertida en un esqueleto, no podía sostenerme en pie; para recuperar mis
gastadas fuerzas abandoné la gran ciudad y me detuve en una aldea pintoresca,
donde bosques frondosos me brindaban su tienda hospitalaria, donde manantiales
de agua cristalina convidaban a saciar la sed, donde árboles frutales y gentes
sencillas ofrecían alimento y grata compañía. Pocos eran mis ahorros, pero tenía lo
suficiente para vivir, algunos meses en aquel delicioso retiro, y allí me instalé. Bien
necesitaba mi cuerpo y mi alma de aquel descanso, de aquel reposo, de aquella
quietud inalterable. Sin darme yo cuenta del cambio beneficioso que en mí se
operaba, me pasaba horas y horas sentada en el bosque, a veces me rendía al
sueño, y sin temor ni sobresalto me dormía profundamente, sintiendo al despertar
un bienestar inexplicable. Me aficioné a las costumbres de aquellos aldeanos que se
levantaban con la aurora, y se acostaban en el momento que en el horizonte
desparecían las tintas rojizas del crepúsculo vespertino. Aquella vida metódica de
aquellas pobres mujeres que durante el día no reposaban ni un segundo, me atraía
dulcemente; aquel buen ejemplo llenaba mi alma de nuevas aspiraciones,
contemplaba a las jóvenes que vivían tranquilas bajo la tutela de sus padres, y
recordaba mis compañeras de libertinaje; veía a las aldeanas tan sanas, tan
robustas, tan llenas de vida, y me contemplaba a mi misma, mustia, marchita,
agotada... ¡Qué contraste!, y yo era aún ¡muy joven...! bien podía ensayar un nuevo
plan de vida, ¿y por qué no? no era ningún imposible, lo que debía hacer era huir de
la gran ciudad, porque allí caería nuevamente, pero en el campo, en contacto con la
naturaleza, allí mi salvación era segura. Mas... ¿y los medios para vivir? porque mis
recursos tocaban a su fin, era necesario trabajar. ¿Dónde? ¿en qué? ¿dónde? en
un punto donde no me conocieran, ¿en que me ocuparía? en lo más humilde, en lo
más sencillo, en guardar ganado; era necesario romper con mi pasado, era preciso
cubrir mi ayer con un velo tan espeso que yo no viera sus odiosos encantos; me fui
al bosque y allí confesé a los árboles todos mis pecados, la brisa movía el frondoso
ramaje y parecía que contestaban a mis quejas los hijos de la selva; mientras más
hablaba, más deseo de hablar tenía, no oculté a mis confesores mi mas leve
desacierto, todo se lo conté, todo, y los árboles inclinaban sus verdes ramas como si
me dijeran: -"Estamos conformes". Yo así lo Creí, y se confirmó mi certidumbre al
escuchar una voz que me dijo: -¡Ya era tiempo...! ¡qué prisa te has dado para caer...!
es necesario que tengas la misma para levantarte. Mira bien tu pasado, es
indispensable que contemples toda tu infamia, toda tu criminalidad, para que no te
duelan los sacrificios que tu expiación te exija, que serán muchos, y muy dolorosos;
no te engañes a ti misma, no confundas la alucinación con la realidad, pregúntate
cien y cien veces a dónde quieres ir, si a coronarte de flores o de espinas: no pierdas
el tiempo en vacilaciones, has perdido muchos siglos, has cometido muchos
crímenes, hora es ya que pienses en la regeneración, ésta será lenta, muy lenta; no
se pierden los malos usos y las añejas costumbres en breves segundos, como
tampoco no se cometen todos los crímenes a un tiempo. Todo necesita sus horas,
sus días, sus meses, sus años, sus siglos; tú te levantarás, tú darás un paso en la
senda del bien, y dado el primer paso ascenderás rápidamente, el bien te atrae, y el
bien te abre los brazos; mira lejos, muy lejos, y verás en la noche de tu pasado una
figura luminosa, mírala, ¿no la ves? ella temira dulcemente, ¿no oyes lo que te dice?
yo te lo repetiré, te dice: -¡Te perdono! ¡Te perdono, porque te amo!, ¿ves? no estás
sola, hay quien te alienta, hay quien te ama, y el ser que es amado, no está solo.
En realidad, yo no sabía lo que me pasaba, pero era feliz, ¡muy feliz!, iba a
ser buena, ya no serviría para satisfacer los impuros caprichos del hombre, dejaría
de ser cosa para ser mujer, ¡oh!, la mujer valía mucho dentro de su hogar, me
rodeaban muchas mujeres felices, y yo quería vivir como ellas vivían. Me orienté,
pregunté por otro pueblo donde hubiera mucha luz, mucha vegetación, y me
encaminaron a un lugar tranquilo, donde la naturaleza sonreía; llegué, y me detuve
ante una granja rodeada de árboles seculares; un hombre de edad mediana estaba
sentado al pie de un árbol, me dirigí a él, y le pedí albergue y trabajo; él me miró con tristeza y murmuró con melancolía: Mucho pides, pero al que mucho pide, mucho se le da. Vienes de muy lejos, se conoce que traes cansancio en el cuerpo y en el alma, necesitas trabajo moderado y muchas horas de reposo y de meditación; ¡has vivido tan deprisa...! ¡has corrido tanta cuesta abajo...! estás muy fatigada, pero aquí reposarás. ¿Ves todas esas aves domésticas...? ¿ves esos humildes irracionales?
¿esos corderillos que triscan por la pradera? pues tú cuidarás de que no les falte alimento y agua; lo primero aquí lo tienes de sobra, lo segundo has de ir a buscarlo a gran distancia, pero el camino es llano, en sus bordes crecen sándalos floridos, las
avecillas en ellos entonan sus cantares, ese camino te conducirá más tarde a tu
patria eterna, recórrelo con la alegría en el corazón y la esperanza en tu mente.
Las palabras de aquel hombre me sirvieron de gran consuelo, y al día
siguiente comencé mi trabajo. Con verdadero afán cogí dos grandes ánforas y me
dirigí a la fuente: en verdad que mi protector no había mentido; el camino era
delicioso, sombreado por árboles floridos, innumerables pájaros se contaban sus
amores, de rama en rama, y la fuente, oculta entre breñas y verdes arbustos, era un
verdadero oasis. ¡Qué paraje tan encantador...! parecía que aquel lugar agreste no
era de este mundo: allí respiraba mejor, allí me parecía que me desprendía de mi
manchada túnica y me cubría con el sayal de la virtud. Ir a la fuente era mi trabajo
favorito, ¡allí me encontraba bien!, me parecía que acababa de nacer, que nunca
había pecado que mi mente era un libro en blanco, y que ningún mal pensamiento
había manchado sus hojas. Una tarde al llegar a la fuente, me sorprendió en gran
manera encontrar un hombre entre las breñas, un hombre que no se parecía a
ningún habitante de la tierra por más que iba vestido como un hombre de pueblo,
pero su cabeza y su rostro eran de una belleza majestuosa, sus largos cabellos
descansaban sobre sus hombros, su frente de un blanco mate no tenía la menor
arruga, sus ojos, ¡ah...! sus ojos brillaban de un modo extraordinario, sus labios se
plegaban con una sonrisa dulce y triste, jamás había visto un hombre tan hermoso,
pero su hermosura no hablaba a los sentidos, al mirarle no se deseaba tenderle los
brazos, involuntariamente se doblegaban las rodillas y se sentían deseos
irresistibles de preguntarle:
-¿Eres Dios...?
Yo me quedé absorta, le miré extasiada y no tuve valor de dirigirle la palabra,
él en cambio me dijo:
-Mujer, te espero en esta fuente para que me des agua.
-¡Agua...! pues ¿qué?, ¿vos necesitáis agua?
-Sí, pero no esta agua que sacia la sed del cuerpo, yo quiero que me des el agua que calma la sed del espíritu.
-¡Pobre de mí, señor!, si yo he sido una gran pecadora, ¿qué podré
daros...? -El agua de tus buenos propósitos, el agua de tu sincero arrepentimiento, el agua de tu enérgica voluntad, para seguir por la senda del bien.
-¡Ah...! entonces bebed. Señor en la humilde fuentecilla de mi pensamiento,
¡quiero ser buena...!, ¡quiero purificarme!, ¡quiero amar!, no amar a un hombre, ¡amar a un Dios...!
-Lo sé, por eso he venido a buscarte para decirte: el ideal de tus amores hoy se encuentran en la tierra, con él te reunirás cuando llegue la hora; trabaja en la purificación de tu espíritu y aguarda el día de tu regeneración. Vuelve a tu hogar, yo iré contigo.
Yo no sabía lo que me pasaba; dejó de pesarme mi cuerpo, recorrí aquel sendero sin que mis pies tocasen a tierra; y al llegar a la Granja, aquel hombre me
dijo: No te impacientes, cuando llegue el momento de reunimos, yo saldré a tu
encuentro; dio algunos pasos y despareció sin poderme explicar qué camino había
tomado. Cuando volvió mi protector, le conté lo ocurrido y me dijo sonriéndose:
-Cuanto me dices, todo es producto de tu imaginación, todo es obra de tu
buen deseo, es la cosecha que recoges antes de tiempo por lo bien que has
abonado la tierra de tu redención.
-¡Ah, no, no!; -replique con viveza,- no puede mi imaginación crear una
figura tan hermosa, yo le he visto, yo le he oído, es una realidad superior a todas las
alucinaciones.
Desde aquel día viví consagrada al recuerdo de aquel hombre-Dios, porque
para mí, no era un hombre como los demás; sus ojos y sus palabras no eran de ese
mundo, y tanto me encariñé con su recuerdo, y tales ansias sintió mi alma para verle
y adorarle, que formé el plan de ir en su busca, plenamente convencida que le
encontraría, ¿dónde? lo ignoraba, pero yo sentía el soplo de su divino aliento; y
decidida a todo, me dirigí a la fuente, para despedirme de aquel oasis, cuando al
llegar, lo encontré a él que me dijo con dulce reproche:
-¿Así obedeces mis mandatos? ¿no te dije que yo te avisaría la hora de salir
a mi encuentro? ¿por qué te impacientas? ¿por qué te adelantas? ¿por qué quieres
coger la fruta sin madurar?
-¡Señor!, porque necesito veros y adoraros.
-Vuelve a tu hogar, habla con tu conciencia y pronto recibirás el aviso
deseado. Acompáñame si quieres, y emprendió el camino hasta llegar al borde de
un abismo que había entre dos montañas; allí se volvió, me miró, y caí de rodillas
mientras él, como si todo fuera tierra plana, cruzó el abismo y subió a la cumbre de
la montaña; allí vi deshacerse su figura como se deshace la bruma con los rayos del
sol, y murmuré: -¡ese hombre no es un hombre, es un Dios!
Algún tiempo después me dijo mi protector :
-Prepárate a recoger tu segunda cosecha; las espigas que te pertenecen están muy lejos de aquí, que lo que mucho vale, mucho cuesta. Despídete de este
albergue, que hemos de acudir al llamamiento de un Redentor. Acompañada de aquel hombre que tan bueno había sido para mí, emprendí una marcha muy larga, larguísima, ¡cuántas noches!, ¡cuántos días sin llegar al punto deseado!, había momentos que me dejaba caer en el camino y mi compañero
me decía:-Descansa, mujer, descansa, recobra fuerzas para ser dichosa.-Al fin, una
tarde, llegamos al lugar donde se encontraba el hombre-Dios, rodeado de un pueblo
numeroso; al vernos, se sonrió con dulzura, y me dijo: -Siéntate y reposa, ¡que
cansada vienes...!
Habló con mi compañero y éste seguido de muchos hombres, se dirigió no
sé dónde; al fin nos quedamos solos, y me dijo: -Estoy contento de ti, te has
espiritualizado, te has elevado sobre el lodo de tus vicios, te has propuesto tu
regeneración y estás dispuesta al sacrificio. Yo he venido a la tierra para curar a los
enfermos, porque los buenos no necesitan médico; yo he venido a dignificar a la mujer, que digna debe ser la madre del hombre; yo he venido a trabajar con el pueblo y para el pueblo; yo necesito enviados, que en mi nombre, lleguen a los lugares apestados por los vicios y las prostituciones, por los crímenes y los más horribles atropellos; los sabios y los buenos no necesitan redentores, porque ellos se redimen por el amor y la ciencia, pero a las mujeres perdidas y a los hombres degradados hay que ir a buscarles a sus antros de perdición, hay que descender hasta ellos, y en medio de sus festines, y en medio de sus delirios, hay que hablarles de otra vida, de otra vida que no acaba, de otra vida donde el alma se engrandece por sus méritos, se eleva por sus sacrificios , se acerca a Dios por su progreso. Tú, que ayer pecaste, tú, que sabes cómo las mujeres lloran en medio de los festines, tú volverás a esos antros de degradación, tú volverás a sentir las espinas del dolor
cómo se clavan en tu cuerpo y en tu alma, pero, ¡qué importa el martirio cuando se
conduce al puerto a infelices náufragos que estaban condenados a desaparecer bajo las olas del crimen y de la prostitución...!
-Sí, mujer, prepárate a volver al lugar donde fuiste piedra de escándalo, y allí, entre aquellas desventuras, entre aquellas almas encenagadas en todos los vicios, siembra la semilla de la esperanza en otra vida mejor. Si decidida estás a regenerarte, no creas que la regeneración se consigue separándose de todo contagio; la vida contemplativa, como medida temporal, es buena, pero a
perpetuidad es el máximum de todos los egoísmos: ¡No sentir...! ¡no llorar! no compadecer ni tomar parte en el dolor ajeno, es trabajar para el endurecimiento del
corazón, y de un corazón endurecido no brotará jamás el agua del consuelo. Tú has
creído, mujer que para alcanzar la felicidad suprema, basta con abstenerse de
pecar, y estás en un error; hay que procurar que los otros no pequen, hay que evitar
la caída de los demás. Te era necesario el reposo y la contemplación para sanar tu
cuerpo y tranquilizar tú alma, y ya que has conseguido lo que te era preciso
conseguir, vuelve al lugar donde los cuerpos se venden y las almas se degradan; y
entre aquellas mujeres, entre aquellas desventuradas, da comienzo a tu hermoso
trabajo. Diles a las mujeres, que harto tiempo han sido esclavas de la tiranía del
hombre, y que necesario es, que se dignifiquen, que comprendan lo que valen y lo
útiles que pueden ser para redimir a la humanidad. Vuelve, sí; no te detengas, han
llegado los momentos anunciados por los profetas; se hablará en todas las lenguas,
y en todas partes resonará este grito:
¡¡redención!!
Pero señor, murmuré con tristeza, es que tengo miedo de volver a la lucha,
me creéis más fuerte y más buena de lo que soy en realidad; estoy arrepentida de
mi pasado, me horroriza pensar en mis culpas, necesito veros y oíros para
engrandecerme, esto es todo, no sirvo para más.
-Mujer de poca fe, que aún necesitas tocar las cosas para convencerte, te
hago falta para tu regeneración, y crees que no viéndome y no oyéndome te
encontrarás sola, perdida en la inmensidad de las pasiones y de los vicios. Mujer, no
seas tan material, yo estaré contigo, aunque inmensa distancia nos separe, porque
para las almas no existen las distancias.
-¡Ah; pero no podré veros...! ¡y sin veros! y sin veros, señor... es imposible,
no haré ninguna obra buena...
-Mujer, tú dices que amas mi espíritu, pues amando mi espíritu no te hace
falta contemplar mi envoltura.
-¡Oh! sí, sí, ¡yo necesito veros!
-Me verás en tus sueños, y recibirás instrucciones; ahora duerme, mientras yo velo, duerme para despertar a una nueva vida de lucha y de victoria; de estudio,
de progreso para ti y para otros. Y, extendiendo su diestra sobre mi cabeza, me quedé dormida.
Jamás olvidaré lo que vi durante mi sueño; pasaron ante mí millones de seres de distintas razas, vi ciudades populosas, templos gigantescos, monumentos
admirables, que ante mis ojos quedaban reducidos a polvo; y sobre tantas ruinas se levantaban figuras luminosas, hermosísimas; cuando ya mi espíritu comenzó a sentir cansancio, oí una voz que me dijo:-¡Mira bien! miré, y vi un espacio inmenso,
oleadas de luz lo llenaban, aquel oleaje levantaba montañas de fuego y sobre ellas
caía una lluvia de diversos colores, era como si un arco iris lo envolviera todo. ¡Qué
maravilloso espectáculo...! yo no me cansaba de mirar; en el fondo de aquel cuadro
luminoso, se aumentó la luz, ¡qué efecto tan prodigioso! no es posible describirlo.
¡Ah! no, no; después, aquella luz vivísima se amortiguó, olas de blanca espuma
invadieron el centro de aquella órbita incandescente, y de aquellas olas, brotaron
dos figuras, eran dos hombres: el uno apoyaba la cabeza en el hombro del otro.
Miré... miré asombrada y lancé un grito, porque aquellos dos hombres, el uno era el
sabio Antulio y el otro... el hombre-Dios, el que yo adoraba; el sabio reclinaba su
cabeza con dulce abandono en el precio de aquel que quería la dignificación de la
mujer. Yo miraba, miraba fijamente y vi que Antulio movía los labios, presté toda mi
atención y escuché estas palabras:
-¡Iris...! ¡cuánto has tardado! pero ya no me dejarás, ya serás mía por los
siglos de los siglos. Mi ciencia no pudo redimirte, pero mi amor... mi amor lo consiguió.
Entonces vi al hombre-Dios que estrechó en sus brazos al sabio Antulio, y al abrazarle, el sabio arrojó su envoltura corpórea y ¡cosa extraña! me parecía que aquellos dos espíritus formaron uno solo, y en el hombre-Dios yo reconocía a Antulio, y en Antulio al hombre-Dios, ¡transfigurado! ¡hermosísimo! con esa
hermosura incomparable, que no hay en la tierra tipo que se le asemeje. Aquella figura adorable, me tendió sus brazos y yo me refugié en ellos, y escuché de nuevo:
-"¡Iris...! ¡cuánto has tardado...! ¡pero ya no me dejarás, ya serás mía por los siglos de los siglos! Mi ciencia no pudo redimirte, pero mi amor... mi amor ¡lo consiguió!
Al tiempo se le han dado diversas medidas, pero nadie ha sabido medir todavía el tiempo feliz; así es, que yo no sé si fueron horas o breves segundos los que permanecí soñando; sólo sé que me desperté y vi al hombre -Dios sentado
sobre una peña rodeado de muchos niños que le acariciaban. Me levanté, y él me
dijo: Mujer, ya has reposado lo bastante, prepárate a emprender tu viaje.¿Sola? No
está solo el que ama y es amado. Ya te inspiraré, ya me verás en tus sueños, y
vendrás cerca de mí, cuando tu trabajo se acabe en el lugar al cual te diriges.
Yo titubeaba, mas él me miró de aquella manera que él solo sabe mirar,
extendió su diestra sobre mi cabeza y emprendí mi marcha triste y gozosa a la vez.
No quise volver a la gran ciudad sin visitar la Granja donde encontré mi
salvación; allí me detuve breves momentos, y me dirigí a la fuente, al oasis de mi
vida. Las avecillas parecía que daban su adiós; todas cantaban a un tiempo;
¡cuánto las envidié...! ¡ellas podían vivir entre flores! ¡yo iba a vivir entre espinas...!
Llegue a la gran ciudad, y al punto muchos de sus habitantes me
reconocieron; todos me encontraron ¡muy hermosa! de mis antiguas compañeras
algunas habían muerto, otras seguían su miserable vida, y muchas jóvenes, casi
niñas, daban sus primeros pasos en la senda de la degradación. La dueña de aquel
centro de los vicios me recibió con los brazos abiertos, dispuesta a guardarme como
su más preciado tesoro. Yo oculté cuidadosamente mis propósitos, impuse
condiciones y evité, cuanto me fue posible, volver a ser juguete de los libertinos.
Todos encontraban en mí algo extraño, me hallaban más hermosa que antes; pero mi hermosura tenía un tinte especial, era que mi alma ennoblecía mi cuerpo, era que
mi alma sentía asco en aquella sentina de todos los vicios. Con habilidad suma, comencé a tender mis redes, y algunas de aquellas desgraciadas me dijeron:
Llévanos contigo, iremos donde tú quieras, siempre que nos salves y nos apartes de este inmundo lodazal.
¡Qué noches tan horribles eran las mías viendo aquellas escenas y aquellos atropellos de tantas y tantas jóvenes que aún recordaban sus juegos infantiles!
¡cuántos ríos de oro para satisfacer impuros caprichos, mientras centenares y
centenares de hambrientos morían por las calles de la gran ciudad!
Milagrosamente me iba salvando de sufrir aquellas humillaciones; pero fijó
sus ojos en mí, uno de los jefes del estado, y tuve que acceder a sus deseos; mas
puse ventajosas condiciones, oro en abundancia y un permiso, autorizado por él,
para poder salir libremente de la gran ciudad, en unión de cuantas mujeres quisiera
llevarme conmigo. A todo accedió, porque yo tenía sobre él un ascendiente
poderosísimo, tanto es así, que me decía con tristeza: -No veo en ti a una mujer; tú
eres algo más; ya no sirves para los placeres impuros, te miro, quiero acariciarte... y
te respeto, siendo un temor inexplicable, me parece una profanación lo que quiero
hacer contigo y, sin embargo, el fuego del deseo me consume. ¿Para qué has vuelto
aquí...?
¡Qué noche tan horrible fue aquella para mí...! tenía que fingir lo que no
sentía pasa conseguir la realización de mi plan, oro y el documento firmado por él
para librarnos de la persecución de la dueña de aquel centro de corrupción.
Al fin brilló la aurora, el salón donde se había celebrado un gran festín,
presentaba un aspecto desolador y repugnante, repugnantísimo; mujeres beodas,
hombres embriagados se entregaban al sueño; entre aquellas mujeres había
muchas que me habían jurado obediencia, ya estaban advertidas y habían evitado
la embriaguez; me acerqué a ellas y les dije: No hay momento que perder,
aprovechemos los instantes; la libertad nos espera, ¡la luz! ¡el aire! ¡las flores!
La mayor parte de las conjuradas me obedecieron, y antes que la gran
ciudad se despertara, salimos al campo y, apresurando el paso, nos alejamos de
aquel infierno, deteniéndonos en un bosque para descansar.
¡Cuánto gocé entonces...! di por bien empleada mi noche de infamia, puesto
que, por mi martirio, salvaba a tantas infelices de su horrible esclavitud. Recordaba
las palabras del hombre-Dios y decía; ¡Cuánta razón tiene! La vida contemplativa,
como medicina temporal, es buena, pero a perpetuidad es el máximum de todos los
egoísmos. ¡No sentir!, ¡no llorar!, no compadecer ni tomar parte en el dolor ajeno, es
trabajar para el endurecimiento del corazón, y de un corazón endurecido no brotará
jamás el agua del consuelo. Estas mujeres son jóvenes, algunas aún casi niñas,
¡cuan útiles, pueden ser a la humanidad! muchas de ellas se crearán familia,
¡tendrán un hogar! ¡se verán amadas! y toda su felicidad ¡será obra mía!
Con nuevo ardor emprendí la marcha seguida de mis compañeras, hasta
llegara la Granja, a mi puerto de salvación; me adelanté a ellas, y encontré al dueño
de aquel escondido paraíso, que me recibió sonriendo.
No vengo sola, le dije algo confusa. Ya sé quien te acompaña, he tenido
aviso; entra tú con ellas, reposa el tiempo necesario para recuperar tus gastadas
fuerzas, y después vuelve nuevamente a rescatar esclavas.
Mis compañeras encontraron franca hospitalidad, y yo después de
descansar el tiempo indispensable, me dirigí a la fuente, a mi oasis, al lugar en que
mi alma se despertó cuando vio aquella figura hermosísima, que me dijo:-"Mujer, te
espero en esta fuente para que me des agua".
Allí me senté con la esperanza de verle aparecer, pero... esperé en vano,
apoderándose de mi alma tan honda y tan profunda tristeza, que creí desfallecer.
Me horrorizaba volver a la ciudad, allí, ¿qué me esperaba? no tenía amigos, no
conocía más que a mercaderes que quisieran comprar mi cuerpo, y mi última noche
de infamia, con todo y haberme sido provechosa, me espantaba, y me avergonzaba
su recuerdo. Es verdad que había salvado a muchas víctimas, es verdad que poseía
un permiso o salvo conducto del gobernador de la ciudad, con el cual podía salir y
entrar libremente en la población, y podía visitar sus cárceles y sus fortalezas; había
conseguido mucho en pocas horas, pero ¡ay...! aquellas horas ¡cuánto me humillaba
su recuerdo! Me parecía imposible que antes me hubiese encenagado por mi propia
voluntad. Pensaba en el hombre-Dios, y no encontraba frases para demostrarle mi
inmensa gratitud, ¡cuánto le debía!, ¡cuánto!, por eso debía obedecer sus mandatos
por eso debía rescatar esclavas. ¡Ah!, sí, sí, él lo quería, y lo que él quería, debía
quererlo yo. Y animada con tan nobles pensamientos seguí mi camino; mas al llegar
cerca de la ciudad, el desaliento se apoderó nuevamente de mí, sentí miedo,
¡mucho miedo!, al fin entré en aquella inmensa población, preguntándome: ¿dónde
llamaré? en los lupanares, imposible, en todos me conocían y en ellos peligraba mi
vida, porque no podrían perdonarme mis trabajos de redención, los explotadores de
aquellas desventuradas. Pensé presentarme a mi protector, al gobernador, pero...
no, porque estaría furioso contra mí, por la fuga de las meretrices. Miraba a todos
lados y no veía ningún semblante amigo; al fin me detuve en una gran plaza donde
había una torre célebre en la historia, que servía de morada a muchos centenares
de soldados; miré la sombría fortaleza, y de pronto sentí en todo mi ser una
sensación dolorosísima, como si millones de punzantes espinas, todas a la vez, me
las clavaran en mi cuerpo, era que había visto a un hombre que cruzaba la plaza y
se acercaba a mí, quise huir, pero él me cerró el paso, y poniendo sus manos en mis
hombros, me dijo sonriendo con alegría infernal: -¡Ya te tengo!, ¡ya te tengo!, y lo
que es, ahora no te escaparás.
Aquel hombre era el jefe de la pequeña tribu en la que bajo sus órdenes pasé mi infancia, el que hizo de mi cuanto quiso, el que me pervirtió y me enseñó todos los vicios. ¡Qué momentos tan horribles...! creí morir de dolor al verme sujeta por aquel hombre; mi cuerpo cayó al suelo y él me levantó diciendo: -Es inútil, no te escaparás, viva o muerta te llevaré conmigo-mas... no pudo conseguirlo, porque acudió un pelotón de soldados y uno de ellos me separó de él, diciendo: -No es hombre el que atropella a una mujer. -Esa mujer es mía, me la vendieron sus padres, me pertenece.
Era mentira, mis padres no habían tomado parte en tal infamia, era yo la que los
había abandonado porque padecía hambre y sed y no podía saciarla.
Al verme protegida, pedí que me llevaran a presencia del gobernador; aquel
miserable tembló de ira y los dos comparecimos ante la autoridad. Mi protector al
verme me miró con enojo, pero al enterarse de lo ocurrido dijo:-Ese hombre queda
preso e incomunicado; de esta mujer me encargo yo.
Al quedamos solos, me postré ante él y besé sus manos profundamente
conmovida, él me levantó y mirándome con tristeza me dijo con dulzura: -"Debía
estar muy enojado contigo, porque has promovido un verdadero escándalo, pero no
sé lo que tienes que te quiero, te compadezco y te admiro. Nunca olvidaré mi última
noche de placer, escuché frases de tus labios que nunca había oído, me hablaste de
un hombre a quien llaman el hijo de Dios, y comprendo que tú eres algo más que
una mujer perdida, creo más aún, creo que estás purificada por tu martirio, y, para
menguar tu sufrimiento, desde hoy, por cuenta mía, tienes casa y alimento en una
de las dependencias de mi palacio; puedes salir y entrar libremente, nadie te pedirá
cuenta de tus actos, porque sé que todos ellos sólo tienen un objetivo, ¡el bien!
Mi alegría no tuvo límites cuando me vi sola en un gran aposento donde
encontré todo lo necesario: alimento para mi cuerpo desfallecido y blando lecho
donde reposar.
Seguí activamente mi trabajo de redención y muchas infortunadas
escucharon mi ruego; tantas fueron, que llamó seriamente la atención mi trabajo,
produciendo gran descontento entre los libertinos y los explotadores de la juventud;
Me dirigí a la fuente con esperanza de ver al hombre-Dios, y sólo por estar protegida por el gobernador me libré de ser atropellada. Mi protector
se vio precisado a decirme que era necesario que me ausentase de la ciudad,
porque él no respondía de lo que pudiera sucederme, porque los ánimos de los más
fuertes estaban en contra mía, porque les arrebataba sus horas de placer, las mujeres más bellas, las que alegraban las sombras de la noche, las que eran vida de los festines. Triste y pensativa me dirigí a la Granja, a ver a mis antiguas compañeras, las que al verme me rodearon y me colmaron de caricias; parecía mentira que entre
tanto cieno pudiera germinar la gratitud, y, ¡germinaba...! germinaba, sí; la mayoría de aquellas mujeres demostraron más tarde lo que querían.
El dueño de aquel lugar al verme, me dijo con extrañeza:
-¿Por qué vienes? ¿No sabes que aún no puedes permanecer aquí?
-Es que allí no puedo estar, (y le conté lo ocurrido).
-Pues allí has de volver. El lo quiere y tú tienes que obedecer.pero no estaba,
¡cuánto le llamé, y no vino...! seguí mi penosa jornada y a la mitad del camino no
puede continuar, me dejé caer al pie de una enramada y me quedé dormida.
Durante mi sueño vi al amado de mi alma, se acercó a mí, y poniendo su diestra en
mi frente me dijo con dulzura:
-Mujer de poca fe ¿ya no me quieres? ¿ya te has cansado de hacer obras
buenas?, pues para llegar hasta mí, tienes que continuar el trabajo emprendido,
¡sígueme! ¡yo lo quiero!
Me desperté súbitamente y encontré ágil y fuerte, seguí andando y entré en
la ciudad pensando en mi hermoso sueño; abismada en mis pensamientos, me
perdí en las tortuosas calles de la gran ciudad y me encontré en un callejón tan
estrecho, que abriendo los brazos tocaba los ennegrecidos muros que lo formaban.
Aquel paraje sombrío me causó una impresión tristísima, quise retroceder, y no podía salir de aquel laberinto, seguí adelante y no se acababa aquella estrechísima vía; de pronto, sentí gritos horribles, lamentos desgarradores, aullidos,
imprecaciones, voces débiles que decían:-¡Piedad!, ¡socorro!, ¡auxilio!-Me quedé aterrada, no sabía donde dirigirme; los gritos continuaban y yo me volvía loca porque no veía más que los paredones y estrechas aberturas muy altas; al fin tras
de dar muchas vueltas, me encontré en una plaza solitaria en la cual se levantaba un viejo caserón cuya gran puerta estaba cerrada; hasta allí llegaban los gemidos, y dominada por una terraza extraña, llamé con vigor a la cerrada puerta, que abrieron
inmediatamente, y presentando el permiso del gobernador, dije a los hombres que me rodeaban: Quiero visitar esta prisión.
Se miraron unos a otros, y alguien de ellos dijo: -Dejadla pasar, el gobernador la protege, aquí no hay miedo, que rescate esclavas. Uno de aquellos hombres me acompañó y me hizo correr largos corredores donde había muchas puertas numeradas; después me hizo bajar una larguísima escalera, entramos en
una especie de cueva, y mi acompañante me dijo:-Aquí os espero, el piso es plano,
podéis recorrer el subterráneo sin temor de tropezar, no os asustéis si al tocar la
pared tocáis cuerpos, son las prisioneras que llenan este lugar; y se sentó en el
último peldaño, dispuesto a esperarme.
Al verme en aquel sitio, al que no llegaba más que un débil rayo de luz, me
detuve espantada, asombrada de mi arrojo, pero ya estaba dentro y no debía ni
podía retroceder, porque resonaba en mis oídos una voz lejana que me decía:
-Sigue, no temas, ¡sigue!,-y seguí, mas seguí a tientas, sin ver, escuchando
lamentos y sollozos y voces entrecortadas por el dolor. ¡Ay!, nunca he sufrido tanto
como en aquellos momentos; mis manos extendidas tropezaban con cuerpos
humanos, y al sentir el contacto, sollozaban aquellas infelices y otras blasfemaban
enloquecidas por el martirio. Quise hablar y no pude, el espanto me hizo enmudecer,
seguí andando hasta que toqué la pared del fondo de aquel abismo, y al volverme, vi
allá lejos, muy lejos, el débil rayo de luz que penetraba por la angosta escalera.
Cuando llegué a la puerta, mi acompañante se levantó, y tuvo que
sostenerme porque yo ya no podía resistir el peso de mi angustia, sólo pude decirle:
-¡Aire!, ¡aire! El hombre aquel fue compasivo, me cogió como el que coge a un niño y
subió la escalera rápidamente; al cruzar los corredores, vi a varios magnates que
me miraron con asombro, diciendo uno de ellos:
-¿Hasta aquí llega esa mujer...?
Cuando me vi en la calle me pareció mentira, corrí como una loca por
aquellos desiertos callejones, hasta que llegué a la gran plaza. Procuré en seguida
ver al gobernador, y al contarle donde había ido, me dijo espantado:
-¿Qué has hecho, desgraciada? ¿dónde has ido? tú quieres perderme.
-¿Por qué?
-Porque hasta aquellas mujeres tú no puedes llegar, son traidoras a su patria, han derribado los altares de los dioses, adoran a otro Dios; rechazan los sacrificios y los ritos, no te atrevas, ¿entiendes? no te atrevas a volver allí, porque me veré obligado a lanzarte de esta ciudad, y lo sentiré, porque te quiero, te compadezco y te admiro.
-Pero aquellas infelices deben ser atormentadas cruelmente.
-Créeme, no toques al fuego porque te envolverán las llamas.
Comprendí que debía callarme y disimular; me retiré a mi aposento, y hasta
en él me parecía que escuchaban los lamentos de aquellas desventuradas. Al día siguiente y en los sucesivos, no hice otra cosa que rondar la prisión, y convencerme que era imposible toda tentativa de evasión, pero pensé y dije: -Yo sola no puedo, pero muchos brazos, ¡quién sabe...! y dominada por el más noble de los deseos, me dirigí a la Granja, conté a mis antiguas compañeras el descubrimiento que había hecho, les pedí su ayuda, y la mayoría de ellas dijeron entusiastas: ¡Te
seguiremos...!-Mas, cuando enteré de mi plan al dueño de la Granja, me dijo
severamente: Pronto quieres recoger la cosecha, aún no es tiempo, estas mujeres te seguirán más tarde, aún no es hora, vuelve a tu puesto. Será inútil, (dije desesperada), ¿qué haré yo sola ante aquellos muros? es imposible la salvación de aquellas desventuradas; y muchas juntas promoveríamos una revolución.
-El imposible no existe; vuelve a escuchar los lamentos de las que adoran a un nuevo Dios. Pero, ¿qué haré? ¿qué haré con escucharlos?, ¡si mi impotencia es tan grande como mi dolor! Mujer de poca fe, espera en ti misma, y vuelve a la ciudad.
Volví al punto de mis luchas, y durante el camino oré con tanto fervor, que
nunca he orado como entonces, es decir, no oraba, hablaba con él, con el
hombre-Dios, le llamaba, le decía:-¡Inspírame!, ¡dame aliento!, ¡dame fortaleza!, ¡yo
quiero llegar hasta ti, yo quiero redimir a los cautivos, yo quiero decirles que te
adoren porque tú eres la verdad y la vida!
¡Cuan largo se me hizo el camino...! y al mismo tiempo ¡qué corto me
parecía!, porque no encontrando solución al problema, temía llegar a la gran ciudad
no sabiendo qué resolución tomar. El gobernador estaba furioso contramí, con él no
podía contar, y sin embargo, ¡a quién dirigirme sino a él!
¡Qué horas tan amargas fueron las de aquella jornada para mí!, ¡me
encontraba tan sola...! ¡y es tan triste la soledad...! me detuve varias veces en el
camino diciendo con la mayor angustia: ¡Señor...! ¡Señor!, concédeme la dicha de
morir, ¡no puedo más!, me estrello ante lo imposible; quítame la vida o tápame los
oídos para que no lleguen hasta mí los lamentos de aquellas desventuradas... ¿pero
qué digo? quítame el entendimiento, porque a tan larga distancia no es posible que
con los oídos de la carne escuche sus lamentaciones; es mi alma que está con ellas.
Sí, sí, percibo claramente las voces de aquellas infelices, que me dicen: -¡Sálvanos!
¡socórrenos!, ¡ampáranos!, ¡ven...! ¡ven!, ¡ve, que te esperamos!
¡Que me esperan...! ¿y para qué, Dios mío? ¡si yo no puedo hacer nada por
ellas, si mi impotencia iguala a mi deseo, si soy una mujer perdida, de todos
abandonada...!
Al fin entré en la gran ciudad, ¡qué horrible me pareció! Redoblé mis
esfuerzos y pude llegar al punto donde sabía que encontraría descanso y alimento.
Cuando me vi sola, dentro de aquel anchuroso aposento, me encontré mejor,
inmediatamente tomé posesión del lecho y dormí mucho tiempo, no con el sueño
ordinario, sino con el letargo que produce el cansancio, la fatiga, la tristeza, el
abandono, el doloroso convencimiento de la propia inutilidad.
Al despertarme me encontré mucho mejor, durante mi sueño había visto a
las prisioneras, me habían hablado suplicándome que no las abandonara, que
velara por ellas; había oído también la voz del hombre-Dios, que me decía: Tú sola
puedes abrir aquellas puertas, ¡ten fe en ti misma!, ten fe, que estoy contigo.
Como si una fuerza superior me impulsará, salí de mi aposento, y pedí ver al
gobernador; al verle, me postré a sus plantas llorando amargamente, y tanta era mi
pena y mi congoja, que él se conmovió y levantándome con la mayor ternura me
dijo. Debía estar muy enojado contigo, pero al verte tan desesperada te
encuentro tan hermosa, no de cuerpo, de alma, que me atraes, me seduces, y tengo
el presentimiento que tú serás mi perdición. Cuéntame, ¿qué tienes? ¿qué te pasa?
¿qué te angustia? Aquellas infelices cuyos lamentos escucho siempre, ¡siempre! ¿entendéis?
¡siempre! las veo en mi pensamiento, me cercan, me hablan, y yo enloqueceré si las
sigo escuchando. Vos que sois potente, que podéis tanto... yo no os digo que les
devolváis la libertad, pero al menos, ¿no podríais cambiarlas de prisión? ¿no
podríais amenguar su tormento? ¿no podríais ser para ellas más que un Dios?
-Es que cuando están allí, es porque han pecado mucho; no sólo están las
que adoran a otro Dios, están las adúlteras, están las rameras de inclinación, que
son más culpables que las que venden su cuerpo; las mujeres que allí gimen han
sido la deshonra de su familia, han causado la desesperación de muchos hombres
de estado, y su castigo es justo .
-Por grande que sea un crimen, es más horrible la pena que sufren; hay que
verlo, ¿no lo habéis visto?
-No.
-¿Y no podéis visitar las prisiones?
-Sí que puedo.
-Pues id, señor, id; ¿queréis que yo os acompañe? dejadme ir con vos,
dejadme que les prodigue alguna palabra de consuelo, que tengan una esperanza,
¿verdad que iremos?
-Eres mi tentación; ¡te quiero tanto...! que por no verte llorar iré donde tú
quieras; ahora vete, no salgas de tu aposento, no te dejes ver por la ciudad, no te
impacientes esperando, ten fe en mi promesa, iremos a ver a esas desventuradas.
Y mirándome con la mayor ternura, me acompañó hasta la puerta de su estancia.
Llegue a mi aposento que no sabía lo que me pasaba, me parecía imposible
que me concedieran lo prometido. Esperé muchos días, muchos; al fin una mañana
recibí orden del gobernador, me presenté a él y acto continuo me dijo: -Partamos.
¡Qué hermosa me pareció aquella mañana! ¡El sol brillaba con todo su
esplendor! y era que el sol de la esperanza iluminaba mi espíritu. Mi compañero iba
silencioso, preocupado; llegamos a la prisión y acompañados de muchos servidores
que llevaban antorchas, bajamos a los subterráneos donde gemían aquellas
desventuradas. Si horrible encontré aquel lugar en la sombra, espantoso me pareció
con la rojaluz de las antorchas; ¡qué mujeres! algunas de ellas eran muy hermosas,
y las más bellas eran las más cruelmente castigadas. ¡Qué de ligaduras...! ¡qué
torturas inconcebibles! casi desnudas enseñaban sus cuerpos ensangrentados; al
vernos, todas querían hablar, todas pedían: ¡piedad!, ¡misericordia!, ¡perdón! El
gobernador estaba visiblemente conmovido; yo en voz imperceptible, le dije ,
Concederles la gracia de que os digan algunas por qué están aquí. El accedió a mi ruego y una joven hermosísima dijo: No he cometido más delito que adorar a un nuevo Dios, he conocido a un hombre que sana a los enfermos, que levanta a los muertos, que habla de la igualdad entre los hombres, que promete una vida mejor, es un profeta, un enviado; yo le vi, y al verle tan hermoso, le adoré de hinojos y él me
dijo:-Levántate, mujer, que yo no quiero que adores más que a mi Padre que está en los cielos; yo vengo a levantar a las mujeres para que adoren a un solo Dios, porque él es la verdad y la vida. Este es mi crimen, señor, adorar al enviado de un solo Dios. Otras mujeres confesaron sus culpas, el gobernador las escuchó
atentamente y al terminar las confesiones, me dijo: Espérame aquí, mas no te
atrevas a dirigirles la palabra, no destruyas la obra comenzada. Obedecí, callé, pero
en cambio, ¡cuánto oí! aquellas infelices me decían: Lo que veis no es nada en
comparación de otros martirios. Enterradas en vida, que sólo la cabeza está fuera
de su sepultura, y sobre la cabeza tocan ligeramente varillas candentes y gotas de
agua helada. ¡Esto es horrible...! ¡horrible!
Cuánto sufrí en aquellos momentos al no poder dirigirles las palabras de
consuelo; pero los hombres que me rodeaban todos me miraban y temiendo
empeorar la situación, guardé silencio hasta que vino él, que con acento compasivo
las dijo:-Vuestras suplicas serán atendidas, vuestro suplicio toca a su fin.
Si aquellas infortunadas hubieran podido moverse, todas se hubieran
puesto de rodillas, pero sus ojos ¡cuánto dijeron! mucho más que sus frases
entrecortadas. Salimos de aquel tristísimo lugar, y él me dijo: Siento haber venido, porque
me sucede como a ti, que oigo sus gemidos dentro de mí. ¿Por qué te habré
conocido? ¿por qué?-Para practicar el bien, señor, ¡feliz el que puede hacerlo!
Nos separamos, encargándome que me abstuviera de salir. A solas
conmigo misma me encontré satisfecha de mi obra, al mismo tiempo que
asombrada, porque me parecía imposible el paso que había dado mi protector;
pasaron algunos días y una tarde recibí aviso del gobernador para que pasara a su
estancia; al verle me dijo sonriéndose:
Prepárate para recibir muchas impresiones y todas agradables; ya está casi
resuelta la traslación de aquellas desgraciadas a otro punto donde puedan vivir, y
las menos culpables recobrarán la libertad; para ultimar detalles, esta noche nos
reuniremos muchos hombres de armas y de estado, celebraremos un festín y tu
asistirás a él; no te propongo una noche de infamia, no, es una noche de placer más
puro, noche que nunca olvidarás, pero te has de vestir bien, has de estar muy
hermosa, ¿tienes otros trajes?
Ninguno, señor, más que éste. Lo presumía; ahora le conducirán a un salón
donde te vestirán como corresponde.
Efectivamente, dos horas después me contemplé con asombro: un
riquísimo traje blanco adornado con piedras preciosas y un peinado artístico sobre el cual descansaba una corona de pequeños soles, ne habían transformado por completo; estaba realmente hermosa, y mi muerta vanidad resucitó por algunos momentos
estaba realmente hermosa, y mi muerta vanidad resucitó por algunos
momentos. Cuando entré en el salón del festín acompañada del gobernador, resonó un
voto de aprobación, ocupé un lugar preferente y comenzó el banquete que fue
espléndido; a! terminarse, se acordó trasladar a las prisioneras a lugar más sano, de
mejores condiciones y ultimar las causas pendientes de las menos culpables;
después de tan humanitario acuerdo, se habló de un hombre que no era como los
demás hombres, que era un genio, un mago, un profeta, que se deslizaba sobre la
tierra sin dejar huella, que se elevaba por los aires sin tener alas, que hablaba de un
Dios único que era el puerto y el camino de la vida, que hacía curaciones milagrosas,
que prefería la compañía de los humildes, y que preparaba una verdadera
revolución.
Enseguida comprendí que hablaban del hombre-Dios; temblé cuando
dijeron que querían prenderle, y al mismo tiempo pensé: no le prenderán, no es un
hombre como los demás, él pasa los abismos sin caer al fondo, pero con todo me
disgustaba el giro de aquella conversación y más aún, cuando el gobernador dijo:
-Esta lo conoce, esta lo ha visto y ha oído su voz: puede hablamos de él.
-Sí, exclamé con entusiasmo, lo he visto, es un hombre muy hermoso, pero
su hermosura no habla a los sentidos; al verle se sienten impulsos de adorarle y se
cae de rodillas sin saber lo que se hace; su cabellera es abundante y sedosa, sus
ojos, ¡ah! sus ojos son dos soles.
-¡Dos soles! (replicó al gobernador).
-Sí, dos soles, brillan de un modo que yo no he visto otros como los suyos.
Pues mira, favor por favor, te hemos concedido la salvación de aquellas infortunadas,
en cambio ayúdanos para encontrar a ese hombre; si es Dios, él se salvará, y si
es hombre, quedará sujeto a la justicia humana.
Al oír tales palabras sentí frío, pero al momento comprendí que debía
disimular para no perder lo ganado, y pedí que me concedieran la palabra como
última gracia de aquella noche.
Accedieron a mi ruego y hablé del hombre -Dios con todo el entusiasmo;
pinté la sociedad tal como se encontraba en aquella época y la necesidad que había
de un renacimiento, de una redención. Estuve elocuente, tanto, que al final el
gobernador me besó en la frente diciendo:
-Tú eres una de las redimidas; yo te admiro y te respeto.
Todos me saludaron, no como a la mujer perdida, sino como a una
esperanza de otra época mejor.
Al terminar la fiesta mi placer era inmenso por haber conseguido mejorar la
situación de aquellas desventuradas, y aunque me dieron el horrible encargo de ir al
lugar donde había encontrado al hombre-Dios y allí entretenerle para que pudieran
apoderase de él, tenía el íntimo convencimiento de que no lograrían sus inicuos
fines.
Cuando me quité mi precioso vestido blanco y desprendí de mi cabeza la
luminosa corona, miré aquellos adornos con tristeza; no eran míos, mas al quererlos
devolver, me dijeron que me pertenecían, y confieso ingenuamente que me alegré
muchísimo, guardando el traje y los joyas con sumo cuidado; y cuando más
atareada estaba, pasó ante mis ojos un rayo de luz rojiza, y escuché la voz del
hombre-Dios que decía:-¡Aún renace en ti la vanidad!, aún te gustan las galas,
renuncia a ellas, que es otra tu misión que la de lucir joyas.
Me quedé muy triste, al fin era mujer, y muy joven todavía; tenía sed de algo,
quería amar y ser amada, porque los hombres sólo habían buscado mi cuerpo, mi
alma estaba completamente virgen, verdad que adoraba al hombre-Dios, pero...
¡estaba siempre tan lejos de mí! y yo aún era muy débil, muy pequeña, me daban
una misión superior a mi inteligencia, así es que, a lo mejor, desmayaba y caía en
los más tristes desfallecimientos.
Para recuperar mis gastadas fuerzas me acosté, y durante mi sueño, me
trasladé a la prisión, asistí a la traslación de aquellas infelices, que al verse libres de
sus ligaduras se postraban ante mí, y me adoraban llamándome su salvación.
Cuando desperté, mi júbilo era inmenso, me vestí apresuradamente con mi
pobre traje, y me dirigí a la fuente, segura de encontrarle allí, mas no le encontré,
sólo estaban los pájaros más habladores que nunca, los unos cantaban, los otros
parecía que hablaban y me daban la bienvenida, y yo decía: Así cantarán aquellas
desgraciadas cuando estén fuera de la prisión. ¡Qué hermosa es la libertad!... es
decir, yo soy libre y no soy feliz; ¡vivo tan sola...! ¿por qué no vienes? ¡si sabes que
te espero! ¡si sabes que te necesito tanto... ¡Bebí agua por calmar mi inquietud, y
mirando el horizonte, vi una nubecilla que se fue condensando, y al condensarse se
fue formando una figura, aquella figura era ¡él!, él, que sin yo darme cuenta me lo
encontré a mi lado sonriendo dulcemente; al verle, me quise postrar de hinojos, y él
lo impidió diciendo: -Yo vengo a libertar a las mujeres, sólo los esclavos se postran,
siéntate y escucha: -¿Te has convencido una vez más de que basta querer para
conseguir? mucho has hecho por las víctimas de la intolerancia y mucho más
podrás hacer.
-Pero para luchar necesito veros.
-Ya me estás viendo.
-Esto no basta, yo tengo una sed que con nada se sacia.
-¡Tienes sed de infinito! sed que yo tengo desde la noche de los siglos, y
apenas, apenas, me es permitido humedecer mis labios con una gota del néctar
divino que calma el ansia de las almas que quieren progresar. Cuando pasen
muchos, muchos siglos, también caerán sobre tus secos labios algunas gotas del
rocío divino que hace vivir.
-¡Pero señor! ¡estoy tan sola!
-¿Sola, y siempre oyes mi voz? ¿sola, y sabes que yo no te abandono?
-No es bastante, no es bastante. Es más de lo que mereces, ¿crees tú que
el amor de las almas se asemeja a la atracción de los cuerpos? mucho se le
concede, no pidas más, y no retrocedas en la senda emprendida si no quieres sufrir
más de lo que has sufrido.
-¡Ah! no, no; si todo mi afán es veros porque os amo, no como a un hombre,
no, como a un Dios; dejadme seguir vuestras huellas, dejadme respirar vuestro
aliento.
-Sigues mis huellas y respiras mi aliento trabajando en mi obra de redención;
no es ocasión ahora de místicos deleites, sino de lucha, porque la persecución se
acerca.
-¡Ah! sí; quieren prendemos.
-Por ahora no será, todo vendrá a su tiempo; pero tú no te inmutes por
cuanto de extraordinario suceda: tú firme en la brecha, rescatando mujeres; y deja
que me persigan, y deja que me prendan, y deja que el pueblo se revolucione y
cumpla cada cual con su deber, como tú y yo lo cumpliremos. Yo te asocio a mi obra,
yo te doy parte en mi empresa, pero iremos por distinto camino; en la tierra sólo otra
vez podrás hablar conmigo.
-¡Señor! ¡señor! ese castigo es demasiado cruel.
-No es castigo, mujer, es el cumplimiento de una ley sabia y justa, los
buenos trabajadores no están todos abriendo el mismo surco, hay que labrar mucha
tierra y hay que diseminarse por distintos valles; no me verás, pero mi voz siempre
llegará a ti, siempre que tú no desandes el camino andado.
-¡Ah! no, no; ¡eso es imposible! ¡os quiero tanto...!
-Ya era tiempo, mujer, que me quisieras.
-Os he amado desde el momento en que os vi.
-No, me has amado desde el momento en que me has comprendido, desde
el instante en que mi amor hacia la humanidad conmovió tu corazón; la ciencia
ablanda las peñas, pero no los corazones; la ciencia nos hace ver las estrellas, pero
no las profundidades del corazón humano, sobre todos los sabios de los mundos
están los niños cuando con sus brazos abiertos se enlazan al cuello de sus padres
diciendo: ¡dadme un beso porque te quiero mucho! y hay que trabajar para que los
pueblos, a semejanza de los niños, se abracen a los libertadores, a los iniciadores
de nuevas doctrinas, diciendo:-¡dadnos el pan del alma!, ¡dadnos el agua de la
salud!, ¡dad la igualdad para no gemir en la esclavitud!
-¡Cuánto hay que trabajar!, ¡cuánto hay que sufrir! Mujer, nuestra obra, no
es de un siglo, ni de dos, ni de ciento, ni de mil; no tiene plazo fijado, como no lo
tiene el progreso de las almas; hoy arrojamos la semilla, y pasarán muchos, muchos
siglos, antes que fructifique; pero, ¿qué importa? ¿dejará por esto de ser nuestra
obra beneficiosa? ¿dejarán sus flores de tener aroma, porque durante mucho
tiempo no puedan entreabrirse sus capullos? La impaciencia es muy mala consejera,
la perseverancia es la mejor amiga del hombre. Mujer, continúa tu obra, sigue sin
desmayos ni desfallecimientos, estás unida a mí por tus propósitos de redención,
porque has visto la luz, porque amas al que te amó y al que te perdonó.
Al pronunciar las últimas palabras, el hombre-Dios me estrecho en sus
brazos y una lágrima suya cayó en mis labios, me pareció que me elevaba que
perdía tierra, después... después... me vi envuelta poruña densa bruma, un rayo de
sol la deshizo, y me encontré junto a la fuente. En aquellos instantes, me encontraba
llena de vida; aquella lágrima del hombre-Dios que cayó en mis labios, me había
devuelto la salud y la vida: ¡cuan dichosa me creí entonces! y en realidad era mi
dicha superior a todos los placeres que pueden soñar los terrenales; porque en la
tierra cuantos goces se sueñan y se imaginan, cuantos deseos agitan al hombre, el
objetivo de todos ellos es el placer material; saciedad de nutritivos alimentos,
abundancia de bebidas espirituosas, festines, banquetes, orgías, unión de cuerpos
mientras más bellos mejor, éstos son todos los sueños de la tierra; y lo que yo sentí,
lo que yo gocé, al caer en mis labios aquella lágrima del hombre-Dios, aquella tibia
gota de su llanto, no hay en el lenguaje humano palabras que puedan expresar
aquel deleite, aquel placer purísimo, en el cual no toman la menor parte las
agitaciones sensuales. No; por eso cuando me vi sola, mi dolor fue inmenso,
¡aterrador!, ¡sola, después de haber estado en el dintel del paraíso!, ¡sola, después
de haber sentido la opresión de aquellos brazos que daban calor con su contacto!,
¡sola después de haber visto los cielos en aquellos ojos tan hermosos...! ¡ojos que
no he vuelto a ver en la tierra, sólo él descendió a ese mundo con aquellos dos soles
que tanto brillaban!, ¡que tanto atraían!, ¡que tanto fascinaban!, que tantas y tantas
dichas prometían; por eso yo le llamo el hombre-Dios, porque nadie era como él; en
los viajes que he hecho en la tierra, ni antes ni después de conocerle, he visto a
ningún hombre que se le asemejara; especialmente la cabeza; se puede decir que
su cuerpo era del barro común, pero su cabeza era de otra sustancia, de otra
materia más delicada, más radiante, porque su cabellera, había momentos que
parecía compuesta de hilos luminosos, su rostro dulce y melancólico, en
determinados instantes, especialmente al anochecer, todo él despedía una luz
suave entre blanca y azulada; por eso al sentir su aliento; y al mirarle de tan cerca,
fui tan dichosa. Mas ¡ay!, ¡fue tan breve aquel momento!, ¡desapareció tan pronto!,
fue una transición tan violenta la que experimenté, que mi pobre organismo sintió la
sacudida, y me quedé sin movimiento: me quise levantar y caí, probé nuevamente y
me convencí de que había gastado todas mis fuerzas, todas, y ante la realidad de mi
impotencia me desesperé, mas pronto el llanto afluyó a mis ojos y me tranquilicé
algún tanto, quedándome aletargada; cuando desperté, me levante ágil y fuerte,
sintiendo sobresalto al ver que había perdido un tiempo precioso, porque el
horizonte cubierto de nubes rojizas anunciaba la proximidad de la noche; irme a la
Granja no podía ser, pues ya sabía que no tenía allí cabida, y el regresar a la ciudad
era casi imposible antes de la noche, porque me separaba de ella una gran distancia;
pero no había tiempo que perder, era necesario llegar antes que cerraran las
puertas y eché a andar precipitadamente; anduve largo rato, y tan abismada iba en
mis pensamientos, que no advertí que había equivocado el camino hasta que
tropecé con un árbol gigantesco; entonces miré en tomo mío y desconocí por
completo el sitio donde me hallaba; las sombras de la noche se habían enseñoreado
de una parte de la tierra; sólo el fulgor de las estrellas me dejaba ver que estaba a la
entrada de un bosque; ¡me había perdido...! no sabía donde estaba; por todas
partes encontraba árboles, aquello era un laberinto formado por la naturaleza;
temblé de espanto porque llegaban hasta mí sordos rumores, formados por los
graznidos de las aves de rapiña, por los rugidos de las fieras, por mil zumbidos
extraños que yo no podía clasificar, pero que todo formaba un conjunto aterrador, y
con las sombras todo se agiganta, todo es monstruoso. ¿Qué hacer? ¿qué partido
tomar? ¿qué ruta seguir? ¡ninguna! porque desconocía el terreno; pero, como la
inacción no ha sido nunca mi consejera, comencé a andar, pero el terreno era
pedregoso, mis pies sentían agudos dolores, porque a cada instante quedaban
prisioneros entre dos piedras punzantes, y al salir de las piedras, mi túnica quedaba
prendida entre zarzas espinosas; espinas por todas partes, porque extendía mis
brazos, y mis manos también tocaban troncos espinosos ¡Qué situación tan horrible!
¡Dios mío! no podía ni dejarme caer, porque hubiera caído en un lecho de espinas;
entonces, desesperada, loca, grité:-Tú que dices que nunca me dejas, ¿por qué me
abandonas? eres cruel para conmigo, ¿por qué me llevaste a las puertas del
paraíso, si me habías de dejar caer en este infierno...? ya no puedo más,
¡misericordia! ¡Señor!, ¡misericordia!
Al terminar mi súplica, sentí que las ramas de los árboles se agitaron
violentamente, rompiéndose muchas de ellas, y una voz cavernosa dijo con ira
reconcentrada: Buena caza es la de los espías, y un brazo de hierro sentí que rodeó
mi cuello, después me levantaron y con la rapidez del rayo, sintiendo en mi rostro un
aliento de niego, me encontré en el fondo de una caverna donde varios hombres
avivaban el fuego de una hoguera. Al verme todos dijeron al que me llevaba:
-¿Qué traes, Arael?
-Una espía.
-Al fuego con ella, al fuego.
-No, antes que hable, dijo el que parecía jefe; y entonces me ataron a un
poste, diciendo: Confiesa y después veremos.
Pedí clemencia porque las ligaduras se me clavaban en las carnes y el
mismo jefe me desató, escuchando atentamente mi confesión. Se lo conté todo,
todo, y al hablarle del hombre-Dios, Arael se acerco más a mí, y con acento más
humano, me preguntó:
-¿Tú también le amas?
-¡Que si le amo! ¡él es mi Dios!, ¡mi vida!, ¡mi amor...! por él me sacrificaré
eternamente.
-Como yo y los míos, dijo Arael; por él velamos, por él sufrimos, por él
destruiremos sin piedad a todos los enemigos; muy cerca has estado de la muerte,
pero ya eres sagrada para nosotros; no te salva el documento que llevas del
gobernador, te salva tu amor a EL. Esta noche dormirás aquí, al amanecer, con los
ojos vendados, saldrás de este lugar y te dejarán en el camino de la gran ciudad. Tú
y yo nos volveremos a ver, que tendremos quizá que luchar juntos.
Al amanecer, me hicieron levantar, me vendaron los ojos y levantándome
en el aire como si llevaran a un niño, en breves momentos llegamos al camino real,
me quitaron la venda y me dejaron sola, quise ver a mis acompañantes, pero éstos
habían desaparecido con la mayor rapidez. Miré mi pobre túnica y me avergoncé;
toda estaba desgarrada, mis pies ensangrentados, mis cabellos en completo
desorden. ¿Cómo entrar en la ciudad de aquel modo? Mas como no tenía otro
remedio, apresuré el paso cuanto pude y llegué al punto de mi descanso dominada
por la fiebre.
Inmediatamente me acosté y estuve muchos días enferma, lo que me
contrarió extraordinariamente, porque en mi aposento no hacía más que sufrir sin
ser útil a nadie. Al fin me levanté y pedí ver al gobernador; éste me recibió con
sequedad, diciéndome:
-¿Qué tienes? estás desconocida, ¿has vuelto a caer?
-No, no; mi cuerpo ya está muerto, mi alma es la que vive, mi alma es la que
necesita besos, sí, besos; las almas también se besan, las almas tienen perfumes
que no logran destruir los vicios de la tierra. Mi alma está sedienta de amor, de amor
sin deleites sensuales, y la soledad en que vivo es horrible.
-Pero... ¿y tu pasado, mujer? ¿y tu pasado...? ¡hace tan poco tiempo que
eras una perdida...! ¡quién no recuerda tu desenfreno...! ¡tus locuras...! ¡tu sed de
placeres...! Cierto que no pareces la misma, que hay en ti algo que conmueve, que
emociona dulcemente, por eso te he concedido albergue, por eso no quiero que
vivas a merced de nadie, pero... no pidas más de lo que tienes; ¡has caído tantas
veces!
-Es verdad pero mi alma dormía, rodaba por la pendiente del vicio, sin gozar
del placer de la caída; y al despertar, si fuera posible, yo quisiera vivir sin este
cuerpo que me avergüenza contemplarle, me odio a mi misma; esta carne me
inspira la repulsión y el asco de un cadáver en putrefacción.
-¡Ah! eso no; ¡eres tan hermosa! a pesar que estáis marchita, que tus ojos
han perdido su brillo; ¡eres tan bella...! que sin querer pasar contigo noches de
placer, me es grato contemplarte y aun quererte, pero... eres mi tentación, me has
hecho cometer muchas imprudencias y no puedo, no debo tener intimidades
contigo.
-Acaso ¿os he inclinado al crimen?
-Según se mire, sí; ahora vete y cuídate, que estás muy enferma.
En realidad lo estaba, había en el ambiente algo que me hablaba y me
contaba muchas historias tristes, muchas, de noche, durante mi sueño, veía
muchedumbres amotinadas que gritaban pidiendo libertades y derechos; durante el
día, observaba movimiento en el palacio del gobernador; una tarde le vi salir
rodeado de altos funcionarios y de muchos soldados; los seguí y vi que penetraron
en el templo, donde permanecieron hasta el anochecer, no eran aquellas las horas
de rendir culto a los dioses; esperé que salieran y los vi salir graves y silenciosos; al
llegar al palacio se detuvo el gobernador con otros dos jefes, y oí que les decía: Ante
todo, y por encima de todo, hay que defender a nuestros dioses, formemos sus
altares con las cabezas de sus enemigos.
Aquellas palabras me llenaron de espanto, y loca fuera de mí, pedí ver al
gobernador; al verle le dije:
-¿Qué pasa? ¿qué ocurre? os he visto salir y entrar en el templo, ¿se caen
vuestros ídolos?
-No, porque los sabremos sostener, y a propósito, desde hoy en adelante,
todos los días nos veremos, cambiarías de aposento, estarás más cerca de mí, tú
has dicho que obedecerás mis órdenes, pues prepárate a obedecerlas, el
movimiento popular aumenta, ese hombre lleva tras si a los pueblos, tras él se irían
los dioses, y hay que evitar la caída de lo existente.
Mi carácter aventurero no se conformaba con estar en estado de reposo,
pero al pensar que EL peligraba, hubiese querido la quietud absoluta; me acosté
muy triste presagiando días de luto, durante mi sueño vi al hombre-Dios más
hermoso que nunca, que mirándome dulcemente, me dijo: No olvides lo que te he
dicho, me encontrarán cuando yo quiera que me encuentren, me prenderán cuando
yo quiera que me prendan, y harán uso de su poder los hombres cuando llegue la
hora de sellar con mi sangre mi testamento. Una es nuestra obra, trabaja en ella, no
desmayes un solo minuto, que si retrocedieras, tu dolor sería espantoso tu
expiación terrible, porque al que mucho se le da, se le exige mucho, y a ti se te ha
dado ciento por uno, has pedido besos para tu alma, y besos has recibido; más que
besos, ha caído sobre los labios una lágrima de aquel que tú vendiste y que te
perdonó de aquel que te quiso elevar por la ciencia, y hoy te purificará con su amor.
Al despertar, me encontré llena de vida, con el cuerpo tan ligero, como si no
estuviera compuesto de carne y huesos; me levanté alegre, satisfecha; brillaba el
sol, y salí fuera de la ciudad para pensar mejor. Los alrededores de la populosa
capital eran muy pintorescos; había jardines encantadores hechos por la mano del
hombre, y había bosques inmensos y dilatadas llanuras donde sólo la naturaleza
había trabajado. Cruzando una de aquellas llanuras, vi a un hombre que me miraba
fijamente; ambos cortamos la distancia y reconocí al que me arrancó de aquel lecho
de espinas, al fuerte Arael, que era un hombre de formas atléticas, de mirada de
fuego, y de semblante adusto; al verme se dulcificó un poco su semblante y me dijo:
-¿Qué buscas por estas soledades?
-Aire y luz.
-¿Nada más?
-Es cuanto yo necesito, por ahora.
-¿Qué sabes?
-Que se conspira.
-Eso lo sé yo también.
-¿Le habéis visto?
-Sí, ¿y tú?
-Anoche en sueños.
-¿Y qué te dijo?
-Lo de siempre: que le encontrarán cuando él quiera que lo encuentren, que
lo prenderán cuando él quiera que lo prendan, y que harán uso de su poder los
hombres, cuando llegue la hora de sellar con su sangre su testamento.
Esas son sus palabras, a mí también me las ha repetido muchas veces; yo
le vi nacer, y desde pequeñito me decía: Arael, yo vengo a redimir a los cautivos, mi
sangre será la savia generosa que después de muchos siglos, fertilizará la tierra, y
las humanidades serán libres practicando mi ley, mis palabras ahora no las
entenderán, mis actos no podrán ser comprendidos, mi sangre parecerá que
resbala sobre piedra lisa, pero mis palabras resonarán más tarde, mis actos serán
sometidos al análisis científico, mi sangre abonará la tierra, y en terrenos fértiles se
agruparán los pueblos redimidos bendiciendo mi nombre.
-¡Ah! ¡qué hermosas palabras!
-Más hermosos son sus hechos, atiende; yo te daré aviso siempre que
necesitemos vemos, que desde hoy será con mucha frecuencia, no faltes nunca a
las citas, porque tenemos que unimos para luchar por EL, y mirándome casi con
ternura se separó Arael, dejándome dentro de la ciudad.
Al verme sola en mi aposento, sentí alegría y tristeza a la vez, ¡con qué
familiaridad me trataban los hombres! aunque ya no quisieran mi cuerpo, todos me
hablaban en son de mando; era una hoja seca que todos tenían derecho para
lanzarla de un punto a otro, pero... no debía quejarme; mi protector tenía razón, aún
vivían los hombres que habían sido testigos de mis locuras, gracias que no tuviera
necesidad de acercarme a ninguno.
Cuando más me abismaba en mis amargas reflexiones, recibí orden de
trasladarme a otro aposento mucho mejor que el que ocupaba: allí estaba el
gobernador, que sonriendo con tristeza me dijo: Los momentos se acercan; tu
hombre-Dios se atreve a tocar los altares de los dioses, dice que no hay más que un Dios
En mi nueva habitación estaba más contenta, pero... la tristeza me
consumía, tanto es así, que me quedaba muchas veces como aletargada y duraba
el letargo días y días; aquel sueño me reanimaba y además todo aquel tiempo que
pasaba durmiendo, dejaba de pensar en mi impotencia, que era mucha, porque
comprendía que después de haber arrebatado a unas cuantas víctimas del encierro
en que gemían, ya no era posible visitar de nuevo aquellos lupanares porque estaba
expuesta a dos peligros: a morir, o a verme obligada a ofrecer mi cuerpo a los
libertinos, y esto último me horrorizaba, no quería de ninguna manera descender de
nuevo al abismo del vicio, la virgen más casta no podrá sentir mayor repulsión que la
que yo sentía pensando en mi pasado. Sabía que tampoco podía hacer nada útil por
las prisioneras, pues un paso imprudente de mi parte me hubiera malquistado con el
gobernador que al fin era mi providencia en la tierra, pues gracias a él, tenía
albergue y alimento, no tenía que rodar por la ciudad, no tenía que sufrir los
desprecios de los unos, ni los desdenes de los otros; mi nombre casi lo habían
olvidado los libertinos. Cuando salía, como mi traje era tan modesto y tan humilde,
pasaba completamente desapercibida; ¿qué mayor placer podía yo esperar? ¡no
ser vista!, ¡no ser conocida...! no ver la sonrisa burlona y despreciativa de las
mujeres honradas y el gesto desdeñoso de los hombres, era un bien inmenso para
mí, pero como nunca el alma está satisfecha, no lo estaba la mía, ¡vivía tan sola...!
tan aislada si estaba enferma, no veía a nadie junto a mi lecho; es verdad que el
gobernador me había ordenado que diariamente me presentaba a él, pero no le
obedecía por no cambiarme de traje, todo trabajo me era enojoso. Un día me
levanté tan aburrida de mi misma que salí de mi aposento buscando alguna
distracción y recorrí todas las dependencias del palacio-fortaleza que habitaba el
gobernador, que era inmenso, rodeado de jardines, de bosques, de innumerables
casitas para los jardineros, de moradas suntuosas para las oficinas y habitación de
altos empleados, y todo esto guardado por altas murallas.
Conseguí distraerme recorriendo tantos salones maravillosamente
amueblados, con un lujo deslumbrador; visité un salón en cuyo fondo se levantaba
un trono donde los artistas habían empleado todo su ingenio para combinar piedras
preciosas y metales riquísimos, jaspes y púrpura y cuanto bello y admirable encierra
ese mundo. ¡Cuánta riqueza! ¡cuánto arte...! ¡qué hermoso era todo aquello que me
rodeaba...! y no sólo aquel salón anchurosísimo, sino los demás salones adornados
de magníficos tapices, de jarrones artísticos, de flores maravillosas, de fuentecillas
de las cuales manaban aguas perfumadas por las más delicadas esencias. Al ver
tanta riqueza, mi pensamiento voló y retrocedí hasta llegar a una aldea miserable,
compuesta de casuchas de tierra y chozas de paja; en una de estas últimas vi a mis
padres y a mis hermanos medio desnudos, y entre ellos me vi muy pequeñita;
después, seguí mis propios pasos cuando me encaminé con otros chicuelos
dirigiéndome al pueblo cercano; allí contemplé el grupo de vagabundos que se
apoderó de mí, y explotó mi niñez y mi inocencia, enseñándome a mentir, a engañar,
a hurtar de mil modos; vi a aquel hombre odioso que a viva fuerza manchó mi frente
con sus lascivos besos, y me estrechó en sus brazos convirtiendo a la niña en
desenvuelta ramera; me vi pobre, hambrienta, cubierta de harapos, después... joven,
hermosa, envuelta con sedas y encajes, y luego... luego en un lecho miserable con
el cuerpo ulcerado con la más repugnante enfermedad. ¡Cuántos horrores...!
¡cuánta miseria para el cuerpo y cuánta miseria para el alma...! ¡qué contraste
formaba mi vida con aquellas estancias suntuosas donde sobraban las
superfluidades del lujo! ¿qué era yo en aquellos salones? una partícula de polvo que
venía a posarse sobre uno de sus divanes. Salí de allí triste, muy triste, y acusé a
Dios de injusto, lo confieso; seguí andando, y vi entre bosques de rosas y palmeras
cargadas de fruto, una serie de pabellones que parecían nidos de hadas, con unas
torrecillas de marfil caladas que parecían formadas por finísimos encajes, y
guardando aquella mansión encantadora, había varios soldados que me dijeron con
sequedad: Aquí no se puede entrar porque aquí habita la familia del gobernador.
Entonces, miré con más afán aquel paraíso murmurando: Este es el templo donde
mi protector tiene sus verdaderos ídolos, ¡su familia...! ¡su familia...! la mujer que
lleva su nombre no ha rodado como yo por el mundo, ¡qué dichosas son las mujeres
honradas...! pero, ¡Dios mío!, cuando yo me perdí, no sabía la profundidad del
abismo donde me arrojaron; y febril, contrariada, cansada de todo me dirigí a mi
aposento, que entonces lo encontré pobre y mezquino; en él me esperaba el
gobernador, que al verme me cogió las manos diciéndome con dulzura:
-¿Qué haces? no se te ve por ninguna parte, de eso estoy contento, veo que
me obedeces, mas no en todo, porque te tengo dicho que quiero verte diariamente y
no te veo; además, estás muy desmejorada, no pareces la misma, ¿has estado
enferma?
-Sí, de cuerpo y de alma, la vida se me hace insoportable ¡vivo sola!, no
puedo ir a rescatar esclavas, porque, mis enemigos me inutilizarían; no puedo visitar
las prisioneras temiendo molestaros; no puedo tener ninguna amiga, porque una
mujer honrada no querrá intimar conmigo; no puedo ir a visitar a mis compañeras
rescatadas, porque allí no me quieren; no puedo seguir las huellas del hombre-Dios,
porque éste me dice: Yo quiero trabajadores en mi obra, no quiero adoradores de mi
figura; no tengo más que a vos, y vuestro afecto es tan frío.
-¡Pobre mujer! te quejas con razón, tu vida es muy triste, no es para ti la
inacción en que vives; mereces que yo me ocupe más de ti, de lo que hasta ahora
me he ocupado, yo te prometo dulcificar tus horas y va a ser desde ahora mismo.
Cámbiate de traje, no te pongas galas, no ostentes más lujo que la blancura de tu
modesta túnica, prepárate a recibir muchas y variadas impresiones; no tiembles ni
te intimides por nada, porque eres mi protegida, y más aún, eres mi aliada; me
necesitas y te necesito; para mi ha muerto la mujer perdida y ha nacido una mujer
sin historia; vístete que te espero.
En breves momentos me cambié de traje y el gobernador al verme se sonrió
con ternura y murmuró con tristeza:
-Tú siempre serás mi tentación.
-Salimos, y cuál no sería mi asombro cuando vi que se detuvo delante de los
pabellones de las torrecillas de marfil.
-¿Aquí vamos a entrar?-le pregunté con espanto.
-Sí, aquí; es la hora de la comida y desde hoy comerás en mi mesa.
-¡Ah! señor, ¡eso es imposible! ¿qué dirá vuestra familia?
-No te preocupes por eso; tú resiste con valor el primer empuje, lo demás,
ya correrá de mi cuenta. Entramos, y los cielos de las religiones no son tan
hermosos como aquella morada: ¡cuántas flores...! ¡cuántos perfumes! ¡cuántos
pajarillos entre redes de seda y oro...! Damas, niños, jóvenes y apuestos donceles
rodeaban una gran mesa cubierta de manjares. Al entrar el gobernador, todos,
como movidos por un resorte se levantaron y rodearon a una mujer muy hermosa, a
la cual se dirigió el gobernador llevándome de la mano; yo miraba sin ver, he dicho
mal, sólo veía a aquella mujer, que parecía la diosa de la ira; tanto revelaba su
mirada, ¡qué ojos aquellos!, ardía en ellos todo el fuego de los infiernos; quedé
aterrada, sentí que me flaqueaban las rodillas, cerré los ojos porque parecía que
hierros candentes se me hundían en ellos; pero al mismo tiempo, sentí que el
gobernador me apretaba la mano con fuerza inusitada, y haciendo un esfuerzo
supremo me mantuve de pie; él dirigiéndose a su esposa le dijo con firmeza:
-Azara, te presento a una mujer, a la cual he tomado bajo mi protección, por
serme muy útil su trato y su confianza; podrá servirme de mucho en época de
revolución, te la recomiendo, y espero que a ti su trato te será útil.
Nadie contestó a las palabras del gobernador; su esposa nos miró con toda
la rabia, con todo el despecho de una mujer celosa, y él, como si nada comprendiera,
me hizo sentar a la mesa a su izquierda, mientras su esposa se sentaba a su
derecha.
¡Cuántos manjares!, ¡cuántos dulces! ¡cuántas maravillas!; yo no podía
comer al principio, me ahogaba, pero después pensando en el hombre-Dios le pedí
auxilio, aliento, energía y súbitamente sentí en mi rostro una ráfaga de su aliento, el
nudo que tenía en la garganta se deshizo y me alimenté porque desfallecía de
angustia; terminó la comida y pasamos a otro salón donde esclavas hermosísimas
servían dulces, bebidas y pastas maravillosas que alegraban el ánimo. Yo rehusé
todas aquellas superfluidades de la gula. Azara, en tanto no cesaba de mirarme, se
sentó cerca de mí, y su conversación con otras personas fue para zaherirme
despiadadamente; yo sufrí en silencio aquellas horas de martirio, hasta que el
gobernador dio orden a uno de sus empleados de que me acompañara hasta
dejarme en mi aposento, y que diariamente fuera en mi busca para que asistiera a
su comida de familia. Cuantos escucharon sus palabras enmudecieron; yo saludé a
todos con una leve inclinación, y Azara, agitada y temblando de ira, me dijo con
ironía: Entonces... hasta mañana.
Cuando salí de aquel nido de hadas, miré las torrecillas de marfil iluminadas
por los destellos de la luna, y dije entre mí: "Nunca creí que en el cielo existieran los
tormentos del infierno; en esa mansión hay muchas flores, pero creo que es mayor
la cantidad de espinas, ¡qué mal se está ahí dentro!, yo no vuelvo, no; no volveré,
suceda lo que suceda, aunque lo pierda todo; las miradas de Azara son irresistibles
para mí, todo el desprecio que sienten las mujeres honradas hacia las rameras, lo
he visto en sus ojos, ¡cuánto daño me han hecho sus miradas!"
Cuando me vi en mí aposento respiré, me acosté en seguida, y durante mi
sueño vi al hombre-Dios más hermoso que nunca; me miró con dulzura y apoyando
su diestra en mi frente, me dijo con tristeza:
-Mujer de poca fe, qué pronto olvidas mis consejos: ¿no sabes que sin lucha,
no hay victoria? yo he sido el que he inspirado a tu protector para que te presentara
a su familia; y aquella mujer cuyas miradas te han hecho tanto daño, necesita de ti y
de mí: es un alma que se muere de pena, y necesita consuelo, es una enferma que
necesita el médico y su médico serás tú.
-Pero señor, ¡si me odia!, si hay en sus ojos todas las amenazas, todas las
injurias, todo el furor de los celos.
-Pues ten de ella compasión, que una mujer celosa es una loca sin cura.
-No puedo, señor, no puedo.
-Podrás, porque lo quiero yo, porque lo quiere la ley del amor universal, ten
fe en mis palabras y te responderán los hechos. ¿No dices que me amas? pues el
que ama cree.
-¿Que si os amo, señor? si os quiero sobre todas las cosas de la tierra, si
quisiera poseer todas las virtudes para ser digna de acompañaros en vuestra
peregrinación por el mundo, si no quisiera separarme de vos. ¡Ay!, ¡quién fuera
buena!
-Lo serás, mujer, lo serás, porque quieres serlo; mas no creas que por ser la
misma virtud yo consentiría que recorriéramos juntos el mismo camino, cada cual
debe llevar su arado por distinto sendero; los trabajadores deben reunirse para
cambiar impresiones y tomar aliento, y después cada cual a su faena, que la buena
predicación y el buen ejemplo, deben ser como la lluvia que cae en todas partes,
deben ser como los rayos del sol que en la cumbre de la montaña y en la hondonada
del valle, esparcen su calor y dan la vida a los bosques y a los sembrados. Vuelve al
punto donde está la mujer de los ojos de fuego, que tras aquel fuego hay muchas
lágrimas. Cuando desperté, recordé confusamente las palabras del hombre-Dios; y
me encontré fuerte y animosa, tanto, que salí al campo, y a los pocos pasos me
encontré a Arael, que me dijo:
-Te esperaba, cuéntame cuanto sepas. Le conté todo lo ocurrido y mi sueño
con el hombre-Dios, y Arael me dijo:
-Esas son sus palabras, él no quiere adoradores, él quiere trabajadores,
obedece su mandato.
-Sí, yo le obedeceré, y vos que le veis, decidle que le adoro con toda mi
alma, que necesito verle, pero no en sueños.
-Es inútil cuanto dices, pues nada le diré.
-¿Por qué?
-Porque cuando le hablo, él me dice: No prosigas, lo sé todo, sé los que me
quieren y los que me aborrecen, los que darían su vida por mi; y los que gozan
pensando en mi muerte; sigue sus mandatos y no me ocultes cuando te suceda;
acude a mi llamamiento siempre que yo te avise, que la hora se acerca de la
persecución para el justo.
Me separé de Arael y volví al palacio, y maquinalmente me dirigí a los
pabellones de las torrecillas de marfil; entré sin saber lo que hacía, y antes de darme
cuenta de por qué habían entrado, Azara salió a mi encuentro diciéndome:
-Has hecho bien en venir, tenemos que hablar las dos.
Entramos en una habitación preciosa; ella se sentó en un diván y a mí me
señaló un almohadón a sus pies; yo me dejé caer de rodillas y mirando sus ojos que
arrojaban llamas, le dije temblando:
-¡Por Dios!, ¡por Dios!, ¡no me miréis así!
-¿Y crees tú que yo puedo mirar de otro modo a las mujeres perdidas que mi
marido me obliga a recibir en mi morada? ¿No sabes que yo le amo, y que me
muero de celos...? Anoche te miraba y algo se calmó mi enojo porque vi que no
vales nada, eres una rosa seca.
-¡Ah!, sí, tenéis razón, mi cuerpo ya no tiene atractivos y de ello estoy
contentísima.
-¡Sí! ¿es cierto lo que dices?
-Escuchadme y os convenceréis de la verdad; y entonces le conté toda mi
vida, toda; mi amor al hombre-Dios, mis deseos, mis sueños, mis esperanzas.
Conforme yo hablaba, la mirada de Azara iba perdiendo su fuego, y al terminar mi
relación, hubiera llorado conmigo, si una de sus esclavas no hubiese llegado
diciendo:
-¡El niño, el niño se muere!
Azara se levantó como una loca y salió corriendo y yo tras de ella; llegamos
a un aposento donde había un niño de pocos años revolcándose en el suelo por
horribles convulsiones.
-¡Este también... gritó Azara, este también...! Y volviéndose a mí me dijo:
-¡Todos mis hijos se mueren así, todos, todos...!
A sus gritos acudieron toda la servidumbre del palacio, individuos de la
familia, esclavas, médicos, el gobernador; era una confusión indescriptible; los
médicos transportaron al niño a su lecho, quisieron que tomara algunas medicinas,
pero el niño tenía los dientes tan juntos, que no hubo fuerza humana que separara
aquellos dos hilos de diminutas perlas; entonces los médicos dijeron con desaliento:
Este niño está dominado por espíritus malignos, la ciencia es impotente para alejar
las influencias de los hijos de las sombras; vengan los sacerdotes y en nombre de
los dioses quizá consigan lo que la ciencia no puede conseguir. Azara, al oír tal
razonamiento, dijo con acento iracundo:
Corred, volad, traedme a los sacerdotes, a los inspirados, mas yo reniego
de los dioses que dejan atormentar a un inocente. ¡Mi hijo! el hijo de mi alma, ¡que
es tan bueno! tan bueno, que no puede ver llorar a un esclavo... esto es para
volverse loca...
Vinieron los sacerdotes con sus blancas túnicas, rodearon el lecho del
enfermo, quemaron mirra y otras substancias y nubes aromáticas llenaron de humo
la habitación, elevaron plegarias, imprecaron a los espíritus malignos, les mandaron
dejar el cuerpo del paciente, y el pobre niño gritaba como un endemoniado y decía:
-¡Que me matan...! ¡que me azotan...! ¡que me arrastran...! ¡madre!, ¡madre
mía!, ¡sálvame...! Azara, frenética, estrechó a su hijo contra su corazón y exclamó:
-¡Fuera!, ¡fuera todo el mundo!
Todos obedecieron y sólo quedamos en la habitación Azara, el niño
colocado en su lecho, su padre y yo; Azara y su esposo cayeron en brazos el uno
del otro diciendo: ¡Qué desgraciados somos...! Al verlos, sentí una conmoción
extraordinaria, oí al hombre-Dios que me decía: "Obra en mi nombre; ¡sálvale!,
¡sálvale!" Yo entonces les dije:
-Escuchadme: ¿queréis que yo pruebe a ver si le salvo...?
-¡Tú...! dijo él con asombro.
-¡Tú! replicó ella con inmensa alegría, sí, sí; haz lo que quieras, devuélveme
a mi hijo y yo te querré sobre todas las cosas de la tierra.
-¿Qué le darás? preguntó él con temor.
-Nada, dejadme obrar los dos me abrieron paso, me acerqué al niño que
gemía débilmente y pensando en el hombre-Dios y oyendo su voz potente, puse mi
diestra sobre la frente del niño, y le dije-: ¡Duerme!, duerme con el tranquilo sueño
de tu inocencia, duerme y al despertar quiero que estés libre de todo sufrimiento,
quiero que no te acuerdes, ni en sueños, de los que ahora te atormentan, duerme y
despierta sano para ser la alegría de tu madre, duerme, ¡yo lo quiero!
Y extendiendo mis manos sobre el niño, fui tocando ligeramente su
cuerpecito hasta las puntas de sus pies; entonces, el niño respiró libremente, se
sonrió como sonríen los ángeles, y, abriendo los brazos murmuró dulcemente:
¡Madre mía! La madre temblorosa, sin saber lo que le pasaba, no se atrevió a tocar
al niño; comprendió que algo muy grande operaba entre nosotros; yo, dominada por
una fuerza extraña y una convicción en mí desconocida, dije:
-Azara, tu hijo está salvado. El, El, sólo El ha podido salvarle.
El niño se volvió para dormir mejor; sus padres escucharon anhelantes su
respiración dulce y tranquila, su rostro lívido se coloreó, sus labios se entreabrieron
y sonriendo murmuró: ¡Madre mía! Y entonces, Azara se lanzó a mis brazos y de
aquellos ojos de fuego brotó un raudal de llanto, diciendo con voz balbuciente: Si tú
me devuelves mi hijo, yo juro quererte sobre todas las cosas de la tierra.
Las dos mezclamos nuestras lágrimas, mientras el padre, contemplando al
niño, decía conmovido y gozoso:
-¡Hijo mío!, ¡hijo mío! quien te vuelve a mis brazos no lo sé, algo misterioso
me rodea, algo invisible me ha devuelto la vida. ¡Fuerza desconocida!, ¡amor
inmaterial!, ¡Ser que adivino!, yo te adoro sobre todos los dioses, que un so lo Dios
es el que debemos adorar en la tierra.
Y postrándose ante el niño dormido, el padre elevó su ferviente plegaria, en
tanto que Azara y yo, estrechamente enlazadas, llorábamos silenciosamente, y una
voz resonaba en mis oídos que repetía: Ten fe en mis palabras y te responderán los
hechos. Y en realidad, más pronto no podían responder; pocas horas antes Azara
me hubiera dado muerte por su mano, y ante la idea de salvar a su hijo, me estrechó
contra su corazón y sus lágrimas cayeron como rocío bendito sobre mi rostro; al fin
se serenó algún tanto y se sentó junto al lecho de su hijo para velar su tranquilo
sueño; yo, entonces, al encontrarme sin el sostén de ella, sentí súbitamente una
angustia indefinible, miré al niño y me pareció que palidecía y que su cuerpecito se
agitaba, y temblando ante la idea que le volviera la convulsión, pedí permiso para
retirarme, porque me encontraba fatigadísima; me lo concedieron, diciéndome
Azara con el mayor cariño: Sí, sí, descansa mientras yo velo su sueño; si algo
sucediera te llamaré enseguida.
Salí de la estancia y como si tuviera alas salvé el gran trecho que me
separaba de mi aposento, corriendo con una rapidez asombrosa; cuando me vi en el
punto donde nadie podía verme, caí sobre mi lecho llorando amargamente; me
parecía una pesadilla horrible todo lo sucedido, mas ¡ay! era verdad, yo me había
atrevido a poner mi diestra sobre el niño enfermo, les había dicho que El, que sólo El
había podido salvarle; ¡y si todo era alucinación de mis sentidos...! ¿y si el niño al
despertar se quejaba nuevamente...? ¡Ay! ¡qué angustia tan horrible! yo debía huir,
buscarle a El y decirle la torpeza que había cometido. ¿Quién era yo para servir de
intermediaria a su potente voluntad,..? es verdad que mi intención había sido buena,
muy buena, pero ¡ay! si los había engañado, si aquellos padres volvían a ver a su
hijo retorciéndose como una serpiente hambrienta, todas las torturas, todos los
martirios les parecerían pocos para castigarme; lo mejor era irme, sí, sí; yo allí
estaba muy mal, yo allí me ahogaba; es verdad que no sabía dónde refugiarme,
porque en la Granja no me querían, y en la ciudad todos me conocían, y las gentes
honradas me negarían el pan y la sal de la hospitalidad y hasta los medios de
trabajar, y en los lupanares no quería volver a entrar; pero buscaría a Arael, le diría
lo que había hecho a ver qué me aconsejaba; y siempre pensando en lo mismo pasé
algunas horas espantosas, hasta que me decidí, y levantándome apresuradamente
me dispuse a salir, cuando vi entrar al gobernador; al verle, creí que venía a decirme
que el niño había empeorado, y me postré a sus plantas y cogí sus manos
pidiéndole misericordia. El me miró asombrado, me hizo sentar, y me dijo con
dulzura:
-Pero, ¿qué tienes? ¿qué te pasa?
-El niño...
-El niño duerme tranquilamente, y su madre le contempla extasiada porque
es el último que nos queda.
-¡Ay! señor, ¡no sabéis cuánto he sufrido!
-¿Por qué?
-Porque yo decía: ¿si me habré alucinado? ¿si no sería su voz la que
escuché? ¿si habré mentido sin querer mentir...? ¿si los habré engañado en lo más
grande, en lo más sagrado para ellos: en la curación de su hijo...? ¡cuánto he sufrido,
señor! ¡cuánto he sufrido!
-Desecha tus temores; tengo la íntima convicción de que has salvado a mi
hijo, y vengo a verte porque necesito decirte, que si ayer busqué en ti noches de
placer, hoy eres para mí, la mujer más sagrada, mi hija más querida; veo en ti todas
las sublimidades de la virtud, te adoro como a un ser sobrenatural, y no sólo te
quiero a ti, sino que le quiero a EL, a El, al hombre-Dios, al que deseo ver, al que
deseo hablar, al que tú irás a buscar en cuanto veamos que mi hijo no necesita de ti.
Ahora ven conmigo, necesitamos todos tomar algún aliento y Azara nos espera.
Sin poderlo remediar, al pensar en Azara, yo temblaba como la hoja en el
árbol, y pensaba: por mucho que me agradezca la vida de su hijo, quizá en el fondo
de su pensamiento, en lo más recóndito, allá... allá muy lejos, donde ella no se
atreva a mirar, estará latente su odio hacia mí, envidiando mi poder en la curación
de su hijo; el odio es un fuego que cuesta apagarlo, el agua de la gratitud no siempre
es bastante, pero... cumpliré con mi deber.
Llegamos junto al lecho del niño, y éste dormía algo intranquilo; entonces, le
miré fijamente y el enfermo abrió los ojos, se incorporó y abrazó a su madre con la
mayor ternura, después se volvió hacia mí, diciendo:
Me sienta muy bien tu medicina, ya estoy bueno-y se dejó caer dulcemente
en los almohadones, cerrando los ojos. Entonces, sintiendo de nuevo la influencia
de EL, le dije:
-No quiero que duermas, quiero que te alimentes, quiero que te levantes.
¿No dices que estas bueno?
-Si que lo estoy-dijo el niño alegremente.
Saltó de su lecho, y abrazando a su madre, corrió velozmente delante de
nosotros dirigiéndose al comedor; Azara me cogió por el talle, y dijo gravemente:
-Lo veo y no lo creo, te debo mi hijo, sí; mi hijo está curado, le creí una mujer
perdida, pero no lo eres, no; hasta el cieno no puede llegar lo que a ti ha llegado; tan
grande como fue mi odio, será mi cariño para ti-y estrechándose contra su corazón,
me besó en la frente y aquel beso me tranquilizó.
Durante la comida, el niño habló y rió alegremente y toda la familia y la
servidumbre, que antes me miraban con el mayor desprecio, aquella noche trataban
de acercarse a mí y tocaban con disimulo los pliegues de mi túnica; ¡qué diferencia!
Terminada la comida, el gobernador insistió en su ruego de que sin demora
buscara al hombre-Dios; le prometí salir al día siguiente, y me retiré a descansar;
pero, durante aquella noche sueños horribles me atormentaron, vi multitudes
bañadas de sangre, oí himnos de gloria y pregones de muerte, vi a los sacerdotes
ofreciendo víctimas a sus dioses y muchedumbres que gritaban:-" ¡Gloria a Dios en
las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad...!"
¡Qué movimiento!, ¡qué tumulto!, ¡qué perturbación!, yo corría preguntando
a unos y a otros: -"¿Dónde está EL?" y todos me decían: -"¡Allá!, ¡aquí...! ¡En todas
partes!" "Eso no es posible", decía yo, y corriendo y preguntando pasé la noche y
me desperté tan rendida, que no me encontré con valor para salir, no podía
moverme; pasé el día triste, muy triste, muy abatida; el gobernador vino a verme,
extrañando mucho encontrarme en mi aposento, repitiéndome: Yo te lo ruego,
reanímate, concédeme lo que te pido, dile que quiero verlo, que soy inmensamente
desgraciado, que busco los placeres terrenales y sólo me producen hastío; que en
mi hogar, efecto de mis vicios, no me aman; que has visto morir a todos mis hijos y
sólo me queda uno, que entre El y tú habéis salvado; que los dioses ya no me
inspiran confianza, que a los sacerdotes les considero tan imperfectos como yo, y
que necesito creer en un solo Dios; dile que mi alma necesita de El.
Aquella noche dormí tranquilamente y a la mañana siguiente salí fuerte y
animosa, recorrí los alrededores de la ciudad, y noté mucho movimiento, grupos de
hombres, corrillos de mujeres, enjambres de niños, todos hablaban de EL; del
hombre que curaba, del Profeta que anunciaba días de redención, pero nadie me
sabía decir dónde estaba EL; así pasé todo el día, yo buscaba a Arael, y tampoco
aparecía; ya comenzaba a obscurecer y me dispuse a volver a palacio, cuando vi a
Arael reunido con otros muchos; en cuanto me vio se separó de ellos y se acercó a
mí diciéndome con cariño:
-¿Qué quieres?
-Verte y preguntarte por EL...
-Ante todo cuéntame cuanto sepas. Le conté todo lo ocurrido, y se puso
muy contento, diciéndome:
-¡Dichosa tú!, que ya curas en su nombre, y curas al hijo de un hombre que
nos puede hacer mucho bien; porque la hora se acerca, los sacerdotes están
furiosos, rugen como leones hambrientos, amotinan a su rebaño, hablan a sus
siervos y les dicen que sólo los dioses se les mostraron propicios; que ese hombre
que se llama el Profeta, es un embaucador que quiere perderlos, y el pueblo lucha
entre las predicaciones del hombre-Dios y las amenazas de los sacerdotes; así es,
que el gobernador, si se afilia a nuestra causa, es una adquisición preciosa; estoy
contento de ti, porque sabes trabajar. Ahora vete a descansar, no sé dónde se halla
EL; mañana nos veremos y te daré mejores noticias.
Al llegar al palacio, el gobernador salió a mi encuentro y me dijo sonriendo:
Ya sé que no les has visto; tu marchito semblante me lo indica; pero yo en cambio,
sin salir de aquí, tengo que darte muy buenas noticias.
-¿Cuáles son?
-¿No lo adivinas?
-No. ¿Nada te han dicho?
-¿De quede su venida a la ciudad?
-¡A la ciudad!, ¿se atreve a venir aquí?
-Si; se atreve, que es mucho atrevimiento .
-Y vos, ¿qué haréis?
-Cumplir con mi deber.
-¿Y cual creéis que es vuestro deber?
-Evitar que promueva tumultos, y cuidar de que nadie le insulte; El viene
dispuesto a hablar y hablará en la gran plaza, delante del templo, delante de las
autoridades divinas y humanas; yo haré que le escuchen, pero que no le aclamen;
yo no perderé ninguna de sus palabras, pero me guardaré de hacer mi nueva
profesión de fe, para no perjudicarle ni perjudicarme; sabré oír para aprender, y
sabré hacer uso de mi autoridad para no permitir las expansiones de los
entusiasmos, ni los alaridos de los fanáticos. Tú, procura estar junto a él y háblale de
mí. Aquella noche me pareció un siglo, ¡nunca amanecía!; al fin la aurora
apareció con su manto de nubes rojizas y alegre y ágil, como si tuviera quince
abriles, salí al campo para orientarme, pasar saber por qué parte venía. Todos los
caminos estaban llenos de gente; un anciano venerable me dijo:
-¿Por qué corres tanto? El viene a la ciudad, ¿no lo sabes? ¿no te lo dice el gran movimiento del
pueblo? Pero, ¿por dónde viene?
-Por allá-y me indicó un camino-, se ha detenido en una aldea y se detendrá
en todas las que encuentre a su paso, porque en todas partes hay enfermos del
cuerpo y enfermos del alma; todos le llaman, y El sana a todos los que creen en sus
palabras. ¿Ves esta niña? los médicos la daban por muerta, pues yo se la llevé, y El,
sin tocarla, no hizo más que mirarla, y sonriendo dulcemente me dijo: -"Vuelve a tu
hogar con ella, que ya está curada", y desde entonces mi hija rebosa salud.
Yo no quise permanecer en la ciudad; yo quería hacer el camino con El y
anduve mucho, mucho, y anduve llena de júbilo, porque todos hablaban de El, y
hablaban con un entusiasmo, con un delirio, que yo no cabía en mí de satisfacción:
¡todos le amaban!, y yo le quería amar más que todos ellos.
Llegué al fin a la aldea donde me dijeron que El se encontraba; me indicaron
una casa muy grande, y me aseguraron que allí estaba reposando algunos
momentos y esperando enfermos; me senté junto a la puerta aguardando que
saliera, y otras muchas personas siguieron mi ejemplo; llegaron varios enfermos
que entraron y salieron; después la puerta no volvió a abrirse; pasó el tiempo y llegó
la noche, los individuos que me rodeaban, algunos se cansaron y se fueron; por fin
se abrió la puerta, y un hombre de semblante bondadoso nos miró y nos dijo:
-¿Qué esperáis?
-Que salga el Profeta-dijo una mujer.
-¿Que salga...? ¿pues no le habéis visto salir?
-No, exclamamos todos.
-Pues no hace mucho tiempo que ha salido y ha pasado por entre nosotros;
¿cómo no le habéis visto?
El asombro de todos fue indescriptible, y mi dolor inmenso, porque ya no iría
junto a El, camino de la ciudad; no tuve más remedio que pedir albergue por algunas
horas en una casa de aquel lugar, y mucho antes de amanecer, emprendí la marcha
con otros muchos, con todos los habitantes de la aldea, puede decirse, porque
todos tenían ansia de estar junto a El.
¡Qué mañana más hermosa! El cielo sin una nube, los árboles cargados de
flores, los niños cogiendo ramas de los árboles, las mujeres con sus pequeñuelos
en brazos, diciéndose las unas a las otras: "¡mi hijo se curará! ya haré que toque su
túnica"; los ancianos achacosos también decían: "Hoy naceré de nuevo porque el
Enviado me curará"; ¡y todos confiaban en El!
Llegué ante la ciudad y esperé que abrieran sus puertas, que todas fueron
estrechas para dejar pasar aquellas oleadas de gente, que se fue acomodando en la
gran plaza, que, a pesar de ser una extensión inmensa resultó pequeña para
contener a tantos sedientos de justicia y a tantos hambrientos de salud. Yo, con el
afán de mi deseo, ya no pude hacer el camino en su compañía, me coloqué en el
mejor lugar, al pie de las gradas del templo, que era donde había un pequeño círculo
formado por los hombres de armas que contenía a la multitud, que sin ellos hubiera
subido sobre los altares de los dioses; tanto era el entusiasmo de la muchedumbre.
¡Qué contento estaba mi espíritu! ¡iba a verle...! entonces no se me
escaparía, y le vería en plena luz; los rayos del sol iluminarían su sedosa cabellera,
oiría su voz muy cerca, muy cerquita, yo me acercaría todo lo posible, ¡necesitaba
tanto su aliento! ¡qué momentos tan dichosos me esperaban...! era necesario
serenarme para no morir de felicidad.
Al fin se escuchó un rumor lejano que fue aumentando hasta el punto que
parecía que el mar embravecido levantaba montañas en sus rugientes olas y, en
verdad, que era el mar de las pasiones humanas el que se agitaba violentamente.
¡Qué tumulto! ¡qué de gritos! ¡qué de aclamaciones! ¡qué de suplicas...! porque los
enfermos todos querían estar cerca de El; es imposible, del todo imposible trazar a
grandes rasgos el cuadro que ofrecía la gran plaza, donde estaban confundidas
todas las clases sociales, donde los sofismas del pasado y las verdades del porvenir,
estaban dispuestas a sostener un reñido combate. ¡Que agitación! ¡qué bullicio...! al
fin, apareció El, y como si su figura calmara todos los ánimos, aquella inmensa
muchedumbre enmudeció, y le abrió paso a El y a centenares de niños que, solícitos,
le rodeaban. Jamás olvidaré aquellos momentos solemnes; el hombre-Dios, más
hermoso que nunca, con su cabellera luminosa, con su frente que irradiaba, con sus
ojos que despedían rayos de luz, con su melancólica sonrisa, con aquella expresión
que no he visto en ningún rostro humano, se detuvo ante las gradas del templo, y ya
los hombres de armas fueron innecesarios, nadie se movió, nadie traspasó las
gradas del lugar sagrado; todas las miradas estaban fijas en El, todos los oídos
atentos para no perder una sola de sus palabras; el hombre-Dios paseó sus miradas
por la multitud, se fijó en el gobernador y en los sacerdotes, y dijo así:
-Aquí me tenéis, vengo a disipar dudas, y a desvanecer temores, vengo a
deciros que yo no soy la ley, pero que soy el amor; que no vengo a recoger,
únicamente vengo a sembrar, y la semilla que hoy arrojo, pasarán muchos siglos
antes que se pueda recoger la cosecha. Vengo a deciros que no hay más que un
solo Dios, al que debéis adorar en espíritu y en verdad, un Dios único, que es mi
Padre que está en los cielos; vengo a deciros que los dioses y sus templos están
llamados a desaparecer, y sobre sus piedras levantarán las humanidades otros
templos para el saber; vengo a deciros que no hay más que una religión: ¡El BIEN!
con un solo mandamiento: (amaos los unos a los otros); yo vengo a redimir la
humanidad por medio de mi amor y mi martirio; yo vengo a curar a los enfermos
porque éstos necesitan el médico del alma; no me cerréis el paso, dejadme hacer el
bien, dejad que vuestros niños me rodeen, que traigo para ellos todo el amor de mi
Padre, que está en los cielos; mi Padre quiere mucho a los niños porque son limpios
de corazón, y sólo para ellos será el reino de la paz y la justicia. Dejad venir los niños
a mí, y vosotros, poderes de la tierra, asemejaos a los niños, porque sólo los limpios
de corazón entrarán en el reino de los cielos. Recordad mis palabras: no hay más
que una religión: ¡EL BIEN!, con un solo mandamiento:
(amaos los unos a los otros)
Mucho más habló el hombre-Dios, pero la síntesis de su peroración fue la
que imperfectamente queda escrita, que no es posible hacer el trabajo de otra
manera, dados los medios de que puedo disponer, aunque agradecidísimo está mi
espíritu, a los dos seres que con la mayor voluntad transmiten mis memorias, y
conste para satisfacción de ellos, que he preferido su buen deseo a la sabiduría de
otros. Cuando terminó de hablar el hombre-Dios, la multitud le abrió paso
respetuosamente, y seguido de los niños y de centenares de enfermos, abandonó la
ciudad. Yo me quedé inmóvil en mi puesto, no sabía lo que me pasaba; tanto que le
quería haber dicho, tanto que pensaba hacer y no hice nada... sí, algo hice, ¡le
adoré!, mi alma se postró ante EL y no se creyó digna de levantarse; me pareció que
si yo le seguía le profanaba; ¡qué era yo ante EL!, partícula de polvo confundida
entre la arena que alfombraba los caminos.
De pronto me levanté, miré al palacio y dije:
-No, ahí no entro sin hablar con EL; ¿qué diría el gobernador? diría que no
sé agradecer sus bondades para conmigo, y debo ser agradecida; además, yo
necesito hablarle, aquí ha hablado por todos y conmigo tiene otro lenguaje que lo
comprendo mejor.
Y decididamente me dirigí a la Granja. Allí encontré a su dueño que me
recibió cariñosamente diciéndome:
-Te esperaba, descansa, que merecido lo tienes.
Este relato psicografiado por Amalia D. S. seguirá la 2ª por ser tan interesante.
como todo que escribía Amalia D. S....
No hay comentarios:
Publicar un comentario