jueves, 18 de abril de 2013

LA ESCLAVA DEL SEÑOR

Cuando Juan, el discípulo amado, vino a estar con María, anunciándole la detención del Maestro, el corazón materno, consternado, se recogió al santuario de la plegaria y rogó al Señor Supremo que preservase al hijo querido. ¿No era Jesús el Embajador Divino? ¿No había recibido la notificación de los ángeles, en cuanto a su condición celeste? Su hijo amado había nacido para la salvación de los oprimidos… Ilustraría el nombre de Israel, sería el
rey diferente, lleno de amoroso poder. Curaba leprosos, ponía en pie a paralíticos sin esperanza. La resurrección de Lázaro, ya sepultado, ¿no bastaría para elevarlo a la cima de la glorificación?
Y María confió al Dios de la misericordia sus preocupaciones y súplicas, esperando su providencia; entretanto, Juan volvió en breves horas, para decirle que el Mesías había sido encarcelado.
La Madre Santísima regresó a la oración en silencio. Bañada en llanto, imploró el favor del Padre Celestial. Confiaría en Él. Deseaba enfrentar la situación sin miedo, acudiendo a las autoridades de Jerusalén. Pero humilde y pobre, ¿qué habría de conseguir de los poderosos de la Tierra? Y, ¿acaso no contaba con la protección del Cielo? Ciertamente, el Dios de bondad infinita, que su hijo había revelado al mundo, habría de salvarlo de la prisión, restituirle la libertad.
María se mantuvo vigilante. Alejándose de la casa modesta en que se había recogido, salió a la calle e intentó penetrar en la cárcel; sin embargo, no logró ablandar el corazón de los guardas.
Avanzada la noche, velaba suplicante, entre la angustia y la confianza.
Más tarde, volvió Juan, comunicándole las nuevas dificultades surgidas. El Maestro había sido acusado por los sacerdotes. Estaba solo. Y Pilatos, el administrador romano, dudando entre las disposiciones de la ley y las exigencias del pueblo, había enviado al Maestro a la consideración de Herodes. María no pudo contenerse. Lo seguiría de cerca.
Resuelta, se abrigó con un manto discreto y volvió a la vía pública, multiplicando las rogativas al Cielo, en su maternal aflicción. Naturalmente, Dios modificaría los acontecimientos, tocando el alma de Atipas  No dudaría ni por un instante. ¿Qué había hecho su hijo para recibir afrentas? ¿No acataba la ley? ¿No distribuía sublimes consuelos? Amparada por la convertida  Magdalena alcanzó los alrededores del palacio del tetrarca. ¡Oh, infinita amargura! Jesús, por ironía, había sido vestido con una túnica y ostentaba en las manos una caña, a modo de cetro y, como si eso no bastase, también había sido coronado de espinas.
Deseaba liberarle la frente ensangrentada y arrebatarlo a la situación dolorosa, pero el hijo, sereno y resignado, le dirigió la mirada más significativa de toda su existencia. Comprendió que él la inducía a la oración, y en silencio le pedía confianza en el Padre. Se contuvo, pero lo siguió bañada en llanto, rogando la intervención divina. Imposible que el Padre no se manifestase. ¿No era su hijo el elegido para la salvación? Le recordó su infancia, amparada por los ángeles…
¡Guardaba la impresión de que la Estrella Brillante, que le había anunciado el nacimiento, aún resplandecía en lo alto!. La multitud se detuvo de pronto. Se había interrumpido la marcha para que el gobernador romano se pronunciase de modo definitivo. María confiaba. ¿Quién sabe había llegado el instante de la orden de Dios? El Supremo Señor podría inspirar directamente al juez de la causa. Tras largas ansiedades, Poncio Pilatos, en un esfuerzo extremo por salvar al acusado, invitó a la turba farisaica a elegir entre Jesús, el Divino Bienhechor, o Barrabás, el bandido. El pueblo iba a hablar y ese pueblo debía muchas bendiciones a su hijo querido. ¿Cómo equiparar al Mensajero del Padre con el malhechor cruel que todos conocían? Pero la multitud se manifestó pidiendo la libertad para Barrabás y la crucifixión de Jesús. ¡Oh! — Pensó la madre atormentada — ¿Dónde está el Eterno que no oye mis oraciones? ¿Dónde permanecen los ángeles que me hablaban de luminosas promesas? En copioso llanto, vio a su hijo doblegado bajo el peso de la cruz. Caminaba con dificultad, con el cuerpo tembloroso por los latigazos recibidos, y obedeciendo al instinto natural, María se adelantó para ofrecerle auxilio. Pero la contuvieron los soldados que rodeaban al condenado Divino. Angustiada, se acordó repentinamente de Abraham. El generoso patriarca, en otro tiempo, movido por la voz de Dios, había conducido a su hijo amado al sacrificio. Lo seguía Isaac inocente; iba dilacerado de dolor, atendiendo a la recomendación de Jehová, pero he aquí que en el instante extremo, el Señor determinó lo contrario, y el padre de Israel había regresado al santuario doméstico en soberano triunfo. Ciertamente el Dios compasivo le escuchaba las súplicas y le reservaba un júbilo igual. Jesús bajaría del Calvario, victorioso, para su amor, y continuaría en el apostolado de la redención; pese a todo, dolorosamente sorprendida, lo vio alzado en el madero, entre dos ladrones. ¡Oh! ¡La terrible angustia de aquella hora!... ¿Por qué no la había oído el Poderoso Padre? ¿Qué había hecho para no merecer la bendición?
Desalentada, herida, oía la voz del hijo, recomendándola a los cuidados de Juan, el compañero fiel. Humillada, registró sus palabras postreras. Pero cuando la sublime cabeza pendió inerte, María recordó la visita del ángel, antes de la Nochebuena Divina. En maravillosa retrospectiva, escuchó su saludo celestial. Una fuerza misteriosa se enseñoreaba de su espíritu. Sí. Jesús era su hijo, pero ante todo, era el mensajero de Dios. Ella tenía deseos humanos, pero el Supremo Señor guardaba eternos e insondables designios. El cariño materno podía sufrir, no obstante, la Voluntad Celeste se regocijaba. Podía haber lágrimas en sus ojos, pero brillarían fiestas de victoria en el Reino de Dios. Había suplicado en vano, pero solo aparentemente, por cuanto ciertamente el Todopoderoso había atendido sus ruegos, no según sus anhelos de madre, sino conforme a sus planes divinos.
Entonces fue cuando María, comprendiendo la perfección, la misericordia y la justicia de la Voluntad del Padre, se arrodilló a los pies de la cruz y, contemplando al hijo muerto, repitió las inolvidables afirmaciones: — ―Señor ¡he aquí tu esclava! ¡Hágase en mí según tu palabra!‖

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