jueves, 25 de abril de 2013

ORACIÓN ¡PADRE NUESTRO

ORACIÓN DOMINICAL
 Los Espíritus recomendaron colocar la
Oración Dominical al comienzo de esta colección, no sólo
como oración, sino como símbolo de todas las oraciones, es



la que colocan en primer lugar, sea porque viene del mismo
Jesús (San Mateo, cap. VI, v. de 9 a 13), sea porque pueda
substituirlas a todas, según el pensamiento que se una a ellas.
Es el más perfecto modelo de concisión, verdadera obra
maestra de sublimidad dentro de su sencillez. En efecto, en la
más sobria de las formas, resume todos los deberes del hombre
para con Dios, para consigo mismo y para con el prójimo;
encierra una profesión de fe, un acto de adoración y de
sumisión, la petición de las cosas necesarias a la vida y el
principio de caridad. Decirla en intención de alguno, es pedir
para él lo que pediríamos para nosotros mismos. Sin embargo, en razón misma de su brevedad, el sentido
profundo encerrado en algunas palabras de las que se compone,
pasa desapercibido para la mayor parte; por eso se dice,
generalmente, sin dirigir el pensamiento sobre las aplicaciones de
cada una de sus partes; se dice como una fórmula cuya eficacia es
proporcionada al número de veces que se repite; así casi siempre
es uno de los números cabalísticos tres, siete, o nueve, sacados de
la antigua creencia supersticiosa que atribuía una virtud a los
números y que se usaba en las operaciones de la magia.
Para suplir el vacío que la concisión de esta plegaria deja en
el pensamiento, según el consejo y con la asistencia de los buenos
Espíritus, se ha añadido a cada proposición un comentario que
desarrolla su sentido y enseña sus aplicaciones. Según las
circunstancias y el tiempo disponible, se puede decir la Oración
dominical simple o en su forma desarrollada.
 ORACIÓN. – I. ¡Padre Nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre!
Creemos en vos, Señor, porque todo revela vuestro poder y
vuestra bondad. La armonía del Universo atestigua una sabiduría,
una prudencia y una previsión tales, que superan todas las facultades
humanas; el nombre de un ser soberanamente grande y sabio está
inscripto en todas las obras de la Creación, desde la hoja de la
yerba y el insecto más pequeño, hasta los astros que se mueven en
el espacio; en todas partes vemos la prueba de una solicitud
paternal; por eso, ciego es el que no os reconoce en vuestras obras,
orgulloso el que no os glorifica e ingrato el que no os da las gracias.
II. ¡Venga tu reino!
Señor, disteis a los hombres leyes llenas de sabiduría, que
harían su felicidad si las observasen. Con esas leyes, harían reinar
entre ellos la paz y la justicia; se ayudarían mutuamente en vez de
perjudicarse como lo hacen, el fuerte sostendría al débil y no lo
abatiría, evitando los males que engendran los abusos y los excesos
de todas clases. Todas las miserias de este mundo vienen de la
violación de vuestras leyes, porque no hay una sola infracción que
no tenga fatales consecuencias.
Disteis al animal el instinto que le traza el límite de lo
necesario y él maquinalmente se conforma con eso; pero al
hombre además de su instinto, le disteis la inteligencia y la razón;
le disteis también la libertad de observar o infringir aquellas de
vuestras leyes que le conciernen personalmente, es decir, de
escoger entre el bien y el mal, a fin de que tenga el mérito y la
responsabilidad de sus acciones.
Nadie puede poner como pretexto la ignorancia de vuestras
leyes, porque en vuestra previsión paternal, quisisteis que estuviesen
grabadas en la conciencia de cada uno, sin distinción de cultos ni
de naciones; los que las violan es porque os desconocen.
Vendrá un día, según vuestra promesa, en que todos las
practicarán; entonces la incredulidad habrá desaparecido; todos
os reconocerán como Soberano Señor de todas las cosas y el reino
de vuestras leyes será vuestro reino en la Tierra.
Dignaos, Señor, apresurar su advenimiento, dando a los
hombres la luz necesaria para conducirlos al camino de la verdad.
III. ¡Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo
Si la sumisión es un deber del hijo para con su padre y del
inferior para con su superior ¡cuánto mayor no debe ser la de la
criatura con su Creador! Hacer vuestra voluntad, Señor, es observar
vuestras leyes y someterse sin murmurar a vuestros divinos decretos;
el hombre se someterá a ellos, cuando comprenda que sois la fuente
de toda sabiduría y que sin vos nada puede; entonces, hará vuestra
voluntad en la Tierra, como los elegidos en el Cielo.
IV. El pan nuestro de cada día, dádnosle hoy.
Dadnos el alimento para conservar las fuerzas del cuerpo;
dadnos también el alimento espiritual para el desarrollo de nuestro
Espíritu. El animal encuentra su alimento, pero el hombre lo debe a
su propia actividad y a los recursos de su inteligencia, porque vos
le habéis creado libre.
Vos le dijisteis: “Extraerás tu alimento de la tierra con el
sudor de tu frente”; por eso habéis hecho una obligación del trabajo
a fin de que ejercitara su inteligencia buscando los medios de
proveer a su necesidad y a su bienestar; unos por el trabajo material,
otros por el trabajo intelectual; sin trabajo quedaría estacionado y
no podría aspirar a la felicidad de los Espíritus superiores.
Secundáis al hombre de buena voluntad que confía en vos
para lo necesario, pero no aquel que se complace en la ociosidad y
que le gustaría obtenerlo todo sin trabajo, ni aquel otro que busca
lo superfluo. (Cap. XXV).
¡Cuántos son los que sucumben por sus propias faltas, por
su incuria, por su imprevisión o por su ambición y por no haber
querido contentarse con lo que les disteis! Estos son los artífices
de su propio infortunio y no tienen derecho de quejarse, porque
son castigados en aquello en que han pecado. Pero ni aun a esos
abandonáis porque sois infinitamente misericordioso; vos le tendéis
mano segura desde que, como el hijo pródigo, regresen
sinceramente a vos. (Cap. V, número 4).
Antes de quejarnos de nuestra suerte, preguntémonos si
ella no es obra nuestra; a cada desgracia que nos llegue,
preguntémonos si no dependió de nosotros evitarla; pero digamos
también que Dios nos dio la inteligencia para sacarnos del
lodazal y que depende de nosotros hacer uso de ella.
Puesto que la ley del trabajo es la condición del hombre en la
Tierra, dadnos ánimo y fuerza para cumplirla; dadnos también
prudencia, previsión y moderación, con el fin de no perderle el fruto.
Dadnos, pues, Señor, nuestro pan de cada día, es decir, los
medios de adquirir con el trabajo las cosas necesarias a la vida,
porque nadie tiene el derecho de reclamar lo superfluo.
Si nos es imposible trabajar, confiamos en vuestra Divina
Providencia. Si está en vuestros designios el probarnos por las más duras
privaciones, a pesar de nuestros esfuerzos, nosotros las aceptaremos
como una justa expiación de las faltas que hayamos cometido en
esta vida o en una vida precedente, porque sois justo; sabemos que
no hay penas inmerecidas y que jamás castigáis sin causa.
Preservarnos, ¡oh Dios mío!, de concebir la envidia contra
los que poseen lo que nosotros no tenemos, ni siquiera contra
aquellos que tienen lo superfluo, cuando a nosotros nos hace falta
lo necesario. Perdonadles si olvidan la ley de caridad y de amor al
prójimo, que les enseñasteis. (Cap. XVI, número 8).
Apartad también de nuestro espíritu el pensamiento de negar
vuestra justicia, viendo la prosperidad del malo y la desgracia que
oprime a veces al hombre de bien. Gracias a las nuevas luces que
habéis tenido a bien darnos, sabemos ahora que vuestra justicia se
cumple siempre y no falta a nadie; que la prosperidad material del
malo es efímera como su existencia corporal y que tendrá terribles
contratiempos, mientras que la alegría reservada al que sufre con
resignación será eterna. (Cap. V, números, 7, 9, 12, 18).
V. Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores.

Perdona nuestras ofensas, así como nosotros
perdonamos, a nuestros ofensores.
Cada una de nuestras infracciones a vuestras leyes, Señor,
es una ofensa hacia vos y una deuda contraída que tarde o temprano
tendrá que pagarse. Solicitamos de vuestra infinita misericordia el
perdón para ellas, con la promesa de hacer los debidos esfuerzos
para no contraer nuevas deudas. Hicisteis una ley expresa de la caridad; pero la caridad no
consiste sólo en asistir al semejante en la necesidad; consiste
también en el olvido y en el perdón de las ofensas. ¿Con qué derecho
reclamaríamos vuestra indulgencia, si nosotros mismos faltásemos
a ella con respecto a aquellos contra quienes tenemos motivos de
quejas? Dadnos ¡oh Dios!, la fuerza para ahogar en nuestra alma
todo sentimiento, todo odio y rencor; haced que la muerte no nos
sorprenda con un deseo de venganza en el corazón. Si os place el
retirarnos hoy mismo de este mundo, haced que podamos
presentarnos a vos puros de toda animosidad, a ejemplo del Cristo,
cuyas últimas palabras fueron de clemencia para sus verdugos.
(Cap. X). Las persecuciones que nos hacen sufrir los malos, forman
parte de nuestras pruebas terrenales y debemos aceptarlas sin
murmurar, como todas las otras pruebas, y no maldecir a aquellos
que con sus maldades nos facilitan el camino de la felicidad eterna,
porque dijisteis por la boca de Jesús: “¡Bienaventurados los que
sufren por la justicia!” Bendigamos, pues, la mano que nos hiere
y nos humilla, porque las contusiones del cuerpo fortalecen
nuestra alma y seremos levantados de nuestra humildad. (Cap.
XII, número 4). Bendito sea vuestro nombre, Señor, por habernos enseñado
que nuestra suerte no está irrevocablemente fijada después de la
muerte; que encontraremos en otras existencias los medios de
rescatar y de reparar nuestras faltas pasadas, de cumplir en una
nueva vida lo que no pudimos hacer en esta por nuestro
adelantamiento. (Cap. IV; cap. V, número 5).
Así se explican, finalmente, todas las anomalías aparentes
de la vida, pues es la luz derramada sobre nuestro pasado y nuestro
futuro, la señal resplandeciente de vuestra soberana justicia y de
vuestra bondad infinita.
VI. No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal.
Dadnos, Señor, la fuerza para resistir a las sugestiones de
los malos Espíritus que intentasen desviarnos del camino del bien,
inspirándonos malos pensamientos.
Pero nosotros mismos somos Espíritus imperfectos
encarnados en la Tierra para expiar y mejorarnos. La causa primera
del mal está en nosotros y los malos Espíritus no hacen más que
aprovecharse de nuestras inclinaciones viciosas, en las cuales nos
mantienen para tentarnos.
Cada imperfección es una puerta abierta a su influencia,
mientras que son impotentes y renuncian a toda tentativa contra
los seres perfectos. Todo lo que podamos hacer para separarlos, es
inútil, sino les oponemos una voluntad inquebrantable en el bien,
renunciando absolutamente al mal. Es, pues, necesario, dirigir
nuestros esfuerzos contra nosotros mismos y entonces los malos
Espíritus se alejarán naturalmente, porque el mal es el que los atrae,
mientras que el bien los rechaza. (Véase Oraciones para los
obsesos). Señor, sostenednos en nuestra debilidad; inspirándonos por
la voz de nuestros ángeles guardianes y de los Buenos Espíritus, la
voluntad de corregirnos de nuestras imperfecciones, con el fin de
cerrar a los Espíritus impuros el acceso a nuestra alma. (Véase
adelante el número 11). El mal no es obra vuestra, Señor, porque la fuente de todo
bien no puede engendrar nada malo; nosotros mismos somos los
que lo creamos infringiendo vuestras leyes por el mal uso que
hacemos de la libertad que nos habéis dado. Cuando los hombres
observen vuestras leyes, el mal desaparecerá de la Tierra, como ya
desapareció de los mundos más avanzados.
El mal no es una necesidad fatal para nadie y sólo parece  Ciertas traducciones traen: No nos induzcáis en la tentación (et ne nos induzcas in tentationem); esta expresión daría a entender que la tentación viene de Dios; que él induce voluntariamente a los hombres al mal; pensamiento blasfematorio que asemeja Dios a Satanás, y no pudo haber sido el de Jesús. Por lo demás, esta conforme con la doctrina vulgar sobre la misión atribuida a los demonios. (Véase El Cielo y el Infierno, cap. X, Los demonios irresistible a aquellos que se abandonan a él con satisfacción. Si
tenemos la voluntad de hacerlo, podemos también tener la de hacer
el bien; por eso, oh Dios, pedimos vuestra asistencia y la de los
buenos Espíritus para resistir la tentación.
VII. Amén.
¡Si os place, Señor, que nuestros deseos se cumplan! Pero
nos inclinamos ante vuestra sabiduría infinita. Sobre todas las cosas
que nos es dado comprender, que se haga vuestra santa voluntad y
no la nuestra, porque sólo queréis nuestro bien y sabéis mejor que
nosotros lo que nos es útil.
Os dirigimos esta oración, ¡oh Dios!, por nosotros mismos,
por todas las almas que sufren, encarnadas o desencarnadas, por
nuestros amigos y enemigos, por todos aquellos que pidan nuestra
asistencia y en particular por N...
Pedimos para todos ellos vuestra misericordia y vuestra
bendición.
Nota: Se puede formular aquí lo que se agradece a Dios y lo
que se pide para sí mismo o para otro.


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