sábado, 22 de marzo de 2014

VIDA DE JESÚS DICTADA POR EL MISMO 7º PARTE

Mi prestigio en la Judea lo debía a la personalidad de Juan. Es evidente, que
de no haber mediado la muerte de Juan, Jesús no habría conseguido influenciar a las masas, para que lo siguieran en un país donde las masas honraban al piadoso cenobita. Y por otra parte, está probado por ello, que la celebridad de Jesús hubiera quedado circunscrita entre la protección del Maestro y la dulce afectuosidad de algún discípulo, si Juan hubiera conservado por más tiempo su prestigio en la Judea.
Mas, por efecto de la voluntad divina, la muerte de Juan vino a favorecer la misión de Jesús. La pérdida del apóstol era fácil preverla en vista de su extraña predicación; mas el género de muerte que le impuso una mujer escandalosamente deshonrada, hizo esta pérdida más cruel para los amigos del mártir.
Juan fue arrestado y encarcelado por orden de Herodiades, que se había casado con Herodes, a causa de un delito. Desde su prisión, Juan, que podía comunicarse con sus discípulos, me mandó muchos de ellos para darme a conocer su penosa situación y confiarme el poder que tenía en la Judea. Mis apóstoles acogieron con frialdad a los discípulos de Juan. El relato de los últimos sucesos y el temor de que yo corriera la misma suerte que él, les causó estupor y despertó en ellos un vergonzoso egoísmo. Desconociendo la fraternidad del dolor, desprovistos de esa elevación en la fe, que más tarde conquistaron, me suplicaron todos que renunciara al encargo que Juan quería confiarme y que permaneciera como un espectador neutral en una tragedia cuyo desenlace no podría ser cambiado de manera alguna por mi influencia.
Asustado por las consecuencias del arresto de Juan, desesperado por el probable fracaso de mis tentativas, pero resuelto a ensayarlas, y fuerte, sobre todo por el legado que me dejaba el Apóstol de Dios, me encaminé con los discípulos del prisionero para colocarme en las condiciones de poderlo servir y para recibir sus últimas instrucciones.
Mis apóstoles y los discípulos de Juan tenían la misma fe. Pero estos últimos,
endurecidos por las privaciones mayores, exaltados por más fuertes tensiones de
espíritu, tenían que superar a los míos en todas las circunstancias de extremo infortunio y de fulminante adversidad.
La cólera de Jesús prorrumpió en amargos reproches. Él llamó viles y perjuros a los malos servidores de Dios, a los que faltan a la delicadeza, al honor, a la amistad y predijo el abandono y el aislamiento de su alma a los que lo llamaran con el miedo y la fuga.
Mas la cólera de Jesús tenía que calmarse en la soledad, porque una elevada manifestación le inspiraba palabras como estas:
«Perdónales, Dios mío, puesto que no me conocen. Sostenme porque Tú eres el sólo fuerte. Defiendeme en contra de la desesperación y consolida mi voluntad que vacila. Tú eres mi único refugio. Tú eres mi sola esperanza. Jesús encontraba amplias compensaciones, en la adorable bondad de Dios, a las tristezas que invadían su Espíritu, y las malas impresiones desaparecían en la plegaria.
Hermanos míos, el más bello de los heroísmos humanos, es el olvido de sí mismo para llevar a otros la palabra de paz y de consuelo. Las más grandes virtudes se encuentran en los senderos dolorosos y la marcha del alma hacia el Creador no se efectúa sino a fuerza de sacrificios.
Honrad la desventura, inclinaos delante de la miseria, haced brotar la esperanza en los corazones febriles, trabajad empeñosamente en servir a los enfermos y en adormecer sus sufrimientos; quebrad al mal en sus obras y esforzaos en la liberación del justo.
Llegué al lado de Juan con la pasajera esperanza de salvarlo, mas él ahogó esta esperanza dándome las más espantosas informaciones respecto al poder que lo mantenía en cadenas.
Lo que yo debía hacer, me dijo Juan, en el interés de nuestra causa, era mantenerme alejado del centro de la persecución y continuar haciéndome de partidarios en las clases más ínfimas.
Quedé solo con Juan, no habiendo nada en mis apariencias que pudiera dar la menor sospecha a los guardianes del prisionero, y escuché la palabra del Apóstol inspirada ya por los resplandores, que él entreveía del más allá, entre las sombras de la muerte. De rodillas, como poco tiempo antes, durante la penitencia del Jordán, incliné la cabeza delante de esa gran figura en la historia de los siglos.
Juan me levantó, me abrazó, me dio ánimo y me hizo prometer que seguiría sus consejos. Resuelto a morir antes que renegar de sus palabras, me hizo saber así la condición que se le imponía para concederle la vida y la libertad. No veo la hora de alejarme de la justicia de los hombres y te dejo el cuidado de mi gloria ante la posteridad. Hijo de Dios, continúa mi misión. ¡Date prisa! Los días están contados y nuestra alianza debe recibir su sello en la patria celeste, después del éxito. ¡Date prisa! La causa de Dios está en peligro y el Mesías Juan confía al Mesías Jesús. Adora la causa de Dios que nos ha lanzado aquí y marcha hacia la muerte con la mirada fija en el porvenir. En el porvenir el nombre de Jesús será glorificado y su fe triunfará, porque el Dios de justicia y de amor lo ha designado el Mesías de la religión universal. La voz de Juan tomó entonces un tono profético, pasaron visiones ante él e  hizo resurgir en mí la seguridad de mi futura elevación.
¡Oh, fe santa! ¡Tú despiertas el coraje y las virtudes, proporcionas el desprecio de los honores y de los sufrimientos, cumples milagros de amor y de sacrificios, adquieres fuerzas y devoción; llevas la libertad al espíritu y la tranquilidad a los corazones! ¡Tú eres la puerta de la esperanza, la llama de la caridad, la estrella maravillosa que brilla en el cielo oscuro de los náufragos!. ¡Oh, amor de Dios Santo! ¡Tú sólo te manifiestas al alma creyente y a todo espíritu fuerte y desligado de las tinieblas!.
¡Oh, Dios mío! Haz fácil la fe a los hombres que leerán estas palabras y manifiéstales todo tu amor.
La paciencia de Juan no se desmintió, pues él recibió la muerte con la tranquilidad que da la fe.
Habiendo quedado solo después de la muerte de Juan para dirigir a los hombres en la nueva creencia, yo recobré fuerzas en el recuerdo de las brillantes promesas de mi amigo y reuní los principios de su severidad para los pecadores, con una moral cuya base era la fraternidad tranquilidad que da la fe.
Habiendo quedado solo después de la muerte de Juan para dirigir a los hombres en la nueva creencia, yo recobré fuerzas en el recuerdo de las brillantes promesas de mi amigo y reuní los principios de su severidad para los pecadores, con una moral cuya base era la fraternidad.
Engrandecido por la fama del solitario, seguí la costumbre de la purificación en el Jordán, tomando abiertamente el título de hijo de Dios y dejando a Juan el nombre de Precursor que él había tomado espontáneamente. Designando la habitación de mi Padre en el cielo, presentaba esta imagen con colores que convenían a los hijos de la Tierra de ese tiempo. Hoy no podría decir más: el cielo y
el infierno; las puertas del infierno no prevalecerán en contra mía. La muerte es eterna para el pecador; el demonio lo arrastrará a un abismo sin fondo, y no verá jamás a Dios, porque él lo habrá maldecido, y porque la luz no penetrará en el infierno. La luz es Dios. El demonio reina en las tinieblas y el réprobo lanza gritos de angustia, llamando a Dios, que permanecerá, eternamente sordo a ellos. Mas hoy digo en cambio:
Hermanos míos, el cielo es una designación vaga de la habitación de Dios. El
infierno no existe. La muerte es el término de una etapa del espíritu; las existencias
sucesivas operan paulatinamente la purificación en la naturaleza de los espíritus, a los que la justicia de Dios da, a todos por igual, una manifestación confusa de lan verdad, la cual paso a paso se perfecciona a medida que ellos caminan en la presencia del porvenir, por el abandono de los instintos materiales y por la pureza de los deseos. Mis preceptos son los mismos ahora que entonces, mas se apoyan sobre el punto fundamental de una doctrina, cuya exposición no hubieran podido comprender los hombres que entonces me rodeaban, y yo debía purificar sus espíritus sin
preocuparme de los medios. Tenía que exhibirme como hijo de Dios, porque la palabra reformador no hubiera sido suficiente, siéndome de necesidad el conquistar un principio divino para elevarme ante la posteridad, para la que tal vez hubiera pasado ignorado sin este principio. En mis primeras predicaciones de Jerusalén, había ciertamente adelantado la negación del infierno durante mis demostraciones respecto a la bondad divina, mas ahí me escuchaban hombres familiarizados ya con
dicho pensamiento, hijo de la misma razón. Aquí la tradición del infierno imprimía a mis discursos la tétrica energía de las masas que se manifiestan siempre deseosas, y yo quería atraerme la confianza de esas masas. Durante mi estancia en Jerusalén, había explicado la manifestación del espíritu para con el espíritu, mas aquí yo hablaba del espíritu de Dios y del espíritu de las tinieblas, del espíritu puro y del espíritu impuro, de la resurrección de los cuerpos y de la presencia de Dios en el juicio de cada hombre después de morir, e insistía en lo de mi presencia a la derecha
del Padre Celeste, cuando viniera a juzgar a los vivos y a los muertos. Hermanos míos, los enemigos de Jesús han sacado partido de estas contradicciones para acusarlo, y el expediente que Jesús empleaba para dominar las masas, le valió el que se le considerase como un ambicioso de los favores populares. Pero las pruebas respecto a las verdaderas intenciones de Jesús, se encuentran en sus invariables demostraciones sobre la fraternidad e igualdad entre los hombres, en su continua familiaridad con los más pobres y más desvergonzados, en su fácil renuncia a los halagos de la carne, en su alejamiento de las riquezas y de la disipación mundana, en su modo de presentarse, en sus hábitos, en su suplicio, que pudo evitar, y en fin, en el supremo honor que recibió de Dios al designarle como vuestro Mesías y vuestro iniciador en las nuevas doctrinas, en su felicidad, sus dolores, sus alegrías, su gloria.


No hay comentarios: