martes, 15 de julio de 2014

EL PRÍNCIPE SENSATO

Comentaban los apóstoles, entre sí, cual era la conducta más aconsejable delante del Todopoderoso, cuando el Maestro narró con blandura:
 Cierto rey, señor de inmensos dominios, deseando engrandecer el espíritu de los hijos para conferirles herencia condigna, los condujo a un extenso valle muy verde y rico de su enorme imperio y confió a cada uno determinada hacienda, que debían preservar y enriquecer por el trabajo incesante. El Padre deseaba de ellos la corona de la comprensión, del amor y de la sabiduría, solamente conquistable a través de la educación y del servicio; y, como debían utilizar material transitorio, les dio tiempo ajustado para las construcciones que les serían indispensables, más tarde, a los servicios de elevación. Así procedía, porque el valle era sujeto a modificaciones y llegaría un momento en que devastadora tempestad visitaría la región resguardándose con seguridad apenas aquéllos que hubiesen erigido un fuerte reducto. Así que el soberano se retiró, los hijos jóvenes, seguidos por las numerosas tribus que les acompañaban, descansaron, largamente, deslumbrados con la belleza de las llanuras bañadas de sol. Cuando se levantaron para la tarea, entraron en extensas conversaciones, con respecto a las leyes de solidaridad, justicia y defensa, cada cual exigiendo especiales deferencias de los otros. Casi nadie cuidaba de la aplicación de los reglamentos establecidos por el gobierno central. Los príncipes y sus afectos, en la mayoría por cuestiones de confort personal, se esmeraban en buscar recursos sutiles con que pudiesen encubrir, sin escándalos visibles entre sí, los principios a los que habían jurado obediencia y respeto. E intentando engañar al Magnánimo Padre, por medio de la adulación, en vez de honrarlo con el trabajo sano, se metieron en complicadas contiendas, en torno a los problemas íntimos del soberano.
Gastaron años seguidos, discutiendo sobre su presentación personal. Insistían algunos que él revelaba en el rostro la blancura del lirio, mientras otros perseveraban en proclamarle el color bronce, idéntica al de muchos cautivos de Sidón. Muchos afirmaban que él poseía un cuerpo de gigante, y no pocos exigían que él fuese un ángel coronado de estrellas.
Al paso que las riñas verbales se multiplicaban, el tiempo se iba agotando y los insectos destructores, infinitamente reproducidos,
invadieron las tierras, aniquilando gran parte de los recursos preciosos. Detritos descendieron de las sierras próximas e hicieron compacto acervo de basura en aquellas regiones, mientras los príncipes insensatos, completamente distraídos de las obligaciones fundamentales que les cabían, se enzarzaban a todo instante, a causa de bagatelas.
Hubo, sin embargo, un hijo bien hábil que anotó los decretos paternales y los cumplió.
Jamás olvidó los consejos del rey y, tanto cuanto le era posible, los extendía a los compañeros más próximos. Utilizó gran número de horas que las leyes vigentes le concedían para el reposo y construyó sólido abrigo que le garantizaría la tranquilidad en el porvenir, sembrando belleza y alegría en toda la hacienda que el padre le cediera en préstamo.
Y así, cuando la tormenta surgió, renovadora y violenta, el príncipe sensato que amara al monarca y lo sirviera, con desvelo y cariño, extendiéndole las lecciones libertadores, por la fraternidad pura, y cumpliendo su voluntad justa y bondadosa, por el trabajo de cada día, con las aflicciones constructivas del alma y con el sudor del rostro, fue naturalmente amparado en un santuario de paz y seguridad que sus hermanos discutidores no encontraron.
Dulce silencio se hizo en la sala sencilla...
Transcurridos algunos minutos, el Maestro fijó los ojos lúcidos en la pequeña asamblea y concluyó:
 Quien mucho analiza, sin espíritu de servicio, puede viciarse fácilmente en los abusos de la palabra, pero nadie se arrepentirá de haber enseñado el bien y trabajado con las propias fuerzas en nombre del Padre Celestial, en el bendito camino de la vida.

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