viernes, 14 de noviembre de 2014

JUZGAR POR LAS APARIENCIAS

He vuelto a leer las Memorias del Padre Germán al cual admiro desde la primera vez que las leí.
El Padre Germán era un gran médium y gran comunicador, ayudaba a todos con humildad.
No conoció el amor de su madre desde pequeño, pero Amo mucho a Dios con el que siempre estaba hablando.
Era un espíritu muy adelantado, pensaba en la vida después de la muerte, que la tierra era un lugar de expiación al cual se viene a pagar las penas de otras vidas y ayudaba a los demás para la salvación de sus  almas.
 Padre Germán: ¡Señor! ¡Señor! ¡Cuán culpable debí ser en mi anterior existencia! Pues yo estoy bien seguro que ayer he vivido y viviré mañana, no de otro modo puedo explicarme la continua contrariedad de mi vida. Y Dios es justo, y Dios es bueno, y Dios no quiere que se descarríe la última de sus ovejas y el espíritu se cansa como se cansa el mío de tanto sufrir. ¿Qué he hecho yo en el mundo? ¡Padecer! Vine a la tierra y mi pobre madre o murió al darme a luz, o la hicieron morir, o la obligaron a enmudecer, ¡quién sabe! El más profundo misterio veló mi nacimiento. ¿Quién me dio el primer alimento? Lo ignoro; no recuerdo que ninguna mujer meciera mi cuna. Mis primeras sonrisas a nadie hicieron sonreír. Hombres con hábitos negros veía en torno de mi lecho al despertar. Ni una
caricia, ni una palabra de ternura resonaba en mis oídos; toda la condescendencia que tenían conmigo era dejarme solo en un espacioso huerto; y los padres de mi fiel Sultán (hermosísimos perros de Terranova) eran mis únicos compañeros.
En las tardes de verano, a la hora de la siesta, mi mayor gusto era dormir reposando mi cabeza sobre el cuerpo de la paciente Zoa, y aquel pobre animal permanecía inmóvil todo el tiempo que yo quería descansar. Éstas fueron todas las alegrías de mi niñez. Nadie me castigó nunca, pero tampoco nadie me dijo: Estoy contento de ti. Sólo la pobre Zoa lamía mis manos, y sólo León me tiraba de las mangas del hábito y echaba a correr como diciéndome: “Ven a correr conmigo”, y yo corría con ellos, y entonces... sentía el calor de la vida.
Cuando dejé mi encierro, nadie derramó una lágrima; únicamente me dijeron: “cumple con tu deber”. Y como recuerdo de mi niñez y de mi juventud, me entregaron a Sultán, entonces juguetón cachorrillo, y comencé una era menos triste que la anterior, pero triste siempre.
Amante de la justicia, mis compañeros me señalaron con el dedo; me conceptuaron como elemento perturbador, y me confinaron en una aldea donde pasé más de la mitad de mi vida; y cuando la calma se iba apoderando de mi mente, cuando la más dulce melancolía me dejaba sumido en mística
meditación, cuando mi alma gozaba algunas horas de apacible sueño moral, me llamaban de la ciudad vecina para bendecir un casamiento, para recoger la postrer confesión de un moribundo, para asistir a la agonía de un reo en capilla; y contrariado siempre, nunca he podido, al concebir un plan, llevarlo
a efecto, por sencillo que fuera. Y yo he sido un ser inofensivo, he amado a los niños, he consolado a los desgraciados, he cumplido fielmente con los votos que pronuncié. ¿Por qué esta lucha sorda? ¿Por qué esta contrariedad continua? Si mi espíritu no tiene derecho de individualizarse más que en esta existencia, ¿por qué Dios, amor inmenso (que en Él todo es amor), me ha hecho vivir en esta terrible soledad? ¡Ah! no, no, no mi propio tormento me dice que viví ayer. Si no reconociera mi pasado, yo
negaría a mi Dios. Y yo no puedo negar la vida. Pero ¡ah! ¡Cuánto he sufrido! ¡Sólo una vez he podido hacer mi voluntad; sólo una vez he desplegado la energía de mi espíritu, y cuán feliz fui entonces!
¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! Las fuerzas de mi alma no pueden inutilizarse en el corto plazo de una existencia. ¡Yo viviré mañana, yo volveré a la tierra y seré un hombre dueño de mi voluntad! Y yo te proclamaré, Señor, no entre hombres supeditados a vanos formalismos. Yo proclamaré tu gloria en las Academias, en los Ateneos, en las Universidades, en todos los templos del saber, ¡en todos los laboratorios de la ciencia! ¡Yo seré uno de tus sacerdotes! ¡Yo seré uno de tus apóstoles, pero no haré más votos que
seguir la ley de tu Evangelio! Yo amaré, porque tú nos enseñas a amar. Yo me crearé una familia,
porque tú nos dices creced y multiplicaos. Yo vestiré a los huérfanos, como tú vistes a los lirios de los valles. Yo hospedaré al peregrino, como tú hospedas en las enramadas a las aves. Yo difundiré la luz de tu verdad, como tú difundes el calor, y esparces la vida con tus múltiples soles en tus infinitos universos. ¡Oh! Sí, yo viviré, porque si no viviera mañana, negaría tu justicia, Señor!
Yo no puedo ser un simple instrumento de la voluntad de otros. ¿Por qué, entonces, para qué me has dotado de entendimiento y de libre albedrío? ¡Si todo cumple su trabajo en la creación, mi iniciativa deben cumplir el suyo; y yo nunca he estado contento con las leyes de la tierra!
¿Cuándo, cuándo podré vivir?
¡Cuántas veces, Señor, cuántas veces he acudido para confesar a los reos de muerte, y si hubiera podido, me hubiese llevado a aquellos infelices a mi aldea y hubiera partido mi escaso pan con ellos! ¡Cuántos monomaniacos! ¡Cuántos espíritus enfermos me han confiado sus más secretos pensamientos, y he visto muchas veces más ignorancia que criminalidad!
 ¡Señor! ¡Señor! ¿Cuándo llegará el día que pueda dejar este valle de amargura? Tengo miedo de permanecer en la tierra; el espejismo de las experiencias sociales me oculta los abismos del crimen, y temo caer. Cuando un ser desconocido se postra ante mí, y me cuenta su historia,
siento frío en el alma y exclamo con angustia: “¡Otro secreto más! ¡Otra nueva responsabilidad sobre las muchísimas que me abruman! ¿Soy yo acaso perfecto? ¿Tengo más luz que los otros para que así me obliguen a servir de guía a unos cuantos, ciegos de entendimiento? ¿Por qué esa distinción? Si yo he sentido como ellos, si yo he tenido mis pasiones más o menos comprimidas, si yo me he visto precisado a huir del contacto del mundo para que mi corazón cesara de latir, ¿por qué este empeño en querer que la frágil arcilla sea fuerte como las rocas de granito?” ¡Pueblos ignorantes que vivís entregados a la voluntad de algunos míseros pecadores! ¡No sé quiénes son más dignos de compasión; si vosotros. que os engañáis creyéndoos grandes, o nosotros que nos vemos pequeños!
¡Señor! ¡Señor! ¿Por qué habré nacido en la casta sacerdotal? ¿Por qué me has obligado a guiar pobres ovejas si no puedo guiarme a mí mismo.? ¡Señor! ¡Tú debes tener otras moradas, porque en la tierra se
asfixia el alma pensadora al ver tanta miseria, tanta hipocresía! Yo quiero ir por buen camino y en todos los senderos encuentro precipicios para caer en ellos. ¡Oh, el sacerdote! El sacerdote debe ser sabio, prudente, observador, recto en su criterio, misericordioso en su justicia, severo y clemente, juez y parte a la vez, ¿Y qué somos en realidad? Hombres falibles, débiles y pequeños. Mis compañeros me abandonan, porque no me quiero proclamar como ellos impecable. Dicen que defraudo los intereses de la iglesia. ¿Y acaso la Iglesia necesita los bienes de la tierra? ¿Necesitará la iglesia de
Dios los míseros dones de los hijos del pecado? En el templo del Eterno no hacen falta las ofrendas de metales corruptibles; con el incienso de las buenas obras de las almas grandes, se perfuman los ámbitos inmensos de la Basílica de la Creación.
¡Señor, inspirarme! Si voy por el mal camino, apiádate de mí, porque mi único deseo es adorarte en la tierra amando y protegiendo a mis semejantes y seguirte amando en otros mundos, donde las almas estén por sus virtudes más cerca de ti.
Extraído del libro Memorias del Padre Germán

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