domingo, 1 de noviembre de 2015

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO CAPITULO XIV 3ª PARTE

La familia de Simón  Esta familia compuesta de tres personas, me colmaba de cuidados y de respetuosa ternura, se multiplicaban al exterior con naturales dependencias y con simpáticas relaciones sociales. Esta familia de tres personas, cuyos corazones yo había reanimado e iluminado los espíritus, me demostraba delante de todos, el homenaje de una gratitud entusiasta, y es a un exceso de honores tributados a mi carácter de apóstol, que debe mi amigo la mancha que me acompaña con su recuerdo entre los hombres.
En el número de los parientes de Simón, cuyo recuerdo me es querido, cito a Dalila, esposa de un hermano de Marta, Eleazar, primo de Simón, y Alfeo, también primo de Simón, pero que vivía en Jerusalén, mientras que Eleazar vivía en sus cercanías. Lo mismo que Simón, tampoco Eleazar era leproso. Alfeo resultó uno de mis fieles discípulos. Era un hombre de alta moralidad y le soy deudor de tanta felicidad íntima por la alianza de nuestros espíritus, cuanto de gratitud por los actos exteriores de su obsequiosidad.
Dalila, santa y sublime mujer: ¡Ana, mi querida Ana, siempre tan activa y enérgica, recibid las dos, aquí, el testimonio de mi palabra como reconocimiento de vuestra virtud en la fe y en el amor!.
Ana no pertenecía al parentesco de Simón, mas ella y su marido me fueron devotos desde la época que los encontré en la casa de Betania; el marido me prestó muchos servicios en Jerusalén, se llamaba Gabes. Mis amigos de Jerusalén tomaban a menudo el camino de mi morada en Betania, por haber juzgado yo, después de algunos días de agitación, que sería necesario alejarme del centro de las masas para hacer que mis discípulos comprendieran mejor la grandeza del acto que estaba por cumplir. Yo lo procuraba así con graves discursos, con la solemnidad del enviado divino, con formas
simbólicas, con palabras profundas y fáciles de interpretar de diferentes maneras, para reunir a todos los hombres, fuertes y débiles, libres y supersticiosos, en el sentimiento de mi elevado destino. Si hubiera hablado únicamente para hacerme comprender de los que razonaban respecto a mis doctrinas y a los títulos que yo tomaba, habría fracasado ante la posteridad y mi luz se habría apagado bajo el soplo del huracán que estaba por arrebatarme corporalmente.
Me eran necesarios los partidarios de lo maravilloso para sostener el pedestal sobre el que se levantaría mi filiación divina. Me eran necesarias masas ignorantes para arrastrar las fantasmagorías de hombres más o menos sinceros en sus juicios, más o menos interesados en sus cálculos. Yo comprendía la necesidad de emplear un silencio hábil respecto a los errores que señalarían mi personalidad con un distintivo divino, y el interés del porvenir sería el que me indicaría las actitudes que debía tomar, los gestos, la frialdad, la fuerza en medio de las demostraciones furiosas, de
las acusaciones estúpidas brotadas del odio, de la embriaguez amorosa, de los dislates de la credulidad, del trastorno de las leyes naturales. Pero confiaba en mi carácter de Mesías para allanar el camino a mis sucesores contando con su clarividencia y con su probidad. Yo quería al ofrecerme como víctima sobre el altar de Dios, sacudir más y más a esa multitud de impíos y delincuentes que en todos los tiempos, ensucian sus labios con la mentira y hacen desbordar el odio de sus corazones, pero tenía sobre todo en vista, el confiar a mis fieles más inteligentes la consolidación de mi obra después de mi muerte. Esta obra es vuestra obra, yo les decía. Mi Padre nos bendecirá juntos y la
gracia nos hará los guardianes del porvenir hasta la consumación de los siglos. La gracia se adquiere con la renovación de las pruebas y con los espontáneos impulsos del alma hacia las verdades eternas.
La gracia se convierte en el santuario del pensamiento, la barrera insuperable de la virtud, cuando el pensamiento se ha alimentado, de habitación en habitación, con las investigaciones intelectuales del espíritu referentes a su suerte, y también la virtud que se ha acrecentado de etapa en etapa, con la firmeza de su marcha en medio de la oscuridad y de los peligros.
El pensamiento no se borra. Sigue a través de los mundos, se comunica en los espacios, liga entre sí a los espíritus, sanciona el principio de fraternidad y cumple milagros de amor.
Permaneced, pues, convencidos de mi presencia, aun cuando ya no me veáis, y pedid siempre al Señor nuestro Padre; partid el pan y el vino, como si mi cuerpo ocupase el puesto que hoy ocupa, y decid: ésta es su sangre, ésta es su carne, y mi espíritu se alegrará y el lugar vacío será ocupado, porque el deseo determina el deseo y el pensamiento se introduce en el pensamiento, mediante el mutuo deseo.
Ahora os lo digo: la gracia se obtiene con la fe y con el amor. Quienquiera que crea en mi palabra y la divulgue, será visitado por la gracia. Quienquiera que dé a mis palabras un sentido que yo no le doy ahora, con el propósito de sembrar divisiones entre los hombres para formarse una posición de autoridad en el mundo, se convertirá en mi enemigo y yo lucharé en contra de él y derribaré sus proyectos.
Suceda ello en un tiempo o en otro, Dios medirá la intensidad de la derrota a infligirse de acuerdo con la duración de la ofensa. Dios hará resplandecer su luz en medio de las tinieblas de acuerdo con la cuota de los deseos que se agitarán en el seno de las sombras y con la cuota de los pedidos que se habrán formulado. Entonces Dios llamará a su hijo amado y el hijo volverá en espíritu entre vosotros, y lenguas de fuego pasarán sobre vuestras cabezas, para instruir a los hombres de buena voluntad, como lo hago yo hoy. Nicodemo daba a sus visitas una forma misteriosa que acusaban a su corazón
y a su espíritu de debilidad y de respetos humanos. Favorable a mis proyectos del porvenir, temía las efervescencias del momento. Admirador apasionado de mi doctrina, no se hubiera sin embargo atrevido a sostenerla delante de los demás, pero conmigo y con mis discípulos, Nicodemo se explayaba y llevaba a los espíritus el convencimiento de que se encontraba honrado por mi alianza, porque yo mismo me veía honrado por la filiación divina.
José de Arimatea me sostenía con todo el calor de su alma, con toda la vehemencia de un padre tierno e infatigable, como asimismo con toda su importancia social. Hacía causa común conmigo y se hubiera aún expuesto a la muerte, si yo no le hubiera demostrado, de una manera perentoria, la inutilidad de su sacrificio y la necesidad en cambio, de su concurso después de mi desaparición. José de Arimatea era sobre todo en quien yo más contaba para dirigir lo que había fundado y todo lo
que pretendía afirmar con mi muerte corporal y con mi resurrección en espíritu. José era mi confidente más seguro y precisaba de su inteligencia para sacar partido de las más pequeñas circunstancias favorables a nuestra causa, como también de su devoción en el cumplir y en hacer cumplir mis últimas disposiciones. José me había recibido de niño para ayudar a los designios de Dios; él tendría también que, al recibir mi cuerpo privado de vida, continuar sirviendo a la Providencia con los obstáculos que pondría a los propósitos delictuosos de los hombres.
Marcos pertenecía a una familia en buena posición de Jerusalén. El padre ocupaba un empleo importante de gobierno, a pesar de ser hebreo; porque los romanos en esos tiempos no establecían diferencias entre los hombres de nacionalidad y religión diferentes, siempre que a ellos les pareciera merecer el ser elevados por la inteligencia del espíritu y elevación de carácter. Los romanos, por otra parte, desdeñaban la opinión de los hombres que sometían bajo su dominación, y buscaban siempre a los más hábiles para llenar los deberes de los cargos importantes.
Jerusalén se había visto agitada por graves sublevaciones populares, pero en la  hora a que hemos llegado, ella presentaba un aspecto de completa calma.
Persuadidos de la inutilidad de sus esfuerzos, los hebreos soportaban con paciencia un despotismo orgulloso. Este despotismo no llegaba a ejercer presión sobre las creencias religiosas, pues por el contrario, todos los credos encontraban un apoyo en la indiferencia de los gobernantes. Jerusalén, como todas las dependencias del Imperio, se encontraba bajo la tutela de un depositario de los poderes del César, gobernante sin control y absoluto en sus juicios como en sus disposiciones. El peso de la administración civil le correspondía, es cierto, a una magistratura sacada de las escuelas sostenidas por el Estado, pero la misma ley se doblegaba ante estos invasores arrogantes, que no conocían otra moral que su propia voluntad y no conocían otro obstáculo para su voluntad que el de la fuerza material.
Seguiré este gran episodio tan lleno de amor y paz próximamente.

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