domingo, 8 de noviembre de 2015

VIDA DE JESÚS CONTADA POR MISMO CAPITULO XIV 4ª PARTE

Sigo  explicando esta vida tan llena de amor y sensibilidad y dulzura como siempre ha sido y es nuestro amigo Jesús.
El derecho y la ley eran letra muerta para esos bárbaros cuando se trataba de satisfacer un capricho del superior o de aplastar a un esclavo rebelde. Los tiempos de esos bárbaros atropellos, no han desaparecido aún y ello es lo que me hace detener aquí para condenarlos. La guerra y sus horrores devastan aún el mundo de la Tierra; he ahí porqué aprovecho la ocasión para maldecir las instituciones de mi época, he ahí porqué me refiero a la historia general al escribir la mía. Para ingresar en las escuelas era necesario ser pariente cercano de algún soldado, muerto en el servicio de la patria o que se encontrara aún bajo las armas. Cualquier otra consideración, como la condición social, religión o naturalización, no tenía importancia. Los estudiantes tenían que ejercitarse en el manejo de las armas y recibían una suma en dinero si se enrolaban voluntariamente. El servicio militar obligatorio no estaba en vigor para ellos.
Marcos, el estudiante, era casi un revolucionario, detestaba todas las opresiones. Yo lo llevé hacia el sentimiento religioso, haciéndole saborear los atractivos de una doctrina que enseñaba la fraternidad entre los hombres bajo la dependencia de la paternidad divina, que aconsejaba el valor en la adversidad, la modestia en medio de la fortuna, el desprecio por las injurias, la conmiseración hacia
todos los culpables. Marcos no me amó, sino que me adoró. Yo me había ligado demasiado fácilmente a dos naturalezas ingratas. Recabé horribles desengaños, debido principalmente a mi primitiva ligereza de observación. Derramé amargas lágrimas por la fragilidad de algunas relaciones, por la debilidad de mis preferencias, mas gocé también de las delicias de profundas y duraderas afecciones, y en esta historia, a menudo penosa, ellas vuelven a mi memoria, con emociones igualmente dulces, a las que experimentaba cuando su presencia reanimaba mi espíritu entumecido, consolaba mi corazón y levantaba mi coraje, presentándome a la humanidad bajo su más noble aspecto.
Marcos olvidó por mí su fortuna, que no podía ofrecerme porque aún no gozaba de ella. Su familia, que lo trataba como un visionario, sus compañeros de placeres, sus hábitos ociosos, sus fantasías, sus distracciones y aún sus horas de trabajo, las reemplazaba ventajosamente permaneciendo a mi lado. El bello carácter de Marcos hubiera debido producir la más favorable impresión sobre mis discípulos,
por el contrario muchos sintieron celos debido a nuestro recíproco afecto, otros no vieron en el abandono de su posición mundana más que un debilitamiento momentáneo de sus facultades intelectuales, otros buscaron los motivos de este abandono, en la pasión que había debido inspirarle alguna de las mujeres que hacían parte del círculo de mis oyentes. En cambio, José de Arimatea gozaba de lo que él llamaba una conversión, y los más clarividentes y los más preparados, amaron y
respetaron al valeroso discípulo de Jesús, que lo siguió en el Calvario, que besó su cuerpo ensangrentado y desfigurado, que ayudó a José y a Nicodemo en la tarea nocturna, que murió joven, oprimido por el dolor, lleno de esperanzas, porque Jesús había muerto y él pronto volvería a verlo.
La facilidad para juntarnos daba atractivo a nuestras reuniones, y nuestra libertad no fue nunca turbada por visitantes indiscretos, ni por preocupaciones de peligros inmediatos. Mis discípulos de Galilea y yo formábamos una sola familia. En esta familia hay que comprender a las mujeres venidas también de Galilea, lo cual constituía un conjunto bastante complejo, pero la casa de Simón era vasta, puesto
que muchas casas coloniales dependían de la habitación principal. Nombremos las mujeres venidas de mi querida Galilea para servirme hasta mi muerte. Pasemos rápidamente por encima de las primeras informaciones y cerremos este capítulo, hermanos míos, con el sentimiento de nuestra grandeza espiritual. Pronto nos volveremos a ver por efecto de esta grandeza, que derrama la luz divina sobre las debilidades humanas. Las mujeres venidas desde Galilea eran: Salomé, Verónica, Juana, Débora, Fatmé y finalmente María de Magdala. De Salomé ya he hablado;
Verónica era viuda, ella me había cuidado como a un hermano y respetado como a un apóstol de Dios desde los primeros días de mi permanencia en Cafarnaúm. Juana, Débora y Fatmé, eran demasiado jóvenes para encontrarse al abrigo de las calumnias, se reían de ellas con gracia, derramando sobre todas, y sin preferencias, los atractivos de su espiritualidad y generosidad de sus corazones. Las tres gozaban de un discreto bienestar y decían con alegría, que nosotros éramos sus hermanos y que nos correspondía una parte de ese bienestar, como más tarde lo tendríamos en el reino de Dios.
Mi madre se encontraba en Jerusalén desde algunos días, pero yo no lo sabía. Yo le había exigido el sacrificio de que no me siguiera y que esperara un aviso mío. Pero María de Magdala mantenía relaciones con mi madre y, para combinar mejor los medios de arrancarme de la muerte, ella le hizo instancias para que se trasladara a una casa de las proximidades de Jerusalén. Mis hermanos José y Andrés fueron también a Jerusalén. El propósito bien firme de ellos era el de apostrofarme, el de
desmentir públicamente mis palabras, insinuar a la muchedumbre de que yo me encontraba preso de la locura y pedir ayuda con el fin de separarme de la compañía de mis discípulos. Este complot me era muy bien conocido, así es que me preparé para hacerlo fracasar y resolví para el efecto permanecer más tranquilo aún en mi retiro. Las dos Marías ignoraban el proyecto de mis hermanos. Ellas tenían
esperanzas en la desesperación de su amor, para hacerme descender de la gloria de Mesías a la ignominia de la debilidad. Para mí, el peligro era éste y la lucha tenía que ser horrible.
Hermanos míos, en el duodécimo capítulo de este libro os expondré mis últimas luchas de la carne con el espíritu, mis supremas angustias de hombre, mis indecisiones en el sacrificio y, finalmente, la victoria definitiva de la espiritualidad sobre la materia.
Nosotros haremos también de mi muerte, precedida de tantos asaltos dados a la naturaleza humana, el objeto de un estudio profundo sobre el martirio impuesto a un hombre por el hombre, y sacaremos esta consecuencia indestructible, que la vida humana se encuentra bajo la dependencia de Dios, y que destruirla es infligir un insulto al Creador.
Hermanos míos, os bendigo en el nombre de Dios nuestro Padre.
Hasta el próximo inolvidable capitulo.

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