martes, 17 de noviembre de 2015

VIDA DE JESÚS CONTADA POR EL MISMO CAPITULO XV 1ª PARTE

CAUSAS DE LA MUERTE DE JESÚS
Hermanos míos, las causas de mi muerte pueden definirse así: El delito de Jesús en el pasado fue el de facilitar las sediciones populares, divulgando por el intermedio de los sacerdotes, sospechas de convivencias con los paganos.
El delito de Jesús más tarde, fue su desviación hacia el culto fundado por Dios mismo, y esta desviación del culto resultó de mayor gravedad y de mayor poder de seducción por la cualidad de hijo de Dios que Jesús se otorgaba.
La ley mosaica tenía que alcanzarle a Jesús, a quien tenían que inflingírsele el suplicio de la lapidación. Pero el juicio de la casta sacerdotal, precisaba la adhesión de esa misma autoridad, que a menudo se desentendía de las cuestiones que se suscitaban entre los hebreos, y se precisaba también del concurso popular para el cumplimiento de la venganza del clero. Por lo cual se tomaron de las últimas predicaciones de Jesús, pruebas de culpabilidad como perturbador y abolicionista de las leyes civiles, a más de las religiosas, para hacerlo caer así bajo la jurisdicción de Poncio Pilatos, procurador romano. Y ante el pueblo se le acusó a Jesús por seducción y alianza con el espíritu de las tinieblas.
Refiero aquí los motivos de mi condena, motivo cuyo valor discutiré después, al mismo tiempo que daré una explicación de cada uno de los delitos que se me acumulaban, por defecto de una reproducción inexacta de mis enseñazas. Ello nos llevará a extensos desarrollos y tendré que honrar el coraje de mi intérprete, que sufrirá por estos minuciosos detalles, más de lo que haya sufrido a causa de las anteriores presiones de mi espíritu.
José y Andrés preparaban las humillaciones con que fui amagado más tarde, refiriendo lamentables episodios de mi infancia; referentes a los últimos días de mi padre y al abandono de mi madre. Ellos agregaron a la expresión de su falsa piedad por la que designaban como mi pobreza intelectual, la difamación de mi vida íntima y de mi cualidad de hijo de Dios, mediante viles espionajes, con juicios desleales y con una designación burlesca contraria a la que yo había tomado.
No busquemos, hermanos míos, en los libros del antiguo estilo una explicación del título hijo del Hombre, que se me otorgó por burla, como acabo de manifestarlo. Desembaracémonos de las tenebrosas historias para poder elevar nuestra narración hasta la sencillez del espíritu que todo lo aclara. No levantemos, por otra parte, una desaprobación demasiado severa sobre ciertas personalidades desde que el fermento de las ideas y el empuje del espíritu resultan muy a menudo de causas oscuras para la inteligencia humana. Defendamos nuestra alma y nuestro espíritu en contra de todos los entusiasmos y en contra de todo lo preconcebido.
Hagamos distinciones entre las diversas graduaciones, pero no maldigamos a nadie.
Hagamos de la vida de Jesús un código de moralidad para todos los hombres y esforcémonos en demostrar que la vida humana debe ser respetada, porque ella es una emanación del alma divina. La vida humana encerrada en los límites impuestos por el Creador es un descanso en medio del camino de la inmortalidad. La vida humana deformada por el vicio, acortada por los excesos, torturada por los odios, despedazada por el delito, representa una espantosa falta de razón que revela la bestialidad de la naturaleza aún no domada, la vuelta hacia la bestialidad primitiva, a causa de un regreso en el orden ascensional; las dos, bestialidad de naturaleza y bestialidad regresiva, constituyen los verdaderos flagelos del mundo. La primera revela la fuerza brutal de la bestia, la otra, dirige las tendencias de la bestia como para hacerlas más mortíferas. Las dos desarrollan, mediante el contacto, los males asquerosos del alma, del espíritu y del cuerpo; los dos marchan entre la sangre, se alimentan de orgías y se duermen, vencidas por la saciedad, encima de sus ruinas. Representándoos a Jesús en los últimos momentos de su vida de Mesías, hermanos míos, no alimento la idea de llamar vuestra atención tan sólo sobre Jesús, pero sí pido que todos los que lean estas páginas reflexionen profundamente respecto a las enseñanzas que ellas ofrecen a su consideración. No tengo más que un
propósito, esto es, el de convertir en mejores a los hombres, propósito que se alcanzará si ellos meditan sobre mis palabras.
Defino las heridas de mi alma para caracterizar el acercamiento que existe entre las almas humanas. Explico la culpable intención de los que me desconocieron, para volver a traer hacia una dulce resignación a los que se ven calumniados. Declaro enemigos míos a los perspicaces, a los orgullosos, depravados, reconociendo en cambio como nuevos discípulos, a los hombres de buena voluntad, a los humildes, a los desheredados de bienes del mundo, a los hambrientos de los tesoros eternos.
Siempre digo: El que no está conmigo está en mi contra. Felices los que hacen provisiones para la vida futura y que caen en la pobreza voluntariamente durante la vida presente; el reino de Dios les pertenece. Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. La luz y la verdad son dones de Dios, esparcidlas ampliamente entre todos los que os las soliciten, con el ardor de un alma libre y con un espíritu deseoso de las cosas celestes. Por cuanto yo soy siempre el Mesías, hijo de Dios, que desciendo de la luz para sostener todo lo que ya sostuve, para defender todo lo que ya defendí,
para combatir todo lo que por mí ya fue combatido. Por cuanto yo vengo para destruir y para reconstruir, para demostrar a mis discípulos cual es el Reino hacia el cual deben aspirar. Tal Reino no es de este mundo. No hay ya lugar a equívocos. El espíritu libertado de las sombras de la naturaleza humana se ilumina de luz divina, no siéndole ya posible desviarse por ignorancia, ni empequeñecerse por temor a las crueldades de los espíritus humanos. Este espíritu, desde su elevación conseguida por
sus propios méritos al servicio de Dios, baja hacia este mundo para traeros la concordia y la esperanza, proclamar la inmortalidad y el amor universal en nombre de Dios. Volvamos, hermanos míos, al punto en que os dejé a fines de mi último capítulo. La tranquilidad de que yo gozaba en Betania se parecía al silencio que precede a las explosiones, porque en Jerusalén, el odio sordo de los sacerdotes empezaba a manifestarse ostensiblemente y el pueblo, de cuyas simpatías yo no gozaba desde las bravatas que lanzara en las proximidades del Templo, prestaba oído complaciente a
los decires que se hacían correr respecto a la ineptitud y falsa virtud de mis máximas, y a la vanidosa pretensión de mi espíritu, que yo me habría complacido en evidenciar, juntamente con las demostraciones de mi pobreza y abnegación corporal.
Mi madre se encontraba en Jerusalén debido a una llamada de María de Magdala. Ella había formado en esos momentos una inquebrantable voluntad. Se negó a volver a Nazaret y me vi obligado a contemplar hasta mi muerte su tristeza que constituía un vivo reproche para mi sacrificio, ese dolor que penetraba en mi alma debilitándola. María de Magdala hacía derroche, ante mí y mi madre, de toda esa energía que puede arrancarse de la pasión y de toda esa dulzura y suavidad que nace de la plegaria. Se retorcía en los espasmos de la desesperación o se arrodillaba piadosamente para pedirle a Dios el poder de abatir mi resolución. Ella se arrojaba a mis pies para manifestarme, con voz baja y temblorosa, toda la felicidad de un amor puro, pero invasor de los resortes del alma y de las facultades del espíritu. Después se levantaba, abrazaba a mi madre, la cubría de besos frenéticos y me suplicaba que las salvara a las dos de la muerte y del infierno, a donde a las dos las arrojaría mi
suplicio y mi gloria. Tales demostraciones producían sobre mi espíritu el efecto de accidentes que
interrumpen el curso de los pensamientos. Me sentía acabado por la emoción cuando alguna feliz sacudida venía a arrancarme de los brazos maternos que pretendían retenerme con su contacto ardiente, capaz de volverme loco o cobarde. A María de Magdala no la quería solamente mi madre, todos mis discípulos y las mujeres venidas de Galilea también la querían. Marta, Simón, la joven María, notaban en ella las sólidas condiciones de la mujer desengañada y cansada de los placeres mundanos, al mismo tiempo que descubrían en ella el semblante resplandeciente por la gracia y suaves condiciones de alma. María de Magdala era más instruida que la mayor parte de los que me rodeaban. Ella me era deudora del desarrollo de su espíritu y de la seguridad de su juicio, pero aún antes de habernos encontrado, ella poseía ya más conocimientos de los que poseían en general las mujeres de ese tiempo. María hubiera sido completa sin la concentración de su alma hacia una persona, si bien amaba no obstante a Dios con sinceridad.
Pongo fin a la primera parte de este capitulo  de esta maravillosa vida de Jesús

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