miércoles, 19 de enero de 2011

CORAZONES CASTIGADOS I

Como es tan bonito este libro de Pablo y Esteban. Escrito por Francisco Candido Xavier, quiero conpartir algunos parrafos con vosotros . Gracias Chico Xavier por escribir cosas tan hermosas.
La mañana se presentaba muy hermosa y el sol acariciaba las calles
centrales de Corinto; no obstante, estaban casi desiertas.
En el aire se percibía una perfumada brisa que provenía de lejos; sin embargo, la fisonomía de las criaturas que transitaban por la vía pública no demostraban alegría o despreocupación, ni tampoco se observaba el movimiento habitual de las literas de lujo, que resaltaban por su andar acostumbrado. La ciudad reedificada por Julio César, era la más bella de las joyas de la vieja Acaya y servía de capital a la hermosa provincia. No se podía encontrar,
en su intimidad, el espíritu helénico en su pureza antigua, porque después
de un siglo de lamentable abandono, y de la destrucción llevada a cabo por
Mumio y de la restauración por el gran emperador, transformaron a Corinto en importante colonia de romanos, por donde pasaron cantidades de liberados ansiosos, en busca de trabajo remunerable o propietarios de cuantiosas fortunas. A éstos se asociaron enormes cantidades de israelitas y considerables hijos de otras razas, agrupándose en el centro, transformando la ciudad en núcleo de convergencia de todos los aventureros de Oriente y Occidente. Su cultura estaba muy lejos de las realizaciones intelectuales del griego eminente, mezclándose ese conjunto en sus plazas y templos. Obedeciendo, tal vez, a esa heterogeneidad de sentimientos, Corinto se hizo famosa por las tradiciones, que hablaban del libertinaje de la gran mayoría de sus habitantes. Los romanos encontraron un campo propicio para dar curso a sus pasiones, entregándose al venenoso perfume de ese jardín de flores exóticas. Al lado de la vida fácil y soberbia, adornada de pedrería rutilante, el pantano de las miserias morales exhalaba nauseabundo olor. La tragedia siempre fue el precio doloroso de los placeres fáciles. De cuando en cuando, los grandes escándalos reclamaban las grandes represiones.
En ese año 34, la ciudad mencionada fue sobresaltada por una violenta revuelta de los esclavos oprimidos. Se perpetraron tenebrosos crímenes en la sombra, requiriendo severas medidas. El Procónsul no se molestó por la gravedad de la situación rei-
nante. Se limitó a enviar mensajeros oficiales a Roma, pidiendo los refuerzos
necesarios. Y los refuerzos no tardaron en llegar. Al poco tiempo, las
galeras de las águilas dominadoras, favorecidas por los vientos, traían a
bordo las autoridades, cuya misión era imponer el orden y aclarar los hechos
sucedidos. He ahí el porqué en nuestra mañana radiosa, comentada al comienzo, se
presentaba silenciosa, con sus comercios semicerrados y sus calles poco
concurridas. Los transeúntes eran muy pocos, con excepción de algunos pelotones
de soldados que cruzaban las esquinas despreocupados y satisfechos, como quien se apronta a disfrutar de las próximas novedades. Hacía algunos días, un jefe romano, cuyo nombre era muy comentado por sus sombrías tradiciones, fue recibido por la Corte Provincial, puesto que estaba desempeñando elevadas funciones como representante de César,
acompañándolo un gran número de agentes políticos y militares, creando el terror en todas las clases con sus infamantes procesos. Licinio Minucio llegó al poder interponiendo los recursos de la intriga y la calumnia. Consiguió regresar de Corinto, donde pasó sus años anteriores sin tener un gran poder como autoridad; por lo tanto, ahora trataba de aumentar sus caudales con el fruto de su avaricia insaciable y sin escrúpulos. Pretendía en el futuro retirarse y radicarse por aquellos sitios, donde sus propiedades particulares eran enormes, esperando pasar su vejez con tranquilidad. Con el deseo de consumar sus criminales designios, inició un gran movimiento de arbitrarias explotaciones bajo pretexto de garantizar el orden público en beneficio del poderoso Imperio, que su autoridad representaba. Numerosas familias de origen judío fueron escogidas como víctimas preferenciales de tamaña extorsión. Por todas partes comenzaban a llorar los oprimidos; mientras tanto, ¿quien osaría reclamar pública y oficialmente por el atropello? La esclavitud esperaba siempre el movimiento arrollador que representaba la libertad en contra de las expresiones de la tiranía romana. Y no era solamente la figura
despreciable del odioso funcionario lo que constituía para la ciudad una angustiosa y permanente amenaza. Sus secuaces estaban mezclados y apostados en varios puntos de la vía pública, provocando escenas insoportables, características de una perversidad inconsciente.
La mañana ya era bastante avanzada cuando un hombre de edad parecía buscar el mercado, por el cesto que aseguraba con su mano y en ese momento cruzaba una extensa plaza. Un grupo de tribunos se reían de él irónicamente a la vez que le ofendían con sus expresiones de bajo tenor, riéndose sarcásticamente. El viejito, que denunciaba por sus trazos fisonómicos pertenecer a la raza israelita, demostraba percibir el ridículo del que venía siendo blanco. Sin embargo, se alejó de los patricios con deseos de querer resguardarse, para lo cual caminó con más timidez y humildad.
Fue en ese instante que uno de los tribunos, en cuyo mirar autoritario se notaba una acentuada malicia, se acercó y lo interrogó ásperamente:
–Judío despreciable, ¿cómo te atreves a pasar sin saludar a tus señores?
El interpelado se paró, pálido y tembloroso. Sus ojos demostraron poseer
una extraña angustia que se resumía en su expresión silenciosa, que indicaba
los infinitos martirios que castigaban a los de su raza. Las manos arrugadas
le temblaban ligeramente, mientras su pecho se inclinaba reverente,
apretando su larga y encanecida barba.
–¿Tu nombre? –exclamó el oficial irrespetuosamente y en forma irónica.
–Jochedeb, hijo de Jared –respondió tímidamente.
–¿Por qué no saludaste a los tribunos imperiales? –Señor, ¡yo no quise ofenderos! –explicó casi lagrimeando. –¿No quisiste ofendernos? –volvió a preguntar el oficial con cargada dureza.
Y, antes que el interpelado consiguiera una nueva oportunidad para ampliar sus disculpas, el mandatario imperial le dio con sus puños cerrados sobre su cara, siguiendo con una serie de bofetones impiadosamente aplicados.
–¡Toma! ¡Toma! –exclamaba groseramente, a la vez que se reía a carcajadas delante de sus compañeros, y agregó con tono festivo–: ¡Recuerda bien lo que hoy recibiste! ¡Perro asqueroso, aprende a ser educado y agradecido!...
El viejito tambaleó, pero no reaccionó. Se notaba su sorda e íntima rebelión a través de su mirada llameante, indignada, que lanzó a su agresor con una serenidad increíble. En un movimiento espontáneo, sus ojos los pasó por sus brazos curvados y debilitados en la lucha por sobrevivir, reconociendo con el gesto que de nada valía el rebelarse. En ese instante, su verdugo le observó su calma silenciosa, pareciendo querer medir la extensión
de su cobardía y colocando su mano en la armadura de su cinto, volvió a decir con profundo desdén:
–¡Ahora que recibiste la lección, puedes buscar el mercado, judío insolente! La víctima le dirigió un mirar de ansiosa amargura, en el que manifestaba toda la angustia de su larga existencia. Envuelto en la sencilla túnica y resaltando su vejez venerable, remarcada por los cabellos encanecidos por las penosas experiencias de su vida, el mirar del ofendido se asemejaba a un dardo invisible, que debería penetrar en la conciencia del agresor irrespetuoso y malo. Mientras tanto, aquella dignidad ofendida no demoró mucho en poner de manifiesto su reprobación, intraducible en palabras. En pocos instantes, soportando la gritería de los militares, prosiguió en el objetivo que lo había hecho salir a la calle. El viejo Jochedeb experimentaba ahora extrañas y amargas reflexiones. Dos lágrimas calientes de dolor le corrieron por su rostro macilento, perdiéndose en medio de la barba grisácea. ¿Qué había hecho para merecer tamaño castigo? La ciudad estaba siendo preparada para exponer la rebeldía de sus numerosos esclavos, pero su pequeño hogar proseguía con la paz de los que trabajan con dedicación y obediencia a Dios.
La humillación experimentada le hacía regresar por medio de su imaginación a los períodos más difíciles de la historia de su raza. ¿Por qué motivo y hasta cuándo sufrirían los israelitas la persecución de los elementos más poderosos del mundo? ¿Cuál era la razón de ser siempre estigmatizados, como indignos y miserables, en todas partes de la tierra? Mientras tanto, amaba sinceramente a aquel Padre de justicia y amor, que velaba desde
los cielos por la grandeza de su fe y por la eternidad de sus destinos. Mientras
los demás pueblos se entregaban al relajamiento de las fuerzas espirituales,
transformando esperanzas sagradas en expresiones de egoísmo e
idolatría, Israel sustentaba la ley del Dios único, esforzándose en todas las
circunstancias por conservar intacto su patrimonio religioso, con sacrificio,
pero independiente de la política.
Apesadumbrado, el pobre viejo meditaba sobre su propia suerte.
Esposo dedicado, enviudó cuando aquel mismo Licinio Minucio, repre-
sentante del Imperio, años antes, instauró nefastos procesos en Corinto, para
castigar algunos elementos de su población descontenta y rebelada. Su
gran fortuna personal había sido reducida al máximo y hubo de pasar en
prisión injustamente por causa de las falsas acusaciones, que le dieron pesados
sinsabores y terribles confiscaciones. Su mujer no había resistido los
sucesivos golpes y le afectó fatalmente el corazón, provocándole la muerte,
dejando dos hijos pequeños que constituían la corona de esperanza de su
laboriosa existencia.
Jeziel y Abigail se desarrollaban bajo el cuidado de sus brazos afectuosos
y por ellos, la carga de los sagrados deberes domésticos, sentía que la
nieve del áspero camino humano, le fueron blanqueando anticipadamente
los cabellos, consagrando a Dios sus más santas experiencias. Entonces a
su mente le vino la silueta graciosa de sus dos hijos. Era un sedante conocer el sabor agradable de las experiencias del mundo para beneficio de
ellos. El tesoro filial lo compensaba de los castigos recibidos en cada alto
del camino. La evocación del hogar, donde el amor cariñoso de los hijos
estimulaba sus esperanzas paternas, suavizaba sus amarguras.
¿Qué importaba la brutalidad de los romanos cuando la vejez se aureolaba
con los más santos afectos del corazón? Experimentando resignado
consuelo, llegó al mercado donde compró cuanto necesitaba.
El movimiento no era intenso, como sucedía en los tiempos normales, sin
embargo, había cierta concurrencia de compradores, normalmente de gente
liberada y pequeños propietarios, que fluían de los caminos principales.
No había terminado de comprar los peces y las legumbres, cuando una
lujosa litera paró en el centro de la plaza y de ella saltó un oficial patricio,
que desdobló un largo pergamino. La señal de silencio hizo enmudecer a la
gente y la voz del extraño personaje vibró fuerte, dando comienzo al edicto:
–“Licinio Minucio, magistrado del Imperio y legado del César, encargado
de abrir en esta provincia un centro de investigación, necesario para restablecer
el orden en Acaya, invita a todos los habitantes de Corinto que se
consideren perjudicados en sus intereses personales o que necesiten del amparo
oficial, a comparecer mañana al mediodía, en el palacio provincial,
junto al templo de Venus. Allí serán atendidas sus quejas y reclamaciones,
que serán investigadas por las autoridades competentes”.
Leído el aviso, el mensajero retomó su elegante vehículo que sustentado
por los hercúleos brazos de los esclavos, desapareció en la primera esquina,
envuelto en una nube de polvo.
Entre los circunstantes surgieron variadas opiniones y comentarios.
Los quejosos no tomaban parte. El representante y sus propuestos en un
comienzo se posesionaron de pequeños patrimonios territoriales de la mayoría
de las familias humildes, cuyos recursos financieros no daban para costear los procesos en el foro provincial De ahí la onda de esperanzas que alcanzaba al corazón, algunos y la opinión pesimista de otros, que manifestaban su resquemor que no fuera una nueva celada para luego tener que pagar mucho más por sus justas razones.
Jochedeb escuchó el comunicado oficial, colocándose entre los que se
juzgaban con derechos a esperar una legítima indemnización por los perjuicios
sufridos desde otros tiempos.
Animado de las mejores esperanzas, caminaba lentamente hacia la casa,
escogiendo el camino más largo para evitar un nuevo encuentro con los que
le habían humillado públicamente.
No había caminado mucho cuando surgieron a su frente nuevos grupos
de militares romanos, que chanceaban alegremente en la vía pública.
Al enfrentar al primer grupo de tribunos y sintiéndose el blanco de los
comentarios deprimentes que terminó en risotadas, el viejo israelita se puso
a considerar: –“¿Debo saludarlos o seguir mudo, como lo hice la primera
vez?” Preocupado por evitar un nuevo encuentro desagradable que provocaría
nuevas humillaciones en ese día, se inclinó profundamente, cual mísero
esclavo murmuró tímidamente:
–¡Salve, valerosos tribunos del César!
Mal había terminado de decirlo, cuando un oficial de fisonomía dura e
impasible se acercó y exclamó encolerizado:
–¿Qué es esto? ¿Un judío se dirige impunemente a los patricios? ¿Llega a tanto la tolerancia de la autoridad provincial? ¡Hagamos justicia por nuestras propias manos!
Y nuevas bofetadas encontraron el rostro dolorido del infeliz, que necesitaba concentrar todas sus energías para no repeler la agresión. Sin una palabra de justificación, el hijo de Jared se sometió al castigo impuesto. Su corazón parecía reventar de angustia en el pecho envejecido y cuando miró a los oficiales su mirar expresaba la rebelión que su alma experimentaba. Imposibilitado para coordinar sus ideas en base a la agresión inesperada, en su humilde actitud reparó que esta vez la sangre chorreaba por su rostro, manchando su larga y blanca barba, alcanzando su vestido de lino. Ese aspecto
tampoco sensibilizó a su agresor, que por último descargó un fortísimo
puñetazo en la arrugada frente, murmurando:
–¡Sal de aquí, insolente!
Sosteniendo con mucha dificultad el cesto que colgaba de sus brazos
temblorosos, Jochedeb avanzó tambaleante, sofocando la rebelión de su estado
desesperante. “¡Ah, ser viejo!”, pensaba. Simultáneamente los símbolos
de la fe le modificaban sus disposiciones espirituales y sentía en lo íntimo
la antigua palabra de la Ley: “No matarás”. Mientras tanto, las
enseñanzas divinas, conforme a su forma de ver, en la voz de los profetas,
aconsejaban la venganza: “ojo por ojo y diente por diente”. Su espíritu tenía
latente la intención de la represalia como remedio a sus perjuicios, a la
cual se juzgaba tener todos los derechos, pero sus fuerzas físicas no eran
compatibles con los requisitos de la reacción.
Profundamente humillado y presa de angustiosos pensamientos, buscó
recogerse en su hogar, donde se aconsejaría con sus hijos bien amados, en
cuyo afecto encontraría, seguro, la necesaria inspiración.
Su modesta vivienda no estaba muy lejos y vista de lejos, entrevió el
simple y pequeñito techo en el cual cobijó todos los frutos de su amor. Rápidamente
se dirigió por el camino que terminaba en la tosca puertita, que
se encontraba graciosamente adornada por los rosedales cuidadosamente
plantados por su hija Abigail. Los árboles verdes, con sus amplias copas,
esparcían una hermosa y cobijante sombra, que atenuaba el rigor del sol.
Una voz clara y conocida llegaba de lejos a sus oídos. En aquella hora, Jeziel,
conforme al programa que él mismo trazó, araba la tierra, preparándola
para una nueva siembra. La voz de su hijo parecía unirse a la radiosa luz
del sol. La vieja canción hebraica, que salía de sus labios calientes, era como
un himno de exaltación al trabajo y a la naturaleza. Sus hermosos versos
hablaban del amor a la tierra y de la protección constante de Dios. El
generoso padre ahogaba en lo íntimo de su pecho las lágrimas del corazón.
La melodía popular le provocaba un mundo de reflexiones. ¿No había trabajado
su existencia entera? ¿No se presumía en vano, que era un hombre
honesto y justo hasta en los mínimos actos de su vida, para no perder nunca
el título muy bien ganado, de hombre justo? Mientras tanto, la sangre de
la persecución injusta le salpicaba la barba venerable, que resaltaba sobre la
blanca túnica, que era tan blanca como la pureza de su mente, que jamás
fue manchada o atormentada por una injusticia.
Aún no había atravesado el cerco rústico de su vivienda humilde, cuando
una voz cariñosa, pero asustadiza, le gritó con vehemencia:
–¡Padre! ¡Padre! ¿Qué es esa sangre?
Una joven de notable hermosura corría para abrazarle con inmensa ternura,
al mismo tiempo que le tomaba el cesto de las manos, temblorosas y
doloridas.
Abigail, en la candidez de sus dieciocho años, era un gracioso resumen
de todos los encantos de las mujeres de su raza. Los cabellos sedosos le caían
en anillos caprichosos sobre sus hombros, adornándole el rostro atrayente,
formando un conjunto armonioso de simpatía y belleza. Mientras tanto,
lo que más impresionaba en su cuerpo de jovencita eran sus profundos y
negros ojos, los cuales parecían manifestar una intensa vibración interior,
que parecía hablar de los más elevados misterios del amor y de la vida.
–¡Mi querida hija! –murmuró, a la vez que parecía querer ampararse en
sus delicados brazos.
Rápidamente puso a su hija al corriente de todo lo sucedido. Y cuando
el viejo iba recibiendo el paño balsámico, preparado por su querida hija, –¡Coraje, padre! –exclamó después de escuchar la dolorosa exposición,
poniendo en las expresiones de firmeza un acentuado sello de ternura–.
Nuestro Dios es de Justicia y Sabiduría. ¡Confiemos en su protección!
Jochedeb contempló a su hijo de lo alto a lo bajo, fijándole sus ojos en
su mirar bondadoso y calmo, donde deseaba depositar, en ese momento, la
indignación que le parecía natural y justa, ya que lo dominaba el deseo de
represalia ante los autores del atropello. Es verdad, había criado a Jeziel
dentro de un marco de pureza y alegría por el deber, en obediencia a los

que le atenuaba el dolor de las heridas recibidas en el rostro, Jeziel fue llamado
e informado de todo.
El joven llegó solícito y presuroso. Abrazó al padre y fue escuchando,
paso a paso, palabra tras palabra, del atropello cometido. Estaba en el vigor
de la juventud y no tenía más de veinticinco años, pero asimilaba los gestos
y la gravedad de los hechos sucedidos, y por la forma que aceptaba tan lamentable
ignominia, parecía demostrar su elevada capacidad, sólo al alcance
de un espíritu noble y dispuesto al servicio, dirigido por una conciencia
clara y precisa.
dictados de la ley; sin embargo, nada le quitaba de su idea el momento del
desquite, a fin de que se retribuyera con justicia los ultrajes recibidos.
–Hijo –expresó, después de meditar largo tiempo–, Jehovah está lleno
de justicia, pero los hijos de Israel, como escogidos, necesitan igualmente
ejercerla. ¿Podemos ser justos, si olvidamos las ofensas? No podré descansar
si no cumplo con los mandatos de mi conciencia. Tengo necesidad de
señalar los errores de los cuales fui víctima, en el presente y en el pasado,
y mañana iré ante el legado de Roma, para ajustar mis cuentas.
El joven hebreo hizo un movimiento de asombro y agregó:
–Por ventura, ¿irás a presentarte ante el gestor Licinio y esperas que te
recompense justamente? ¿Y los antecedentes, padre mío? ¿No fue ese mismo
patricio el que os despojó de vuestro patrimonio territorial, mandándoos
a la cárcel?
–¿No veis que tiene en sus manos la fuerza de la iniquidad? ¿No será
que con vuestro pedido de nueva justicia, retome el deseo de extorsionaros
hasta lo último que os queda?
Jochedeb fijó los ojos en los de su hijo, mirada que la nobleza de corazón
acompañaba con lágrimas emotivas, pero que en su rigidez de carácter
acostumbraba a ejecutar sus designios hasta el fin y exclamó casi secamente:
–Como sabes, tengo cuentas nuevas y viejas que arreglar y mañana,
conforme dice el edicto, aprovecharé el ofrecimiento que el Gobierno provincial
nos faculta.
–Padre mío, os suplico –advirtió el joven, respetuoso y calmo–, no aprovechéis
más esos recursos, que definitivamente no son nada provechosos.
–¿Y las persecuciones? –exclamó el viejo enérgicamente–.
¿Y ese torbellino constante de ignominias que pesan para todos los de
nuestra raza? ¿No tiene que haber un término en ese largo camino de infinitas
angustias? ¿Asistiremos sumisos al atropello de todo lo que poseemos
de más sagrado? Tengo el corazón rebelado con esos crímenes odiosos, que
nos alcanzan impunemente...
La voz se fue volviendo un poco más melancólica, dejando entrever extremado
desánimo; Jeziel, sin perturbarse por las objeciones paternas, prosiguió:
–Esas torturas no son nada de nuevo. Hace muchos siglos los faraones
de Egipto cometieron las mismas crueldades con nuestros antepasados,
siendo asesinados los niños hebreos ni bien terminaron de nacer. Antíoco
Epifanes, en Siria, mandó degollar mujeres y criaturas, buscándolos en sus
hogares. En Roma, de época en época, todos los israelitas sufren vejámenes
y confiscaciones, descontando las persecuciones y muertes. Pero en verdad,
padre mío, si así sucede es porque Dios permite que Israel reconozca, en
medio de los sufrimientos más atroces, su misión divina.
El viejo israelita parecía meditar en lo manifestado por su hijo; sin embargo,
agregó con resolución:
–Sí, todo eso es verdad, mas la justicia debe ser cumplida, centavo tras
centavo y nada podrá cambiar mi forma de pensar.
–Entonces, ¿iréis a reclamar mañana delante del legado?
–¡Sí!
En ese momento la mirada del joven se posó en la vieja mesa, donde reposaba
la colección de los Escritos Sagrados de la familia. Animado por
una súbita inspiración, Jeziel recordó humildemente:
–Padre, no tengo el derecho de reprocharos, pero veamos qué nos dice
la palabra de Dios, respecto a lo que pensáis en estos momentos.
Y abriendo el texto al acaso, conforme era costumbre de la época, a fin
de conocer la sugestión que le pudieran otorgar las sagradas letras, leyó en
la parte de los Proverbios:
–“No deseches, hijo mío, la corrección del Señor, ni desmayes cuando
él te castiga; porque al que ama el Señor, lo castiga se complace en él, como
un padre a su hijo” 1.
El viejo israelita abrió sus ojos asombrado, demostrando la estupefacción
que el mensaje indirectamente le causó, y como Jeziel lo miraba amorosamente
como esperando conocer su íntima inquietud, en base a la sugestión
de los escritos sagrados, acentuó:
–Recibo la advertencia de los escritos sagrados, hijo mío, pero no me
conformo con la injusticia y, además, he resuelto definitivamente llevar mañana
mi queja a las autoridades competentes.
1 Proverbios, III: 11 y 12.
El joven suspiró y dijo resignado:
–¡Que Dios nos proteja!...
Al día siguiente se agrupaba una gran cantidad de personas en las puertas
del templo de Venus. Del antiguo caserón donde funcionaba un tribunal
improvisado, se veía cruzar los lujosos vehículos por la plaza grande en todas
las direcciones. Eran patricios que se dirigían a las audiencias de la
Corte Provincial o ¡antiguos propietarios de la fortuna particular de Corinto,
que se daban a los entretenimientos del día, a costa del sudor de los míseros
cautivos. Un movimiento fuera de lo común caracterizaba el lugar,
observándose de vez en cuando, los oficiales embriagados que dejaban el
ambiente viciado del templo de la famosa diosa, donde se practicaban condenables
placeres.
Jochedeb atravesó la plaza sin detenerse a mirar cualquier detalle que le
ofreciera la multitud que lo rodeaba y penetró en el recinto, donde Licinio
Minucio, rodeado de muchos auxiliares y soldados, daba algunas órdenes.
Los que se atrevieron a presentar públicamente sus quejas no excedían
de un centenar de personas, y después de prestar declaración en forma individual,
bajo el mirar perverso del legado, uno por uno eran conducidos a
una sala de espera para recibir finalmente la resolución a lo solicitado.
Llegó la oportunidad al viejo israelita, expuso sus reclamaciones particulares,
en lo tocante a las indebidas expropiaciones del pasado y a los insultos
de los que fuera víctima en la víspera, mientras los orgullosos patricios
anotaban las menores palabras y. actitudes, como queriendo demostrar
que todo cuanto se estaba diciendo ya era una cosa demasiada conocida.
Conducido al interior, Jochedeb esperó como los demás, la solución a sus
pedidos de recuperación y justicia. Después de unos minutos de espera, algunos
de los integrantes a las reclamaciones fueron llamados para liquidar
el proceso con el Gobierno Provincial y comenzó a notar, que el tiempo para
él iba transcurriendo sin tener novedad, hasta que el viejo caserón se fue
sumiendo en el silencio, creándole una fuerte incertidumbre.
Cuando ya comenzaba a preocuparse seriamente por la tardanza, fue llamado
a comparecer ante el juez, cuya sentencia fue negativa y fue leída por
un oficial que desempeñaba el puesto de secretario.
–El legado imperial, en nombre del César, resuelve ordenar y confiscar
la supuesta propiedad de Jochedeb ben Jared, concediéndole tres días para
dejar las tierras que ocupa indebidamente visto que pertenecen, con funda-
mento legal, al gestor Licinio Minucio, habilitado para probar en cualquier
tiempo sus derechos y propiedad.
La decisión inesperada causó intensa emoción al viejo israelita, que por
su gran sensibilidad aquellas palabras tenían efecto de muerte. No parecía
definir la angustiosa sorpresa. Había confiado en la Justicia y en su acción
reparadora. Quería gritar su odio, manifestar sus pungentes desilusiones,
pero su lengua estaba como petrificada en su boca retraída y temblorosa.
Después de unos minutos de profunda ansiedad, miró a la detestada figura
del patricio, que ahora le causaba la ruina total y tomando fuerzas en base
a su cólera y rebeldía, encontró las suficientes energías para decir:
– Ilustrísimo gestor, ¿dónde está la equidad de vuestras sentencias? Vengo
aquí implorando la intervención de la Justicia y me retribuís con una
nueva extorsión que me aniquila la existencia. En el pasado sufrí la expropiación
indebida de todos mis bienes territoriales, conservando con enormes
sacrificios la humilde chacra, donde esperaba poder terminar mis días...
¿Será posible que vos, dueño de grandes latifundios, no sintáis
remordimientos en sustraer a un viejo miserable el último pedazo de pan?
El orgulloso romano, sin hacer un gesto que denotase la más pequeña
emoción, retrucó secamente:
–¡Salga de aquí y que nadie discuta las decisiones imperiales!
–¿No discutir? –exclamó Jochedeb desvariando–, ¿No podré levantar la
voz que desea maldecir la memoria de los crímenes cometidos por los romanos?
¿Dónde colocáis vuestras manos, envenenadas con la sangre de las
víctimas y de los huérfanos que dejáis en las calles, dónde os cobijaréis
cuando suene la hora del Juzgamiento en el Tribunal de Dios? ...
Súbitamente recordó el hogar que estaba endulzado por la ternura de sus
amorosos hijos y trató de modificar su actitud mental, sensibilizado y sumiso
se arrodilló y con lágrimas en los ojos, exclamó conmovedoramente:
–¡Ten piedad de mí, Ilustrísimo!... Déjame la modesta vivienda, pues
por encima de todo, soy padre... ¡Mis hijos me esperan con un beso de
afecto y sinceridad!...
Y agregó, ahogado en lágrimas:
–Tengo dos hijos que son la esperanza para mi golpeado corazón. ¡Déjame
la casita, por Dios! ¡Prometo conformarme con ese poco y nunca reclamaré
más nada!...
–Espartaco, para que ese judío impertinente se aparte del recinto con
sus lamentaciones, dadle diez bastonazos.
El oficial se disponía a cumplir con la orden, cuando el juez implacable
agregó:
–Debes tener mucho cuidado de no cortarle el rostro, para que la sangre
no llame la atención a los transeúntes.
De rodillas el viejo Jochedeb soportó el castigo y terminada la prueba
se levantó tambaleante y alcanzó la plaza llena de sol, bajo las risas de
cuantos habían presenciado el ingrato espectáculo. Jamás en su vida había
experimentado tanta desesperación como en aquella hora. Quería llorar, pero
tenía los ojos fríos y secos para lamentar su desdicha, pero sus labios
permanecían como petrificados de tanto dolor soportado. Parecía un sonámbulo
vagando inconsciente entre los transeúntes y los carros que se amontonaban
en la plaza. Contempló con extrema e íntima repugnancia el templo
de Venus. Deseaba tener una tremenda voz para humillar a todos los circunstantes
con palabras de condenación. Observaba las cortesanas coronadas
que aparecían en su camino, las armaduras de los tribunos romanos y la
ociosa actitud de los afortunados que pasaban desapercibidos de su martirio,
blandamente recostados en las vistosas literas de la época; se sintió como
sumergido en uno de los pantanos más odiosos del mundo, entre los pecados
que los profetas de su raza, jamás dejaron de manifestar con toda la
verdad que el corazón posee cuando está consagrado al Todopoderoso. Corinto
a sus ojos, era una nueva edición de la Babilonia condenada y despreciable.
De inmediato y a pesar de los tormentos que perturbaban a su alma cansada,
recordó nuevamente a sus dos hijos queridos, sintiendo anticipadamente
la amargura que les causaría la noticia sobre la sentencia. Al recordar
la ternura de Jeziel, su tormento se hizo más punzante. Tenía la
impresión de verlo todavía junto a sus pies, suplicándole que desistiera de
cualquier tipo de reclamación y ahora parecía que sus oídos percibían con
más intensidad la exhortación de los Escritos: “No deseches, hijo mío, la
corrección del Señor”. Ideas destructivas acudían a su cerebro, cansado y
sufriente. La sagrada Ley estaba llena de símbolos de justicia. Y para él se
imponía como deber soberano, providenciar la reparación que le parecía
más conveniente. Ahora ante su desolación suprema, regresaba a su hogar
despojado de cuanto tenía, para colmo, al fin de su vida. ¿Cómo obtendría
el pan de cada día? Sin elementos de trabajo y sin techo, se veía obligado a
peregrinar en situación parasitaria, al lado de sus dos jóvenes hijos. Inenarrable
martirio moral le aplastaba el corazón.
Dominado por sombríos pensamientos se aproximó al sitio bien amado
donde levantara su nido familiar. El caliente sol de la tarde hacía más placentero
la sombra de los árboles y de las enredaderas llenas de flores perfumadas.
Jochedeb avanzó por el terreno que era de su propiedad y angustiado
por la perspectiva de tener que abandonarlo para siempre, dio lugar a
que terribles pensamientos le trastornaran la mente. Las tierras de Licinio
no terminaban en la chacra, que ahora estaba sabiendo, le arrebataron. Se
apartó del camino que lo llevaba a la casa y se introdujo en los espesos matorrales,
y después de dar algunos paseos se quedó mirando la línea de demarcación
entre él y la de su verdugo. Los pastos que abundaban al otro lado
estaban descuidados. Por falta de una mejor distribución del agua de
riego, cierta sequía se hacía sentir en esos pastizales. Apenas la sombra de
algunos árboles aislados amenizaban el paisaje, refrescando la región abandonada.
Obcecado por la idea de reparación por parte de los representantes de la
ley y el deseo fijo de vengarse, el viejo israelita pensó incendiar los pastos
secos. No iba a consultar a sus hijos, que era muy posible le quitarían la
idea ya que eran inclinados a la tolerancia y devolver bien por mal. Jochedeb
retrocedió algunos pasos y se dirigió hacia el galpón donde se guardaba
el material de servicio e hizo fuego con un montón de pasto seco. El
fuego se esparció rápidamente y alcanzó una enorme zona, cual furia de un
relámpago.
Terminada la tarea y con los huesos doloridos, regresó tambaleante al
hogar donde Abigail, asustada, lo interrogó sobre los motivos de tan profundo
abatimiento. Jochedeb se recostó a la espera de su hijo. Instantes
después, un ruido ensordecedor le perforaba los oídos. Cerca de la chacra
el fuego destruía los árboles frondosos y robustos, reduciendo los pastos a
un puñado de cenizas.
Una gran área ardía y se escuchaba el grito de las aves que huían despavoridas.
Pequeñas casitas que pertenecían al gestor, inclusive algunas
edificaciones que protegían los baños termales que eran de su predilección,
ardían convirtiendo todo en negros escombros. Aquí y acullá los clamores
de los trabajadores del campo, en estrepitosa confusión y corridas,
trataban de salvar de la destrucción la residencia campestre del poderoso
patricio o de desviar las grandes lenguas de fuego que amenazaban las
plantaciones vecinas.
Algunas horas más tarde, en medio de pavorosa angustia, dieron por extinguido
el incendio.
Infructuosamente el viejo trató de enviar mensajes tratando de encontrar
a su hijo, que se encontraba dentro del círculo de trabajadores que atendían
a sus tierras. Deseaba hablar con Jeziel de sus necesidades y de la situación
tormentosa en que se encontraban nuevamente, ansiaba descansar su mente
atormentada para lo cual su amorosa hija hacía ingentes esfuerzos. Solamente
por la noche y con la ropa chamuscada y las manos heridas, el joven
entró en la casa, dejando entrever el cansancio que su tarea le había causado.
Abigail no se sorprendió con su aspecto, pues sabía que su hermano no
dejaría de atender a los compañeros de trabajo de la vecindad. Le preparó
agua aromatizada y balsámica para tratar sus manos, pero ni bien observó
las heridas, fue con asombro que Jochedeb exclamó:
–¿Dónde estuviste, hijo mío?
Jeziel habló sobre la cooperación espontánea para salvar la propiedad
vecina y a medida que relataba los tristes sucesos del día, el padre dejaba
entrever su angustia en sus frases sombrías, ya que no podía contener la rebelión
interna que devoraba su corazón. Después de algunos minutos, levantó
su debilitada voz y con profunda emoción dijo:
–Mis queridos hijos, me cuesta decirles que fuimos castigados nuevamente
y que nos quitaron hasta la última migaja de pan que poseíamos...
Reprobando mi reclamación sincera y justa, el legado del César determinó
la incautación de nuestro propio hogar. La inicua sentencia es el pasaporte
para nuestra ruina total. Por sus disposiciones estamos obligados a dejar la
chacra dentro de tres días.
Y elevando sus ojos hacia lo alto, como deseando insistir junto a la divina
misericordia, exclamaba con su mirada llena de lágrimas:
–¡Todo está perdido!... ¿Por qué hemos sido desamparados mi Dios?
¿Dónde está la libertad para vuestro pueblo fiel, si en todas partes nos exterminan
y nos persiguen?
Gruesas lágrimas corrían por su rostro, mientras con voz temblorosa
narraba a los hijos los tormentos de que fuera víctima. Abigail le besaba
las manos enternecidamente y Jeziel, sin manifestar o contrariar la rebel-
día paterna, lo abrazaba después de su dolorosa exposición, consolándolo
con amor:
–Padre mío, ¿por qué os atemorizáis? ¡Dios nunca quita a nadie su misericordia!
Los Escritos Sagrados nos enseñan que Él, antes de nada, es el
Padre amoroso para todos los vencidos de la tierra. Esas derrotas pasan, así
como llegan. Tenéis mis brazos y el cuidado afectuoso de Abigail. ¿Por qué
lastimaros, si mañana mismo, con la ayuda divina, podremos salir de esta
casa, para buscar otra en cualquier parte para consagrarnos al trabajo honesto?
¿Dios no guió a nuestro pueblo a través del océano y del desierto?
¿Por qué negaría, entonces, su apoyo a nosotros que tanto lo amamos en
este mundo? Él es nuestra brújula y nuestra casa.
Los ojos de Jeziel se fijaron en su viejo padre en una actitud, de súplica
cariñosa. Sus palabras eran dulces y demostraban la bondad de su corazón.
Jochedeb no era insensible a esas acostumbradas muestras de cariño, pero
ante la demostración de tanta confianza en el poder divino, sentíase avergonzado
después del acto que había cometido. Descansando en la ternura
que sus dos hijos le ofrecían, daba curso a sus lágrimas que le fluían de su
alma, alcanzada por extremas desilusiones. Mientras tanto, Jeziel continuaba:
–¡No llores más, padre mío, cuenta con nosotros! Mañana yo mismo
prepararé nuestra salida.
Fue en ese instante que la voz paterna levantó el tono y acentuó:
–¡Eso no es todo, hijo mío!...
Y, pausadamente, Jochedeb pintó el cuadro de sus angustias reprimidas,
de su cólera que, reiteraba, era justa y que terminó con la decisión de prender
fuego al pastizal que daba con la residencia de su verdugo. Sus hijos le
escuchaban asombrados, a la vez que trataban de consolar al padre, que había
cometido ese delito convencido que era justo. Después de un mirar de
infinito amor, terminó abrazándolo y exclamó:
–¡Padre mío!, ¿por qué levantaste el brazo en actitud de venganza? ¿Por
qué no esperaste la acción de la Justicia divina?...
Aunque perturbado por las afectuosas reprimendas, el interpelado aclaraba:
–Está escrito en los mandamientos: “No hurtarás”, y haciendo lo que hice
traté de rectificar un desvío de la Ley, dado que fuimos despojados de
todo lo que constituía nuestro humilde patrimonio.
–Por encima de todas las determinaciones, padre mío –acentuó Jeziel
sin irritación–, Dios mandó tener presentes las enseñanzas del amor, recomendando
que lo amásemos sobre todas las cosas, con todo el corazón y
con buen entendimiento.
–Amo al Altísimo, pero no puedo amar al romano cruel –suspiró Jochedeb
amargado–.
–Pero, ¿cómo demostrar dedicación al Todopoderoso que está en los
Cielos –continuó el joven compadecido– destruyendo sus obras? En el caso
del incendio, debemos considerar que no estamos del lado de la ley ni de la
justicia de Dios, puesto que los campos nos ofrecen el pan y por nuestra
actitud alcanza a los sirvientes de Licinio Minucio. Caio y Rufilo fueron
heridos de muerte cuando intentaban salvar las termas predilectas de su
amo, en una lucha inútil contra el fuego destructor. Ambos, a pesar de haber
sido esclavos, eran nuestros mejores amigos. Los árboles frutales y los
canteros de legumbres de nuestra propiedad se los debemos a ellos, no sólo
en lo que respecta a las semillas provenientes de Roma, sino al esfuerzo y
su cooperación en el trabajo ¡No es justo, que al honrarnos con su amistad,
dedicación y aprecio, les paguemos con esos injustos sufrimientos!
Jochedeb pareció meditar profundamente en las observaciones de su hijo,
dichas con todo cariño. Mientras tanto, Abigail lloraba en silencio y su
hermano agregaba:
–Nosotros, que estábamos en paz, en medio de la confusión del mundo,
porque teníamos la conciencia limpia, necesitamos resolver ahora lo que recibiremos
en pago de las represalias. Cuando me entregaba con toda pasión
a combatir el fuego observé que muchos adictos a Minucio me miraban con
extrema desconfianza. A estas horas, el gestor debe haber regresado de los
servicios de la Corte Provincial. Precisamos encomendarnos al Señor con
amor y paciencia, pues ya sabemos los tormentos que esperan a todos
aquellos que no obedecen a las determinaciones de los romanos.
Una nube de tristeza invadía a los tres seres en medio de sus cavilaciones.
En el viejo se observaba una ansiedad terrible, aumentada por el dolor
que le producía el remordimiento, y en ambos jóvenes, se notaba el mirar
amargo de quienes esperan lo inevitable.
Jeziel tomó de arriba de la mesa los viejos pergaminos y le dijo a su
hermana con voz muy triste:
–Abigail, vamos a recitar el Salmo que nos enseñó nuestra madre para
afrontar las horas difíciles.
Ambos se arrodillaron y sus voces conmovidas, como de pájaros torturados,
cantaban bajito una de las famosas oraciones de David, que habían
aprendido de la voz materna:
“El Señor me gobierna y nada me faltará:
En un lugar de pastos allí me ha colocado.
Me ha educado junto al agua de refección:
Hizo a mi alma volver.
Llevóme por senderos de justicia,
por amor de su nombre.
Pues aún cuando anduviere en medio
de sombras de muerte, no temeré
males: porque tú estás conmigo.
Tu vara y tu cayado, ellos me consolaron.
Preparaste una mesa delante de mí,
contra aquellos, que me atribulan.
Ungiste con óleo mi pobre cabeza:
y mi cáliz que embriaga ¡qué excelente es!
y tu misericordia irá en pos de mí
todos los días de mi vida:
A fin de que yo more en la casa del Señor,
en largos días...” 1

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