Termino con la 2ª parte tan interesante de ser Médico y ser Humano: como experiencia me ha dado
mucha fuerza para sentirme a gusto con los demás, como médicos, enfermos, no enfermos, con todos en general, saber escuchar a todos, y seguir con el deber de cultivar la tolerancia, pues de ella depende de saber perdonar, de dar amor y sentirse en paz con uno mismo, y llegar al corazón de los demás para que me conduzca a tener mucha más fe y juntando todo, podamos llegar a la presencia de Dios que siempre esta en mi corazón.
OMNIPOTENCIA
Cierta vez, una psicóloga dijo creer necesaria una buena dosis de omnipotencia y agresividad para coger un bisturí y abrir el abdomen de otra persona. Creo que eso debe estar unido al hecho de que, históricamente, los cirujanos son, por lo general, más arrogantes, omnipotentes y agresivos que los demás médicos – que me disculpen los colegas, pero no hay como negarlo.
Si mi amiga dice la verdad, y la omnipotencia es incluso necesaria para el cirujano, entonces es como un remedio lleno de efectos colaterales, como aquellas quimioterapias utilizadas para tratar cáncer, o sea, debe ser usado en la dosis exacta, bajo riesgo de matar al enfermo en vez de ayudarlo.
Me gustaría compartir la experiencia que me puso frente a frente con mi propia omnipotencia; la conciencia es siempre el punto de partida para corregir o controlar una tendencia o incluso un defecto que nos acomete, y el momento de tomar esa conciencia no es nada confortable.
El sr. Alcaides entró en mi consultorio acompañado de su hijo, un chaval de unos 17 años. Se trataba de un hombre de 50 años, comunicativo, sonriente y simpático, y me pareció una persona muy activa. Venía con la recomendación de un colega de Sao Paulo, que me indicó cuando supo que el paciente estaba trasladándose hacia la Baixada Santista.
Trajo una carpeta con diversos exámenes y una historia médica, contando su historial clínico. El ya fue operado en un gran centro de Campinas de un cáncer en el intestino grueso. La cirugía, a pesar de haber retirado el tumor primario , había sido considerada paliativa, debido a la fase del tumor y a los exámenes complementarios realizados, ya que los indicadores tumorales persistían en gran cantidad en la sangre.
Después de la operación, fue tratado por un equipo de oncólogos, recibiendo un esquema completo de quimioterapia, que cerró sus posibilidades terapéuticas, sobre el cáncer.
Como que se estaban trasladando de ciudad, él quería un médico que pudiese hacerle un seguimiento más de cerca, y tenía esperanzas de que yo pudiese ser ese profesional.
Inicialmente, quedó muy claro para mi que tanto él como su hijo estaban totalmente esclarecidos sobre la naturaleza de la enfermedad y del pronóstico. Además, yo desconfío que el cambio de ciudad fuera por eso, ya que el sr. Alcides poseía parientes en la Baixada Santista que podrían dar un mayor apoyo a su esposa e hijos cuando él partiera. Estaban abriendo un establecimiento comercial, y su esposa encabezaba el proyecto, o sea, la familia estaba adecuándose a la situación que en breve se empeoraría. A pesar de todo ello, él no demostraba tristeza, tan sólo la preocupación de tener una referencia médica para acompañarlo. Creo que, en cierta forma, aún estaba en la fase de negación, la primera reacción de las personas cuando son puestas ante una noticia tan grave como el anuncio de su propia muerte.
Me acuerdo bien de que, después de examinarlo y ver sus exámenes, concluí que yo no podría hacer absolutamente nada por él como cirujano, pues ya se había hecho todo en el límite que la técnica permitía; mientras, era un momento en mi vida profesional en que ya había tomado la decisión de ser más valiente delante de los
1 Tumor inicial, aquel que dio origen a las metástasis (ver nota 5 para metástasis).
2 Procedimientos y exámenes que determinan la gravedad de la enfermedad.
3 Substancias adosadas en la sangre del paciente y que pueden acusar la presencia de algunos tipos de cáncer.
pacientes “terminales” y percibí en Alcides una necesidad muy grande de ser apoyado. Él tenía miedo – quien no lo tendría – y era por eso que se encontraba allí. Entonces, resolví asumir la tarea que él, claramente, proponía.
Esta fue la primera oportunidad en que pude asumir una nueva postura, o sea, independientemente de mis posibilidades técnicas de tratarlo o, independientemente de las visitas que yo le pudiera indicar hacia otros profesionales, yo intentaría estar al lado suyo hasta el fin.
Conversamos mucho, intercambiamos ideas y yo intenté encontrar síntomas que pudiesen ser tratados, con la intención de dar un soporte clínico y sintomático, sin embargo, al final de la consulta, salió del consultorio apenas con el número de mi bip.
A pesar de haber quedado todo muy obvio en nuestra conversación, por lo menos para mi, no llegamos a hablar abiertamente sobre la muerte, en ningún momento usamos esta palabra, lo que, para decir verdad, fue un alivio para mi.
Pasadas algunas semanas, Alcides regresó al consultorio con vómitos. El ya estaba más debilitado, deshidratado y no conseguía comer adecuadamente. Después de examinarlo, creí mejor internarlo para administrarle líquidos y realizar algunos exámenes, que luego evidenciarían un avance rápido y brutal de la enfermedad.
La carcinomatosis alcanzaba todo el abdomen del paciente y estaba provocando un cuadro obstructivo, o sea, las metástasis estaban bloqueando el paso de los intestinos y por eso vomitaba sin parar, lo que me obligó a instalar una incómoda sonda que pasaba por su nariz hasta el estómago, a fin de drenar los líquidos producidos en aquel órgano e impedir que Alicdes continuase vomitando.
Era un cuadro bastante desanimador, pues las perspectivas revelaban que todo se agravaría y que no tendría más la posibilidad de regresar a su casa, debido a las condiciones clínicas.
Ante aquella situación, solicité una evaluación del oncólogo para que pudiéramos obtener nuevas posibilidades, quien sabe si un nuevo esquema quimioterápico con la intención de aliviar el cuadro obstructivo y mejorar la calidad de vida del paciente.
El oncólogo, después del análisis del cuadro, concluyó que aún podrían hacerse algunas sesiones de quimioterapia, pero que él no creía que fueran útiles para aliviar los síntomas obstructivos.
Fue en ese momento en que mi omnipotencia empezó a manifestarse, pues yo ya había establecido un buen vínculo con Alcides. Él confiaba bastante en mí y aceptaba todas mis sugestiones, siempre con la sonrisa y buen humor envidiables.
Todos los días, cuando yo llegaba a la visita, él me daba los buenos días, preguntaba por mi familia y entonces seguía con una “narrativa” de su día; cosas que lo dejaron feliz, cosas que lo aborrecieron, síntomas, anhelos, quejas, todo detalladamente descrito. En la medida de lo posible, yo procuraba atenderlo y sanar sus síntomas, sin embargo el tiempo pasaba y la situación parecía convertirse infinita: la sonda nasogástrica ya hería su nariz; era imposible alimentarse, sentir el sabor de los alimentos; todo iba aumentando su nivel de ansiedad e, infelizmente, el mío también.
En los momentos desesperantes es que se espera el equilibrio y el buen sentido de las personas, principalmente de aquel que toma las decisiones. Racionalmente, yo sabía que nada de lo que yo hiciese podría aliviar a Alcides, y yo intentaba ponderar todo ello con la voluntad de hacer alguna cosa. A fin de cuentas, “yo era su médico” y tenía que hacer algo para mejorar los vómitos.
Resistí durante un buen tiempo, pero, cierto día, cuando llegué al hospital, él presentaba vómitos, incluso con la sonda, y esos vómitos tenían olor y características
4 Estado en que el cáncer se extendió por varios órganos.
5 Focos de la dolencia que aparecen distanciados del tumor primario.
1.fecaloides . Fue la gota de agua que colmó el vaso, llamé a un colega y llevé a Alcides para la sala de operaciones.
En cierta forma, cuando sugerí operar al paciente, aceptó como una esperanza de mejoría, que, a pesar de falsa, le trajo de vuelta el optimismo ya desaparecido hacía algunos días.
Ya estaba en la mesa, siendo anestesiado, y mi colega me advirtió:
- ¿Crees realmente que se podrá hacer alguna cosa?
A lo que respondí:
- La única cosa que yo pienso es que tengo que intentar hacer alguna cosa.
La operación fue muy rápida, pues la cavidad abdominal estaba completamente bloqueada, era una masa única envolviendo el tumor y vísceras en una visión aterrorizadora, ni la oportunidad de sondarlo o hacer una derivación nada, rigurosamente nada…
Pienso que era esa la hora de parar, incluso hoy aún tengo ese impulso de intentar, siempre intentar, pero el problema es tener buen sentido y no extrapolar, priorizar el confort del paciente sin quitarle las oportunidades, por menores que sean.
Quisiera yo saber las respuestas a esas preguntas, saber el momento exacto de parar o de continuar intentándolo. Las llamadas “medidas heroicas” son, a veces, desastrosas, si no fueran ponderadas y analizadas con parsimonia.
Sin embargo, lo peor aún estaba por venir, pues, desconforme, así que él se recuperó de la operación frustrada, pedí al oncólogo que iniciase nuevas sesiones de quimioterapia.
Me gustaría decir que, en aquel momento, yo estaba absolutamente seguro de que todo lo hacía por mi paciente, y que era ese el único camino a seguir; sin embargo, lo que se vio fue un empeoramiento drástico después de la primera sesión de quimioterapia, obligando a la interrupción inmediata del tratamiento.
Bien, ahí estaba yo, delante del sr. Alcides, operado, con la sonda drenando heces, abatido y debilitado delante de la enfermedad y de los intentos de mejorar su cuadro, sintiéndome incapaz e impotente. De repente, me acordé por qué el me había buscado, no era para curarlo, tampoco para hacer milagros que él mismo ya no esperaba que ocurrieran; me buscó para encontrar apoyo, necesitaba a alguien que le diese seguridad, que el ofreciese la mano en la última y más difícil fase de su vida, y lo que yo estaba haciendo era llenarlo de falsas esperanzas.
¿Será que aquella indicación quirúrgica fue un bien?
¿Será que la quimioterapia ayudó o molestó?
¿Será que yo estaba dando atención para Alcides?
Yo estaba escuchando lo que él decía todos los días, o sólo oía mi conciencia gritando.
HAZ ALGUNA COSA
No se cuanto tiempo pasó, pero nunca me voy a olvidar del último día.
Era un domingo, y yo regresaba de Sao Paulo con mi familia. Alcides había quedado a los cuidados de mi compañero de cirugías y estaba estable, eran sobre las cuatro de la tarde y yo acababa de aparcar el coche en el garaje de mi bloque, cuando me entraron unas ganas irresistibles de ver al sr. Alcides. Incluso creo que era una necesidad, algo urgente. Cedí a mi impulso y ni siquiera subí, fui inmediatamente al hospital.
Cuando llegué, vi a la enfermera con la mano en el teléfono para llamarme. Alcides estaba muy mal. Corrí hasta la habitación y allí estaba él, pálido, con los ojos apagados e inertes, tenía una expresión de miedo, un cierto aire de terror, vi que ya era
tarde, pero cuando me acerqué y le cogí su fría mano, él miró hacia mí y esbozó una sonrisa, intentando iniciar su acostumbrado relato. Lo interrumpí y le dije: “Calma, Alcides, cálmese, todo está bien”. Entonces, él paró de hablar, y ahora ya no parecía tener tanto miedo, sin embargo sus ojos volvieron a quedarse quietos, vidriados y yo ya no podía siquiera sentir su pulso.
La enfermera llegó con el carro de emergencias, pero no había nada que hacer. Me quedé ahí aún unos cuantos minutos, cogiendo su mano y pensando si había hecho algo útil por él. Como que estaba agradecido por poder estar ahí en el momento exacto de su partida, y de estar dándole la mano, estando con él sólo para pensar, sólo para dar confianza, sólo para que él no se sintiese solo.
Hoy pienso que mi presencia en aquella hora fue lo mejor que hice, tal vez redimiéndome de las sección de quimioterapia, de la operación inútil, de mi omnipotencia desmedida.
Mientras, hoy mismo, no se si lo haría diferente, tal vez si, tal vez no, pues creo que, sobre estos asuntos, sólo sabemos si realmente cambiamos, si realmente aprendemos, cuando nos ponemos a prueba, si, en un caso semejante, podemos constatar la evolución de nuestros sentimientos, dimensionando lo que realmente aprendemos.
Más recientemente, esa situación casi se repitió, pero creo que fui “reservado”. Ocurrió con el padre de un gran amigo, que se vio en una situación muy parecida con la del sr. Alcides.
Procuré alertar al colega sobre el futuro que nos aguardaba y ya meditaba sobre la postura que yo tendría que asumir aquella vez.
¿Será que soportaría mis límites?
Cuando todo parecía encaminarse de la misma forma: la sonda, el empeoramiento del cuadro clínico, los recursos acabados, durante la madrugada el paciente tuvo un infarto y murió, sin ni siquiera tener la oportunidad de llegar a la UCI.
Confieso que me sentí aliviado, pensando en todo el dolor del cual habíamos sido excluidos, todos nosotros: el paciente, los familiares y yo. Me quedé pensando en el merecimiento que aquel paciente debía tener para recibir tal muerte.
Independientemente de cómo fuera, creo firmemente que el último acto del médico debe ser una oración al lado de la cama, “enviando el caso” hacia el “colega del otro lado”, con seguridad mucho más noble que yo, y que recibe al paciente en mejores condiciones, en la medida en que nosotros lo preparamos para el pasaje. Es por eso que creo que nuestra misión no termina con el fin de los recursos terapéuticos establecidos pro la técnica, ya que, en el momento en que percibimos que la muerte es inevitable y próxima, nos cabe iniciar una nueva etapa de trabajo, preparando, en la medida de nuestras posibilidades, el espíritu de nuestros enfermos para el paso.
Esa es, ciertamente, una de las tareas más nobles del médico, y, al mismo tiempo, aquella para la cual él está menos preparado, pues la facultad de medicina nos enseña que no somos los responsables de ese tipo de asistencia, siendo así, huimos amedrentados y humillados delante del paciente moribundo.
No recé ante Alcides, ni del padre de mi amigo. Todavía estaba muy asustado cuando esas muertes ocurrieron. Creo que todavía me faltaba serenidad, atributo tan necesario a aquel que auxilia o que quiere auxiliar, pues lo que más se desea en esos momentos es la paz, aquello que sólo puede ser transmitido por quien tiene fe, artículo aún muy raro entre nosotros, los médicos.
SIN MUCHO QUE HACER
La formación médica en nuestro país y, tal vez, en el mundo, sufre una serie de engaños y distorsiones. Muchas de ellas sirven incluso como atractivos – quien diría – a los jóvenes que, al escoger su profesión, buscan un medio de realizar sus sueños, inclusive los de poder y autoridad.
Después de un cierto tiempo de formación, noté que, probablemente, el mayor de los equívocos de la facultad de medicina es repetir un modelo de omnipotencia, incluyendo en sus formaciones una falsa noción de poder, que sólo trae frustración y dificultades personales, además de perjudicar la “salud” de la relación médico-paciente, desviando lo que debería ser colaboración hacia sumisión.
Si tuviéramos una mayor noción de lo real, incluso en la universidad, percibiríamos nuestra limitada capacidad de interferencia y absoluta incapacidad de “curar”, en el sentido de extinguir la dolencia del otro. De esa forma, muchos problemas simplemente desaparecerían de la medicina y de la asistencia a la salud, de forma general.
Durante mi trayectoria hasta aquí, un cambio interno me llevó a un cuestionamiento y a una reforma en la forma de pensar y actuar profesionalmente. A partir de cierto momento, pasé a dedicar mayor atención a la cuestión espiritual. Ya oí a algunos esotéricos decir que fue mi “momento cósmico” o mi “punto de mutación”. No se. La verdad es que después de un periodo turbulento, durante el cual la duda y la angustia eran constantes en mis pensamientos, encontré, en los libros de Allan Kardec, algunas respuestas para mis preguntas más antiguas.
Nadie me indujo o me convenció, fue casi por accidente. Una amiga me recomendó tal lectura y, por curiosidad, descubrí un universo de informaciones que revolucionaron mi vida, cambiaron el sentido de varias de las actividades que yo ejercía en la época, modificaron mi perspectiva de futuro, me trajeron más tranquilidad delante de ciertas dificultades que yo enfrentaba. Mientras, se que este tipo de cambio no ocurre apenas con los que conocen el Espiritismo. El fue mi camino para el punto de mutación. La “fe razonada”, la ausencia de dogmas y la visión racional y lógica de los varios fenómenos llamados “paranormales” o “sobrenaturales” que el Espiritismo enseña, cayeron como una losa sobre mis convicciones más profundas, haciendo con que percibiese que siempre fui espírita, tan sólo que no lo había descubierto.
Todavía no me siento totalmente esclarecido como médico, pero puedo afirmar que, incluso después del adviento de mi “espiritualización”, noto que ni de lejos conseguí apagar de mis sentimientos esa “secuela” de la formación médica, o sea, la omnipotencia. Ella puede incluso cambiar de nivel, tornándose más sutil, o a veces incluso más pretensiosa, y consecuentemente más frustrante.
Permítanme contar otra historia.
En esa época, ya había descubierto el Espiritismo, inclusive ya daba conferencias en centros espíritas y trabajaba, consecuentemente, para mejorar mi atendimiento a pacientes graves y cerca de la muerte. Dentro de ese contexto, vino a mi consultorio un paciente, acompañado de su esposa. Me llamó mucho la atención el hecho de que ella estuviera más angustiada que él, que estaba triste, pero sereno.
El sr. Venancio presentaba un abdomen enorme y globoso, sus piernas, bastante hinchadas y pesadas, traían gran incomodidad y dificultades incluso para andar, incluso no siendo un hombre viejo. Los ojos y la piel amarillentos acusaban el diagnóstico de enfermedad hepática. A pesar del abdomen y de los miembros inferiores tan aumentados, sus brazos eran finos y su facciones, profundas y delgadas.
Se trataba de una cirrosis grave, que adentraba en su último nivel, y cuya evolución se presentaba muy rápida. Venancio sufría una hepatitis fulminante que estaba destruyendo su hígado.
No había mucho que hacer en términos de diagnóstico, pues los colegas que me habían antecedido ya habían recorrido todo el camino. Eran pocas las esperanzas de un trasplante por todos los motivos y barreras que se puedan imaginar, desde obstáculos médicos, económicos, hasta incluso la poca posibilidad de sobrevivir a la lista de espera para un órgano nuevo.
Se sentaron delante de mí e iniciaron la historia, mostrándome una cantidad inconmensurable de exámenes que tan sólo comprobaban y especificaban su enfermedad y el pronóstico sombrío que se confirmaba.
Los ojos de ella, la esposa, un desespero para que yo le mostrase una esperanza, sentimiento que parecía ya no habitar en el corazón de él; era como si la víctima de la enfermedad fuera la esposa y no el sr. Venancio, impresión que me quedó hasta el día de hoy, muchos años después, cuando la encuentro.
El paciente estaba aparentemente calmado, a pesar de presentar una expresión melancólica. Nada de lo que conversamos, después del examen físico, cuando expuse mi diagnóstico y mis impresiones, le era nuevo, muy al contrario, me pareció bastante bien esclarecido e informado del comportamiento de la enfermedad y de su evolución. Lo que él quería, por lo menos fue como lo interpreté, era a alguien que le ayudase a disminuir los malestares que se le imponían, y que parecían empeorar cada día.
Intercambiamos algunas ideas. Doña Miriam, su esposa, lloró mucho, pero, al final de la consulta, pudimos establecer un plan terapéutico con medicaciones que pretendían promover una mejora de los síntomas.
Cuando ellos se retiraron, me quedé pensando sobre lo que podía hacer por él: en términos médicos, prácticamente nada, visto que el diagnóstico ya estaba cerrado y no quedaban opciones realmente eficaces a adoptarse. Me acordé de otros casos, de todo aquello que iba descubriendo sobre el final de los recursos materiales y del arsenal de recursos espirituales y sociales que se imponían al llamado “paciente terminal”. Realmente creo y pensaba de esa forma en aquella oportunidad, que es función del médico traer confort físico, si es posible, y espiritual, siempre, y decidí que en una próxima visita, cuando el me trajese los exámenes de control que yo había pedido, abordaría el asunto para saber cuales eran sus convicciones religiosas para, entonces, estudiar una forma que me permitiese asistirlo de la mejor forma posible.
Pasamos algunos días, el matrimonio estaba de vuelta. El no me parecía físicamente mejor, la enfermedad no tenía piedad; en esta oportunidad, él ya estaba un tanto impaciente conmigo, no prestaba mucha atención a lo que yo hablaba, creo que a aquella altura él tenía la certeza de que yo no podría traer alguna mejora a su calidad de vida. Sobre eso, Doña Miriam realmente sufría, mal podía contenerse.
Miré los exámenes, nada animadores, hice algunas observaciones sobre la dieta y a los síntomas que él consideraba peores, para intentar alguna medida de alivio, y después inicié un abordaje sobre el asunto de la religiosidad, preguntándolo sobre su forma de encarar la enfermedad y la propia muerte, ya que él conocía muy bien su pronóstico:
- Y pues, Sr. Venancio, ¿Cómo está llevando todo esto? – pregunté.
El me miró, abandonando por un instante aquel aire de aborrecimiento y dijo:
- Doctor, no se cual es su religión, pero yo soy espírita, se que no existe la muerte, que me voy a ir a otra dimensión para continuar mi evolución.
Confieso que sentí una mezcla de alivio y frustración. El continuó:
- incluso así, no puede dejar de sentirme inseguro, pues no se lo que esperar de mi mismo, cual será mi merecimiento, cual será mi verdadera condición, aparte de la profunda tristeza de dejar a Miriam y a nuestros hijos, aunque sepa que nos reencontraremos en una situación más feliz en el futuro.
Intercambiamos algunas ideas sobre ello, hablamos de sus angustias, su voz, siempre calmada, a veces quedaba embargada por la emoción, mientras su esposa no paraba de llorar. Sus ideas eran muy claras, nunca había estado delante de un hombre tan debilitado y tan fuerte al mismo tiempo. Dudo mucho que yo mismo tuviese tanta fuerza delante de una situación crítica como aquella. Él, que estaba en el “ojo del huracán”, parecía ser el más seguro de todos.
En aquel momento, yo podía entender mucho más a Doña Miriam que el Sr. Venancio, tal vez porque yo estaba más próximo al grado evolutivo de ella que al de él.
Se que no es elogioso admitirlo, pero no me sentí muy bien con todo aquello, no podía entender lo que pasaba conmigo. Las respuestas sólo me vinieron más tarde. Envidiaba la fe del Sr. Venancio, me sentía frustrado, pues no tenía nada que ofrecerle, ni como médico, ni como espírita. Recrudecía mi omnipotencia, ahora más violenta y más viva que nunca, ya que creía haber dominado mi prepotencia, aceptando mis límites técnicos, estaba claro que mi creencia en mi mismo como “ser superior” no había sufrido ni un arañazo, siempre lleno de argumentos y razones capaces de aplacar los dolores más atroces.
La verdad de mi insignificancia delante las leyes universales y mi posición aún tan primitiva en la escala de la evolución moral herían mi orgullo de una forma tan brutal que no podía ni creerlo.
Ante un rápido empeoramiento de la insuficiencia hepática, me vi obligado a internar al sr. Venancio en la UVI, y, con el paso de pocos días, su convenio asegurador lo transfirió a otro hospital, en otra ciudad. Yo perdía mi oportunidad de aprender más con aquel hombre, sobre como morir con dignidad.
Que increíble ironía, en el momento en que descubrí que no estaba en aquella relación para dar, sino para recibir, fui apartado de la oportunidad por motivos económicos.
En nuestra despedida, nuevamente los papeles parecían estar intercambiados, pues él era quien me consolaba.
- Quede tranquilo, dr. Décio, estoy en paz, sueño con personas queridas que con seguridad preparan mi paso, y ya no siento más miedo, sólo me incomoda todavía la tristeza de mi Miriam y de mis hijos, pero rezo mucho por ellos.
Llegué a desconfiar de tanto equilibrio en un momento tan difícil.
Cerca de un mes después, doña Miriam vino a mi consultorio, donde recibí sus últimas noticias. Desencarnó lejos de la familia, según su esposa, en un hospital con menos recursos, sin embargo, en paz.
Hoy, cuando me acuerdo de él, agradezco mucho por haberlo conocido.
Después de Venancio, vinieron otros con esta misma lección, como llamándome, periódicamente, a la realidad de mi condición espiritual. Fue así con una joven paciente internada en el hospital público donde trabajo.
Era una chica recién salida de la adolescencia, abundantes cabellos, negros y largos, que parecían aumentar la impresión cadavérica de su rostro. Aún así, no se cortaba en mostrar una sonrisa a quien se acercase.
Para espanto de todos, el diagnóstico se confirmó como cáncer de páncreas, muy raro en aquella franja de edad.
Me acuerdo de esa paciente en tres ocasiones. La primera vez que la vi, estaba sentada en el borde de la cama, distribuyendo simpatía y buen humor, incluso sintiendo
dolores, bastante perturbadores en ese tipo de enfermedad. Fue muy receptiva y quiso colaborar conmigo, mientras discutía su caso con los alumnos del quinto año de curso de medicina. Durante ese episodio, puede percibir que ella estaba al corriente de la gravedad de su condición, pues incluso con todos los cuidados que yo tenía para no evidenciar el diagnóstico, discutiendo tan sólo los síntomas y la historia clínica, ella era muy incisiva y no tenía pudores para anunciar a todos que tenía un cáncer en el páncreas, dando detalles de sus síntomas y de todo aquello que la enfermedad le acarreaba. Fue una clase inolvidable de medicina, pero principalmente de coraje, aquel que ella nos dio, ante el sufrimiento y la conciencia clara de la propia muerte.
En la segunda oportunidad, ella estaba echada, presentaba muchos dolores, y el residente de servicio me había llamado para discutir la posibilidad de aplicar un analgésico más potente que aquel que ya estaba siendo administrado. Al llegar a la habitación, vi su madre sentada en un taburete, al lado de la cama. Cogía la mano de su hija y, cabizbaja, lloraba copiosamente. La niña, sin embargo, a pesar de las caras de dolor, son la mano derecha retribuía el apretón de manos de su madre, y, con la izquierda acariciaba sus cabellos. Transmitiendo consuelo, le pedía que no llorase, asegurando que todo iría bien.
La escena me provocó una profunda emoción, todos allí en la habitación, incluyendo las otras dos pacientes que compartían la enfermería con ella, tenían los ojos llorosos. Hicimos la medicación y con el alivio de los dolores, se durmió.
La tercera vez, ya había sido operada y estaba en al UVI. Su condición era la peor posible. En la operación, nada se pudo hacer, pues la enfermedad estaba muy avanzada, y, debido al trauma quirúrgico, sus pocas reservas orgánicas se habían agotado. Estaba entubada y respiraba con ayuda de un aparato. Su herida quirúrgica no cicatrizó adecuadamente debido a la caquexia impuesta por el tumor que se expandía por varios órganos del abdomen.
Me acerque. Ella estaba con los ojos cerrados. Yo, entonces, cogí su mano. Ella abrió los ojos con dificultad y, incluso con el tubo que le ventilaba los pulmones entrando por su boca, me miró y esbozó una sonrisa. Parecía calmada, no presentaba señales de desespero o angustia, claro que recibía dosis fuertes de analgésicos e hipnóticos, pero verla sonreír en aquella situación no era, decididamente, algo esperado.
En un primer momento, podría decir que la emoción que me asaltó era motivada por la pena que sentí de aquella joven y su sufrimiento, pero después, meditando sobre todo aquello, cuestioné esa tesis. Como espírita, sabiendo la condición emocional de aquella niña, un espíritu evidentemente elevado, capaz de distribuir sonrisas y consuelos en una situación en la cual cualquiera de nosotros exigiría para si las sonrisas y los consuelos, ¿sería ella motivadora de pena? ¿Será que realmente me sentí mal por ella?
Creo que la respuesta más honesta a esa pregunta es que las lágrimas que derramé fueron por mi mismo y no por ella, fueron por la visión que tuve de mi mediocridad, pues, para mí, la actitud descrita, venida de una joven con poco más de 20 años, era inimaginable. Incluso con toda la certeza que tengo sobre la existencia del espíritu, a la ley de causa y efecto y a la oportunidad de la reencarnación, se que nunca sería capaz de una acción tan noble y altiva; nunca sería capaz de dar simpatía y consideración en el auge del dolor como ella hizo.
Era en verdad una “profesora”, un espíritu misionero, que me dio, tal como hizo con tantos otros que pudieron conocerla, una lección inolvidable.
Y ni incluso así, se su nombre.
EL TOCADOR DE SAXOFÓN
Ya me estaba yendo de la clínica donde trabajo, cuando el colega de cardiología me llamó. Quería que atendiese una consulta a domicilio: se trataba de un paciente con neoplasia avanzada de próstata y que necesitaba que se le cambiara la sonda vesical.
Confieso que no me gustó mucho la idea, pues el cambio de sonda es un procedimiento para hacerse en un ambiente apropiado, y, normalmente, no tenemos tales condiciones en la casa del paciente. Mientras, argumentó, diciendo que el paciente no tenía la menor condición de ser trasladado debido a la precariedad de su cuadro clínico. Entonces, dije que si.
Cuando llegué, fui recibido por la hija del paciente, bastante angustiada y agitada; ella me presentó a su madre y entonces me condujo hasta la habitación donde encontré, echado sobre la cama, un señor extremadamente caquéctico, sintiendo dolores por todo el cuerpo, debido a las innumerables metástasis óseas, con una cara de sufrimiento. Era el sr. Julio.
Llegando muy cerca de la cama, me presenté. El fue muy gentil, a pesar de tener cierta dificultad para expresarse. Me describió lo que sentía y de cómo no conseguía orinar, pues la sonda estaba obstruida.
Hice el cambio de sonda y conversamos brevemente. Seguidamente, salí de la habitación para estar con la hija y la esposa del señor Julio, en la sala de estar.
La esposa me pareció no saber bien lo que ocurría, o, estaba negando el hecho, pero la hija tenía unas ansias de hacer algo, buscar médicos, buscar alternativas, para un caso Terminal y ya bien estudiado y conducido por el equipo que lo estaba tratando hasta entonces. Hablamos un poco más sobre algunos cuidados que podrían tomarse con el enfermo y me fui.
A la semana siguiente, la hija del señor Julio fue a mi consultorio. De alguna manera, pienso que ella vio en mí una “salida de emergencia” y decidió venir a hablar. A pesar de que yo no soy urólogo, ni siquiera clínico o especialista en dolor, ella quería que hiciera un seguimiento de su padre, se sentía desamparada por los médicos que siempre le repetían la misma frase: “No hay nada más que hacer”. Aparte que la mayoría de los colegas que lo habían atendido eran de otras ciudades, y Julio ya no podía ir hasta ellos.
Hablamos mucho y ella me contó un poco sobre su padre, un músico saxofonista que adoraba el jazz, lo que inmediatamente hizo acordarme del instrumento sobre el soporte en un rincón de la sala de estar, que yo registré en mi memoria subconsciente el día en que estuve allí.
Lo que más me llamó la atención fue su insistencia en repetir varias veces que estaba dispuesta incluso a vender sus bienes para pagar una asistencia médica a su padre, cuando el problema ya no era este. No podían tomarse ya nuevas medidas, a no ser tratar los dolores, alimentarlo y ampararlo.
Creí que, por algún motivo desconocido para mi, ella se sentía culpable con relación a su padre, tal vez por pensar que no le importaba, hasta percibir que lo estaba perdiendo, o tal vez por creer que no había demostrado el cariño suficiente durante toda su vida. No todo estaba claro y creo que no sería posible identificar todos los sentimientos con precisión, ya que, además del reducido tiempo que teníamos para conversar, yo no soy un psicólogo entrenado para realizar tales diagnósticos de forma segura. Pero como que ella se estaba abriendo conmigo, decidí exponer mis impresiones con la intención de aliviar la angustia manifestada de forma tan dramática.
Así que le hablé sobre mi teoría (puramente intuitiva), ella se puso a llorar; había, realmente, una pena en su corazón que la hacía sentirse culpable por la enfermedad de su padre, tal vez, en algún momento de su vida, haya deseado, inconscientemente, la muerte de su padre, aunque fuera de forma simbólica, y ahora todo era evocado violenta y desordenadamente, en aquella crítica situación, estimulándola a someterse a los mayores sacrificios y penalidades para sentirse perdonada por él, o tal vez por si misma. Me quedó la impresión de que ella lo había condenado por una probable infidelidad de él con su madre, de que ella había establecido una especie de castigo para él y ahora se arrepentía de ello.
Después de todo, me comprometí a visitarles periódicamente y me puse a disposición para esclarecer cualquier duda. Pensé que, tal vez, en ese caso, pudiera ayudar no sólo a Julio, sino también a su hija, ya que ella había sido sincera conmigo.
Empecé a frecuentar la casa, una vez por semana o cuando era posible, y notaba que Julio hablaba cada vez menos, se quedaba inmóvil, percibiendo poco el ambiente a su alrededor, haciendo con que llevase dos sugerencias a la familia: la primera, fue a través de un ejemplar de El Libro de los Espíritus, de Allan Kardec, que le ofrecí, preguntando si ellos se sentirían ofendidos con el regalo, y sugiriendo que todas las noches se hiciera la lectura de un trecho del libro para Julio, incluso que aparentemente él no estuviese escuchando, lo que consintieron de buen grado. La segunda sugerencia la hice a la hija, para que fuese a conversar con él sobre sus penas, que no perdiese la oportunidad de rescatar sus diferencias con su padre, mientras que aún podía hacerlo.
Quiero creer que por lo menos la primera sugerencia fue seguida. Quien hacía las lecturas rutinarias del libro era la esposa del señor Julio, y más raramente su hija, ya que no vivían juntos.
No puedo imaginarme aquel hombre tan consumido por la enfermedad tocando el saxofón, tampoco aquilatar sus características como optimismo, coraje, creencia religiosa, a no ser por las fotos repartidas en portarretratos por la casa, que mostraban a Julio tocando o cogiendo su instrumento musical con una amplia sonrisa en el rostro. Me pareció que él gozó de una vida muy activa y repleta de alternativas. Tal vez estuviese ahí la sede de las penas de su hija.
Una de las veces en que conversamos, él me contó que tenía visiones con su madre, todas las noches, y que ella entraba en la habitación y hablaba con él. Quería saber si no eran alucinaciones o algún tipo de sueño. Este es, un fenómeno común entre los moribundos describió con de talles en el trabajo. Ernesto Brozzano: pero aún considerado por la mayoría de los médicos como alucinaciones del moribundo causadas por hipoxia cerebral o disturbios metabólicos.
Cierta vez, percibiendo que el cuadro ya se arrastraba por algunos meses, decidí tener una conversación más franca con Julio. A aquella altura de los acontecimientos, ya ni abría los ojos, permaneciendo inmóvil, como la crisálida de la mariposa, tejiendo su capullo para la metamorfosis.
Me puse muy cerca de su oído y, cogiendo su mano, empecé, preguntando, incluso sin esperar respuestas, si él temía a la muerte (era la primera vez que tocaba el asunto con él). Pregunté si creía en Dios y en la inmortalidad de nuestro espíritu. Le dije que muchas veces era necesario cambiar nuestra forma de ver las cosas para poder comprenderlas mejor, y que yo creía que él necesitaba tomar una decisión, dejarse llevar
2 Fenómenos Psíquicos en el Momento de la Muerte, de 1926, editada en portugués por la FEB.
3 Falta de oxígeno.
4 Alteraciones en las reacciones químicas del organismo.
en compañía de su madre, no temer el porvenir, ya que, seguramente, él estaba listo para dejar esta vida y continuar su jornada en un plano más alto.
Estábamos tan sólo él y yo en la habitación. Había pedido que los demás se retirasen, sin embargo, durante mi breve discurso, continuó inmóvil. Al terminar de hablar, lo miré durante algunos segundos, en silencio, y entonces, lentamente, su mano derecha, trémula e imprecisa, hizo la señal de la cruz. Confieso que me emocioné bastante en aquel momento, pues interpreté el gesto como una comprobación de que él estaba escuchando mis palabras, y que estaba de acuerdo con ellas.
Julio creía en Dios y, quien sabe, si mi discurso no facilitaría su desencarne, si él ya estuviera preparado.
Tuve la nítida impresión de que era la última vez que lo vería. Yo estaba “dando el alta” al paciente.
En la salida, intercambié algunas palabras con su esposa, y en esa ocasión ya me pareció más resignada, estaba más consciente y preparada que no la primera visita. Esperaba la muerte del marido, sabía que ocurriría, aún así, decía estar tranquila sobre el hecho que se aproximaba. Dos días después, recibí una llamada de la hija, informando sobre la desencarnación de Julio.
Después de todo, yo aún percibía que la hija no estaba consiguiendo aceptar bien la muerte del padre. Lloraba mucho y, en cierta forma, todavía se culpaba, lamentándose por cosas que podrían haberse hecho y no se hicieron, buscando consuelo en sus recuerdos y en el eco de nuestras conversaciones. Todavía había emociones para ser trabajadas por ella misma hasta que pudiese encontrar una cierta paz interior.
Pasó algún tiempo, no más de algunas semanas, y recibí de nuevo la visita de la hija de Julio, con una noticia que me reveló desdoblamientos inimaginables para la asistencia que pretendí prestar a aquella familia. Algunas semanas después del entierro de Julio, moría de infarto fulminante su esposa, que se había mudado temporalmente a la casa de otra hija, en San Paulo, después del entierro del esposo.
Que me perdonen los escépticos, pero creo firmemente que, incluso de forma incompleta, y, a veces, incluso incompetente, fui el resorte que debió llevar a aquellas personas una noticia consoladora, desmitificadora de la muerte. En cierta forma, creo que pude alcanzar este objetivo: con Julio, por la señal que me dio en nuestra despedida; con su esposa, por la resignación que ella demostró en nuestra última conversación y las lecturas que hizo para él. Aunque no con la hija, que sufrió desmedidamente la muerte de sus padres, demostrándose inconforme con el destino de los dos.
Todo podría haber ido mejor si yo hubiera podido estar más presente, tal vez incluso más atento, sin embargo creo que, por primera vez, hice mi trabajo de forma consciente, aunque como aprendiz que soy, pero ya con mis objetivos claros y definidos, intentando facilitar y dar nuevas perspectivas a los que se encuentran en umbral de una nueva vida, así como para los que los rodean.
Sobre la hija de Julio, se convirtió en una querida amiga. Siempre que es posible, conversamos. Me dio un disco con la música que le gustaba tocar a su padre, y que guardo con mucho cariño. Mientras, por encima de todo, me presentó con la maravillosa sensación del deber cumplido, aún muy tímido, un poco avergonzado, sin saber bien lo que decir o como actuar, pero seguro de mi papel como médico-espírita y como cristiano. Curiosamente, ella aceptó mejor la muerte de la madre que la del padre, y este hecho reforzó mi opinión inicial de que había un sentimiento de culpa entre ella y su padre, que debería haber sido trabajado durante el proceso de la muerte de Julio, pero que, considerando la angustia y el sufrimiento que aún sobrevino después de su desencarnación, no ocurrió, por lo menos por el lado de ella; sin embargo no todo estaba
perdido, le restaba, a ella, aún, la posibilidad de enfrentar sus fantasmas con el auxilio de una psicóloga, ayuda que le llegué a sugerir.
El Libro de los Espíritus plantó una simiente importante en aquella casa, pero podría haberse hecho de otra forma, de acuerdo con las convicciones de quien asiste y de quien es asistido. No es necesario ser espírita para confortar a los enfermos en su lecho de muerte. Es preciso tan sólo creer en la inmortalidad del alma y querer, sinceramente, ayudar.
Lo que realmente conforta a todos es el amor, y las oportunidades nos permiten ejercitar nuestra capacidad de amar, traernos como recompensa la gratitud, que, un día, espero, no sea más necesaria para que yo me sienta bien, pues, con el tiempo, he de aprender que, sirviendo al prójimo, estaré garantizando mi propia felicidad, independientemente de cómo sea recibido, sea con reconocimiento, indiferencia o rechazo.
HONORARIOS
Una vez, después de pedir a mi secretaria que entrara a un paciente en la sala, me dijo que, a pesar de tratarse de una consulta particular, el paciente era muy humilde. Quería saber si no podría hacerle un descuento en el precio de la consulta, o como mínimo una cortesía, con lo que estuve de acuerdo.
El paciente era un señor de cerca de 60 años, pero que aparentaba 75; calzaba unas sandalias de goma ya gastadas, trajeaba unos remendados pantalones viejos y una camiseta de propaganda electoral antigua, rasgada. Boca sin los dientes frontales, manos callosas, pies repletos de cicatrices y unas uñas enfermas evidenciaron las dificultades y privaciones que el hombre sufrió durante toda su vida.
Hice la consulta, no me acuerdo de lo que se trataba, pero no era nada grave. Al finalizar la orientación, le entregué una receta y el pedido de algunos exámenes, él, muy gentil, se despidió, prometiendo regresar a la consulta. Sin embargo, después de algunos segundos, mientras yo aún anotaba en su ficha los datos obtenidos de la consulta, entró de forma abrupta en la sala, bravo y ofendido, preguntando en tono bastante agresivo si su dinero no era bueno o suficiente para mí, diciendo que él no pediría limosna o caridad y que pagaría la consulta.
Quedé sin acción. Con la intención de ayudarlo, acabé por humillarlo; procuré disculparme enfáticamente, diciendo que había pedido a la secretaria no cobrar la consulta, pues era la primera vez que venía al consultorio, y yo quería hacerle una cortesía. Se calmó un poco con mi argumento, agradeció mi gentileza todavía contrariado, pero dijo que quería pagar. Usó varios billetes de pequeño valor, doblados en “bolitas”.
Conté esta historia, porque ella demuestra bien la dificultad que siempre tuve en relacionar la “Medicina profesión”, que me da el sustento, a la “medicina vocación”, que me da la satisfacción. Mi sueño era poder atender a los pacientes sin la interferencia de la relación comercial, sea con el paciente particular, sea con el del convenio, o incluso el desprovisto de recursos, práctica que es obviamente imposible, por lo menos en el modelo de salud que tenemos por el momento.
Cuando estamos delante de una situación de muerte, la cuestión material es todavía más compleja, incluso fuera de lugar, algunas veces, pero ¿cómo resolver ese dilema? No tengo una respuesta para esta pregunta. A fin de cuentas, el profesional que se dedica tiene derecho a una remuneración justa, sin embargo no siempre el paciente puede pagar por ella. De cualquier forma, pienso que debe prevalecer la relación humana, que llega – o por lo menor debería llegar – cercana a una relación de amistad, pasando el asunto financiero hacia un plano secundario, si fuera posible alcanzar ese punto. Los honorarios serán pagados de forma diferenciada, con uno tipo de moneda que nunca se devalúa, al contrario, gana más fuerza con el tiempo, nos enriquece y fortifica: la gratitud.
Déjenme contarles un caso que tal vez ejemplifique bien lo que estoy intentado decir:
Yo tenía como pacientes a dos hermanos. Los atendía en mi consultorio por convenio médico, ya que las empresas donde trabajaban les daban ese beneficio. Eran dos trabajadores, humildes y muy simpáticos; uno de ellos era dependiente de un puesto donde yo llenaba el depósito de mi coche, y él siempre quería atenderme, siendo muy gentil conmigo.
Un día, esos dos hermanos, de un total de nueve, llevaron a su padre para una consulta particular conmigo.
Juan no sonreía, parecía incluso bastante deprimido, casi no habló, dejando a sus hijos la tarea de contar lo que le estaba ocurriendo, que permaneció casi todo el tiempo con la cabeza baja. Al examinarlo, quedó claro que probablemente se trataba de un tumor maligno, pues, además de la ascitis se palpaba un volumen en su abdomen, en la región del hígado.
Como de costumbre, procuré establecer un diagnóstico con Juan, preguntando sobre sus expectativas con relación a lo que le ocurría, intentando percibir incluso hasta que punto percibía la gravedad de su dolencia, pero él me respondía de forma telegráfica, dejando claro que no estaba dispuesto al diálogo, por lo menos no en aquel momento. Como que yo ya conocía bien a sus hijos, y ellos confiaron en mí, no tuve problemas para preparar un plan. Llevaríamos a Juan a un servicio público, con el fin de establecer diagnóstico y análisis de cuales serían sus posibilidades terapéuticas.
Tuvimos mucha suerte y conseguimos una habitación en el hospital clínico donde yo trabajaba; pude acompañar de cerca los procedimientos adoptados, que culminaron con una laparotomía exploradora que confirmó un cáncer alcanzando totalmente todo el hígado del paciente.
Juan obtuvo el alta, y debido a sus precarias condiciones de salud, además de varias dificultades, no fue indicado ningún tratamiento complementario para el cáncer. Cada vez era más evidente que el paciente sólo estaba siguiendo las orientaciones médicas por insistencia de sus hijos, pues él estaba apático, completamente desinteresado por cualquier tipo de tratamiento, evidenciando un cuadro depresivo, una de las etapas por las cuales pasa el paciente moribundo.
En aquel momento, yo estaba ante una situación de la cual podría hacer un seguimiento, tratar síntomas eventuales, dar soporte clínico y acompañar la evolución del paciente; mientras, más que eso, yo quería intentar ayudar a Juan a salir de aquella fase depresiva en la que él se encontraba.
Después del alta del hospital, pedí que lo llevasen a mi consultorio; con todo, sabía que, si quisiera continuar acompañando a Juan, tenía que abdicar de la remuneración, pues, ciertamente, sería un sacrificio muy grande para aquella familia sustentar consultas periódicas pagadas; al mismo tiempo, temía que sus hijos se ofendiesen con la oferta que estaba dispuesto a hacerles, de no cobrar mis honorarios. Planeaba pasar a ser un amigo de la familia en vez de médico prestando servicios, con la intención de solucionar ese problema, con el que tuve éxito.
Todo transcurrió correctamente, en un principio, el paciente iba al consultorio para evaluaciones clínicas periódicas; deben haber sido tan sólo dos o tres, y a cada oportunidad que intentaba una nueva aproximación, él siempre permanecía refractario. Estaba incluso contrariado de ir a las consultas. Hasta que, un día, recibí una llamada de uno de sus hijos, que me dijo que el paciente había empeorado. Ellos querían que yo lo examinase, pero creían que no sería prudente llevarlo al consultorio, ya que no tenían automóvil y tendrían que llevarlo en autobús. Entonces, fui a visitarlo a su casa.
Como había imaginado, se trataba de un hogar muy sencillo, con tan sólo dos habitaciones; la primera, muy pequeña, reunía la sala y la cocina, donde lo encontré, echado sobre un sofá improvisado de cama.
Estaba bastante somnoliento y desinteresado, como las otras veces. Sin embargo, ocurrió algo sorprendente aquel día. Al llegar, me senté en una silla a su lado, puse mi
1 Acumulación de líquido en el abdomen, condición muy frecuente en pacientes con enfermedades en el hígado (popularmente llamado como “barriga de agua”).
2 Se trata de una operación en que el abdomen del paciente se abre para verificar sus órganos internos.
3 Las fases de morir, descritas por la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, en el libro Sobre la Muerte y el Morir son: negación, rabia, artimaña, depresión y aceptación.
mano derecha sobre su cabeza y con la izquierda cogí su pulso. Él abrió los ojos y me pareció bastante sorprendido por verme allí. Lo saludé y nuevamente intenté el contacto, sólo que, esta vez, finalmente con éxito. Sentí que había “marcado un gol” cuando fui a casa de Juan. Aquello le pareció significativo, pues empezó a mirarme de forma diferente, ya no me ignoraba. Abrió una “ventana” para mí y, entonces, pudimos conversar.
Puedo estar equivocado en mis conclusiones, pero creo que mi ida a su casa trajo al paciente la certeza de que yo estaba realmente interesado en él y en su condición y no en lo que podía ganar con su enfermedad. Pienso que, a partir de aquel momento, percibió que podía contar conmigo. Se creó, finalmente, el vínculo emocional que yo tanto esperaba.
El ya tenía dificultades para hablar y se cansaba fácilmente, pero, incluso así, cuando pregunté sobre su religiosidad, él pidió ayuda para sentarse. Entonces, empezó a hablar sobre sus convicciones, sobre la muerte y lo que él creía que ocurriría en el día en que se fuera. Declaró su creencia católica y su deseo de recibir la asistencia de un sacerdote en el momento oportuno.
Juan me dijo que ya había visto a todos sus hijos, incluso a aquellos que vivían en otros estados. Dijo, también, que se sentía tranquilo, pues había sido una persona honesta y trabajadora, creía que iría al “cielo”; confiaba en sus hijos y en la educación que les había dado, los creía personas de bien; pero que se preocupaba mucho por la esposa, que, por padecer de alzheimer, ya no tenía contacto con la realidad. Los dos hijos, que estaban escuchando nuestra conversación, interfirieron inmediatamente, asegurándole que cuidaría bien de ella.
No llegué a ver al señor Juan sonreír. Incluso aquel día, su expresión era seria, pero salí de allí sintiéndome victorioso, habíamos hablado francamente sobre su muerte. Él había expresado sus deseos, dejó claro que tenía plena consciencia de su condición, mostró que había alcanzado el estado de aceptación; el estaba listo.
Era un jueves, cuando dejé a mi paciente por última vez. Menos de una semana después, el martes siguiente, recibí una nueva llamada telefónica, informando que había empeorado mucho. Así que acabé las visitas en el consultorio. Fui a casa de Juan y, al entrar en el pequeño aposento percibí que estaba agonizando. Vi a su familia, más de diez personas, reunidas alrededor suyo, algunos llorando, otros angustiados, sintiéndose ciertamente impotentes para ayudar al querido pariente que ya respiraba con mucha dificultad.
Esta escena me hizo pensar en lo que realmente es importante, que tal vez, el momento de la muerte sea una especie de radiografía de lo uno hizo durante su vida. El concepto de riqueza y pobreza ya no me parecía tan claro, pues aquel hombre rodeado de cariños y preocupación por todos lados tenía lo más importante, el amor y la consideración de aquellos que convivieron con él.
Me acerqué e hice un rápido examen físico, constatando que el momento crucial estaba próximo. Su pulso era imperceptible. No conseguí detectar la presión arterial y su respiración era agónica. Al término del examen, me giré y percibí que estaba acompañado por una platea atenta, como esperando un milagro.
- El sr. Juan está partiendo – dije – no creo que sea necesario llevarlo al hospital, creo que sería mucho mejor que permaneciera aquí, con vosotros a su lado, en oración, para que pueda partir en paz.
Los hijos ya habían llamado al párroco para darle la extremaunción como fue pedido por el paciente, y, en algunos minutos llegó el religioso, que rápidamente entró,
colocó la estola sobre sus hombros, sacó la Biblia de su maleta, dijo algunas palabras ritualistas, ofreció los pésames a la familia y se retiró.
Así que el cura salió, el señor Juan dejó definitivamente aquel sufrido cuerpo físico, dando su último suspiro, como si estuviese solamente esperando al sacerdote para que le “encomendara el alma”. Pude percibir la importancia de respetar la fe religiosa del paciente en este momento. De cómo debemos esforzarnos para acercarlo a esa fe en el proceso de muerte, respetando tanto como sea posible sus deseos.
Nuevamente, me senté a su lado e, hice una breve oración, en silencio, para despedirme.
Que bien que el señor Juan me diera aquel voto de confianza. Fue un gran presente para mí. Por lo poco que hice, ya que él trilló todo el camino solitario, concluyo que en los momentos en que la crisis de la muerte se impone, cuando el paciente y familiares están expuestos a los dolores y a los miedos, cualquier contribución, por menor o más tímida que sea, ya es muy útil para todos.
Tengo que confesar cuán constreñido me siento en esas horas, muchas veces pareciendo un intruso en un momento particular para toda la familia. No tengo la menor desenvoltura y siempre me quedo sin saber que hacer; aún así aprendí también que es mejor estar allí absolutamente mudo que no estar. La figura del médico trae una cierta seguridad a todos, tal vez por la certeza de que el paciente esté siendo asistido hasta el último momento, tal vez para completar la escena o, todavía, simplemente para escuchar que no se puede hacer nada más.
A los médicos como yo, que por ventura lean estas historias, antes de recriminar mis palabras, o reírse de mis conclusiones, hagan la prueba, experimenten la sensación; todo es muy difícil e incómodo sobre lo que está ocurriendo, pero, después, a través de la gratitud, percibimos que tomamos la actitud correcta, permaneciendo la convicción de que el esfuerzo valió la pena.
PUESTO DE PRUEBAS
Muchas veces, pensamos que estamos listos, o que realmente sabemos comportarnos delante de una determinada situación, hasta que ella nos pasa a nosotros o con alguien muy próximo a nosotros, y entonces descubrimos que, en la práctica, reaccionamos de forma totalmente emocional, dejando la racionalidad de lado.
Acostumbro a decir que el aprendizaje real se da en dos etapas principales: primero, captamos informaciones, hacemos observaciones, trabajamos los datos, entendemos los mecanismos y la lógica de cada situación, alcanzando finalmente un “aprendizaje racional”. Sin embargo, sólo podemos admitir que de hecho aprendemos algo, cuando toda la racionalización pasa “del cerebro hacia el corazón”, completando la segunda etapa, o sea, cuando nuestras reacciones emocionales se tornan compatibles con nuestras convicciones intelectuales.
Me irrito por una cantidad indefinible de motivos, incluso sabiendo que la irritabilidad sólo me trae perjuicios; siento rabia de personas y situaciones, aunque consciente de que tal tipo de sentimiento me provoca dolores de estomago e insomnio.
En el día que ha de venir, en que yo finalmente complete mi proceso de aprendizaje sobre la convivencia humana, desarrollando mi capacidad de “amar” (en el sentido cristiano de la palabra), no me voy a irritar más, no llegaré a experimentar la rabia en mi corazón y, por eso, mi conciencia no registrará determinado acontecimiento como algo significativo.
El inolvidable Chico Xavier dijo cierta vez que el perdón sólo es necesario a los que se ofenden, y eso resume bien lo que intenté expresar en los párrafos anteriores.
Puedo decir que, hace dos años, pasé por una prueba de fuego, cuando vivencié el paso de mi abuela materna, pues mucho de lo que yo creía haber aprendido sobre la muerte y el morir, y que yo había experimentado tan sólo en la posición de médico, pasó a ocurrir con alguien muy próximo y querido.
Se trataba de una mujer extremadamente dulce, siempre dispuesta a un halago reconfortante que, generalmente, se traducía en un cariño discreto de sus manos, muy suaves y calientes, sobre las mías, cuando estábamos juntos, o por el “yo te amo” dicho bien bajito, que invariablemente acompañaba el beso de despedida.
Normalmente, buena parte de la imagen afectiva que construimos de nuestros abuelos viene de los relatos de nuestros padres, y doña Acidália, madre de 11 hijos, era una unaminidad y un ejemplo para todos, inclusive para mi padre, que siempre se refería a ella como se hace a una madre.
A pesar de su avanzada edad, era muy activa y, principalmente, lúcida. Por eso, cuando la dolencia finalmente consiguió derrumbarla en un lecho de hospital, fue un gran susto para toda la familia. Recibí una llamada de mi madre y así que pude fui a San Paulo, para visitarla.
Era portadora de una insuficiencia cardiaca que avanzaba ya hacía tiempo, y casi no podía hacerse otra cosa que aquello que ya estaba providenciado. Era realmente el final natural de una jornada, con certeza, victoriosa.
Al entrar en la habitación, abracé a mi madre por mucho tiempo. Mi abuela parecía dormir, pero cuando llegué mucho más cerca, percibí que estaba despierta, serena como siempre. Conversamos brevemente, pues no quería cansarla, pero fue lo suficiente para ver en sus ojos y escuchar de su boca que ella ya era consciente de que la muerte estaba próxima. Incluso así, la tranquilidad, la ausencia de miedo, el bienestar espiritual, todo eso pareció muy obvio. Ninguna novedad para quien ya conocía a doña Dadá, como era llamada por todos, que tenía la fe impregnada en su corazón.
En cierto momento del tratamiento, se levantó la hipótesis de transferirla a la UCI, lo que felizmente no ocurrió. Así que fue posible, fue llevada a casa, donde fueron hechas algunas modificaciones para recibirla con confort.
El proceso fue ocurriendo naturalmente, y, muchas veces, quedaba la impresión de que no era ella quien se estaba preparando sino preparándonos para su muerte. Describió encuentros con mi abuelo y otros pacientes ya fallecidos que anunciaban que vendrían a buscarla en breve, mientras su nivel de consciencia iba disminuyendo cada día.
Todo ocurría inexorablemente, pero yo percibí que ni llegue a sentir tristeza. Puede parecer extraño a primera vista, sin embargo, realmente, a cada encuentro con ella, más certeza tenía yo de que todo estaba muy bien: había la fuerte convicción de que la muerte no existe, de que aquello no era un “adiós”, y si un “hasta luego” y que, con certeza, en mi hora, ella estará presente para recibirme, coger mi mano con su suave mano y decir de nuevo, bajito, al lado de mi oído: “te amo”.
En nuestro último encuentro, quise que mi hijo mayor (que entonces contaba con cuatro años), la viese, por dos motivos: primero, para que él, cuando fuese mayor, pudiese acordarse “de aquella abuela” que yo amaba tanto; segundo, para que él entrase en contacto con la muerte, sin todos los tabúes y miedos que nuestra cultura le atribuye.
Después de todo, yo y él conversamos sobre tal experiencia, y le hablé sobre la ida de su bisabuelo hacia un lugar diferente de aquí, y de cómo las personas no desaparecían, de cómo ellas nacían de nuevo. Creo que lo entendió mejor de lo que me imaginaba, ya que al día siguiente fui sorprendido por la pregunta:
- Papá, ¿Cuándo la bisabuela vuelva, lo empezará todo otra vez de nuevo? ¿va tener cuatro años menos que yo?
A solas con ella, cogiéndole la mano y recibiendo su sonrisa, pude decir un hasta breve, sin angustia, sin tristeza, tan sólo con muchas añoranzas.
Rodeada de todo amor y atención de sus muchos hijos, nietos y biznietos, su habitación se convirtió en un lugar mucho más adecuado para su desencarne que cualquier habitación de hospital o cama de la UCI.
Este episodio fue muy importante para mí, pues pude percibir que yo realmente aprendí mucho sobre la muerte, que mi corazón actuó de forma tan coherente como mi cerebro, y que incluso llegué a extrañar la falta de lágrimas. Puedo decir con toda sinceridad que continúo tan próximo a ella como siempre estuve, tal vez, incluso más.
Exactamente un año después, fue a ver a su “fiel escudera”, la “tía” Sara, mujer que pasó la vida entera al lado de Doña Dadá. Abdicó de la posibilidad de construir su familia y de tener sus propios hijos, para ayudar a criar a los 11 hijos de aquella patrona que con el tiempo se transformó en hermana.
Con la muerte de Doña Dadá, tía Sara cayó en una depresión impresionante, acabando como una planta que para obtener agua le mantiene el vigor, incluso recibiendo medicación y toda la atención de sus “hijos postizos”.
Pequeña de estatura, delgada y humilde en todas las actuaciones, se parecía mucho a mi abuela en lo que refiere a la dulzura y a la dedicación a los “hijos” que ella adoptó. La verdad es que la pequeña “Sarita” era una gigante, en verdad, un espíritu mucho mayor que nuestra ignorancia es capaz de suponer, y que siguió a su compañera para continuar la trayectoria triunfante en la patria espiritual.
Su partida no pudo considerarse repentina, ya que su proceso de muerte empezó en el velatorio de mi abuela. Sin embargo fui llamado para ir deprisa al hospital, cuando ella murió. Tuve la oportunidad de prestarle mi último tributo, también sin angustias o tristeza, tan sólo con el gustito amargo de la añoranza.
Después de todo esto, puedo decir que realmente avancé en mi aprendizaje sobre uno de los muchos aspectos de mi vida: la muerte. Lo que aprendí es que ella no existe como fin, sino como recomienzo, o, diría mejor, como retomada, pues nuestra verdadera vida no es aquí.
Pero con todo, no me engaño. No se como sería perder a una persona amada de convivencia diaria, como un hijo, por ejemplo. Infelizmente, ya acompañé a madres y padres que perdieron a sus hijos, incluso entre amigos cercanos. La muerte prematura de alguien que debería partir después de nosotros no es algo fácil de digerir emocionalmente. El dolor parece ser infinito y, el vacío, irrecuperable. Aún, quiero creer que es mucho “menos difícil” para aquellos que comparten la convicción de la reencarnación. Innumerables madres, reconfortadas por mensajes psicografiados por Chico Xavier, encontraron un lenitivo para sus corazones y pudieron reunir fuerzas para transponer el dolor que parecía infinito. Es muy común oír de los que experimentaron esta terrible situación que preferían que fuesen ellos a sus hijos; los que son padres o madres saben que no hay nada de hipócrita o de exageración en esa afirmación.
Quiero decir con eso que aprender sobre la muerte y el morir no apacigua la añoranza, el dolor de la ausencia, sino que elimina los enfados y trae la certeza de que el reencuentro es una cuestión de tiempo, ocurriendo en situación ciertamente mejor que la actual.
Saber que el ente querido no terminó, sino que se transfirió, es algo muy reconfortante, a pesar de no enjugar las lagrimas del comienzo.
A LA HORA DE DECIDIR
En el universo de las discusiones sobre la eutanasia, muchas cuestiones me incomodaban, ya que, en el día a día, algunas situaciones me dejaban con dudas sobre o que es y lo que no es eutanasia. Voy a poner un ejemplo. Imaginemos un paciente grave, con una enfermedad incurable, en coma, que depende de un respirador para mantenerse vivo. Retirar el aparato significaría abreviar su vida. ¿Es eso eutanasia? Y si este enfermo, incluso con el aparato, tuviera una parada cardiaca, y el equipo médico no intentara la resucitación: ¿eso es eutanasia?
Tal tipo de duda muchas veces puede llevar al equipo médico a la llamada “distanasia” que, al pie de la letra, significa muerte larga o dolorosa. El desarrollo tecnológico que experimentamos hoy, posibilita a los médicos mantener las funciones fisiológicas básicas, como respiración y ritmos cardiacos, en una cantidad muy grande de pacientes, incluso aquellos que ya no presentan ningún tipo de oportunidad de revertir sus cuadros mórbidos.
Usar esa tecnología de forma “ciega” y desmedida, prolongando artificialmente una “vida”, sin que importe la calidad, sino tan sólo la cantidad, lleva a la distanasia e, invariablemente, termina con la muerte del paciente dentro de la UCI, intensamente invadido y agredido por sondas, tubos y catéteres, aislado de cualquier tipo de atención afectiva y lejos de los que ama.
Cuando discutimos solamente los conceptos, es más fácil asumir una posición, o sea, estoy absolutamente contra la eutanasia, ya que el propio Hipócrates resaltaba: “Primero, no lesionar”. Todavía, estoy también absolutamente contra la distanasia y no tengo ninguna duda sobre ello. Con todo, delante del paciente, muchas veces quedamos en duda, pues, en la práctica, la frontera entre la eutanasia y la distanasia no siempre es muy clara.
En el ejemplo que di, cero que se ve fácil, o sea, no voy a sacar ningún tipo de recurso que ese paciente ya está recibiendo, como el respirador artificial, sin embargo, tampoco voy a transgredir un desenlace natural con procedimientos que pierden el sentido, en la medida en que se que sólo podrán prorrogar por algunas horas una muerte absolutamente inevitable, en un paciente en condiciones absolutamente precarias.
Lo ideal es encontrar la “ortotanasia”, que sería la muerte bien asistida, sin dolor, garantizando, en primer lugar, la calidad de vida y, en segundo lugar, la cantidad.
La cuestión parece un poco técnica, pero era necesario esclarecer esos puntos antes de mostrar como ciertas situaciones de muerte son angustiantes para el médico, como, muchas veces, somos obligados a tomar decisiones que no encuentran ningún tipo de respaldo en libros científicos o protocolos de conductas médicas. En esas horas, lo que cuentas es lo que va dentro de nuestros corazones, y lo que se espera es que dentro de ellos exista amor y compasión.
Había una paciente internada en la enfermería de cirugía, con cáncer de pulmón. Yo era el responsable del servicio nocturno de la clínica quirúrgica aquel día. Fui llamado con urgencia a la enfermería, donde encontré a la paciente con una dificultad increíble para respirar. Se estaba muriendo asfixiada delante de nuestros ojos, absolutamente cianótica y con una cara de terror que despertaba en todos los que la observaban el mismo sentimiento – el miedo de la muerte.
Los residentes y la interna que estaban cuidando de la cama preparaban una medicación para hibernar a la paciente, pues todas las medidas para intentar mejorar su insuficiencia respiratoria habían sido infructíferas. Yo sabía que la medicación provocaría una depresión en su respiración y eso con seguridad la mataría.
Tengo la certeza de que no hay nada que perturbe más que una insuficiencia respiratoria grave. El paciente que no consigue respirar se desespera, y desespera a todos los que asisten a la escena, haciendo con que la iniciativa de aliviar de cualquier forma el cuadro se torne preponderante.
Interrumpí la instalación de las drogas. En aquel momento, no tenía la certeza de lo que era correcto hacer. La interna se indignó:
- ¿Que qué? La paciente está agonizando, ella se morirá de todas formas, no podemos dejarla sufrir de esta forma, es inhumano.
Ella no dejaba de tener razón. El cáncer cogía sus pulmones y no había nada más que hacer; mientras, yo sabía que aplicar aquella medicación era una eutanasia activa, o sea, la droga la mataría.
Los residentes y los alumnos se mostraban indignados, la paciente estaba roja y con una respiración extremadamente sufrida, y yo me colocaba delante de un dilema absolutamente cruel.
Debajo de todas las protestas posibles, instalé un biombo para que las otras pacientes de la enfermería no compartieran aquella escena, y reinicié todos los procedimientos y medicaciones que ya habían sido hechos antes, con la esperanza de aliviar aquella disnea. Me senté al lado de la paciente, aún bastante inseguro de mi decisión, y reiniciamos, paso a paso, cada una de las medidas protocoladas, además de todo aquello que venía a mi cabeza y que yo creyera que podría ayudar.
Después de unas dos horas, más o menos, la paciente ya respiraba mejor, tanto que durmió; con todo, los comentarios sobre mi conducta no habían mejorado. Indignados, muchos alumnos creían que yo estaba promoviendo una distanásia.
Fui para casa, pensando: “¿Será que actué bien? ¿Será que ayudé o entorpecí a aquella paciente?”
Al día siguiente, llegó a la enfermería una visita muy especial para aquella paciente: un hijo que se fue de casa con 17 años y que no la veía ni hablaba con ella hacía 30 años. Cuando él entró en la enfermería, sorprendentemente, la respiración de la enferma mejoró (generalmente, situaciones de emoción hacen empeorar la falta de aire). Se abrazaron y lloraron mucho, llegando incluso a conmover al personal de la enfermería y a sus colegas de habitación. Terminada la visita, el hijo pródigo se fue y la paciente también, de forma serena, con una parada cardiorrespiratoria que, de tan suave que fue, tardó en percibirse.
Cuando supe lo ocurrido, casi me puse a llorar; que bien que hubiera seguido mi instinto aquel día y no me hubiera dejado llevar por la ansiedad del ambiente y por el desespero de los alumnos y residentes. Con seguridad, aquellas “horitas” de más, fueron la diferencia para paciente y para su hijo.
¿Quién somos nosotros, los médicos, que en varias situaciones tienen que decidir la vida de sus semejantes? ¿Qué autoridad tenemos para escoger los caminos de la vida del prójimo?
No fue tan sólo en una oportunidad que me vi, durante una operación, con una terrible decisión para tomar. Durante la disección de un tumor gástrico, llegue a un determinado momento en que no tenía la certeza si el tumor estaba o no invadiendo vasos sanguíneos y estructuras que no podrían ser lesionadas, bajo pena de provocar la pena de provocar la muerte del paciente todavía en la mesa de operaciones. Al mismo tiempo, si tuviera éxito en aquella empresa, estaría proporcionando una supervivencia mayor y de mejor calidad al paciente. En verdad, era una apuesta con cerca de un 50% de oportunidades de acertar o errar, cara o cruz, pero quien pagaría el coste de esa apuesta, quien en verdad debería tomar esta decisión, estaba desmayado y no podía ser consultado sobre lo que hacer.
En estas horas, no hay como obedecer las reglas, pues para eso no existen. Nosotros tenemos que hacer lo que fuera mejor para el paciente, ¿pero qué es lo mejor? ¿Arriesgarse o no?
Bien, lo que aprendí a hacer en esas horas es parar por un instante la cirugía, hacer una oración, llamar al “ángel de la guarda de guardia” e intentar pensar sobre lo que me gustaría que me hicieran si la barriga fuese la mía, o la barriga de mi padre o de mi madre. Tengo que escuchar aquella vocecita interna, que siempre está allí, hablando, pero para la cual nunca prestamos atención. El resultado final puede no ser bueno, y, si eso ocurre, el individuo se arrepiente de la decisión que tomó, sea cual fuera; sin embargo, creo que, de esa forma, sigo aquella que tal vez sea la única regla posible para esas situaciones:
“No hagas a tu prójimo lo que no te gustaría que te hicieran”.
Estar delante de una situación de vida o muerte es uno de los momentos más estresantes por el cual un ser vivo puede pasar. Sinceramente, pienso que si la vida o la muerte fuera de otra persona, el hecho de tener que decidir no deja de ser una distorsión del derecho de cada uno.
Si nosotros pudiéramos conocer bien a nuestro enfermo antes de la cirugía, convivir un poco con él, conversar y escuchar si ese tipo de situación ocurriera. Lo ideal es preguntar antes al paciente sobre lo que hacer, dejar que él escoja. Sólo que, raramente, eso es posible. Lo mismo vale para la paciente en el umbral de la nueva vida, saber lo que él quiere, hasta donde le gustaría ir en los procedimientos e intentos de resucitación, y, mas que todo eso, donde quiere morir. Pienso que son decisiones inherentes al paciente y no al médico.
Si fuera posible mantenerlo con confort en casa, sin dolor, recibiendo los cuidados adecuados, creo que sería lo ideal, pero si eso no fuera posible, se debe permitir que los familiares estén siempre con el paciente, esté donde esté.
Cierta vez, una paciente que se trataba conmigo hace muchos años presentó un cáncer de recto. Fue operada y quedó con una colostomía definitiva. Después de tres años de la cirugía, presentó recidiva de la dolencia, y en poco tiempo ya estaba en pésimas condiciones de salud.
No soportando más los dolores y las incomodidades de la enfermedad, en un cierto tiempo me pidió:
- Por favor, duérmame, es sólo así que encuentro paz.
Instalé la medicación que le sacó la consciencia y abrevió su tiempo de vida, pero, en este caso, el dolor constante y la incomodidad de un abdomen hinchado, además de su petición, me dieron la certeza de que, a pesar del riesgo de una parada respiratoria que la medicación traía, debía darle comodidad. Analizando el beneficio que le podía proporcionar, decidí que era lo mejor que podía hacer.
Tal vez, al leer estas historias y al ponerse en mi lugar, algunos puedan darme la razón, y otros discordar de mis decisiones. Yo mismo, mirando hacia atrás, muchas veces me arrepentí de algunas decisiones tomadas, pero me gustaría dejar clara mi idea sobre el momento de la muerte. No debe ser el médico, ni siquiera el paciente quien decide cuando se va a morir. Por encima de todo, debemos estar atentos para no desamparar a nuestros pacientes y también para no exagerar en las medidas para prolongar su vida “a cualquier precio”.
MÉDICO… UN SER HUMANO
Si es que puedo decir que aprendí algo en estos 21 años en que estoy vivenciando mi profesión, entre graduación, residencia, post-graduación y docencia, es que la medicina es una forma avanzada de ejercer la solidaridad.
Aprendí que no hay como trabajar con calidad, si yo no fuera capaz de mirar a mis pacientes como seres humanos iguales a mí, y no como meros objetos de trabajo o personas menos capaces que yo, por no tener el diploma.
No soy hipócrita, se que independientemente de mis intenciones y sentimientos, invertí gran parte de mi vida y muchos recursos materiales, preparándome para ser médico. Dependo de mi profesión para sobrevivir y sustentar mi familia y, por que no, para realizar mis sueños de confort material. Entretanto, se, también, que no hay como encarar la medicina como una actividad profesional cualquiera, usando las mismas reglas del “mercado”, pues ella está al lado de otras que también son la “profesionalización” de la caridad y de la solidaridad, como enfermería, fisioterapia, asistencia social, odontología, psicología, el propio sacerdocio religioso, y tantas otras que lidian directamente con los que sufren dolores del cuerpo y/o del alma. En esas situaciones, la relación no puede ser encarada de la misma forma que la mantenida entre el comerciante y su consumidor.
Creo firmemente que las reglas profesionales y de relación entre el paciente y su terapeuta no pueden ser dictadas por abogados y legisladores, sino por los corazones de los implicados, siendo que la confianza y la comprensión deben preponderar. Así, todas las veces que la Justicia juzga cualquier caso relativo al atendimiento profesional del área de la salud, es el claro anuncio de que esta relación falló, o, lo que es más frecuente, nunca existió.
Bajo ese nuevo prisma, pasamos a entender que la formación de los profesionales del área de la salud no puede restringirse al aprendizaje y entrenamiento técnicos, pero deben alcanzar orientación moral y preparación emocional, para que ellos sepan enfrentar el dolor y el sufrimiento al lado de sus asistidos.
Al contrario de lo que prepondera hoy, considero fundamental que el médico, así como otros trabajadores de la salud, tengan una formación espiritual, sea ella cual sea
(con tal que pregone el amor y la caridad), y que tal formación pueda influenciar sus actitudes delante del paciente, llevándolo a actuar de forma más integrada como terapeuta y como compañero, siempre solidario.
Si quisiéramos descubrir como debe actuar aquel que trata y auxilia a los enfermos, es necesario que nos coloquemos en la posición de éste último, para entonces poder concluir que el médico o terapeuta debe ser paciente para oír con atención las quejas y los problemas del enfermo, incluso cuando si es un gastroenterologísta y el paciente se queja de su relación conyugal, o cuando él abandona la objetividad de su discurso para tener una oportunidad de contar sobre sus historias de juventud, a fin de tener la sensación de que su vida fue útil, en un momento en que está infeliz e inseguro.
Debemos ser caritativos, cuando el paciente roba algún tiempo de nuestro convivencia familiar, pues, angustiado y con miedo de su enfermedad y de la cirugía que hará en breve, acciona nuestro bip durante el fin de semana.
Necesitamos ser capaces de no irritarnos con el hipocondríaco, que despeja sobre nosotros una permanente cantidad de síntomas y quejas de todos los tipos, pues sabemos que estamos delante de alguien enfermo y que necesita mucho de nuestra ayuda, tanto como cualquier otro paciente, o incluso más.
Urge comprender la rispidez de aquel que es más amargo y agresivo y que nos “empuja”, cuando necesita “abrazar”.
Es necesario ir a trabajar con una sonrisa en el rostro, incluso con sueño, porque nos quedamos de guardia la noche anterior.
Es importante granjearse la simpatía de aquellos que dividen el ambiente de trabajo con nosotros, ya que dependemos de eso para desempeñar bien nuestro papel y alcanzar nuestro objetivo principal, cual sea, ayudar a los que nos necesitan.
Nada de eso fue fácil, muchas veces ni incluso es posible, pero no creo que podamos considerar los aspectos antes citados dispensables. Debemos perseguirlos incansablemente, tanto en el aspecto más íntimo de cada uno de nosotros, en esa lucha diaria para vencer nuestras dificultades personales, como por la búsqueda de condiciones externas para poder realizar la medicina que creemos ser ideal. Lo que no podemos es desistir de intentarlo.
La relación mercantilista que rige el área de la salud, hoy promueve una cisión distorsionada del paciente consumidor, del paciente como fuente de renta o, todavía, lo que es peor, del paciente como un “enemigo”. Se trata al enfermo como lo hace el veterinario, que va a medicar u operar a un animal feroz, temiendo ser mordido o agredido. Todo lo que desearía, por lo menos en mi opinión, es que sólo hubiese espacio para ver al paciente como un “hermano” en el sentido cristiano de la palabra, así como el paciente debería ver al médico como alguien que puede y que quiere ayudarlo, y no como un simple “prestador de servicios”.
Tanto la omnipotencia médica como la “entrega” por parte del paciente son sentimientos que no deben existir en la relación médico-paciente, pues la curación depende del paciente. Tanto en la omnipotencia del médico como en la entrega del enfermo, se desvía, exclusivamente para el médico, esa responsabilidad.
El profesional del área de salud, bien orientado, debe ser el apoyo y el norte del paciente y su familia, interviniendo cuando fuera necesario y posible, sea con sus conocimientos técnicos, sea con sus atributos morales.
No estoy pidiendo que cada médico sea, al mismo tiempo, un psicólogo, un sacerdote, o incluso un “santo” absolutamente abnegado e infalible; es exactamente lo contrario, estoy proponiendo que cada médico se permita “ser humano”, actuando como tal, disponiéndose a ayudar, en la medida de sus posibilidades, a otro ser humano igual a él, que se encuentra en dificultades.
Sólo así estaremos construyendo una relación médico-paciente saludable, preparando las mejores condiciones para que ejercer la verdadera vocación médica, cual sea: auxiliar; ayudar; ser solidario; ser caritativo.
No me siento preparado para dar a mis pacientes una asistencia ideal en el momento de la muerte, ni siquiera creo que yo sea un ejemplo de aquello que estoy pregonando, pero creo que puedo decir que, hoy, ya estoy mucho mejor de que lo estaba cuando comencé. Siento que cada paciente que consigo acompañar hasta el momento final fortalece mis esperanzas de, un día, poder realmente ser útil y completo como médico y como persona.
Es muy importante descubrir que, en la medida en que percibimos nuestras dificultades, ampliamos nuestras posibilidades, pues, al notar mis limitaciones, automáticamente me esfuerzo para eliminarlas y, así, siempre estaré evolucionando y aprendiendo, creciendo y mejorando.
Cuanto más sincero pude ser conmigo mismo, más reales, más sinceras y más verdaderas serán mis relaciones profesionales, y, consecuentemente, mejor será la calidad de mi asistencia.
La indecisión que todavía presento en el momento de usar la palabra “muerte” con el paciente; el miedo de la reacción que se desencadenará en él con la revelación de la verdad, así como el miedo y la inseguridad para administrar las emociones que surgirán en el proceso de muerte que envolverá no sólo al paciente, sino a sus familiares y a mí mismo, todavía me hacen temer y muchas veces esquivarme de aquello que se, o siento, que es una de las tareas más nobles y difíciles del médico.
Permitirse sentir toda esa inseguridad es la primera gran ganancia que recibimos por librarnos de la omnipotencia que nos impregnó desde la facultad; es uno de los premios por dejarnos intentar ser Dios, admitiéndonos como seres falibles, retirando de nuestros propios hombros un fardo enorme que nunca pudimos cargar.
Que todo lo que dije pueda encarase como una reflexión, sea el lector médico, académico, profesional del área de la salud o, principalmente, si fuera o llegara a ser un paciente, pues, como en toda relación humana de éxito, es necesario el empeño de ambas partes.
Estemos atentos, porque Dios nos bendice y nos muestra el camino, siempre. Nos cabe a nosotros, en el ejercicio de nuestro libre albedrío, seguirlo.
ORACIÓN
Señor,
Que sepa cultivar la tolerancia,
Pues se que de ella depende mi perdón.
Que sepa cultivar el amor,
Pues se que de él depende mi paz.
Que sepa cultivar mi razón,
Pues se que ella me conduce a la fe.
Que sepa fortificar mi fe,
Pues se que sólo ella puede llevarme a tu presencia.
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