Todos los Espíritus tienden a la perfección y Dios les provee los medios de obtenerla mediante las pruebas de la vida corporal. Pero, en su justicia, les reserva que cumplan en nuevas existencias lo que no pudieron hacer o perfeccionar en una primera prueba.
No estaría de acuerdo con la equidad y la bondad de Dios castigar para siempre a aquellos que han podido encontrar obstáculos para su mejoramiento, independientemente de su voluntad y en el medio mismo donde se hallaban ubicados. Si el destino del hombre después de su muerte estuviera irremediablemente fijado, Dios no habría pesado las acciones de todos con la misma balanza y no los hubiera tratado con imparcialidad. La doctrina de la reencarnación, esto es, aquella que consaiste en admitir para el hombre muchas existencias sucesivas, es la única que responde a la idea que nos formamos de la justicia de Dios para con hombres de una condición moral inferior, la única que puede explicarnos el porvenir y fundamentar nuestras esperanzas, puesto que nos ofrece el medio de rescatar nuestras faltas mediante nuevas pruebas. La razón nos lo indica y los Espíritus así lo enseñan.
El hombre que tiene conciencia de su inferioridad encuentra en la doctrina de la reencarnación una esperanza consoladora. Si cree en la justicia de Dios no puede esperar que será por siempre diferente de aquellos que han obrado mejor que él. El pensamiento de que es inferioridad no lo deshereda para siempre del bien supremo, y que podrá conquistarlo por medio de nuevos esfuerzos, lo sostiene y reanima su valor. ¿Quién, al término de su carrera, no lamenta haber adquirido demasiado tarde una experiencia que ya no puede aprovechar? Pero esa experiencia tardía no está perdida, pues la aprovechará en una nueva existencia
Extraido, del Libro de los Espiritus.
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